VII - María de Montpensier
UNA VEZ EN PARÍS, Jacobo Clemente se encaminó directamente hacia su convento, pues no acostumbraba a entretenerse por las calles cuando no tenía objeto para ello. Sentía grandes deseos de estar solo en su celda para reflexionar acerca de su situación, pero antes era necesario dar cuenta de su viaje al prior, cosa que no le inspiraba el menor recelo, pues el reverendo Bourgoing había sido siempre muy afable para él y le había permitido gozar de ciertas libertades, desconocidas para los otros frailes.
Eran las siete de la tarde cuando llegó ante la puerta del convento, después de haber recorrido en una jornada las veinte leguas que separan Chartres de París. Su caballo, que debía a la generosidad de los que habían querido matarle, estaba cubierto de espuma.
—Cuidad a ese noble caballo —dijo al hermano portero—. Conducidlo a la cuadra del reverendo prior, que estará muy contento con esta adquisición. Es el regalo de los filisteos.
El hermano portero obedeció sin replicar, y llamando a dos legos que hacían de mozos de cuadra, les entregó el caballo que había pertenecido al rey. Jacobo Clemente, después de haberse asegurada de que el caballo estaba bien cuidado, se dirigió a las habitaciones del abad, que no tenían nada de ascéticas.
El prior Bourgoing estaba sentado ante la mesa. Leía con gran atención una carta que acababan de entregarle, y fruncía el entrecejo, demostrando estar poseído de viva agitación, cosa que no le impedía hacer honor a la excelente comida que le servían tres frailes con respetuoso cuidado.
A Bourgoing no le gustaba que lo interrumpieran en tan importante operación como comer. Pero en cuanto supo que el llamado Clemente estaba en la antecámara, cerró con viveza la carta que leía, dio orden de introducir al joven fraile, y con una seña despidió a sus servidores.
—¡Cómo, hermano! —exclamó al ver a Jacobo Clemente vestido de caballero. ¿Por qué vestís ese traje, tan poco de acuerdo con las reglas de nuestra orden? ¿Qué significa esto?
El prior había visto veinte veces al joven con igual traje y nunca demostró la sorpresa ni la indignación que en aquel momento manifestaba. Por esta razón el fraile se quedó atónito.
—Pero esto no es todo —continuó diciendo el prior—. Ya hace cinco días que estáis ausente del convento y os hago buscar inútilmente por todo París. Éste es un modo muy extraño de cumplir con vuestros deberes. No sois hermano mendicante ni predicador y, en fin, no tenéis ninguna misión que pueda explicar tan larga ausencia.
—Perdonad, reverendísimo prior —dijo con frialdad Jacobo Clemente—. A no ser que vuestro espíritu esté turbado de un modo que no concibo, sin duda recordáis...
—No recuerdo nada —dijo el prior con violencia.
—¡Cómo, venerable padre! ¿No me disteis vos mismo la bendición antes de marcharme?
—¡Estáis delirando! —exclamó Bourgoing levantando las manos si cielo.
—¿No me disteis la absolución de todos los pecados que pudiera cometer?
—¡Loco, el desgraciado está loco! ¿Y por qué pecado podía yo daros la absolución anticipada?
—Ya os lo confié, padre mío. Recordad lo que me dijisteis. Recordad que me citasteis el ejemplo de Judith...
—Vos sois el que debéis recordar, hermano. Volved en vos, hermano.
—¡Ojalá me hubiese vuelto loco! —exclamó Jacobo Clemente con amargura—. Padre mío, vuestra actitud me sume en un mar de confusiones. ¿No me infundisteis ánimos vos mismo afirmando que la Escritura autoriza ciertos actos irregulares cuando se trata del servicio de Dios?
—Pero ¡en nombre del cielo! —exclamó el prior blandiendo el cuchillo—. ¿De qué actos irregulares queréis hablar?
—De uno solo, reverendo padre —contestó Jacobo Clemente con sombría voz.
—De ninguno, de ninguno —repitió el prior a voz en grito tratando de ahogar las palabras del fraile y mirándolo con ansiedad—. Vuestra imaginación enferma os sugiere pensamientos debidos, sin duda, al mal espíritu.
Bourgoing hizo la señal de la cruz sobre la servilleta de inmaculada blancura que cubría su pecho.
—Ya es demasiado —dijo Jacobo Clemente—. Salí con vuestra aprobación, con vuestra bendición, y con vuestra absolución. Salí con la gran procesión para ir al encuentro del rey en Chartres y matarlo con este puñal.
Bourgoing, con brusco gesto, rechazó la mesa, se quitó la servilleta y acercándose al fraile le dijo en voz baja:
—¿Pero qué decís? ¿Matar al rey? ¿Habéis concebido tan horrible crimen?
—Por Dios vivo, padre, juro que...
—No juréis nada. Consideraos feliz de que no os entregue al brazo secular. Idos, hermano, idos. Recitad los salmos de la penitencia... ayunad... velad, rezad y yo, entre tanto, reflexionaré acerca del mejor medio para hacer salir de vuestra alma el demonio que la habita en este momento.
Jacobo Clemente bajó la cabeza, comprendiéndolo todo. Se dio cuenta de que, habiendo fallado el golpe, el prior quería guardar silencio sobre aquella tentativa. Lo creyó así, pero se engañaba. Supuso que el prior lo mandaba a su celda para que hiciera penitencia, pero en la antecámara halló una docena de vigorosos frailes que le rodearon.
—Hermano —dijo uno—, es preciso seguirnos al calabozo de penitencia.
Entonces Jacobo Clemente vio que no solamente querían impedirle que hablase, sino que lo castigaban por no haber dado el golpe. Quiso dar un grito y defenderse, porque el calabozo de penitencia era horrible, una mazmorra de la que casi nunca se salía vivo; más a pesar de todos sus esfuerzos, se vio encerrado allí.
Entre tanto, el prior Bourgoing acabó tranquilamente la comida, diciendo a los frailes que le rodeaban:
—No sé lo que tendrá nuestro desgraciado hermano Clemente, ni qué pecado mortal habrá cometido, pero está poseído. Profiere blasfemias extravagantes y horribles. Como las palabras que le inspira el demonio podrían introducir el desorden en la comunidad, prohíbo expresamente que nadie se acerque al calabozo para tratar de oírlas. Yo mismo iré a visitarlo y si consigo exorcizarlo lo dejaré salir, pero lo dudo.
El calabozo de penitencia estaba debajo de la bodega del convento. Una vez en ésta, se bajaba a él por una escalera de caracol de cuarenta escalones.
El calabozo era bastante espacioso. Sus bóvedas esculpidas, las columnas que salían de los ángulos y las piedras que, a pesar del tiempo y la humedad, mostraban los adornos que tuvieran antiguamente, todo ello probaba que aquella sombría estancia había sido destinada a otra cosa que a calabozo. En efecto, el suelo se componía de una serie de losas rectangulares de grandes dimensiones, en que estaba fijada una gruesa anilla de hierro oxidado por la humedad, y bajo cada una de las cuales había un ataúd.
El calabozo del monasterio de los Jacobinos era un panteón que entonces servía de cárcel a los frailes que habían cometido algún crimen secreto, que era necesario castigar sin revelarlo a los jueces laicos.
No había banco, ni escabel, ni mueble alguno, así como tampoco paja para echarse. No había más que un cántaro, que Jacobo Clemente encontró lleno de agua, circunstancia que le hizo suponer que el prior había dado las oportunas órdenes antes de su llegada. Su sospecha se confirmó, cuando, a tientas, halló al lado del cántaro un pan.
De ello se desprendía que su ingreso en el calabozo fue decidido antes de que se presentara al prior. La situación era terrible, pero Jacobo Clemente empezó a examinarla fríamente. Para meterlo en el calabozo fue atado y amordazado, pero una vez dentro, lo dejaron suelto. La oscuridad era opaca. Se quedó inmóvil, acurrucado en el ángulo en que el pie había descubierto el pan y el cántaro, y con la cabeza entre las manos, empezó a meditar.
Odiaba a Enrique III, tirano de la religión católica, porque no consentía en que hubiese otra jornada de San Bartolomé, y le odiaba porque también lo detestaba María de Montpensier y, además, por ser hijo de Catalina de Médicis, que tanto hizo sufrir a su madre. Por todas estas razones, Enrique III debía morir a manos de Jacobo Clemente, según éste se decía.
El ángel, en representación de Dios, se lo ordenaba; María, en nombre de su amor, se lo pedía, y su madre, en nombre de la venganza, se lo reclamaba. Era, pues, lógico que matase al rey y contrario al buen sentido el perdonarlo.
El primer resultado de esta lógica especial, fue desvanecer todo temor del ánimo de Jacobo Clemente. Después de los primeros movimientos instintivos y nerviosos, por hallarse en aquella tumba, se dijo que no debía temer nada, puesto que el rey vivía y él había sido designado por Dios para dar muerte al tirano.
Jacobo Clemente estaba, pues, seguro de que lo libertarían, el ángel, María de Montpensier o el espíritu de su madre. Sintió desprecio por las descaradas mentiras de su prior, en quien hasta entonces había tenido ilimitada confianza.
Transcurrieron algunas horas, al cabo de las cuales sintió hambre y sed. Comió la mitad del pan que le habían dejado y bebió agua del cántaro. Luego, fiel a la regla del convento, y obedeciendo las órdenes del prior, a pesar de que lo consideraba indigno, empezó a recitar los salmos de la penitencia, pues, en realidad, se figuraba estar en pecado mortal. Este pecado era su amor por María de Montpensier.
Acabó por dormirse en un sueño, si no tranquilo, por lo menos exento de temor. Al despertar tuvo nuevamente hambre y sed. Comió el resto del pan y bebió una parte del agua que le quedaba en el cántaro. Se figuraba que no estaba lejos el momento en que uno de los frailes del convento iría a renovar su provisión.
Sin embargo, transcurrieron las horas sin que oyese el menor ruido. Se dijo que, sin duda, era demasiado temprano y que tal vez había dormido poco rato. Como lo encerraron por la noche, creyó hallarse a la mañana siguiente. En realidad, había transcurrido una noche, un día entero y otra noche.
Llegó el momento en que no quedó una sola gota de agua en el cántaro. Tenía hambre y sed, pero eran relativamente benignas comparadas con los tormentos que llegan a producir semejantes necesidades.
—¿Por qué tendré tanta hambre, yo que, de ordinario, soy sobrio? Sin duda el largo viaje a caballo y tal vez la fiebre son la causa.
Hacía muchas horas que se paseaba por el calabozo. Las tinieblas continuaban siendo absolutas. Pero por el tacto, por el roce de su hombro contra las paredes y por la regularidad de sus pasos, conocía perfectamente las dimensiones de su calabozo y andaba con firmeza. Esta marcha monótona acabó por fatigarle y se durmió de nuevo. Pero entonces su sueño se vía poblado de pesadillas.
—¡Oh, cuánta sed tengo! —exclamó Jacobo Clemente despertándose—. ¡Qué sed, Dios mío!
Se levantó y, para engañar la sed, empezó a andar nuevamente. A la sazón notó que le temblaban las piernas y entonces comprendió la horrible verdad. Iba a morir de hambre y de sed.
Quiso gritar, pero sus labios no dejaron salir ningún sonido. Se arrastró hacia el lugar en que estaba la puerta y trató de llamar, pero sus debilitados puños apenas rozaron la madera. Cayó agotado y entonces el sufrimiento hizo presa en él. Luego, al cabo de un espacio de tiempo que no pudo apreciar, se calmó el sufrimiento y sólo experimentó una debilidad infinita.
Trató entonces de medir el tiempo que había transcurrido y se figuró que hacía más de un mes que estaba allí, cosa que le asombró, pues nunca se habría figurado resistir tanto. En realidad, hacía tres días que había terminado la última gota de agua, y cinco a contar del momento en que fue encerrado.
¿Cuántas horas estuvo sufriendo el hambre y la sed, tendido en las losas de su calabozo? No hubiera podido decirlo. Por fin le pareció que se dormía y perdió la noción de las cosas. En aquella especie de sueño, o tal vez desvanecimiento, sus pesadillas tomaron más consistencia y se le apareció María de Montpensier.
Hallábase en una estancia en que reinaba exquisita frescura. Como en todos los sueños, no habría podido precisar los detalles de la habitación, pero, confusamente, se dio cuenta de que estaba tendido sobre un lecho de rara magnificencia, con cuatro columnas de ébano preciosamente esculpidas y rodeado por ricos cortinajes de brocado. Por la habitación andaba ligera y grácil como una aparición María de Montpensier.
En su ensueño, Jacobo Clemente la seguía extasiado con la mirada, temiendo despertarse a cada momento.
No obstante, le pareció que habían desaparecido el hambre y la sed que hasta entonces lo torturaban, y tenía la sensación de que le habían hecho absorber algún alimento, así como una bebida deliciosa, cuyo sabor conservaba aún el paladar.
—Pronto empezaré a sufrir de nuevo —se dijo—, porque todo esto no es más que un sueño.
Y miró a María de Montpensier, Hizo un esfuerzo para unir las manos, y entonces se dio cuenta de que éstas rozaban, en efecto, una tela muy fina y fresca. Casi inmediatamente se convenció de que todo aquello no era sueño, sino que la cama, las ropas que lo cubrían, la estancia, y la misma María de Montpensier eran reales.
Ya no soñaba, ni tampoco estaba extendido sobre las losas de la antigua tumba.
Hizo un esfuerzo de imaginación para explicarse por qué se hallaba entonces en aquel lujoso aposento, en vez del calabozo en que tanto había sufrido, pero su cerebro debilitado no pudo hallar otra explicación, sino que se había cumplido un milagro.
En aquel momento la joven se acercó a él sonriendo. Jacobo Clemente se quedó extasiado. Por aquella sonrisa se habría arriesgado a sufrir la condenación eterna. Ella tenía, en la mano un cubilete de oro, mientras con la otra levantaba ligeramente la cabeza pálida, ascética y hermosa del joven fraile.
—Bebed un poco —dijo con voz en que se advertía expresión de ternura y de conmiseración.
Y presentó a sus labios el borde del cubilete.
A medida que bebía, Jacobo Clemente sentía su cuerpo invadido por una frescura suave que alejaba la fiebre de su pecho y reanimaba sus fuerzas.
Al caer nuevamente su cabeza sobre la almohada, quiso balbucir una palabra, pero ella le tapó la boca con la mano, que el fraile besó estremeciéndose deliciosamente.
—Ahora dormid —dijo ella—. Es preciso.
Jacobo Clemente obedeció. Cerró los ojos y casi enseguida quedó sumido en profundo sueño. Perdió la conciencia de todo lo que le rodeaba, si bien, de vez en cuando, le pareció que le obligaban a tragar una bebida cordial.
Al despertarse se vio en el mismo sitio y observó con sorpresa que la luz diurna era la misma. En efecto, había dormido un día y una noche. Sentíase fuerte, vigoroso, con los miembros ágiles. Sobre el sillón, cerca de él, divisó el traje de caballero, con el que viajara desde Chartres hasta París. Se vistió prontamente y buscó con los ojos el puñal, pero no pudo hallarlo.
No tuvo tiempo de inquietarse por tal desaparición, porque, en aquel momento, sus ojos se fijaron en una mesa ya servida, y casi inmediatamente se abrió una puerta para dar paso a María de Montpensier.
—Y bien, ¿cómo os encontráis?
—Señora, ¿acaso estoy en el cielo? Debo creerlo así, porque veo ante mí a un ángel de Dios.
María se echó a reír.
—No —dijo—. Por desgracia, esto no es el Paraíso. Es sencillamente el hotel de Montpensier. Y el ángel que veis, no lo es en realidad. Sólo es una pobre pecadora que tiene necesidad de indulgencias. Pero sentaos ahí, y yo aquí. Quiero serviros. No me rehuséis ese placer.
Y acentuó tales palabras con un guiño tan malicioso y una mirada tan fascinadora, que Jacobo Clemente, fuera de sí, se dejó caer, más bien que se sentó, en la silla que le había designado.
La mesa estaba admirablemente servida y provista de manjares y bebidas deliciosos. Ningún criado servía a los comensales. La duquesa en persona, con graciosa destreza, cortaba los manjares y llenaba los vasos con sus blancas manos cargadas de diamantes.
Al joven le parecía estar soñando. Comía y bebía sin notarlo, y poco a poco la embriaguez subía a su cerebro. Contribuía a ello, el espectáculo maravillosamente impuro que tenía ante sí.
En efecto, María de Montpensier llevaba un traje que le habría envidiado la más refinada cortesana. Las gasas que la envolvían, apenas ocultaban sus delicadas formas. Sus brazos, un poco delgados, pero admirablemente modelados y de exquisito color de rosa, estaban desnudos. Su corpiño, muy descotado, dejaba ver sus senos de nieve y su flexible cuello, que adornaba un hilo de perlas de inestimable valor.
Imposible habría sido para Jacobo Clemente el separar su mirada de aquella mujer que adoraba con místico amor y que se ingeniaba para despertar en él el amor temporal. Ardiente llama brillaba en los ojos de la seductora y el fraile se ruborizaba y palidecía a cada instante. Entonces bebía, vaciando de un trago el vaso que hallaba a su alcance y que la hermosa cortesana llenaba sin cesar.
Aquellos vinos, aquellos manjares sabiamente especiados, aquellos perfumes, el espectáculo de aquella mujer adorable, todo contribuía a llevar el vértigo del pecado mortal al pobre fraile, que hasta entonces había conseguido salvar su cuerpo y su alma.
Una risita perversa, una voluntad maliciosa de hacer sucumbir, por fin, a aquel hombre, brillaba en los ojos de María de Montpensier. No obstante, desde el primer momento en que se sentaron, empezaron a hablar de cosas muy interesantes, sin duda alguna, pero que no se referían a su pensamiento actual. La escena era de seducción y las palabras no eran allí más que un pretexto. Sin embargo, aquellas palabras tenían gran importancia para Jacobo Clemente.
—Soy muy feliz —decía María de Montpensier— de que por fin hayáis recobrado la vida y la salud. Ya estáis curado, pero en nueve días que lleváis aquí ¡cuántas veces he temblado!
—¿Nueve días? ¿Hace nueve días que estoy en este hotel?
—Sin duda, ¿no os acordáis? Sin duda la fiebre os lo habrá hecho olvidar todo.
—No me acuerdo de nada, señora.
—¡Cómo! ¿Tampoco os acordáis del momento en que os hallé medio muerto?
—¿Me hallasteis?
—En la Cité, detrás de Nuestra Señora. Eran casi las diez de la noche. Volvía yo a mi hotel, saliendo de una casa que vos ya conocéis, y de pronto uno de mis porta-antorchas me dijo que había en el suelo un gentilhombre desvanecido o muerto. Me incliné desde mi litera y os reconocí, cosa que estuvo a punto de hacerme desmayar.
Jacobo Clemente dio un suspiro de alegría.
—Entonces bajé —prosiguió María mirándolo maliciosamente— y en cuanto me incliné hacia vos, recobrasteis el sentido y me dijisteis que os habían atacado unos truhanes, que os habían dejado por muerto.
—¿Eso os dije?
—La prueba es que os hice meter en mi litera y os traje aquí.
Jacobo Clemente estaba estupefacto, pero, en el fondo, admitía sin discusión tal milagro. El ángel lo habría sacado del calabozo de penitencia y dejado en el camino en que María de Montpensier debía pasar.
—¿Y cuándo sucedió eso? —preguntó.
—Ya os he dicho, hace nueve días, el día siguiente de la procesión a Nuestra Señora de Chartres.
Jacobo Clemente se pasó la mano por la frente. Hacía algún tiempo que vivía rodeado de visiones e ilusiones. Cuando, por fin, conseguía tocar con una realidad, se disipaba y huía de su alcance.
Por de pronto había su entrevista con Bourgoing al día siguiente de la procesión de Chartres; luego tuvo lugar su estancia en el calabozo de penitencia, que, de acuerdo con sus cálculos, había durado seis o siete días, y, por fin, se despertó en el hotel de María de Montpensier.
De todo ello resultaba que, o bien el calabozo había sido un sueño, o la situación presente no era más que una ilusión.
—¡Señora! —exclamó fuera de sí—. Siento extraña confusión en mi cerebro. Os ruego que me detalléis con precisión vuestros recuerdos. ¿Era, en efecto, el siguiente día al de la procesión de Chartres, cuando vos me encontrasteis?
—Exactamente, amigo. Al día siguiente de aquél en que debía morir Valois.
Jacobo Clemente se estremeció, al comprender que aquello no era ninguna ilusión por, su parte.
—¿Y me encontrasteis en la Cité? —prosiguió.
—Privado de sentido y junto a la posada del «Broche de Hierro».
—¡Qué Dios os conserve la razón!
—¡Amén! —dijo riendo María de Montpensier—. Pero pensad en que he tenido que dirigir yo el mismo ruego al Señor en la catedral de Chartres, cuando, en vez de Jacobo Clemente vi a Pardaillán al lado de Valois. No creáis que por ello os guardo rencor, porque, de lo contrario, no os habría hecho traer a mi hotel, arriesgando mi reputación.
—Mi corazón está lleno de agradecimiento —contestó con vehemencia Jacobo Clemente—, pero no hay necesidad de esta gratitud para aseguraros que la vida de Valois se prolongará solamente algunos días. Lo que no se hizo en Chartres, se hará en otra parte.
María de Montpensier palideció. Su risa fresca y sonora salió de sus labios y un brillo funesto centelleó en sus ojos. Se levantó de su sitio, rechazó la mesa y fue a sentarse en las rodillas de Jacobo Clemente, cuyo cuello rodeó con sus brazos. A la sazón, se hallaban como en la posada del «Broche de Hierro», cuando el duque de Guisa sorprendió a su mujer en los brazos del conde de Loignes.
Como entonces, Jacobo Clemente sentía el cerebro invadido por la doble embriaguez del vino y del amor. Su corazón latió con violencia. Sentía extraño desfallecimiento y en el fondo de su alma rugían el terror, la vergüenza y el remordimiento del pecado mortal.
—¿De veras? —murmuró la seductora—. ¿De veras estaríais dispuesto a herir? ¿No tuvisteis miedo en Chartres?
—¿Acaso puedo conocer el miedo? ¡Ojalá fuese así! No, señora, no fue el miedo lo que me impidió herir a Valois, porque me pesa la vida y aspiro al suplicio que vengará la muerte del tirano. Tampoco dejé de herirlo por lástima, porque ni él ni los suyos la han tenido de los míos. Tampoco fue remordimiento, porque Dios mismo me mandaba herir.
—¿Entonces por qué? —preguntó María, abrazándolo más estrechamente.
—¡Ah, señora! He de creer que Dios ha querido prolongar la vida del tirano, con un objeto que sólo conoce su divina sabiduría, porque puso en mi camino al único hombre que podía ordenar que aplazara mi misión.
—¿Y quién es ese hombre?
—Si ese hombre me mandase que volviera contra mí el arma que debía herir a Valois, lo haría sin vacilar. Ese hombre es el único que puede disponer de mi voluntad y de mi vida, porque cuando mi madre sufría una agonía espantosa, fue el único que tuvo lástima de ella.
—¿Vuestra madre? —preguntó asombrada la duquesa—. ¿No vive feliz en Soissons, en donde vos nacisteis?
Jacobo Clemente sonrió.
—La mujer de Soissons no es mi madre —dijo—. Tal vez fue la que me educó, si bien no es muy seguro. Mi madre ha muerto, señora, y, como os he dicho, sufrió de un modo horroroso y si algún consuelo tuvo en su vida miserable, lo debió al hombre que Dios interpuso entre Valois y yo.
—¡Es Pardaillán! —exclamó María con repentina inspiración.
—No he dicho que sea él —repuso sordamente el fraile—. Lo cierto es que ese hombre ha extendido su mano sobre el rey de Francia y desde entonces el rey es sagrado para mí. Pero en cuanto le retire su protección, cosa que tal vez ocurrirá dentro de pocos días, entonces juro que el rey de Francia morirá por mi mano.
—Os creo —dijo María estremeciéndose.
Y como si no tuviera nada más que decir, se levantó vivamente, hizo un gesto gracioso y desapareció semejante a un hada.
Jacobo Clemente se quedó solo y presa de turbación inexplicable. Jamás había experimentado semejante angustia de dolor y de desesperación. Tenía la cabeza perdida y en vano se puso de rodillas y recitó toda clase de oraciones para ahuyentar el demonio de la carne.
Transcurrió el día sin que la duquesa apareciera nuevamente. Jacobo Clemente trató de salir, pero halló las puertas cerradas. No sintió por ello temor ni contrariedad. Poco a poco recobró la sangre fría y sólo le atormentaba una inquietud, la de no hallar el puñal que le diera el ángel.
Hacia la noche sintió cierto apetito, cosa muy natural después del largo ayuno que había sufrido. La mesa estaba todavía allí con algunos restos que el mismo Pardaillán hubiera juzgado muy sabrosos. Jacobo Clemente cenó, pues, solo, y luego, no teniendo otra cosa que hacer, se tendió en la cama. Llegó la noche, que llenó la estancia con sus tinieblas.
Durante largo rato la imaginación del fraile anduvo errante por el país de los sueños. Recordaba los diversos sucesos que últimamente le habían ocurrido, sin poder decidir de un modo cierto dónde empezaba el sueño y dónde terminaba la realidad.
Poco a poco se fundieron esos pensamientos diversos, y se estremecieron sus visiones. Por fin, perdió la noción del mundo de los vivos y cayó en profundo sueño. De pronto le despertó una extraña sensación. En la cama, y a su lado, se deslizaba una mujer que lo rodeaba con sus brazos. Sentía su perfume preferido y de pronto tuvo sobre sus labios la impresión dulce y voluptuosa de un beso de amor.
Entonces abrió los ojos.
Una luz, pálida y velada como la de una mariposa, iluminaba la habitación, precisando apenas el contorno de los muebles, y a aquella luz reconoció los risueños y maliciosos ojos de María de Montpensier.
Quiso balbucir algunas palabras, pero ella las ahogó con sus besos. Extraordinaria embriaguez subió al cerebro de Jacobo Clemente. Un soplo ardiente y desconocido por él, un soplo vivo y potente que palpita en todos los seres, desde la flor hasta el hombre, lo arrebató en sus alas.
Y cuando se halló nuevamente en la tierra, cuando, atontado aún, quiso reunir sus ideas, llevaba en el corazón un recuerdo imborrable y se decía a sí mismo que, por otra noche como aquélla, para hallar de nuevo a la que sus ardorosas manos buscaban todavía, daría más que la vida, condenaría su alma.
María, en efecto, había desaparecido. La luz se había apagado, pero las primeras luces del alba blanqueaban los cristales de la ventana.
Ardiente sed secaba la garganta de Jacobo Clemente. Encima de una mesita que estaba a su alcance, vio el cubilete de oro y, cogiéndolo, bebió, reconociendo entonces el gusto y la frescura de la bebida que le habían hecho tragar durante su delirio. Casi enseguida de haber bebido, apenas tuvo fuerza y tiempo para colocar nuevamente el cubilete en su sitio, porque cayó sobre las almohadas y se durmió con un sueño tan profundo, que más bien parecía la muerte.
Jacobo Clemente pasaba la vida de un sueño a otro.
Acababa de despertarse. Extraño sopor abotagaba sus miembros y su pensamiento. Abrió los ojos y empezó a mirar lo que le rodeaba. A la sazón no se hallaba ya ni en el calabozo de penitencia ni tampoco en el lecho de ébano. Estaba extendido sobre una cama dura y estrecha. Las paredes estaban desnudas. Veía solamente su crucifijo y una mesita cargada de libros y se estremeció violentamente al divisar en la mesa un objeto que brillaba. Era su puñal. Entonces reconoció que se hallaba en su celda del convento de los Jacobinos.
Se levantó, se vistió con su hábito, que estaba sobre un escabel, porque su traje de caballero había desaparecido. Con rápido gesto cogió el puñal y lo besó. Luego lo desenvainó y lo sujetó a su cintura, bajo el hábito. Entonces dio un suspiro, y como la cabeza le empezaba a dar vueltas, se sentó al borde de la cama evocando otra habitación y otro lecho, la visión de voluptuosidad, la hermosa mujer que había estrechado en sus brazos, sin saber si todo aquello era sueño o realidad. En aquel momento la puerta de su celda entreabierta, según mandaba la regla, se abrió del todo para dar paso al prior Bourgoing. Jacobo Clemente se levantó para saludar profundamente.
—Deo gratias —dijo el prior al entrar—. Recibid mi bendición, hermano. ¿Ya os habéis levantado? ¿Os ha dejado ya la fiebre? ¡Ah, cuántos cuidados hemos tenido durante los diez días que habéis estado enfermo!
—¡Diez días! —exclamó asombrado Jacobo Clemente.
—Sin duda alguna, hermano, es decir, desde el día en que volvisteis del viaje a Chartres, que emprendisteis para mayor gloria del Señor.
—¿Y no he salido del convento desde que regresé de Chartres?
—No os habéis movido de esta celda, hermano. No obstante, delirasteis mucho, pero, gracias al cielo, veo que ya estáis curados.
—Completamente, digno padre —contestó pensativo el joven fraile—. Pero permitidme haceros una pregunta.
—Todas las que queráis, hijo mío —contestó Bourgoing frunciendo el entrecejo.
—Una sola, reverendo padre. Antes de entrar en el calabozo... ; digo, antes de ser presa del delirio, vuestra benevolencia me había concedido ciertas libertades compatibles con un proyecto que, según creo, ya os he comunicado...
—No sé nada de ese proyecto, pero, continuad, hermano.
—Pues bien, digno padre; quisiera saber si continuaréis haciéndome objeto de vuestra benevolencia, o, en otras palabras, si gozo todavía de los mismos privilegios e iguales libertades.
—Siempre, hermano, siempre —dijo el prior—. Sois libre de entrar y salir de día y de noche, y hasta sin avisarme en un caso urgente. Me consta que trabajáis en la viña del señor. Ahora venid, hermano... Todos nuestros hermanos están reunidos en la capilla para dar gracias a Dios porque habéis recobrado la salud y la razón.
Jacobo Clemente siguió al prior y fue a arrodillarse en la capilla, en el lugar que tenía por costumbre. Pero mientras los frailes entonaban un cántico de gracias, él, prosternado y con la pálida cabeza entre las manos, se preguntaba:
—¿Dónde empieza el sueño? ¿Dónde acaba la realidad?