XXI - La carta

EL DUQUE pasó la noche con los codos apoyados en la mesa ante la que estaba sentado y con la cabeza entre las manos. Al oír el ruido que hizo el criado al entrar, despertó de su modorra y vio que era día claro. Entonces se levantó y, con los ojos fijos en una imagen que sin duda flotaba ante él, murmuró:

—¡Adiós, Violeta! ¡Adiós para siempre, ensueño de amor! Todo eso ha muerto. El duque de Guisa, enamorado de una gitanilla, ya no existe. En su lugar Guisa, el conquistador, el rey de Francia y el emperador, se prepara a poner manos a la obra. Ya que es necesario pisar un cadáver para llegar a la gloria y al poder, ¡vamos a preparar la muerte de Valois!

Hizo abrir las puertas del gabinete y entraron los cortesanos.

—Señores —dijo el duque con firme acento—. Su Majestad el rey ha convocado los Estados Generales. El clero, la nobleza y la burguesía, han enviado a Blois a sus diputados, que han empezado ya las conferencias. Creo, por consiguiente, que no tenemos nada que hacer en París, sino en Blois, en donde, tal vez, nos esperan grandes acontecimientos. ¡A caballo, pues, señores! Marcharemos dentro de una hora.

Los cortesanos se retiraron apresuradamente para hacer los preparativos de marcha. El duque se sentó entonces y escribió la siguiente carta:

Señora:

Me habéis convencido tan absolutamente, que no quiero esperar un minuto para ejecutar el admirable plan que habéis desarrollado de un modo tan admirable. Por esta razón no iré a Blois dentro de un mes o dentro de ocho días, sino que hoy mismo me dirijo allí.

En Blois tendré el honor de esperaros para apresurar los sucesos que espero con igual ardor: La muerte de quien sabéis y la unión de los dos poderíos que ya conocéis.

Enrique, duque de Guisa... de momento.

Guisa cerró la carta y, mirando a su alrededor, no vio más que a Maurevert.

—¡Cómo! —exclamó con ruda ironía—. ¿Estáis aquí?

—Monseñor —contestó Maurevert inclinándose—. Me ordenasteis que, exceptuando cuando me confiarais alguna misión, permaneciera siempre cerca de vos.

—Sí —se dijo Guisa—, estaba celoso, pero ahora ya no hay motivo.

Y, en voz alta, dijo:

—Ya estáis libre. ¿Y sabéis por qué?

—Espero que monseñor me lo diga.

—¿Sabéis por qué os mandé a Blois, Maurevert?

—Me lo figuro. Porque Blois estaba algo lejos de la abadía de Montmartre.

—«Ya no hay motivo de sospechar» —se dijo el duque con tristeza.

Y, volviéndose a Maurevert, añadió:

—Continuaréis vuestro servicio ordinario. Sois libre de ir y venir.

—Me hacéis feliz, monseñor, al ver que he recobrado vuestra confianza.

—Sí, pero no os he dicho el por qué, Maurevert. Ya no tengo sospechas y sois libre de ir a Montmartre si queréis, porque ella ya no existe.

El rostro de Maurevert expresó solamente asombro, pero no el dolor que el duque esperaba. Guisa fue hacia él y, poniéndole la mano en el hombro, le dijo:

—Vamos, he de hacerte justicia, Maurevert. Veo que fui sobradamente desconfiado.

—Me hacéis feliz, monseñor. De modo que aquella gitana...

—Ha muerto —contestó Guisa ahogando un sollozo—. Ha muerto, amigo mío..., asesinada por el infernal Pardaillán.

—¡Caramba! —exclamó Maurevert estupefacto.

—Felizmente, el miserable ha sido castigado y su cuerpo debe de ser pasto de los peces. Pero no es así cómo yo hubiera querido que acabara. Ha sido una muerte demasiado dulce para él.

—¡Hum! —exclamó Maurevert.

—¿Qué dices?

—Digo, monseñor, que a pesar de todas las pesquisas, no se ha podido hallar el cadáver de Pardaillán. Y en tanto que yo no lo vea muerto con mis propios ojos y no le haya enterrado con mis propias manos, esperaré verlo aparecer el día menos pensado.

—Daría cien mil libras para que no te engañases.

—Y yo daría doscientas mil si las tuviese, pero no las tengo, aun cuando monseñor me las ha prometido.

—No tardarás mucho en tenerlas.

—Pues bien, yo las daría para estar seguro de que me engaño.

—El miedo que te inspiraba este hombre, te hace tontear, amigo. Pero ya no pensemos más en él. Toma esta carta.

Maurevert obedeció.

—Llévala al palacio de la Cité lo más pronto posible —dijo el duque— y no la dejes un momento de las manos.

—Me la guardaré en el jubón, monseñor, como veis. Monto a caballo y dentro de un cuarto de hora habrá llegado a su destino.

El duque hizo una seña de aprobación y algunos instantes más tarde Maurevert montaba a caballo. Guisa lo vio alejarse y murmuró como César:

—Alea jacta est.

Maurevert, en cuanto hubo perdido de vista el hotel, pasó del galope al trote y del trote al paso.

—¡Imbécil! —murmuró, mientras una llamarada de odio iluminaba sus ojos—. Monseñor me devuelve su confianza y se figura que con ello me contento. Olvida las humillaciones de que me ha hecho objeto y yo debo olvidarlas también, porque él me devuelve su confianza. ¡Ah, si tuviese la seguridad de que Pardaillán ha muerto! Ya no me verías más. Guisa, o, por lo menos, no me verías hasta que pudiese devolverte el mal que me has hecho. Pero atacar a un duque de Guisa no es prudente.

Monologando así, Maurevert no se dirigía a la Cité, adonde hubiera debido ir, sino a su propia vivienda, a la que no tardó en llegar. Una vez hubo dejado el caballo en la cuadra, subió a su habitación, cerró cuidadosamente la puerta, corrió las cortinas de la ventana, tapó la cerradura con una servilleta, encendió un candelabro y, cogiendo la carta destinada a Fausta, comenzó a examinarla en todos sentidos.

Entonces empezó un trabajo singular con ayuda de unas pinzas muy finas y un cuchillo de hoja muy delgada, instrumentos que, sin duda, había empleado con frecuencia, porque los manejaba con gran habilidad. Al cabo de cinco minutos de trabajo la carta estuvo abierta con el sello intacto.

Maurevert la leyó repetidas veces, primero con una mueca de desencanto, luego con mayor atención y, por fin, con la alegría del hombre que ha descifrado un enigma.

Entonces se dedicó a otra operación. Copió la misiva letra por letra, empezando diez veces el trabajo hasta obtener una imitación perfecta del carácter de la letra de Guisa. Luego quemó las copias malas, aplastó con el pie las cenizas de los papeles y, con grandísimo cuidado, quitó el sello de la carta verdadera y lo puso sobre el de la falsa.

—Esta para Fausta —dijo sellando la copia.

Luego, sonriendo, mientras miraba la carta verdadera, añadió:

—¿Y ésta? ¿Para mí, acaso? No: para el rey de Francia.

Entonces guardó la verdadera misiva de Guisa en un bolsillo oculto de su jubón y llevando en la mano la copia que había hecho, bajó a la calle, montó nuevamente a caballo y se dirigió al palacio de la Cité. Algunos instantes más tarde, la carta falsa estaba en manos de Fausta.

Maurevert, entonces, volvió al hotel de Guisa, en donde supo que el duque y su séquito se habían marchado hacía dos horas. Maurevert partió apresuradamente y después de tres horas de marcha alcanzó a la comitiva y se mezcló con las últimas filas. En la primera etapa se acercó al duque de Guisa, el cual lo interrogó con la mirada.

—Ya está, monseñor —se limitó a contestar.