XXXIII - El último gesto de Fausta
FAUSTA, desde la mañana, había tomado sus últimas disposiciones. Expidió varios correos y, entre otros, un jinete, encargado de decir a Farnesio que apresurase su marcha hacia París, pues no dudaba que el generalísimo estaba ya en Francia desde hacía bastantes días.
Luego lo hizo preparar todo para su marcha en la noche de aquel día, porque había convenido con Guisa que, inmediatamente después del asesinato del rey, se dirigirían los dos hacia Beaugency, Orleáns y desde allí a París. Aquélla debía ser una marcha triunfal, durante la cual el duque reclamaría sus derechos a la corona.
En París tendría lugar la coronación, y Guisa, en Notre Dame, presentaría a Fausta como reina de Francia.
En tan trascendental acto se concentraba entonces toda la atención de Fausta. Mientras Guisa no le hubiese ceñido la corona, ella podía temer que el duque quisiera eludir sus compromisos, cosa, sin embargo, improbable. Por el contrario, todo parecía presagiar a Fausta el triunfo definitivo, precursor de otros más importantes.
Una vez dadas las órdenes convenientes y expedidos los últimos correos, Fausta esperaba, pues, hacia las ocho de la mañana en aquel gran salón en que el cardenal de Borbón había consagrado el matrimonio. A la sazón, ella esperaba que el duque fuese a decirle:
—Todo está dispuesto, señora. Esta noche seréis reina.
Vaga sonrisa distendía sus orgullosos labios al pensar en el porvenir que se le presentaba.
De pronto, confusos ruidos llegaron hasta ella. Al principio no prestó la menor atención, porque con mucha frecuencia los burgueses gritaban por las calles. Pero luego prestó atento oído. Oyó claramente algunos arcabuzazos, galopar de caballos, gritos de terror y de combate. Un sudor frío le bañó la frente. ¿Qué sucedería? Le habría sido fácil averiguarlo mandando un criado a la calle, pero sentía cierto temor de enterarse.
Instintivamente tuvo el presentimiento de que había ocurrido una desgracia. Pálida como una muerta escuchaba los ruidos de la calle. Algunas palabras llegaron a sus oídos confirmando la horrible sospecha. En su cabeza reinó entonces un caos de ideas confusas.
Transcurrieron casi dos horas y, poco a poco, los ruidos se alejaron. Fausta oprimió la cabeza entre sus manos, murmurando:
—¿Me atreveré a averiguar lo que sucede? ¿Será posible tal hundimiento cuando ya estaba tan cerca el triunfo? No, no puede ser. Será algún motín de los burgueses. Guisa está en seguridad y esta noche, a las diez, ocurrirá lo previsto.
Golpeó un timbre y al oírlo se presentó un lacayo, y cuando ella iba a ordenarle que averiguara lo que ocurría, el lacayo dijo:
—Señora, hay un gentilhombre que quiere ver a Vuestra Señoría y que no quiere decir cómo se llama.
—Que entre —contestó Fausta con débil voz y casi a su pesar.
Apenas hubo dado la orden, cuando se arrepintió. Adivinaba que aquel gentilhombre desconocido iba a explicarle la causa de aquel tumulto que, sin duda, sería terrible.
En el mismo instante Pardaillán entró en el salón. Fausta sintió un estremecimiento nervioso y lo miró con indecible espanto. Quiso dar un grito, más su boca se quedó abierta sin proferir ningún sonido. Quiso retroceder como ante una aparición de ultratumba y no pudo sino crispar sus manos en los brazos del sillón. Pardaillán se acercó a ella sombrero en mano, se inclinó profundamente y dijo:
—¡Señora! Tengo el honor de anunciaros que acabo de matar al señor duque de Guisa.
El choque fue terrible para Fausta. Por una parte la presencia de Pardaillán y por otra la noticia que le daba, formaban un conjunto capaz de aterrar al más valiente.
—¡Señora! —continuó Pardaillán—. He querido tener la satisfacción de daros cuenta de lo que he hecho. Ya os previne, hace algún tiempo, de que mientras yo viviese, ni Guisa sería rey ni vos reina.
Fausta se esforzó por hablar, pero sus labios sólo pudieron articular una palabra:
—¡Pardaillán!
—En persona, señora. Y concibo vuestro asombro, porque después de haberme querido asesinar varias veces, me hicisteis perseguir por los hombres de Guisa, el mismo día en que os arranqué de manos de Sixto V.
—¡Pardaillán! —repitió Fausta con débil voz.
—En carne y hueso, señora. No lo dudéis. Escuchad, voy a decíroslo todo. En la abadía de Montmartre, cuando hicisteis crucificar a la pobre Violeta, os vi tan valiente ante los traidores y tan desdeñosa ante la muerte, que os lo habría perdonado todo, y en el perdón hubiera comprendido también al duque de Guisa. Pero me obligasteis a hacer el segundo viaje a la nasa, cosa bastante desagradable. Comprendí que erais un ser inhumano y que era preciso aplastaros y os aplasto, señora, con una palabra, diciéndoos que Guisa ha muerto pocas horas antes de ser rey y de coronaros reina. Tened presente que yo lo he matado.
Se calló, mirando a Fausta con una modestia no exenta de ironía. Fausta entonces habló en voz baja y penosa, como si las palabras no pudieran salir de sus labios. Y poco más o menos dijo:
—Ya que vos vivís, no es extraño que yo haya sido derrotada y que, desde la cumbre de un brillante destino, me vea arrojada a un abismo de vergüenza y dolor. Cuando oí gritos por las calles, comprendí que Guisa había muerto y entonces os vi. En vano rechacé vuestra maldita imagen, porque sabía que todo era vuestra obra. Mi desgracia es completa, porque de todopoderosa que era, me veo reducida a la impotencia. Pero vos que venís a insultar mi miseria, sois más bajo que yo todavía. ¡Miserable espadachín, más vil que el último asesino! Habéis puesto la espada al servicio de vuestras venganzas, pero en vuestras manos el arma de los caballeros se ha convertido en el cuchillo de los asesinos. ¿Qué hacéis aquí? ¡Fuera! Quise mataros cuando erais un hombre, pero ahora no sois más que un lacayo que por detrás, y a mansalva, habéis matado a un amo. Por esta razón os echo. Idos. Id a pedir a Valois el precio de vuestro asesinato.
Hablaba con voz tan ronca y precipitada que apenas se entendía. Su brazo, tendido hacia la puerta, temblaba. Pardaillán había bajado la cabeza, pensativo.
De pronto, al levantarla, vio que Fausta se dirigía a él, puñal en mano. Estaba animada por vesánico furor. Y el caballero dejó que se acercara, pero en el momento en que levantaba el brazo, la cogió por la muñeca y la inmovilizó.
—¿Qué hacéis, señora? —dijo—. Vamos, a mí no se me mata de este modo. Mi hora no ha sonado todavía. Pero, mirad, os suelto; atreveos a herirme.
Y, soltándole la muñeca, se cruzó de brazos. Fausta lo miró y lo vio tan tranquilo, animado por tal valentía, realmente más fuerte que la muerte, y con tal expresión de lástima pintada en los ojos, que dejó caer el arma y retrocediendo se echó a llorar.
—Señora —dijo Pardaillán con gran dulzura—, la escena de la catedral de Chartres vive en mi memoria. Vuestros labios tocaron los míos y por eso estoy aquí. Me he dado la justa satisfacción de anunciaros la muerte de Guisa, pero tal vez tenéis razón al decir que mi acto no es generoso. Permitidme deciros que, al venir aquí, me traen dos motivos. Ante todo, deciros que no seréis reina, y luego, para que veáis que cumplo mi palabra al probaros que Guisa ya no puede ser rey. Además, señora, en el castillo vi prender al cardenal de Guisa, al de Borbón y a otros. Oí que el cardenal decía al señor D’Aumont cuando lo prendía: «Ésta es una traición de Fausta». He creído, señora, que vendrían a prenderos también y he tomado la decisión de poner al servicio de vuestra vida y vuestra libertad esta espada que ha aniquilado vuestro reinado. Sois joven y hermosa. Podéis y debéis crearos otra existencia, y si no habéis logrado el poder, tal vez conseguiréis la dicha. A una legua de Blois he preparado dos caballos, uno para vos y otro para un servidor que os acompañe. Apresuraos a seguirme mientras sea tiempo.
A medida que Pardaillán hablaba, sus palabras, al penetrar en el cerebro de Fausta, hacían que ésta diera distinto curso a sus propias ideas. Con la extraordinaria prontitud de decisión que la hacía tan superior, tomó su partido. Se tranquilizó, borró a Guisa de entre sus ideas y de entre sus esperanzas, y su imaginación ardiente edificaba ya otro plan de vida nueva.
Vivir, ser feliz, renunciar al poder para buscar la felicidad y, como en la catedral de Chartres, en el amor entrevió la dicha.
No sería exacto decir que despertó su pasión por Pardaillán, porque nunca se había extinguido. Además, ¿quién sabía si él la amaba entonces? ¿Quién sabía si unos celos no confesados habían armado su brazo contra Guisa?
¿Por qué venía a salvarla? ¿Acaso ello no era un indicio de los sentimientos que tal vez él mismo ignoraba?
¿Por qué le hablaba con tal dulzura a pesar de las muchas traiciones de Fausta? ¿Por qué le decía: «sois joven y hermosa»?...
Otra esperanza nacía en la imaginación de Fausta. Se aferraba a ella, y su orgullo, que sobrenadaba en su naufragio, le mostraba una vida de amor. Sus labios se agitaron, e iba a hablar, cuando resonaron algunos golpes en la puerta del hotel.
Saltó una de las ventanas que daban al patio interior. En algunos instantes la puerta cedió y numerosa tropa invadió el patio, al mando del capitán Larchant, que gritó:
—Registrad el hotel y detened a cuantas personas encontréis.
Fausta se volvió hacia Pardaillán, le cogió las manos y, con ardiente voz murmuró:
—Hace poco quería morir y ahora quiero vivir, Pardaillán. Salvadme.
—Mientras yo viva nadie se atreverá a tocaros.
Pero estas palabras las pronunció con tal frialdad, que ella sintió que la desesperación más profunda la invadía.
—¿Podéis montar a caballo? —preguntó Pardaillán.
—Sí —contestó Fausta.
—¿Dónde hay caballos?
—En el ángulo izquierdo del patio está la cuadra. Hay cuatro caballos ensillados y una litera preparada.
En efecto, Fausta, como ya hemos dicho, había preparado su partida por lo que pudiera ocurrir. Además, se había vestido de hombre, como siempre que preveía alguna expedición peligrosa. Tal traje le sentaba maravillosamente, y llevaba la espada al lado con tanta gracia como cualquiera de los Cuarenta y Cinco o de los gentilhombres de Guisa.
Pardaillán añadió:
—¿Hay alguna escalerilla de servicio por la que se pueda llegar a la cuadra?
Fausta movió negativamente la cabeza.
—¡Es lástima! —dijo Pardaillán.
Entre tanto los hombres de Larchant entraban prudentemente en el hotel. Empezaron por recorrer la planta baja, en donde hallaron algunos lacayos y mujeres, entre las cuales se hallaban Myrthis y Lea, las dos doncellas favoritas de Fausta. Inmediatamente fueron todos cogidos y sacados del hotel. Luego los soldados empezaron a subir lentamente la escalera, al mando de Larchant.
—Señora —dijo Pardaillán—, vais a seguirme. Trataré de abrirme paso por entre los soldados que suben por la escalera. Seguidme muy de cerca. Una vez en el patio, llegaos a la cuadra, sacad dos caballos, montad en uno y el resto me concierne. Pero por Dios, cuidad de no estorbar mis movimientos, queriendo ayudarme. Guardaos la espada en la vaina. Todo vuestro valor debe ceñirse a seguirme de cerca para que no puedan separarnos. ¿Estáis dispuesta?
—Lo estoy.
Pardaillán, con rápido gesto, se apretó el cinturón de cuero, se caló el sombrero, entresacó la espada de la vaina y dirigiéndose a la puerta la abrió. De una mirada, abarcó la escalera, por la que subían una veintena de soldados, y el ancho rellano, en que había una banqueta, dos estatuas de mármol y un lampadario de bronce que coronaba la esquina de la barandilla de hierro forjado. Al aparecer Pardaillán, el capitán Larchant se detuvo a diez o doce escalones de distancia.
—¡Eh, caballero! —exclamó Pardaillán—. ¿Estamos en alguna ciudad conquistada? ¿Qué hacéis aquí? ¿Quién os ha mandado venir a romper las puertas de las casas tranquilas y hacer entrar a todos vuestros soldados?
—En nombre del rey, caballero, vengo en nombre del rey.
—¡Ah, eso es diferente! ¿Venís, efectivamente, en nombre del rey?
—Sí, caballero, para detener aquí a una mujer rebelde, instigadora de complot, acusada de alta traición y de tentativa de asesinato hacia la persona del rey. Os intimo, pues, si pertenecéis a ella, a que me rindáis vuestra espada, en caso de que no queráis que os prenda como cómplice. Os intimo en nombre del rey.'"
—Muy bien, caballero; yo os intimo a que os retiréis inmediatamente y os lo intimo en mi nombre.
—¿Os rebeláis al rey?
—¿Os rebeláis a mí?
—¡Guardias, adelante! —exclamó Larchant.
—¡Guardias, cuidado! —exclamó Pardaillán.
Y, al mismo tiempo, cogió entre sus vigorosos brazos la banqueta de roble macizo que había en el rellano, la levantó y, en un instante en que los soldados, siguiendo a Larchant, se lanzaban al asalto, Pardaillán le imprimió una sacudida y a todo impulso la lanzó a la escalera.
La banqueta atravesó volando cierto espacio y al caer se oyeron furiosos gritos de dolor y de maldición. Larchant había saltado hacia atrás, y adosado al muro, vio pasar el formidable alud. Una vez apaciguado el tumulto, vio que uno de los guardias estaba con el cráneo roto y otros cuatro, contusos y molidos, se retiraban del lugar del combate.
Fausta asistió a la desbandada con extraña sonrisa, vio cómo los guardias se formaban de nuevo y oyó cómo Larchant exclamaba furiosamente:
—¡Adelante, cobardes! ¡Adelante u os destripo!
Y de nuevo los guardias, al intentar el asalto, llenaron la escalera con sus gritos. Entonces Fausta vio lo siguiente:
Pardaillán se volvió hacia una de las estatuas de mármol que adornaban el rellano, estatua de tamaño natural y que representaba a Minerva, la diosa de la sabiduría. Pardaillán la arrancó de su zócalo, la levantó en brazos y, en el momento en que los guardias iban a llegar al rellano, Minerva describió una parábola, saltó, y rebotando de escalón en escalón, fue a romperse con gran ruido, entre los gemidos de los heridos, los rugidos de Larchant, y la alocada fuga de los supervivientes.
Pardaillán se inclinó, y la tropa, casi diezmada, se amontonó en la planta baja.
—Señor capitán —dijo Pardaillán— ¿queréis dejarnos salir? Os aviso que aún me quedan Baco, Mercurio y Júpiter para rompéroslos en la cabeza.
—¡Qué lástima que tres años antes no haya encontrado a Pardaillán en vez de Guisa! Hoy sería la dueña del universo —se dijo Fausta.
—Caballero —exclamó Larchant—, voy a cargar contra vos, y todo lo que puedo hacer en vuestro obsequio, porque sois un valiente, es cogeros muerto para evitaros el suplicio que os espera.
—Vamos, ¡rendíos! —dijo Pardaillán, con una tranquilidad que hizo ponerse loco de furor al capitán.
—¡Por Dios vivo! —exclamó éste—. Sería bueno que quince hombres se rindiesen a uno solo. ¡Atención!
Y, loco de furor, Larchant empezó a formar a sus hombres y les dio las instrucciones que creyó convenientes. Acababa apenas, cuando se oyó un terrible ruido y una cosa enorme cayó tropezando en la baranda. Era el lampadario.
Aquella magnífica pieza de arte del Renacimiento consistía en una columna con siete brazos. Estaba atornillada en la esquina de la barandilla. Pardaillán, mientras hablaba con Larchant, desenroscó el monstruo de bronce.
Y cuando Larchant estaba colocando a sus hombres, Pardaillán imprimió violenta sacudida al lampadario, que cayó semejante a un gigantesco pájaro muerto.
Y aquella vez fue espantoso. Larchant fue herido, con una pierna rota; tres hombres más cayeron muertos a su lado y otros cuatro, heridos, empezaron a gritar, en tanto que los restantes, después de un momento de estupor, retrocedieron en desorden hasta el patio.
—Seguidme —dijo Pardaillán con breve tono.
Y avanzó, espada en mano, seguido por Fausta. No tardaron más que algunos segundos en llegar al patio.
—¡A los caballos!
Y, al mismo tiempo, atacaba a los diez o doce guardias reunidos en el patio.
—¡Matadlo! —vociferó Larchant, tratando de incorporarse.
Fausta se dirigió a la cuadra, sacó dos caballos y montó en uno.
Pardaillán retrocedía hasta el caballo, y su espada, de vez en cuando, hería a alguno de sus contrarios. De pronto, saltó sobre la silla de uno y picando a los dos corceles saltó en medio de los guardias.
—¡Cerrad la puerta! —gritó el capitán Larchant.
Pero ya Pardaillán la había franqueado, asestando un golpe con el pomo de la espada al guardia que le cogía la brida del caballo. Partió al galope, seguido por Fausta. En aquel momento, un grupo de cuarenta hombres de armas, al mando de Crillón en persona, y montados en buenos caballos, aparecieron en un extremo de la calle mientras Pardaillán y Fausta desaparecían por el otro.
Crillón acudía por haber recibido aviso de la resistencia encarnizada que los habitantes del palacio oponían a los guardias del rey.
En el patio vio el desorden que reinaba entre los sobrevivientes y, además, los muertos y heridos que yacían por allí.
—¡Es un demonio furioso! —exclamó Larchant—. Me parece, señor de Crillón, que es vuestro protegido.
—¡Pardaillán!
—El mismo, ¡corred!
—Al ver esta matanza —dijo Crillón— su nombre me ha venido a la lengua. Tal cuadro no puede llevar otra firma que la de Pardaillán.
—Pero, corred —dijo Larchant furioso, olvidando que hablaba con su jefe.
—¡Bah! —dijo Crillón—. Ya está demasiado lejos para darle alcance.
—Caballero —dijo una voz a su lado.
Crillón se volvió y dijo:
—¿Qué queréis, señor de Maineville?
—Señor de Crillón —dijo Maineville—, somos vuestros prisioneros, ¿verdad?
—Sí.
—Pues bien, caballero, el señor Bussi-Leclerc y yo tenemos una antigua cuenta con Pardaillán, y ahora que nuestro señor el duque de Guisa ha muerto, tal cuenta es terrible.
—Bueno, ¿y qué? —dijo Crillón.
—Dejadnos perseguir a Pardaillán. Os damos nuestra palabra de honor de volver a constituirnos prisioneros trayendo la cabeza del truhan...
—¡Crillón! —vociferó Larchant—. Concededles lo que piden. Yo salgo garante de que volverán.
Y si traen al bandido, yo conseguiré que el rey les conceda la libertad.
—Id, caballeros —dijo Crillón con cierta socarronería— y tratad de vencer.
Maineville y Bussi-Leclerc desaparecieron instantáneamente y entonces Crillón se inclinó hacia Larchant, diciéndole:
—¿Te ha hecho mucho daño?
—Me ha roto una pierna —dijo Larchant furioso—, pero en campo abierto no podrá resistir a esos gentilhombres.
—Bueno; ahora que ya están fuera, ¿quieres que te diga lo que pienso acerca de ellos?
—Decid.
—Pues bien, amigo, que no volverán.
—Hombre, han dado su palabra de honor.
—¡Oh! No dudo de su palabra, pero si consiguen alcanzar a Pardaillán, no tendrán ocasión de cumplirla. O, por lo menos, si vuelven, bastante harán con volver solos.
—¿Tan terrible es ese Pardaillán?
—Ya has podido verlo, amigo, y ahora, ¿quieres que te diga otra cosa?
—Hablad.
—Pues bien, si por azar trajesen a Pardaillán prisionero, ¿qué harías de él?
—¡Pardiez! Hacerlo colgar de las almenas del castillo.
—¡Diablo! ¿Quieres hacer ahorcar a un condestable?
—¿Cómo? ¿Estáis loco? ¿Acaso Pardaillán es condestable?
—Sí, porque el rey ha mandado buscarlo para darle tal título.
—¿Por qué? —preguntó Larchant no comprendiéndolo.
—Porque si el rey está vivo y aún conserva la corona, se lo debe a Pardaillán, toda vez que fue el mismo Pardaillán, y no otro, quien dio muerte al duque de Guisa.
Larchant dio un suspiro, como si le hubieran arrojado una estatua sobre la cabeza, y se desvaneció. Crillón se echó a reír y dio orden de transportar al capitán al castillo. Entre tanto, Pardaillán, seguido por Fausta, se dirigió a la puerta de la ciudad, que franqueó sin obstáculo, y atravesó el puente del Loira. Hasta entonces Fausta había galopado en silencio, con los ojos fijos en aquel hombre extraño que la perdía y la salvaba.
Fausta estaba sombría, y en el corto trayecto que acababa de franquear, había tenido consigo misma una discusión acerca de su porvenir. Éste evolucionaba por entero alrededor de un hombre, alrededor de un sentimiento que, cual suntuosa flor, surgía de las ruinas de su pasado, y en sus labios sólo había un nombre: Pardaillán.
Por esta razón, con voz áspera y dulce a la vez, se detuvo de pronto y dijo:
—Antes de ir más lejos, caballero, tenéis que escucharme.
Pardaillán se detuvo. Estaban en medio del puente. Ante ellos, al otro lado del Loira, el camino estaba libre, y a su espalda Blois, en el que dominaba la negra masa del castillo. A sus pies, el Loira, crecido por las lluvias invernales, desbordado, fangoso, arrastraba sus aguas con vertiginosa rapidez.
—Pero, señora —dijo Pardaillán—, me parece que, por el contrario, sería ocasión de picar espuelas. Pueden perseguimos.
—Es necesario que os hable antes de seguir adelante —repitió Fausta.
Pardaillán se inclinó, saludó y contestó:
—Hablad, señora, os escucho.
Fausta bajó la cabeza. Sin duda aquel momento era supremo para ella, porque Pardaillán vio que estaba temblorosa. De pronto, su cabeza pálida y hermosa se irguió y sus negros ojos se fijaron en los de Pardaillán.
—¡Caballero! —dijo—. Según me manifestasteis, habíais preparado dos caballos para la fuga.
—Sí, señora y os esperan. Pero, como ya son inútiles, los conservaré para mí.
—Uno de estos caballos —continuó Fausta— era para mí, ¿no es cierto?
—Sí, señora.
—¿Y el otro? —preguntó Fausta temblorosa—. ¿El otro para quién?
—Ya os lo dije: para uno de vuestros criados.
—¿De modo que no era para vos?
Pardaillán la miró. Los ojos de ambos se cruzaron. Y Pardaillán, al ver la expresión del rostro de Fausta, sintió cierta emoción.
No obstante, deseoso de no rendirse ante aquella mujer, llamó en su ayuda al horror que Fausta debía de inspirarle, pero, con gran sorpresa suya, no lo halló. Sin embargo, no se entregó y permaneció glacial.
—Caballero —dijo Fausta con voz intraducible—. Ya no me importa nada en la vida, pues sólo vivo en vos. ¿Me aceptáis tal como soy en vuestro pensamiento, en vuestro corazón y en vuestra vida? Tal como soy, criminal, quizá odiosa, y capaz tan sólo de inspirar horror con mis actos, porque éstos proceden de pensamientos incomprensibles. Tal como soy, es decir, una pasión personificada, porque todos mis actos reconocen por móvil la pasión. En una palabra, ¿me aceptáis? En tal caso, viviré. ¿Me rechazáis? Si lo hacéis, así, soy muerta. Si queréis que viva, tendedme la mano.
Pardaillán se estremeció. Su mano hizo un movimiento vago para acercarse a la de Fausta, pero de pronto se quedó inmóvil. El rostro de Pardaillán fue más frío y más glacial, porque acababa de atravesar su cerebro esta idea.
—Miente y no quiere su muerte, sino la mía.
Y no se movió. Fausta dio un suspiro y levantó los ojos al cielo. En ellos Pardaillán descubrió dos lágrimas, que se evaporaron al ponerse en contacto con sus ardientes mejillas.
Al mismo tiempo Fausta recogió las riendas de su caballo y, dándole a éste un espolonazo, las soltó. El caballo se encabritó, piafó de dolor y, saltando el parapeto, cayó al río en donde él, junto con Fausta, desaparecieron en los torbellinos del rio.
—¡Fausta! —gritó Pardaillán.
Y tal nombre, que pronunciaba así por vez primera, resonó en sí mismo como un trueno. E instantáneamente Pardaillán se dijo con espanto:
—¡No quiero que muera!
Inmediatamente el caballero saltó el parapeto y se precipitó al río. Al caer, se hundió en el agua, pero conservó su serenidad. El agua se deslizaba ruidosamente junto a sus oídos y lo cegaba. El traje le molestaba para nadar, pero dando un vigoroso talonazo en el fondo, subió a la superficie. Lo cogió entonces un remolino que lo hundió de nuevo, pero al volver a salir, miró ante él y vio el caballo de Fausta que, nadando vigorosamente, trataba de dirigirse a la orilla.
Pero no la vio a ella. Y con la misma voz angustiosa, volvió a gritar:
—¡Fausta!
De pronto la vio que se dejaba arrastrar por la corriente de las sucias aguas. No se advertía en ella ninguno de los gestos instintivos de la persona que se ahoga. Tal vez estaba ya muerta.
Pardaillán empezó a nadar hacia ella, con tal violencia, que llegó a su lado a los pocos instantes, y precisamente cuando iba a hundirse, acertó a cogerla de un brazo.
* * * * *
Pocos minutos más tarde Pardaillán llegaba a la orilla, que era baja y arenosa, no lejos del lugar en que el caballo de Fausta, después de haber salido del río, se sacudía el agua. Fausta no se había desvanecido. Abrió los ojos y miró a Pardaillán con mortal expresión de reproche y desesperación. Por fin, se levantó y, con dureza, preguntó:
—¿Con qué derecho me habéis impedido morir?
—Apoyaos en mi brazo —dijo Pardaillán con gran dulzura, con una voz que Fausta no le había oído nunca—. Apoyaos en mi brazo y os conduciré hasta esa cabaña que desde aquí se divisa. Allí nos secaremos.
Fausta se echó a llorar y se apoyó en el brazo de Pardaillán. Los dos temblaban. Al andar o, mejor dicho, al dejarse llevar, ella lloraba, y le parecía que toda su vida anterior se iba con sus lágrimas. A veces miraba a Pardaillán, pero no con la mirada que le era peculiar, sino con cierta timidez desconocida en ella.
Dos o tres veces se sonrieron. Y cuando ella estuvo convencida, cuando comprendió que en el alma de Pardaillán habíase producido un cambio extraordinario, Fausta, de pronto, se echó a sollozar y se desvaneció.
Pardaillán cogió en brazos aquel cuerpo de virgen de formas tan puras. La cabeza de Fausta se apoyó en su hombro. Entonces, cerrando los ojos, posó los labios en aquella frente. Luego se dirigió hacia la cabaña que había visto, dejó a Fausta junto al hogar, y ofreció una moneda de oro a los que la ocupaban, ordenándoles que encendieran el fuego, que muy pronto despidió dulce calor.
* * * * *
Una hora más tarde, Fausta y Pardaillán, completamente secos, estaban sentados ante el fuego del hogar. Habían cambiado pocas palabras, y las pocas que pronunciaron fueron indiferentes.
—Es necesario que os marchéis —dijo por fin Pardaillán—. Los de Blois podrían tener deseos de perseguiros.
—¿Adónde iré? —preguntó Fausta como si, en adelante, Pardaillán tuviese derecho a indicarle sus deseos o su voluntad.
—¿No podríais esperarme? —dijo Pardaillán—. Tengo asuntos pendientes en Francia.
—Puedo esperar en Italia —contestó Fausta.
Hablaban tranquilamente, porque su conversación más interesante estaba en sus ojos y no en sus labios. Ella continuó:
—Roma es un lugar peligroso para mí, porque Sixto V no perdona. Pero tengo un palacio en Florencia, el palacio Borgia, que heredé de mi abuela. Allí os esperaré, si queréis.
—Perfectamente —contestó Pardaillán—, pero el camino es largo, ¿no teméis?...
Ella lo detuvo sonriendo. Por otra parte, no le pidió la promesa de ir, porque ésta la hacía Pardaillán tácitamente.
—¡Oh! —exclamó él de pronto—. ¿Y dinero?
Ella sonrió de nuevo.
—Tengo dinero en Orleáns, en Lyón y en Aviñón —dijo—. Sólo me tiene preocupada una cosa: Han detenido a mis dos pobres criadas.
—Yo haré que las pongan en libertad.
—Pues si lo conseguís, que vayan a reunirse conmigo en Orleáns, en donde las esperaré cinco días en la casa que saben.
Y salieron de la cabaña dando las gracias a sus huéspedes, un matrimonio muy pobre. Fausta buscó en sus bolsillos y, no hallando nada, deshizo la hebilla de su cinturón, y la tendió a la pobre mujer, que estaba estupefacta. La hebilla era de diamantes y valía cien mil libras.
—Querida mía —dijo Fausta—, cuando vuelva a Francia os pediré un favor.
—Estoy a vuestras órdenes, señora —contestó la pobre mujer deslumbrada.
—Os rogaré que me vendáis esta cabaña. Os daré por ella cien mil libras, porque para mí vale cien veces más.
Y, dejando al matrimonio atontado como si hubiesen recibido la visita de algún genio fabuloso, se dirigió rápidamente hacia su caballo que, después de haber tomado tierra, mordisqueaba la hierba en un campo. Ligeramente saltó sobre la silla, dirigió una mirada a Pardaillán y dijo:
—¡Hasta Florencia, en el palacio Borgia!
Pardaillán inclinó la cabeza.
—Sí —dijo.
No se dieron la mano. Ella marchó al paso sin volver la cabeza y finalmente, al galope. Por fin desapareció en una vuelta del camino.
Pardaillán se quedó inmóvil en el mismo sitio, reflexionando acerca de lo sucedido. De pronto una mano se posó sobre su espalda. Pardaillán se estremeció violentamente, salió de su ensimismamiento y mirando a su alrededor vio a Bussi-Leclerc y a Maineville.