III - ¿Traición?
AL DÍA SIGUIENTE por la mañana, el rey Enrique III se levantó muy temprano, en la habitación que ocupaba en el hotel del señor de Cheverni, gobernador de Beauce. Debía ir a las nueve a las Casas Consistoriales para recibir, de acuerdo con su promesa, al duque de Guisa y a los diputados de París.
El señor de Cheverni, uno de los pocos gobernadores que habían continuado fieles a la insegura fortuna de los Valois, cedió su hotel a Su Majestad, albergándose él y los suyos en una casa burguesa. Había transformado su hotel en una especie de palacio real, que adquirió la apariencia de un Louvre en miniatura, cuando Crillón hubo logrado reunir seis o siete mil hombres que, a la sazón, constituían todo el ejército de aquel rey casi destronado.
Enrique salió llorando de París, pero cuando, al llegar a Chartres, vio una diputación de burgueses que acudieron a saludarle, una vez hubo visto la instalación que rápidamente le había preparado Cheverni y, por fin, hubo pasado revista a los veteranos de Crillón, pensó que no sería tal vez su estancia muy desagradable.
No obstante, al poco tiempo se desvaneció esta impresión, pues echaba de menos el Louvre y sus fiestas. A pesar de que se distraía con procesiones, le faltaban las mascaradas. Así, pues, Enrique III llevaba en Chartres una existencia triste y monótona en extremo.
Más de una vez tuvo la idea de regresar a París, entrar en el Louvre y decir a los parisienses:
—Aquí estoy. Procuremos entendernos.
Era hombre no desprovisto de valor, pero sus íntimos, como Villequier, de Epernon y de O, no dejaban de hacerle observar que la reina madre se había quedado en París para arreglar la situación y que el rey lo estropearía todo regresando precipitadamente.
Tampoco era hombre que careciese de ingenio y, a veces, sabía burlarse agradablemente de sus enemigos. Lo había probado en diversas ocasiones y una vez más, la víspera en la catedral.
Aquella mañana el rey se levantó muy contento y antes de hacer entrar al pequeño grupo de cortesanos que lo rodeaban, pasó a la habitación vecina en donde Catalina de Médicis, que había llegado hacía ocho días, le hizo decir que lo esperaba.
Enrique había reflexionado gran parte de la noche, acerca de la respuesta que daría a los parisienses. Entró alegremente en la habitación de su madre, y contra su costumbre, la besó en las dos mejillas, porque Enrique III, tan pródigo de pruebas de afecto hacia sus cortesanos, se mostraba muy reservado para con su madre. Al recibir la caricia filial, Catalina se estremeció de júbilo. Sus labios delgados y pálidos se distendieron en una sonrisa de felicidad; sus ojos claros y duros tomaron dulce expresión y su rosto se llenó de ternura. Amaba apasionadamente a su hijo y solamente por su felicidad se había cubierto de crímenes.
—Hijo mío —le dijo con gran dulzura—. Hace mucho tiempo que no habíais besado así a vuestra madre.
—Porque estoy muy contento —dijo Enrique sentándose en un sillón—. Hace mucho tiempo que no había experimentado tal alegría y sé perfectamente que os la debo, así como os debo todos los sucesos agradables de mi vida. Gracias a vos, madre mía, mis buenos parisienses quieren reconciliarse conmigo y como no tengo inconveniente en ello, quiero estar en París dentro de dos días y hacer una entrada de la que espero se hablará. Porque, en resumidas cuentas, ¿qué quieren los parisienses? ¿Qué despida a Epernon? Pues bien, lo haré, porque no podéis figuraros, señora, cuán antipático está desde hace algún tiempo.
—¿Y os figuráis que esto es todo lo que quieren los parisienses? —observó Catalina.
—¡Por Nuestra Señora! ¿Qué más pueden desear?
Catalina de Médicis miró asombrada a su hijo, pero vio que era sincero.
—Enrique —dijo—. Si yo os diese cuenta de lo que quiere el pueblo de París, de lo que espera el pueblo de Francia, de lo que hay en el fondo del pensamiento de los burgueses, de los artesanos y de los campesinos, os asombraría; y, sin duda, asombraría también al mismo pueblo. Cerca como estoy de la tumba y lejos de las vanidades del mundo, he dirigido una mirada clarividente sobre el Universo, pero nada de esto os diré, sire, porque, sin duda, no comprenderíais mis palabras. Os diré, sencillamente, que, al despedir a Epernon, hacéis una cosa buena, pero ello no es más que un pedacito de carne echado a los lobos hambrientos. ¡Por Nuestra Señora!, como decíais hace poco, estoy resuelta a defenderme y a defenderos. En tanto que la anciana reina viva, Guisa, los parisienses y los hugonotes, tendrán mucho que hacer. Ahora escuchadme, hijo mío. En la actualidad no podéis regresar a París.
Enrique III se levantó de un salto. Conocía la profunda prudencia de Catalina; pero sabía, también, que había sido herida mortalmente en su orgullo de reina y de madre, y preparaba con extraordinario ardor el regreso a París y el castigo de los parisienses. Sabía también que era mujer capaz de desafiar todos los peligros, y para que se hubiera decidido a hablar así, era preciso que el regreso a París fuera realmente imposible.
—¿Por qué no puedo volver a París? —preguntó con sorda irritación—. ¿Acaso no soy el rey?
—Erais el rey, hijo mío, y habéis salido de París.
—Es cierto, señora. Ya me habéis reconvenido por tal falta, pero estoy decidido a repararla. Pasado mañana estaré en el Louvre.
—Pues pasado mañana por la noche, el trono de Francia estará desocupado —dijo la reina con firmeza.
—¿Qué decís? —balbució Enrique III, poniéndose lívido.
—Digo, querido hijo —contestó Catalina cogiéndole una mano—, que quieren atraeros a una trampa y asesinaros, no sólo a vos, sino a mí y a todos nuestros amigos. ¡Os lo aseguro, Enrique! Se prepara una nueva jornada de San Bartolomé. Pero no contra los hugonotes...
Enrique III se dejó caer en el sillón, y secó su frente llena de sudor. Luego se levantó, y empezó a pasear por la estancia, murmurando:
—¿Qué hay que hacer madre? Quedarse en Chartres es cada vez más difícil. Chartres estaba bastante cerca de París para que pudiera ir a la capital en poco tiempo, pero con lo que me decís, veo que esta ciudad está demasiado cerca de París.
Y, como en el momento de su fuga, levantó los brazos al cielo exclamando:
—¿Qué hacer? ¿Adónde iré? ¿Dónde podré refugiarme?
—¡Calmaos, querido hijo! —dijo la anciana reina—. Si Chartres está muy cerca, podemos ir a Blois.
—¡Ah, madre mía, me salváis!
—Blois tiene un castillo inexpugnable, en el cual podría resistirse un sitio de diez años.
—Sí, sí, madre, vámonos.
Y luego golpeándose la frente añadió:
—Esas gentes que están ahí son unos miserables. Guisa es un impostor. ¡Oh, no quiero verlos! ¡Qué se vayan! Voy...
—Lo que vais a hacer, hijo mío, es ir a las Casas Consistoriales, como está convenido —interrumpió Catalina—. Fingid confianza para escuchar las quejas de los burgueses de París. Y cuando veáis a Guisa triunfante, cuando crea teneros en su poder, entonces le descargaréis el golpe que le tengo preparado. No deis otra respuesta que la siguiente, la cual tendrá la virtud de aplastar a Guisa y conquistar nuevamente el reino.
—¿Qué es lo que debo decir, madre?
—Que el rey convoca a los Estados Generales en Blois, ¿comprendéis? Guisa, entonces, ya no será nada y los parisienses tampoco. El rey discutirá con todos los reunidos... sin contar con que ganamos tiempo —añadió Catalina sonriendo.
Enrique III respiró con fuerza y se echó a reír.
—¡Pardiez! —exclamó—. El medio es excelente. Sí, tenéis razón, señora. Los Estados Generales lo arreglarán todo. Al convocarlos, destruyo el poderío de Guisa, porque entonces discuto directamente con mi pueblo y me convierto en su amigo y en su padre, puesto que consiento en discutir con él.
Catalina movió lentamente la cabeza y dijo sonriendo:
—Id, hijo mío. Id a anular a Guisa de este modo, y en cuanto a lo que intentaban contra vos, esta misma noche mis espías acabarán de informarme. Entre tanto, no manifestéis la más ligera desconfianza. Id a las Casas Consistoriales y luego a la procesión, como si nada os amenazase. Id, hijo mío, que vuestra madre vela por vos.
Enrique III besó de nuevo a su madre, diciéndole:
—Os he comprendido perfectamente, señora...
Y volvió a sus habitaciones, y una vez estuvieron abiertas las puertas entraron los cortesanos y familiares, hablando de Guisa y de la gran procesión de los parisienses.
—¡Sire! —murmuró Epernon—. Si Vuestra Majestad quisiera...
—¿Qué, duque?
—¡Qué hermosa redada! No tenéis más que ordenar a Crillón que cierre las puertas y yo me encargo del resto.
Epernon lo habría hecho como lo decía. Aquel hombre, dado a los goces del lujo, aquel señor que gastaba más dinero que el mismo rey, era hombre de empresas extraordinarias, de actos de audacia y de aventuras temerarias. Su bravura era tan asombrosa como su buena fortuna en salir de las aventuras peligrosas. Más tarde fue perseguido y estuvo a punto de ser preso, y entonces se refugió en Angulema. La ciudad se amotinó contra él y quiso matarlo; Epernon, solo en la habitación en que se había parapetado, sostuvo un sitio de treinta horas, mató o hirió a un centenar de enemigos y acabó por salir sano y salvo de aquella algarada. Tal era el hombre que aconsejaba a Enrique III lo que llamaba una buena redada, es decir, acuchillar sin piedad a todos los que habían venido de París, desde Guisa hasta Joyeuse.
Pero Enrique III era digno hijo de Catalina y, como dijera, habla comprendido perfectamente a su madre; si no retrocedía ante una estocada que dar o recibir, la astucia le parecía la mejor arma. Se hizo, pues, el sordo, dio orden de llevar doce cirios a Nuestra Señora de Chartres para impetrar su auxilio, y, por fin, declaró que ya era hora de dirigirse a las Casas Consistoriales.
Epernon se encogió de hombros y murmuró al oído de Crillón:
—Ya veréis cómo el rey permitirá que nos degüellen el mejor día. Compadre, prestadme cincuenta arcabuceros y con ellos restableceré el orden. El rey fingirá ponerse furioso, pero así nos habremos salvado todos, él y nosotros.
Crillón vaciló un momento.
—Vamos, valiente Crillón —dijo el rey—; en marcha.
Crillón desenvainó la espada y exclamó en voz alta:
—¡Los guardias de Su Majestad!
Y con una mirada dio a entender al duque de Epernon, que sólo era un soldado esclavo de la consigna. Diez minutos más tarde, el rey, rodeado de sus gentilhombres, se dirigía a las Casas Consistoriales por entre una doble fila de soldados, dispuestos a lo largo del camino. Detrás de cada fila, la multitud silenciosa y casi hostil, miraba las ventanas llenas de gente, y no se oía ni un viva ni un grito. Era siniestro.
—De O —dijo Epernon, que iba tras el rey—. Dime qué sientes.
De O aspiró el aire y dijo:
—Siento el nuevo perfume que Ruggieri ha compuesto para Su Majestad y que, en realidad, es el aroma más suave que he aspirado en mi vida, Ruggieri es un gran hombre; ¿no es cierto, sire?
El rey sonrió, y agitó los pliegues de su capa para que se desprendiera de ella mayor cantidad del perfume de que estaba impregnada.
—Pues yo —dijo de Epernon— huelo a traición.
Enrique III palideció, más, irguiéndose, apoyó la mano en la espada, como diciendo: Si hay traición nos defenderemos. Pero el camino terminó sin el menor incidente y el rey, entrando en las Casas Consistoriales, tomó asiento en el trono que le habían preparado en la sala principal. Sus cortesanos se colocaron a su lado. Crillón dispuso su gente de modo que pudiera acudir a cualquier contingencia y luego Enrique le dio orden para que introdujera a la diputación de los parisienses.
Parecía que el duque hubiese comprendido las sospechas y querido tranquilizar completamente al rey. En efecto, el drama combinado por Fausta no debía tener lugar en las Casas Consistoriales, sino que era en la catedral, donde Jacobo Clemente debía herir a Enrique III. Guisa, por consiguiente, había reunido fuera de las murallas a todos los combatientes de que disponía. Inmediatamente después de la recepción debía reunirse a ellos y esperar la señal. Doce campanadas indicarían que el rey había muerto, y seis que Jacobo Clemente había, fracasado.
El jefe de la Liga entró, pues, acompañado únicamente de algunos burgueses, a quienes conducía Maineville. Al ver tan poco séquito el rey respiró y Epernon empezó a bromear, ejemplo que imitaron los demás cortesanos. Guisa atravesó la sala en toda su longitud. Estaba tranquilo y sereno. Andaba con aquélla, majestad ruda que le era peculiar y una vez ante el trono se inclinó profundamente.
—Primo —dijo el rey con amabilidad—. Según parece, existe alguna discordia entre nos y mis buenos parisienses. Otros afirman que habéis tenido la bondad de recoger las quejas de nuestros súbditos para presentárnoslas. Hablad, pues, francamente, tened la seguridad de que estamos dispuestos a satisfacer toda clase de quejas, porque el primer deber de un rey es enterarse de las necesidades de su pueblo.
—Sí, sire —contestó Guisa—. Pero también el primer deber de la nobleza es sostener al rey. Por esta razón, sire, me he quedado en París para hacer comprender a los burgueses, cuán necesario era restablecer una paz duradera, entre el rey y sus súbditos. Este ha sido mi papel. En cuanto a las quejas de los parisienses, no he tenido que recogerlas. Tampoco vengo a traerlas. Si he tenido la dicha de decidir a los parisienses a que se reconcilien con Vuestra Majestad, no me pertenece el conocer en qué condiciones debe hacerse la paz.
Tales palabras, a la vez modestas y altaneras, produjeron efecto en la mayor parte de los gentilhombres que rodeaban al rey, pero Epernon continuó sonriendo y Enrique III se quedó impasible.
—Sire —continuó diciendo el duque de Guisa—. He aquí a los diputados de la ciudad. Os dirán, si os place, cuáles son los deseos de vuestro pueblo.
Los diputados se inclinaron en señal de asentimiento y el rey dijo:
—Hablad, señores. Estoy dispuesto a oíros.
Entonces del grupo de los burgueses se destacó un hombre, a quien Enrique III conoció enseguida.
—¿Sois vos, señor de Maineville, el que hablará en nombre de los parisienses?
Era Maineville, en efecto, y su presencia en tal conferencia era el único acto político del tal hombre, más habituado a manejar la espada o la daga que la palabra. Se inclinó y dijo:
—Si Vuestra Majestad lo permite, yo voy a hablar en su nombre.
—Hablad, caballero.
—Sire —dijo entonces—. La petición que voy a tener el honor de someteros, va dirigida Vuestra Majestad por los señores cardenales, príncipes, señores y diputados de la ciudad de París y otras ciudades católicas, asociados y unidos para defender la religión.
El rey se estremeció, porque tales palabras daban mayor importancia a la conferencia y envolvían una amenaza. Ya no se trataba de algunas quejas de los parisienses, era todo el reino, prelados, señores y pueblo, que hablaba por boca de Maineville.
—Veamos la petición —dijo el rey.
—Sire —continuó Maineville—. Dichos asociados, de los que tengo el honor de ser aquí el representante, han decidido y deciden suplicar a Vuestra Majestad:
Primero: Despedir al señor duque de Epernon, como fautor de herejía, perturbador y dilapidador de la hacienda pública.
Epernon se echó a reír.
—Señor —dijo—, ¿queréis que me marche enseguida?
—Como queráis, señor duque.
Epernon se puso pálido al oír tales palabras. Guisa miró al rey con estupefacción, y los burgueses diputados gritaron:
—¡Viva el rey!
Pálido de ira, Epernon cogió la espada, e iba a cometer alguna locura, cuando vio fija sobre él la mirada del rey, que continuaba sonriendo. Comprendió (o creyó comprender) que Enrique III representaba una comedia y, cruzándose de brazos, dijo:
—Sire, me iré, no cuando yo quiera ni cuando parezca bien a los burgueses de París, sino cuando Vuestra Majestad, en pago de mis servicios y de la sangre que he derramado, me dé la orden. Entre tanto me quedo.
Y devolvió a Guisa la mirada que éste le asestaba.
—Continuad, señor de Maineville —dijo el rey.
—Dichos cardenales, príncipes, señores y diputados suplican a Vuestra Majestad.
Segundo: Marchar vos mismo contra los herejes de Guyena, y mandar al señor duque de Mayena contra los del Delfinado; Su Majestad, la reina madre, cuidaría de la tranquilidad de París durante la ausencia de Vuestra Majestad.
Tercero: Quitar al señor de O todo gobierno o mando en la ciudad de París.
Cuarto: Aprobar las elecciones de los nuevos concejales y prebostes, hechas en París y en otras ciudades.
Quinto: Regresar a vuestra ciudad de París, y alejar de ella a todos los hombres de armas, a la distancia de doce leguas.
Maineville se calló. Su cometido había terminado.
Los diputados, los gentilhombres del rey y hasta los soldados de guardia, esperaban con viva impaciencia la contestación de Enrique III. De tal respuesta, en efecto, debía salir la paz o la guerra civil. En cuanto a Guisa, parecía indiferente, y, en efecto, lo estaba. Para él, toda esta escena no era más que la preparación de otra. Mientras todos lo creían absorto en espera de las palabras del rey, pensaba que dentro de una hora éste habría muerto.
De pronto, el monarca se levantó, dirigiendo sobre aquella asamblea una mirada fría y vidriosa, que había heredado de su madre.
—Señor de Maineville —dijo lentamente con voz clara—, señores burgueses de París y vos, primo de Guisa, escuchadme. Lo que acaba de sernos expuesto no concierne solamente a las disensiones que, tan desgraciadamente, se han originado entre nos y la buena ciudad de París. Ya que son los cardenales, los príncipes, señores y diputados de las ciudades católicas los que me hablan, es todo el reino que hace oír su voz. En tal caso no me corresponde contestar aquí sino que el rey debe contestar a todo el reino.
Aquí Enrique III hizo una pausa, como para asestar mejor a Guisa el golpe que le había preparado Catalina.
—Así, pues, en presencia de los diputados de las tres clases debemos hablar —dijo con voz más firme, que hizo estremecer de alegría a los burgueses—. Señores, servíos, pues, entre tanto, transmitir esta respuesta, única digna de nos y de nuestro pueblo: «el rey convocará los Estados Generales».
Una tempestad de aplausos estalló en la sala y se propagó al exterior, en donde la nueva cundió con rapidez extraordinaria. El rey consentía en reunir los Estados Generales. Guisa sonrió ligeramente y Epernon se inclinó en señal de admiración.
—Los Estados Generales —continuó el rey—, tendrán lugar en nuestra ciudad de Blois y fijarnos para reunirse la fecha del 15 de septiembre.
—¡Viva el rey! —repitieron los diputados con sincero entusiasmo.
Y en la ciudad, los burgueses de Chartres y los penitentes de París repitieron entusiasmados tal grito. La reunión de los Estados Generales era una victoria que nadie hubiera osado esperar; era la monarquía, que se dignaba discutir directamente con la nobleza, la clerecía y el pueblo acerca de los intereses del reino.
Enrique III, siguiendo el consejo de su madre, al proclamar la reunión de los Estados Generales, cambió la tempestad en bonanza; la discusión no tuvo, pues, lugar. La sesión fue levantada inmediatamente y todos los asuntos pendientes, aplazados para los Estados Generales. Entonces el rey se preparó a ir procesionalmente hacia la catedral.
En la calle, los burgueses de Chartres se alinearon cirio en mano; monjes y penitentes venidos de París, se formaron en fila, pero los ligueros, que habían ido armados hasta allí, no se veían por parte alguna ¿Dónde estarían? A poco, se vio aparecer a Enrique III, el cual, despojado de su jubón de seda, de su capita de satén y de su toca adornada de diamantes, avanzaba con la cabeza y los pies desnudos, y vestido con una larga camisa de tela basta. Llevaba al cuello el rosario y en la mano un gran cirio. No iba rodeado de hombres de armas ni de gentilhombres. Andaba solo en un gran espacio libre, y a pocos pasos de él seguían un par de monjes, cuidadosamente cubiertos con el capuchón.
Fuera de las murallas, Mayena y el cardenal de Guisa esperaban. Habían reunido allí tres o cuatrocientos ligueros bien armados. En una llanura estaba el ejército de Crillón, y Mayena, a caballo, trataba de contar aquellos soldados por el número de sus tiendas.
El duque de Guisa llegó al momento en que todas las campanas de la ciudad empezaban a tocar, es decir, en el instante en que la procesión emprendía la marcha. El cardenal lo interrogó con la mirada.
—Sí —dijo el duque encogiéndose de hombros—, ha convocado los Estados Generales para el 15 de septiembre en Blois.
—He aquí una cosa que podría salvar a Valois —observó el cardenal— si...
—Si su destino no debiera cumplirse hoy mismo —interrumpió Guisa.
—¿Cómo lo sabremos? —preguntó el cardenal lleno de ansiedad, mientras Mayena no cesaba de mirar el campamento de Crillón.
—La campana mayor tocará doce veces. Seis indicarán que la empresa no ha tenido éxito, cosa que tengo por imposible.
—Yo he visto cómo se ponía en camino —añadió—. No ha tomado ninguna precaución. Va vestido con un saco. Lo siguen nuestra hermana María y la intrépida Fausta, vestidas las dos de capuchinos para reanimar al fraile en caso de que le faltara valor. Os lo repito, Enrique de Valois va a morir.
—¿Y Crillón? —preguntó Mayena, extendiendo el brazo hacia el ejército real.
—¿Crillón? Es leal hasta la muerte, pero no puede pasar de ahí. Una vez Valois haya muerto, ¿qué queréis que haga? ¿A quién obedecerá? El mismo vendrá a prestarme juramento de fidelidad. Fausta lo ha previsto todo. Esperemos.
—Esperemos —contestó Mayena apaciblemente.
—¡Oh! —exclamó en aquel momento el cardenal—. Las campanas se han callado, el rey está en la catedral. Es el momento trágico.
Y los tres, inclinados, sobre el cuello de los caballos, escucharon el gran silencio que reinaba a la sazón en la ciudad. Experimentaban inexplicable angustia.
Transcurrieron algunos minutos. Los tres hermanos se miraban. La campana mayor seguía callada.
—Acerquémonos al campamento real —dijo Guisa para substraerse a la ansiedad que le oprimía la garganta.
En aquel momento, grave y sonora, vibró una campanada profunda en el aire. Los tres hermanos quedaron petrificados. El duque de Guisa sintió que un estremecimiento recorría todo su cuerpo.
—¡Una! —murmuró el cardenal jugando nerviosamente con el pomo de su daga.
—¡Dos! —exclamó Mayena con tranquilidad.
—¡Tres, cuatro, cinco! —contó el cardenal cada vez más impaciente.
—¡Seis! —dijo el duque de Guisa—. ¡Atención!
Entonces un rugido atravesó su garganta al observar que no se oía la séptima campanada. Mayena profirió entre dientes una furiosa blasfemia y los tres, mirándose uno a otro, apenas se reconocieron.
En efecto, no se oyó la séptima campanada. Por consiguiente, el monje no había matado a Enrique III.
Los Guisas esperaron, tal vez, por espacio de media hora y, por fin, el cardenal soltó una extraña carcajada y dijo:
—¡Vámonos! No tenemos nada que esperar.
—Hay que empezar de nuevo —dijo Mayena.
El duque de Guisa se volvió hacia Chartres, y tendiendo el puño cerrado exclamó, lleno de furor:
—¿Empezar de nuevo? Sí, Valois nos ha dado cita en Blois y, por la sangre de mi padre, te juro que iremos. Ten cuidado, porque en lo venidero no confiaré el puñal a manos de un fraile loco.
Bajó la cabeza y se quedó pensativo por algunos instantes. Luego se tranquilizó y dijo:
—Hermanos, somos víctimas de una gran desgracia.
—Tanto más cuanto que la situación va a cambiar, porque Valois ha prometido convocar los Estados Generales —dijo el cardenal.
—Sí, y tenemos necesidad de examinar la situación y recobrar la tranquilidad de espíritu, como gentes que tengan la cabeza segura sobre sus hombros.
—¡Bah! —exclamó Mayena—. París será siempre nuestro.
—Es cierto. Id, pues, a esperarme al pueblo de Latrape, en donde mis gentilhombres deben reunírseme. Allí sabremos lo que ha sucedido, y con más fundamento podremos hablar de nuestra futura conducta.
El cardenal y Mayena hicieron un gesto de asentimiento, y aguijoneando a sus caballos, se alejaron por el camino de París.
Guisa se adelantó hacia los ligueros, tratando de dar a su semblante le expresión del triunfo, que estaba muy lejos de su ánimo.
—Amigos míos —dijo—. Acabamos de decidir a Su Majestad a que lleve a cabo un acto que es más que una gran victoria para París; el rey promete reunir los Estados Generales.
—¡Viva el gran Enrique! —gritaron los ligueros.
—¡Viva el rey! —contestó el duque con rabia reconcentrada—. Su Majestad demuestra una buena voluntad que todos debemos agradecer. En tan agradable situación, amigos míos, no tenéis más que regresar tranquilamente a París para preparar vuestras reclamaciones. Ya sabéis que os ayudaré con toda mi alma en cuanto se trate de presentarlas a Su Majestad, que Dios guarde.
Y descubriéndose gritó por segunda vez:
—¡Viva el rey!
—¡Viva Lorena! ¡Viva el sostén de la Iglesia! —vociferaron frenéticamente los ligueros.
Pero ya el gran Enrique había hecho tomar el galope a su caballo y desaparecía hacia el Norte, dejando tras sí a la ciudad de Chartres, adonde había ido a buscar una corona.
Estaba sombrío. Muy pronto la calma que se había impuesto, se fundió como el hielo al Calor del sol. El furor se desencadenó en él. Solo, semejante a un fugitivo, corría por el camino mal cuidado, en que crecían toda clase de hierbas silvestres. Destrozaba a espolonazos los flancos de su caballo, y el pobre animal, que no podía correr más, piafaba de dolor. Al cabo de una hora de tan desenfrenada carrera, el pobre animal cayó.
Guisa, que era jinete consumado, saltó, cayendo de pies al suelo. A su alrededor, de las vastas llanuras, se desprendía una paz profunda. Y en tal serenidad de las cosas, aquel hombre colérico, aquel rey fallido, aquel audaz sin atrevimiento, hubiera podido parecer digno de compasión a un filósofo observador.
Lo que sobre todo le irritaba, era el no saber la razón de que el monje no hubiese dado el golpe. ¡Estaba todo tan bien combinado! Sin duda alguna un milagro había salvado a Enrique. Pero ¿quién habría hecho tal milagro?
—¡Oh, aquel fraile! —rugió—. ¡Aquel fraile estúpido y cobarde! ¡Desgraciado de él sí ha tenido miedo o me ha hecho traición! Pero tal vez alguien lo habrá detenido a última hora, ¡oh! Si es así, cuánto me gustaría conocerlo, para hacerlo morir a fuego lento.
Mientras monologaba de esta suerte, aparecieron en el horizonte y se acercaron rápidamente a él una quincena de caballeros. Muy pronto pudo distinguirlos con claridad: era una parte de sus gentilhombres que se reunían a él. A la cabeza iban Bussi-Leclerc, Maineville y Maurevert. Al ver al duque de Guisa al lado de su caballo echado, se detuvieron todos.
Uno de sus gentilhombres echó pie a tierra para ceder su cabalgadura al duque, el cual montó enseguida. Todos los cortesanos marcharon silenciosamente, porque no dejaron de observar que el amo sentía terrible cólera, cosa que les impidió dirigirle la palabra, por miedo de ser víctimas de sus furores.
Una hora más tarde el duque se reunió al cardenal y a Mayena y, sólo entonces, Guisa interrogó a sus familiares:
—Vosotros estabais en la catedral y lo habréis visto todo. Decidme, pues, qué ha sucedido. El fraile...
—No se ha presentado, monseñor —dijo Bussi-Leclerc.
—¿Ha hecho traición? Lo esperaba. Es necesario buscar a ese hombre y...
—El monje no ha sido traidor —interrumpió Bussi-Leclerc. Lo sucedido es que alguien se apoderó de él la pasada noche.
—Y lo ha tenido preso —añadió Maineville.
—¿Y no sabéis quién es ese alguien? —gritó furioso el duque—. ¿Para qué servís los tres?
—Perdonad, monseñor, pero lo sabemos perfectamente. Lo hemos visto.
—¿Quién es?
Maurevert avanzó entonces y con extraña sonrisa dijo:
—Pues bien, monseñor, es Pardaillán.