VIII - El Calvario de Montmartre

HEMOS DEJADO al caballero de Pardaillán y al duque de Angulema en el camino de Chartres a. París, parados en una pequeña posada, a fin de reparar sus fuerzas lo mejor posible, y dar algún descanso a los caballos. El alto duró dos horas, al cabo de las cuales subieron nuevamente a caballo y prosiguieron su camino. El joven duque estaba sombrío. Pardaillán parecía tranquilo, como de costumbre.

En suma, el viaje de Chartres no había dado ningún resultado, por lo menos en lo tocante al amor del joven duque, que languidecía y se sentía presa de la desesperación. En efecto, Fausta no pudo dar ninguna noticia acerca de Violeta. Pardaillán relató a Carlos la escena de la catedral, añadiendo con flema que no había ninguna razón para, suponer que Fausta hubiese mentido, Así, pues, habíase perdido toda huella de la gitana. Ésta era la causa del desaliento del joven duque que, abandonando las riendas, dejaba marchar su caballo al lado de Pardaillán.

En cuanto al caballero, había ido a Chartres por dos motivos. Ante todo, para hallar la pista de Violeta, y luego, para arrancar el cetro real de manos de Guisa. Sobre este último punto había obtenido completa victoria. Valois estaba vivo y Guisa volvía a París en plena derrota.

—¿Y qué, monseñor? —dijo Pardaillán—. ¿Por qué suspiráis y estáis tan triste? Fijaos en que no hace mucho estabais en la Bastilla y yo en la nasa de la señora Fausta. En cambio, ahora estamos cabalgando sanos de cuerpo y espíritu, y perfectamente capaces de realizar el imposible de dar con las huellas de Violeta. ¿Qué más queréis?

—Hallar a Violeta —contestó amargamente el duque—. Como decís, Pardaillán, es un imposible, y éste es la causa de que os entristezca con mis suspiros.

—¿Y quién os ha dicho que es imposible hallar a Violeta, cuando ella no desea nada más que volar a vuestros brazos?

—No tenemos ninguna indicación. ¿Adónde dirigirnos?

—Pues seguiremos a Maurevert.

—¡Maurevert! —exclamó sordamente Carlos—. Muchas veces ya habéis asociado ese nombre al de Violeta. ¿Qué ayuda puede prestarnos Maurevert?

Pardaillán habíase guardado muy bien de contar al duque que Maurevert estaba casado con Violeta.

—Maurevert —contestó Pardaillán— es uno de los cómplices del duque de Guisa, y podéis tener por seguro que éste ha intervenido en la desaparición de Violeta. ¿Creéis, acaso, que podemos ir directamente al encuentro de Guisa, rodeado como está en su hotel por numerosos hombres de armas? Conseguiríamos tan sólo hacemos matar y entonces Guisa no tendría ya quien le disputase a Violeta.

—Es cierto, Pardaillán, es cierto, pero ¿y Maurevert?

—Pues bien: nos iremos a París y fácilmente encontraremos a ese tunante. Y entonces procuraremos atraerlo a un lugar que esté al abrigo de toda mirada indiscreta y, en cuanto lo tengamos, le apuntaremos un puñal al cuello, diciéndole: «Si no nos decís lo que vuestro amo ha hecho de Violeta os matamos». ¿Qué os parece mi plan?

—Digo que sois el hombre más fecundo en recursos que he conocido.

—En cuanto a coger a Maurevert, tengo gran interés en hacerlo, pues, como sabéis, lo odio extraordinariamente. Confiadme —añadió Pardaillán— el cuidado de apoderarme de él. Estoy persuadido de que se acerca el instante en que podré satisfacer una antigua deuda que con él tengo.

—¡Ojalá que así sea, amigo! —contestó el duque—. ¿Y dónde nos alojaremos en París?

—¿Os parece que estábamos mal en «La Adivinadora»?

—De ningún modo, ¿pero no creéis que el lugar sea peligroso?

—Monseñor —contestó Pardaillán—, durante mi vida he tenido más de una vez necesidad de ocultarme, y he observado que siempre se encuentra con la mayor facilidad a las gentes que se esconden. Ni Guisa ni los suyos creerán que estamos en París y mucho menos se figurarán que hayamos ido a aposentarnos a «La Adivinadora».

—Pues vamos allí —contestó Carlos.

Hablando así, los dos caballeros continuaban andando al trote de sus cabalgaduras, sin apresurarse. Al día siguiente entraron en París y marcharon directamente hacia «La Adivinadora», adonde llegaron sin novedad hacia las doce del día, es decir, cuando la sala estaba llena de clientes. Pardaillán se sentó ante una mesa desocupada e invitó a Carlos a que hiciera lo propio.

Rosa estaba en la cocina vigilando la marcha de los asados. Estaba pálida y muy triste, pues se figuraba que Pardaillán continuaba aún en la Bastilla. Para cerciorarse, había efectuado una de esas tentativas desesperadas que sólo pueden ocurrirse a las mujeres que aman de verdad, pero desgraciadamente fracasó, como se verá, y la pobre Rosa se desesperaba. Mientras vigilaba la renombrada cocina de su casa, discutía consigo misma las probabilidades de salvar al caballero y, sin duda, éstas le parecían muy pocas, porque, de vez en cuando, con la punta del delantal se secaba los hermosos ojos llenos de lágrimas.

Por fin, los clientes se alejaron poco a poco. Los oficiales, gentilhombres y estudiantes, que no vacilaban en franquear el Sena de vez en cuando para hacer una buena comida en «La Adivinadora», todos ellos salieron uno después de otro, y, finalmente, no quedó en la sala más que una mesa ocupada en la cual dos rezagados vaciaban, sin darse prisa, una botella de vino de España.

Rosa salió para vigilar que todo estuviera en orden: la vajilla de flores en los aparadores de roble, los escabeles en fila alrededor de los muros los vasos de estaño colgados en sus respectivos clavos. Mientras hacia esa inspección, divisó de pronto a. Pardaillán que, sonriendo, la miraba ir y venir. Rosa se quedó petrificada y se echó a temblar. Pardaillán se acercó a ella y le cogió las manos.

—¡Ah, señor caballero! —exclamó la buena mujer—. No me atrevo a creer en lo que veo.

—Creed, pues, en estos dos besos —dijo Pardaillán dándoselos.

Rosa se echó a reír con los ojos bañados en lágrimas.

—¡Ah, caballero! —dijo—. Ya estáis libre. ¿Cómo habéis podido salir de la Bastilla?

—Es muy sencillo, mi querida Rosa, salí por la puerta.

—¿Acaso el señor de Bussi-Leclerc os perdonó?

—No, Roca, al contrario, yo perdoné al señor de Bussi-Leclerc. Pero poco importa. Lo esencial es que he salido. Únicamente he de advertiros, que muy honrados gentilhombres lamentan en el alma que yo haya salido de allí. Por esa razón, querida mía, os ruego muy especialmente que hagáis lo posible para que no nos vean ni a mí ni al señor duque.

—¡Dios mío, siempre sois perseguido!

—Como un pájaro en la rama, Rosa. Y no es culpa mía.

—Si por lo menos hubiese sabido que estabais aquí —exclamó Rosa, mirando la mesa de Pardaillán.

—Tranquilizaos —contestó el caballero—. Todos los que vienen aquí son tratados como príncipes.

Sin embargo, Rosa, contenta y feliz en extremo, a impulsos de un sentimiento semejante al de una madre que vuelve a hallar a su hijo amado, corrió a la bodega y a poco regresó llevando una botella cubierta de polvo auténtico.

—Este vino es el que prefería vuestro padre —dijo—. Ahora ya no quedan más que cinco botellas.

Pardaillán lo tomó y, llenando tres vasos, entregó uno a la hostelera.

—No me atrevo a beber con vos —exclamó la pobre mujer, mirando de soslayo al duque de Angulema.

Éste comprendió la muda indicación y volviéndose a Rosa le dijo:

—El señor de Pardaillán me ha hablado muchas veces de vos y me consideraré tan honrado bebiendo en vuestra compañía como si lo hiciera con una princesa de la sangre.

Rosa palideció de placer. En primer lugar, al enterarse de que Pardaillán había hablado de ella; luego porque tal cumplido procedía de un personaje como el duque de Angulema, cosa que entonces tenía extraordinario valor.

—¡Querida Rosa! —continuó Pardaillán en cuanto los vasos estuvieron vacíos—. Poco ha me hablabais del señor Bussi-Leclerc. ¿Conocéis acaso al digno gobernador de la Bastilla?

Rosa se ruborizó y el caballero se percató de ello.

—¿Por qué os ruborizáis? —le preguntó.

—El señor Bussi-Leclerc —contestó Rosa— ha venido aquí varias veces en compañía de algunos caballeros y maestros de armas, a los que obsequiaba magníficamente después de haberlos batido en algún asalto de esgrima.

—Eso está muy bien. ¿Y qué más?

—Pues... —murmuró Rosa bajando la cabeza— para libertaros yo confiaba en él. Varias veces me había afirmado...

—Vamos, hablad —dijo Pardaillán—, ya sabéis que a mí se me puede decir todo.

—Que estaba dispuesto... a casarse...

Una sonrisa de orgullo se dibujó en el semblante de la joven hostelera.

—Como soy viuda, y sin hijos y, en una palabra, completamente libre de cuerpo, si no de alma, yo habría podido aceptar su proposición. Con ello mi vida habría sido algo más triste, pero nada más.

Rosa decía todo eso probablemente sin darse cuenta del sacrificio que representaban tales palabras. El caballero de Pardaillán la contemplaba con extraordinario asombro.

—¿De modo —preguntó— que fuisteis a ver a ese Bussi-Leclerc?

—Sí, pero el primer día que fui no pude entrar en la Bastilla a causa de un motín de presos que hubo y la segunda vez me dijeron que el señor gobernador estaba en Chartres, acompañando a monseñor de Guisa, y ahora esperaba su regreso.

—Seguramente ya ha vuelto —contestó Pardaillán— y ahora lo encontraréis sin duda alguna.

—Ya es inútil, porque estáis libre.

Pardaillán vació otro vaso de un trago y dijo:

—Tenéis razón.

Pardaillán, ante el heroico sacrificio de aquella mujer, que no vacilaba en sacrificar su vida en aras de la libertad del caballero, se quedó mudo, sin saber qué decir. Angulema también estaba admirado al considerar el acto de aquella mujer, y mucho más la sencillez con que estaba dispuesta a llevarlo a cabo.

Pardaillán y Carlos de Angulema ocuparon nuevamente en la posada las habitaciones que antes les habían sido designadas. El caballero se alojó en la que fue teatro del combate de Graznido, y a Carlos, en su calidad de duque, se le ofreció la habitación más hermosa de la casa, pero él prefirió aposentarse en la contigua a la de Pardaillán.

Transcurrieron dos días sin que se produjera ningún acontecimiento digno de mención. Y, para ordenar un poco la cronología de los diversos sucesos que se entrecruzan, no estará de más hacer observar que aquella mañana era la cuarta, a contar del día en que Jacobo Clemente fue encerrado en el calabozo de los jacobinos: y que, a la sazón, hacía diez días que Picuic y Graznido llevaban una existencia regalada en la abadía de las benedictinas de Montmartre.

Pardaillán se dirigió hacia la antigua calle del Temple.

—¿Acaso vamos al hotel de Guisa? —preguntó Carlos por el camino.

—Por lo menos vamos a las cercanías, para ver si encontramos al señor de Maurevert.

—¡Siempre Maurevert! —exclamó el joven duque con inquietud evidente—. ¿Y para qué lo queréis?

—Ya os lo he dicho. El señor Maurevert no ignora ninguno de los actos o pensamientos de monseñor de Guisa, y ya comprenderéis que si alguien sabe el paradero de Violeta, es sin duda el duque. Tal vez vos as figuréis que vale más dirigirse a Dios que a los santos y, si queréis, estoy dispuesto a entrar en el hotel de Guisa, pese a los doscientos guardias y gentilhombres que lo rodean.

—¡Eso es imposible! —exclamó el duque—. ¿Pero por qué no nos dirigimos a otro familiar de Guisa, a Maineville, por ejemplo?

—Porque me propongo matar dos pájaros de una pedrada y arreglar a la vez vuestros asuntos y los míos. Como sabéis, tengo una antigua cuenta con Maurevert, a quien persigo desde hace mucho tiempo.

La explicación era plausible y tranquilizó a Carlos de Angulema de la inquietud que empezaba a experimentar. En breve llegaron ante la puerta del hotel en donde estaban parados constantemente un centenar de curiosos. El hotel de Guisa era entonces el centro de la agitación popular. Los burgueses acudían allí para adquirir noticias y averiguar lo que pensaba el jefe de la Liga. Desde que se preparaban las listas para los Estados Generales, que el rey había prometido reunir en Blois, la agitación habíase aumentado aún, pero cambiando de forma. Se Veían tal vez menor número de hombres de armas en torno del hotel, pero, en cambio, abundaban más procuradores, abogados y burgueses, armados todos con espada y cubiertos con la coraza. Entraban y salían por la puerta principal, en que había un cuerpo de guardia de veinticuatro arcabuceros, sin contar los centinelas y patrullas que continuamente daban la vuelta al hotel.

Entre aquellas gentes que discutían gesticulando, Pardaillán y Carlos de Angulema pasaron inadvertidos, y se acercaron a un grupo bastante numeroso, en cuyo centro peroraba un hombre, exponiendo sus Meas.

Durante dos horas, el caballero y el duque permanecieron con los ojos fijos en aquella puerta, completamente abierta, y Carlos empezaba ya a creer que la idea de presentarse al duque no era tan mala como parecía, si bien se corría el riesgo de dejar allí la vida. Pardaillán, entonces, le dio un codazo, para señalarle a tres gentilhombres que entraban en el hotel.

Eran Bussi-Leclerc, Maurevert y Maineville. Maurevert iba entre los otros dos.

—Esperemos —dijo Pardaillán con extraña sonrisa.

Angulema miró a los tres favoritos de Guisa y luego, al dirigir los ojos hacia Pardaillán, se estremeció. Entre tanto, fue transcurriendo el tiempo. Dieron las doce del mediodía. La afluencia, de gente ante el hotel continuaba siendo la misma y nadie se fijaba en los dos caballeros. Luego dio la una en todos los relojes.

—¿Quién sabe si saldrán hoy? ¿O si han salido por otra puerta? —dijo Carlos.

En cuanto acabó de decir estas palabras, divisó a Bussi-Leclerc, Maineville y Maurevert. El segundo chocó con él a pasar, pero el caballero ya los había visto. Los tres gentilhombres se detuvieron en la calle hablando en voz baja. Luego Bussi-Leclerc y Maineville se alejaron cogidos del brazo. Maurevert se quedó un instante en el mismo sitio y luego echó a andar.

—Esta vez es nuestro —dijo Carlos.

Pardaillán no contestó. Continuaba sonriendo, y sus ojos no perdían de vista a Maurevert, que se dirigía hacia la puerta del Temple, que franqueó. Entonces Pardaillán dio un suspiro. Esperó algunos instantes y luego, a su vez, franqueó la puerta, acompañado por el joven duque.

Maurevert andaba tranquilamente, y pasó, por fin, por delante de la puerta de San Marcos, luego ante la de San Dionisio, y dejando entonces a su derecha las alturas de Montfaucon, anduvo como si hubiera querido dirigirse a la puerta de Montmartre, pero antes de atravesarla, se dirigió hacia el bosque de encinas y castaños, cuyo follaje se destacaba al pie de la colina.

Maurevert iba a Montmartre. Rodeó la falda de la montaña y luego empezó a ascender. Pardaillán y Carlos de Angulema lo seguían a distancia, sin perderlo de vista, seguros de no ser descubiertos hasta que quisieran.

Cuando Maurevert empezó a subir, una sonrisa dolorosa crispó los labios de Pardaillán. Maurevert se dirigía hacia la aldehuela situada en el lugar en que hoy se encuentra el Calvario de Tertre. Era el mismo camino que dieciséis años antes siguiera con Luisa, el mariscal de Montmorency y su padre moribundo en un coche. Levantó los ojos hacia un lugar que reconocía muy bien por haberlo visitado varias veces.

Era cerca de un campo de trigo que habían segado pocos días antes y no lejos de la fuente que formaba un arroyuelo. Allí se había detenido el coche y allí era también donde Maurevert, apareciendo de improviso, hirió a Luisa con un puñal envenenado que le diera Catalina de Médicis. Sí, Maurevert, a la sazón, se dirigía al mismo lugar en que había cometido el asesinato.

Pardaillán estaba pálido como el papel. Con rápido gesto se cercioró de que llevaba en la cintura el puñal y la pistola. Se detuvo un instante, cebó el arma de fuego, y aseguró la mecha, la cual, por un sistema nuevo entonces, se encendía con un pistón.

—¿Vais a matarlo desde aquí? —murmuró Carlos en voz baja.

—No —contestó sonriendo el caballero—. Como es hombre muy rápido en la carrera, quiero asegurarme de que no se escapará. Para ello le romperé una pierna y así podremos hablar.

Maurevert continuaba subiendo. Pardaillán continuó la marcha y de pronto, siguiendo una revuelta del camino, divisó la cruz de madera que señalaba el lugar en que muriera su padre.

Junto a la cruz, Pardaillán vio una forma inmóvil. ¿Qué hacía allí? ¿Era una mujer? Pardaillán le prestó poca atención y apenas la vio, pues su mirada estaba fija en Maurevert.

Éste se detuvo al pasar junto a la tumba del viejo Pardaillán. Sin duda pensaba también en el ya lejano día de agosto, radiante y bello, cuando en aquel apacible rincón, cuya paz contrastaba de tan notable modo con los sangrientos episodios de la ciudad, había saltado como un tigre para herir a Luisa de Montmorency.

Sin duda tales recuerdos revivían en él sangrientos y terribles, y pensaba en la venganza de Pardaillán, que día y noche lo perseguía a partir de entonces, y a la cual sólo había escapado milagrosamente. Tal vez se decía que la venganza acabaría por aplastarlo y que estaba condenado, porque Pardaillán había huido de la Bastilla, como lo probaba el hecho de haberse presentado en Chartres siguiendo a Maurevert.

—No creo que se haya atrevido a entrar en París —se dijo Maurevert—; pero si se atreve, que entre. Es lo mejor que puedo esperar. Esta noche me hallaré algo más lejos de París, lejos de ese imbécil de Guisa, que cree en mi lealtad. Es un imbécil, porque con todas las fuerzas de que dispone no ha sabido desembarazarse de Pardaillán.

Maurevert dirigió una mirada a lo lejos y vio entonces un caballo atado a un árbol, y un coche con dos vigorosos caballos. Un lacayo estaba al cuidado de todo ello, sentado a la sombra de un castaño.

—Bueno —se dijo Maurevert—. Todo está dispuesto. Dentro de veinte minutos, la gitana estará conmigo. ¿Qué haré con ella? Poco importa, con tal que no pertenezca ni al imbécil duque, incapaz de protegerme, y, sobre todo, al amigo de Pardaillán. La encerraré en el coche y luego yo saltaré a caballo. Dentro de cuatro días estaré en Orleáns y allí ya veremos. Vamos. ¡Adiós París! ¡Adiós Guisa! ¡Adiós Pardaillán!

Y diciendo estas palabras, Maurevert se volvió hacia la ciudad, con gesto amenazador.

Pardaillán estaba ante él y a veinte pasos de distancia.

Obedeciendo a una seña del caballero, Angulema, que iba más atrás, se detuvo, y comprendiendo la intención de su amigo, se cruzó de brazos para dar a entender que sería espectador y no actor de lo que iba a suceder.

El caballero continuó solo la ascensión, y también cuando estuvo a diez pasos de Maurevert se detuvo.

Éste dirigió una mirada a derecha e izquierda, pero la vertiente de la colina estaba desierta. Estaba solo y cara a cara con Pardaillán.

Comprendió que sería en vano el intentar la fuga, porque le temblaban las piernas, y no hubiera podido dar diez pasos sin caer.

Comprendió, también, que toda tentativa de defensa sería inútil, porque Pardaillán representaba la Justicia que, en venganza de los muertos, le ofrecía un combate leal con armas iguales, y, en tales condiciones, ante Pardaillán, era como un chacal ante un león.

Maurevert, después de haber mirado a derecha e izquierda, con aquella expresión de espanto que le descomponía el rostro, se quedó inmóvil, pensando que aquel mismo lugar iba a ser su sepultura al cabo de pocos instantes. Luego levantó el rostro para mirar a Pardaillán, como diciendo:

—¿Qué me queréis?

Entonces habló Pardaillán. Carlos de Angulema no reconoció su voz baja y silbante, preñada de un mundo de recuerdos, de dolores, de amores y de odios, aun cuando aquella voz hablaba con la mayor sencillez.

—Observad, caballero que, como vos, voy armado de daga y espada. Es cierto que, además, tengo una pistola, pero sólo me serviré de ella en el caso de que tratéis de escapar. Ello, pues, nos coloca en condiciones de igualdad.

Maurevert hizo un ademán de asentimiento y Pardaillán continuó:

—Sin duda, os preguntáis, cuáles son mis intenciones. Quiero mataros. Lo haré con la mayor rapidez posible y sin haceros sufrir, considerando que el terror que experimentáis hace dieciséis años, compensa suficientemente el dolor de mi vida durante este mismo tiempo. Al mataros, caballero, creo sinceramente desembarazar la tierra de un ser que debe causar horror. Muchas veces he lamentado derribar a un enemigo, a quien me veía obligado a matar para salvar mi vida, pero vos, caballero, no sois mi enemigo. Sois la personificación de la maldad, que conviene destruir. Lo que me dijisteis en el calabozo de la Bastilla me probó una cosa que yo dudaba aún, es decir, que sois un reptil venenoso, al que es necesario aplastar. Os juro, pues, que tres minutos después de haberos matado, habré olvidado vuestro nombre. Voy a mataros, pero no aquí. Os llevaré a alguna distancia y, si no os parece mal, os ruego que me acompañéis hasta Montfaucon. No quiero que vuestra sangre maldita caiga en este lugar que cubre el cuerpo de mi padre. Montfaucon me parece un lugar apropiado para el duelo que os propongo y también para que allí repose vuestro cuerpo. ¿Consentís en acompañarme?

Maurevert hizo una nueva seña de asentimiento. Una esperanza nació en su cerebro. El camino de Montfaucon a Montmartre era bastante largo, y representaba media hora de marcha, treinta minutos, cada uno de los cuales podía ofrecer una oportunidad de salvación.

Con extrema alegría contestó:

—Vamos a Montfaucon, si queréis. En cualquier parte, tened por seguro de que no me dejaré matar sin haber intentado que os reunáis a vuestro padre, que hace ya mucho tiempo que os espera.

Algo tranquilizado, Maurevert dijo estas palabras con la insolencia que le era habitual. Sintiéndose más tranquilo, examinó rápidamente los alrededores, que continuaban solitarios.

—No sé si sucumbiré en el duelo que os ofrezco —dijo Pardaillán—. Es posible. Pero lo que es seguro es que os mataré. Tened por cierto que si nuestras espadas se cruzan hoy, sois hombre muerto. Me parece, pues, conveniente deciros en dos palabras por qué he resuelto mataros. Al mismo tiempo os haré una pregunta a la que espero no tendréis inconveniente en contestar.

—Haced las que queráis, señor de Pardaillán —contestó Maurevert.

Y mientras decía estas palabras, dio un salto terrible hacia atrás y fue a colocarse al abrigo de la cruz que indicaba el lugar en que estaba enterrado el viejo Pardaillán. Inmediatamente echó a correr hacia el coche y el caballo, que pocos momentos antes había examinado.

—¡Miserable! —gritó el duque de Angulema lanzándose en su persecución.

Pardaillán sonrió y apuntó con la pistola a Maurevert, que estaba ya a veinte pasos. Iba a disparar cuando, en aquel momento, del pie de la cruz, en donde estaba acurrucada, se irguió una sombra. Aquella sombra, que ya hemos señalado, se interpuso entre el cañón de la pistola y Maurevert. Pardaillán dirigió una terrible mirada hacia el cielo y dejó caer el brazo.

¿Quién era aquella mujer? ¿Qué hacía allí?

En pie, envarada, apoyada en la cruz y con los magníficos cabellos dorados esparcidos sobre los hombros, parecía no ver a Pardaillán ni nada de lo que estaba a su alrededor.

Pardaillán la miró apenas. Sus ojos estaban fijos en Maurevert que huía y en Carlos que lo perseguía. Ello apenas duró algunos segundos. Maurevert daba grandes saltos, y de pronto tuvo la impresión de que otra persona más ágil que él pasaba por su lado, le cerraba el paso y, en efecto, se halló ante el joven duque, que desenvainó, diciendo:

—¡Atrás caballero, o sois hombre muerto!

Maurevert esgrimió su espada contra Carlos de Angulema, no para matar, sino para abrirse paso. La espada de Carlos le pinchó en el rostro y lo detuvo.

Maurevert era consumado espadachín, más a pesar de todo, el duque paraba todas sus estocadas, y, en cambio, a cada paso presentaba a su adversario la amenazadora punta de su espada. Maurevert retrocedía en dirección a la cruz y cuando llegó a ella oyó una extraña carcajada que heló la sangre de sus venas. Dejó caer la espada y se volvió, viendo a Pardaillán, que no se había movido, y a la mujer de los cabellos de oro, que había dado aquella carcajada. Entonces se consideró perdido sin remedio.

—¡Caballero! —dijo el duque de Angulema—. Permitidme que permanezca al lado de este señor para impedirle la fuga, en caso de que lo intente.

—Monseñor —contestó Pardaillán—, servíos entregar la espada a ese hombre.

El duque obedeció y entonces Pardaillán dijo:

—Ahora, monseñor, tened la bondad de apartaros un poco. Ese hombre ya no tratará de huir.

El duque de Angulema se alejó sin vacilar y se cruzó nuevamente de brazos. Entonces, como si no hubiera sucedido nada, Pardaillán continuó:

—La pregunta que he de haceros, caballero, es ésta: ¿Qué os hizo ella? Comprendo que hubierais tratado de matarme veinte veces. Me explico también que hicierais lo posible para matar a mi padre, pero ¿qué os hizo ella? ¿Por qué no tratasteis de matarme, o de matar al mariscal de Montmorency?

Maurevert se calló. ¿Qué habría podido decir? Pero no era eso lo que cerraba sus labios, sino el miedo de la muerte cercana.

Pardaillán se acercó a él hasta casi tocarlo y Maurevert dio un gemido olvidando, tal vez, que el caballero le ofrecía un duelo leal y que éste tendría lugar lejos de la tumba del aventurero, a cuya muerte había contribuido.

Pensaba tan sólo en que iba a morir y que aún era joven. A la sazón deseaba ardientemente la vida y habría deseado continuar viviendo aunque sólo fuese una hora.

—¿No contestáis? —dijo entonces Pardaillán—. Pues bien, he de deciros que por haber matado a aquella niña voy a mataros yo ahora. He aquí lo que quería deciros. El resto os lo perdono. Maurevert, vais a morir.

Éste cayó de rodillas, alzó la frente, húmeda de sudor frío, y dijo con voz ronca:

—¡Dejadme vivir! ¡Perdonadme la vida! ¡Perdón! ¡No me matéis hoy!

—Un hombre vale tanto como otro. Desenvainad la espada y tal vez el azar os sea favorable.

—No puedo ni quiero defenderme.

—¿No podéis defenderos?

—¡Oh, no!

—¿Estáis, pues, seguro de morir?

—¡Sí, siento que vais a matarme! —exclamó Maurevert en el paroxismo del terror.

—¿Estáis seguro de que tengo derecho a mataros y de que vuestra vida me pertenece?

—¡Sí! —gimió Maurevert inclinando la cabeza—. ¡Perdón en nombre de Luisa! ¡No me matéis!

Pardaillán, al oír este nombre, se estremeció, e inclinándose hacia Maurevert le tocó en el hombro. Luego, dirigiendo una mirada al duque de Angulema, que éste habría calificado de sublime, de haber comprendido el sacrificio que expresaba, dijo:

—Levantaos... Escuchadme... Tal vez podré perdonaros como me pedís.

—¡Oh! ¿Qué queréis que haga? ¡Hablad, ordenad! Tenéis sobre mí derecho de vida o muerte. He sido un infame, pero ya que tenéis fama de generoso, perdonadme.

Entonces resonó de nuevo la risa extraña de la mujer de los cabellos de oro y Pardaillán se estremeció. En cuanto a Maurevert no la oyó, pues toda su vida estaba suspendida de las palabras que iba a pronunciar Pardaillán.

—Habláis de perdón —dijo—. Puedo haceros gracia, pero no perdonaros. He aquí lo que puedo hacer. Habéis asesinado a una joven y existe otra a la que podéis dar la vida y la felicidad. Contra la vida de Violeta os perdono la muerte de Luisa.

Carlos se acercó de un salto, cogió la mano del caballero y, lleno de agradecimiento, murmuró:

—¡Pardaillán! ¡Pardaillán! ¡Hermano mío!

—¡Violeta! —dijo Maurevert—. ¿Decís que si os devuelvo a Violeta me perdonáis la vida?

—Así es —contestó Pardaillán—. Habéis muerto a un amor y, en cambio, devolved la vida a otro. Habéis hecho una existencia desgraciada, la mía, pero a cambio de eso, haced feliz la de monseñor de Angulema, aquí presente. Si lo hacéis, os olvidaré, no me acordaré más de vuestro nombre, como si ya os hubiese matado. Hablad, ¿dónde está esa joven?

—Lo ignoro —contestó Maurevert—. Lo juro por Dios que nos oye. Lo que os dije en la Bastilla y mis amenazas, son mentiras. Lo dije tan sólo por deseo de haceros sufrir. Sí, lo ignoro. Por mi salvación os juro que no sé dónde está esa joven, pero...

Al oír esta última palabra, Pardaillán y Carlos respiraron, y los dos a un tiempo exclamaron:

—¿Pero?... Decís pero ¿sabéis algo?

—No sabe nada, es un impostor. ¿Quién puede saber dónde está la gitana?

La que hablaba así era la mujer de los cabellos de oro, pero ni Pardaillán ni Carlos prestaron atención a sus palabras.

Maurevert había cerrado los ojos para no dejar advertir la frenética alegría, y el pensamiento infernal que la originaban. En lo más profundo de su ser rugía el odio salvaje, más fuerte en él que el mismo horror.

—Sí —dijo con voz alterada—, sí, señores, sé algo. Haciendo una traición, traicionando los intereses de mi señor, el duque de Guisa, podré saber fácilmente dónde está esa joven. Para ello no tengo más que quererlo averiguar y lo querré.

Bajó la cabeza, temiendo que su voz no fuese bastante conmovedora y que sus gestos traicionaran la maligna alegría que inundaba su alma.

Pero sus palabras eran tan verosímiles, que Carlos y Pardaillán quedaron convencidos de su sinceridad.

—¿De modo que ignoráis dónde está esa joven? —dijo el caballero.

—Ahora sí —contestó Maurevert—. Lo juro por la Virgen.

—¿Pero decís que podéis saberlo?

—Esta misma noche, caballero. ¡Qué digo!, dentro de una hora, si quiero. Sólo depende de mí. ¡Oh! ¿Por qué no habré tenido la precaución de averiguarlo antes de salir de París? Pero no pude adivinar que mi vida dependiera de ello.

—¡Pardaillán! —suplicó ardientemente el duque.

—¡Señores! —exclamó Maurevert retorciéndose las manos—. Os juro por mi alma que podré daros este dato. No tengo inconveniente en que uno de vosotros me acompañe, ¡oh, no!, porque tal vez sentiríais desconfianza. Comprendo que tenéis motivos para no prestar crédito a mis palabras. ¿Cómo lo haré? ¡Dios mío, inspiradme!

Pardaillán miró nuevamente a Carlos, que estaba trastornado por la esperanza y la desesperación.

—¡Calmaos, caballero! —dijo.

—¿Sabéis algún medio? Hablad; estoy dispuesto a todo —dijo Maurevert.

—Si lo que decís es cierto...

—Lo juro por el Evangelio.

—Os creo. Como lo suponéis, no podemos acompañaros a París, porque allí hay muchos peligros para nosotros. Nos hemos instalado en Ville l’Evéque, y mañana por la mañana, a las diez, podéis traernos la indicación pedida, mediante la cual os perdonamos la vida. ¿Iréis, caballero?

—Sí —contestó Maurevert pálido de alegría—. Iré o mandaré que os digan lo que deseáis saber. Lo juro, lo juro por el que aquí reposa, ¡por la tumba de vuestro padre!

—Está bien —dijo Pardaillán—. Idos, sois libre.

Por tercera vez se oyó la fúnebre carcajada de la mujer de los cabellos de oro. Maurevert se quitó el sombrero para saludar a Pardaillán y a Carlos de Angulema, que estaban inmóviles.

—Hasta mañana, señores —dijo.

Y se alejó. Mientras sintió sobre él las miradas de los hombres, gracias a un esfuerzo de voluntad, anduvo con paso tranquilo, pero en cuanto estuvo bajo los castaños, y creyó que nadie podía verlo, emprendió una carrera furiosa y sin aliento, hasta que llegó junto a la puerta de Montmartre.

Entonces se volvió hacia la colina y se echó a reír.

—¡Vendrá! —decía entonces el duque de Angulema.

—Así lo creo —contestó Pardaillán dando un suspiro.

Carlos era tan feliz que no habría podido comprender cuánta amargura había en el suspiro de aquel hombre, que con él renunciaba a un odio de dieciséis años.

—¿Por qué habéis dicho que estábamos instalados en Ville l’Evéque y que no queríamos regresar a Paris?

—Por pura precaución, a pesar de que creo que Maurevert, acudirá a la cita, pero en fin, ¿quién sabe?

Permanecieron algunos minutos pensativos y Pardaillán se decía que si Maurevert no cumplía como bueno, se apoderaría de él en otra ocasión y entonces no perdonaría.

Muy duro era para Pardaillán el renunciar a su venganza, y mientras reflexionaba sobre ello junto a la tumba de su padre, vio a la mujer de los cabellos de oro que lo miraba fijamente. Entonces la reconoció. Era Salzuma, la madre de Violeta.

Carlos de Angulema la había reconocido también, pero como creyó que Pardaillán oraba sobre la tumba de su padre, guardó silencio, respetando la meditación.

Tal vez el lector recordará que, después de su primera visita al convento de las Benedictinas, Pardaillán llevó a la gitana a «La Adivinadora», confiándola a los cuidados de Rosa. Pero la noche del día en que el caballero se rindió al duque de Guisa, Salzuma desapareció de la posada.

Pardaillán se preguntó cómo habría vivido hasta entonces la desgraciada, pero naturalmente era imposible contestarse las preguntas que mentalmente se hacía. Salzuma lo miraba sonriendo. Era evidente que lo reconocía y que recordaba con precisión la escena de la «Posada de la Esperanza».

—¡Desconfiad del traidor! —dijo con voz de infinita dulzura—. Desconfiad de las personas que hacen juramentos.

Carlos miraba lleno de lástima a Leonor de Montaigues.

—¡Señora! —dijo Pardaillán—. Venid con nosotros. No parece decoroso que una Montaigues vaya errante por los caminos.

—¡Montaigues! —exclamó—. ¿Qué nombre es ése?

—El vuestro. Leonor, baronesa de Montaigues.

—¡Leonor! ¿Quién os ha dicho que me llamo Leonor? Conocía una joven que se llamaba así, pero ya ha muerto.

La pobre gitana estaba pálida en extremo. Sus manos temblaban.

Carlos la cogió por una mano diciendo:

—Sois Leonor —repitió—, la madre de la que amo. ¡Ah, señora! Escuchadnos. Recordad la abadía de Montmartre, en donde hallasteis al príncipe Farnesio, al obispo.

—El obispo ha muerto.

—¡Vuestra hija, señora! —exclamó el duque—. ¿No recordáis a Violeta?

—No tengo hija.

Carlos y Pardaillán ignoraban las circunstancias en que había vivido Violeta y también que su madre no la había visto nunca.

—Soy Salzuma, la gitana Salzuma, que dice la buenaventura. ¿No lo sabéis?

—Sí, venid con nosotros, ¿no estáis cansada de vivir así, siempre sola, con vuestros tristes pensamientos?

—Sí —dijo moviendo la cabeza—. Mis pensamientos son muy tristes. Si os contara la historia de la pobre Leonor de que hablabais, comprenderíais por qué mis ojos no tienen lágrimas a fuerza de haber llorado.

Se apoyó en la cruz y se envolvió en los pliegues de su manto de colores chillones y sembrado de medallas. Sus cabellos brillaban a la luz del sol. Sus ojos se perdían a lo lejos en el campo solitario, y en tal postura, alumbrada por la brillante luz del día, estaba en extremo hermosa.

—¿Habéis visto la catedral, vasta y sombría, que se yergue ante el viejo hotel? Allí fue donde la pobre Leonor descubrió en él la impostura, la traición y la infamia. Resonó en la catedral un grito desgarrador... ¡Oh, me estremezco al recordarlo! Pero no; todos maldecían a la bruja, todos la amenazaban; Luego la encerraron en un calabozo. Al cabo de mucho tiempo vio nuevamente la luz del día y Ja condujeron a gran distancia, entre multitud de hombres que rugían, hacia la fatal máquina de la muerte. Allí, al pie del terrible instrumento, se oyó un grito. ¿Quién lo profirió? ¿De qué entrañas salió? Nadie lo sabe.

Salzuma se interrumpió de pronto y se echó a reír nuevamente.

—Adiós —dijo entonces— y, sobre todo, no sigáis a la gitana, porque su camino es el de la desgracia. Adiós.

Y dichas estas palabras, se alejó con majestuoso paso. Fuera de sí, el duque de Angulema se lanzó tras ella, llamándola por su nombre. Ella se volvió, y levantó un dedo hacia el cielo, diciendo:

—¿Por qué llamáis a la muerta? Si buscáis a Leonor, id al pie del cadalso.

Y dichas estas palabras dio la vuelta a un recodo y desapareció. El duque de Angulema se dirigió a Pardaillán, diciendo:

—Es preciso seguirla, caballero. Tenemos el deber de ampararla.

Pardaillán meneó la cabeza y observando que aquella escena imprevista había impresionado a su compañero dijo:

—Venid.

Los dos siguieron entonces el camino que tomara Salzuma, pero en cuanto hubieron dado la vuelta al recodo ya no la vieron. En vano registraron los alrededores y al cabo de dos horas de inútiles pesquisas, regresaron a París, en donde entraron por la puerta de Montmartre.

Pasaron la noche tranquilamente en «La Adivinadora» y al día siguiente, a primera hora, acudieron a la cita que Maurevert había aceptado, pero se detuvieron a medio camino de Ville l’Evéque. Pardaillán estaba convencido de que Maurevert cumpliría la palabra dada, pero sentía, por otra parte, la duda de que lo hiciera, pues era muy capaz de olvidar los juramentos prestados. Por esta razón, el caballero resolvió estar cerca, y en vez de ir a Ville 1‘Evéque, a la mitad del camino se ocultó en un bosquecillo de encinas, desde donde podían descubrir a cuantos vinieran de París. Hacia las nueve y media, divisaron a un caballero que avanzaba rápidamente.

—Es él —dijo tranquilamente Pardaillán.

Era Maurevert, en efecto: Pardaillán lo había reconocido a gran distancia.

—Es cierto —dijo Angulema, en cuanto Maurevert fue visible—. ¿Cómo lo habéis reconocido?

—Maurevert y yo nos reconocemos siempre, por muy grande que sea la distancia —contestó Pardaillán.

—¡Es él! —exclamó Carlos—. Viene solo y sin armas. ¡Ah, caballero! Me ahoga la felicidad.

—Salgamos al camino —dijo entonces Pardaillán.

Lo hicieron, y a poco Maurevert estuvo a su lado. Saltó a tierra, se descubrió y dijo:

—Aquí estoy, señores.