XLIV - Conclusión

EN EL MISMO MES de febrero, tuvo lugar en Roma un suceso que debemos señalar a nuestros lectores. Les rogaremos que nos acompañen al castillo de Sant-Angelo; allí, en una habitación pobremente amueblaba, y en una estrecha cama, estaba acostada una mujer. Sus misteriosos ojos, inmóviles y soñadores, evocaban ensueños más gigantescos y espléndidos que los ensueños de Borgia y de Sixto.

Aquella mujer, de cabeza escultural y de cabellera negra flotante sobre los hombros de mármol, tenía los ojos fijos en un niño que dormía a su lado, robusto y bien conformado, y que tenía los puños cerrados apretadamente. Una criada estaba inclinada sobre la cama.

Aquella habitación era un calabozo. La criada, Myrthis; la mujer acostada, Fausta; y el niño, el hijo de ésta y de Pardaillán.

* * * * *

Fausta, después de haber sido presa por los esbirros de Sixto la noche del incendio del Palacio Riente, fue encerrada en el castillo de Sant-Angelo en donde, por único favor, le concedieron el poder conservar a su lado a Myrthis, que siempre la había servido fielmente y que una vez Fausta prisionera, creyó lo más natural del mundo compartir su cautividad.

Sixto reunió un Concilio secreto para juzgar a la rebelde. Más de doscientas preguntas tuvo que contestar aquel tribunal excepcional. A todas ellas se contestó que Fausta era culpable y, por consiguiente, el mes de agosto de 1589, fue condenada a ser decapitada, luego quemada y, por fin, a que sus cenizas fueran arrojadas al viento. El 15 de agosto se comunicó a Fausta esta sentencia en la habitación en que estaba prisionera. La escuchó sin estremecerse. Y un pliegue de sus orgullosos labios, demostró que abandonaría la vida con la indiferencia altiva y glacial que hasta entonces había presidido sus actos todos. La ejecución debía tener lugar al día siguiente por la mañana.

En cuanto los jueces se hubieron retirado, Myrthis se arrodilló, sollozando, a los pies de su ama y murmuró:

—¡Oh, qué horrible suplicio!

Fausta sonrió, hizo levantar a su doncella, sacó de su pecho un medallón de oro, lo abrió y lo mostró a Myrthis.

—Tranquilízate. No sufriré el suplicio. No hallarán más que mi cadáver. ¿Ves estos granos? Uno basta para dormir durante varios días, dos hacen dormir también, pero ya no se despierta, y tres matan en el acto y se muere sin sufrir.

—¡Señora! —dijo Myrthis—. Hay seis granos. Una vez hayáis muerto, yo no sabré qué hacer de la vida. Dadme también tres granos a mí.

—Bueno, prepárate a morir —dijo Fausta.

Fausta vertió tres granos de veneno en una copa y tres más en otra. En aquel momento se puso pálida y dando un grito de terror, exclamó:

—Detente... No tengo derecho a morir aún...

Los seis granos fueron encerrados nuevamente en el medallón.

Fausta pasó toda la noche, sin dormir, tan pronto enternecida como desesperada. A la mañana siguiente se oyeron pasos en el corredor, y Myrthis, que ignoraba lo que le sucedía a su ama, empezó a llorar, creyendo que iban a llevársela. En efecto, eran los jueces que, acompañados del verdugo, se presentaban para conducirla al suplicio. Uno de los jueces desplegó un pergamino, leyó nuevamente la sentencia de Fausta, y luego el verdugo se acercó a ella para llevársela, pero, con altanería, la joven lo detuvo con un gesto y le dijo:

—¡Verdugo! No es tiempo aún de cumplir tu oficio. Jueces, no podéis matarme todavía.

—¿Por qué? —preguntó el juez que había leído la sentencia.

—Porque no podéis quitar dos vidas habiendo sido condenada una solamente, porque en mis entrañas hay un ser que llega a la vida, porque no soy la virgen, sino que voy a ser madre.

Los jueces se inclinaron y salieron. En efecto, era una ley sagrada, y observada en toda Europa, la de que no se podía ejecutar a una mujer embarazada. Era un caso de perdón, contra el cual se estrellaba la voluntad de los reyes y de los papas, pero Sixto V venció la dificultad. Obtuvo del tribunal que había condenado a Fausta, que no le perdonaran la vida, sino que aplazaran la ejecución hasta que hubiese nacido el nuevo ser. Tal sentencia fue comunicada a Fausta hacia fines de septiembre y ella la acogió sonriendo.

* * * * *

Hacía tres días que había nacido el niño. Todo en él demostraba extraordinario vigor, furioso apetito de la vida, pues se conducía como otros niños a los tres meses de edad. Myrthis estaba extasiada y nutría al niño con leche que le entregaba diariamente el carcelero.

Pero Fausta, en cambio, no decía nada. Únicamente, en cuanto Myrthis había satisfecho el glotón apetito del pequeño, se lo hacía colocar en la almohada, junto a ella, y durante horas enteras lo miraba dormir.

—Mirad, señora —exclamaba Myrthis—, mirad, tiene cabellos negros. ¡Oh, ya abre los ojos! ¡Mirad, ahora mueve el dedo!

Fausta no sonreía ni decía una palabra. Durante aquellos tres días no durmió. No hizo más que contemplar a su hijo con extraña mirada. Ni una sola vez posó sus labios en la frente o en las manos del niño, como hacen todas las madres.

A la tarde del tercer día, se repitió la misma ceremonia siniestra que tuviera lugar algunos meses antes. Los jueces se presentaron acompañados del verdugo, y anunciaron que ya estaba bastante fuerte para marchar al cadalso al día siguiente por la mañana. Añadieron que el hijo de la rebelde sería expósito, a menos que lo recogiera algún alma caritativa.

La noche transcurrió sin que la condenada dejase de fijar la mirada en el niño, cual si tratase de comunicarle su voluntad. Las seis de la mañana sonaron en un reloj lejano. Entonces Fausta llamó a Myrthis y le ordenó verter en una copa los seis granos de veneno. Myrthis obedeció llorando. A la sazón ya no hablaba de morir ella, pues comprendía que era necesario vivir para el niño.

—Te lo llevarás —dijo Fausta con voz tan tranquila como en los tiempos de su esplendor— y lo educarás en París, pues quiero que viva en aquella ciudad. Luego, en cuanto sea hombre, le dirás quién es, y le referirás mi vida y la de su padre.

—Juro obedeceros —exclamó Myrthis sollozando.

Fausta movió la cabeza en señal de aprobación, miró el vaso que contenía el veneno y que estaba al alcance de su mamo y entonces, por primera vez tomó a su hijo en brazos. Fijó una mirada de fuego en el niño. Éste se despertó y entonces Fausta le dijo:

—Hijo de Fausta y de Pardaillán, ¿qué serás? ¿Te alzarás un día ante tu padre? ¿Serás el vengador de tu madre? Hijo de Fausta y de Pardaillán, ojalá tengas el corazón rodeado por triple coraza de bronce. Ojalá tu alma inaccesible ignore la piedad, y el amor y los sentimientos de debilidad y esclavitud. Ojalá que atravieses la vida como un ardiente meteoro empujado por la fatalidad. Adiós, hijo de Pardaillán. Tu madre, al morir, te da el beso de orgullo y de fuerza, gracias al cual espera que su alma pasará a tu ser. Hijo de Pardaillán y Fausta, ¿qué será de ti?

Al mismo tiempo cogió la copa de veneno, la vació de un trago y violentamente, en el espasmo de la muerte, imprimió su beso, como una mordedura indeleble, en la frente del niño.

Y cayó sobre la almohada.

* * * * *

¿Qué será, en efecto, de aquel niño, nacido de dos seres tan extraordinarios y tan distintos uno de otro? Uno era el tipo caballeresco, síntesis de la generosidad, y el otro un tipo ambicioso, síntesis del orgullo.

¿Qué sería de aquel niño, que en el umbral de la vida, hallábase con la imprecación formidable de Fausta, y que heredaba tal vez la incalculable fuerza del mal que residía en el alma de su madre, y en quien palpitaba, tal vez, el alma magnánima de Pardaillán? ¿Qué ser monstruoso producirán aquellas dos fuerzas enemigas que se unían en la misma sangre, la intrépida y atrevida bondad del padre y la monstruosa malignidad de la madre?

Esto es lo que un día u otro relataremos al lector amigo que se ha interesado en la historia de Pardaillán y Fausta.

FIN

Las aventuras del caballero de Pardaillán continúan en el siguiente libro. El tomo titulado:

PARDAILLÁN Y FAUSTA

Episodio 14 - Juan «el bravo».