XXXII - El hundimiento
LA HABITACIÓN DEL REY daba al patio cuadrado. En la parte delantera había una antecámara y antes que ésta el salón en el cual ya hemos introducido al lector. Así, pues, después de haber franqueado el pórtico del castillo de Blois y subido la escalera, se llegaba a aquel salón. Nuestros lectores no habrán olvidado que, cuando el rey celebraba consejo en el salón, los gentilhombres de Guisa lo esperaban en la escalera o en la terraza, o también en el patio cuadrado.
Al entrar en el salón y yendo hacia la puerta, al fondo, a la derecha, se llegaba a la antecámara del rey, que actualmente se convierte en el centro de nuestra escena. Se abrían en ella tres puertas Una por la que acabamos de entrar y que daba al salón. La segunda, enfrente, conducía al dormitorio del rey. La tercera, a la izquierda, daba a un gabinete que tenía una ventana al patio interior.
Después de este gabinete, elegante y espacioso, había otra pieza que daba a una escalera interior, la cual llegaba desde las habitaciones de la planta baja de Catalina de Médicis, hasta el piso superior en que se alojaba Ruggieri.
Cuando Guisa, después de subir la escalera, hallaba al rey en el salón, se detenía allí, como era natural, y dejaba en la escalera la formidable escolta que siempre lo acompañaba. Pero cuando el consejo privado no se celebraba en el salón, el Acuchillado se dirigía a la cámara real después de haber hecho entrar a su escolta en el salón. En la antecámara siempre había cortesanos, y Guisa preguntaba dónde estaba el rey. Entonces le señalaban con el dedo, o bien la puerta del dormitorio, o la del gabinete de trabajo. Y Guisa se dirigía a una de las dos habitaciones para presentarse al monarca, porque el rey le había dicho que siempre estaba visible para él.
Aquella mañana el capitán Larchant, como de costumbre, cambió los puestos de guardia, pero estableció simplemente guardias sencillas. En el gran pórtico, especialmente, en donde siempre había unos cuarenta hombres, aquel día no colocaron más que diez, y lo mismo sucedió en las restantes puertas, de modo que el castillo pareció desprovisto de sus habituales guardias.
Pero quien hubiera mirado al patio interior que se veía desde el gabinete de trabajo del rey, habría visto desde allí a trescientos hombres de armas inmóviles y silenciosos. Todos estaban armados de arcabuces.
El que hubiese podido entrar en una gran sala situada cerca del cuerpo de guardia y que, ordinariamente, servía de almacén de armas, habría visto cuatro culebrinas de campaña dispuestas a funcionar. Al lado de cada una había los cuatro artilleros en su sitio, y estaban preparados ocho hombres cogidos a una cuerda, para, cuando se abriese la puerta del almacén, arrastrar la culebrina hasta el patio, y ponerla en disposición de funcionar.
Crillón iba y venía por el patio cuadrado, mordiéndose furiosamente el bigote. Se veían también algunos oficiales desocupados, algunos centinelas indolentes y gentilhombres hablando alegremente. En la gran escalinata, como de costumbre, se veía gran número de cortesanos que subían y bajaban. En el salón, nadie, a excepción de algún que otro lacayo que pasaba rápido y silencioso. Y, por fin, las cercanías de las habitaciones reales conservaban su acostumbrado aspecto.
Atravesemos ahora el salón y penetremos por la antecámara que, según hemos dicho, era el centro de la escena que vamos a describir. Allí esperaba una veintena de gentilhombres, que formaban parte de los Cuarenta y Cinco. Iban vestidos como de costumbre. Pero bajo el jubón de seda o de terciopelo, todos llevaban la coraza de cuero o la cota de malla.
Entremos ahora en las habitaciones del rey. Como la noche en que se tomaron las decisiones que ya conoce el lector, Enrique III estaba sentado junto al fuego, hacia el cual tendía sus pálidas manos. En pie, y a su lado, estaba Catalina de Médicis vestida de negro y semejante a un espectro. Catalina estaba muy enferma; pero, dominándose con su energía extraordinaria, permanecía en su sitio.
Catalina de Médicis y el rey hablaban entre sí y en voz baja.
—Ha llegado el día —decía Catalina—, el gran día.
—El día del asesinato —dijo el rey.
—El día de tu liberación, hijo mío. Esta noche, a las diez, como una manada de lobos en las tinieblas, las gentes de Guisa deben precipitarse contra el castillo, cuyas llaves tienen. Esta noche, a las diez, sus gentes, sedientas de sangre real, deben subir por esta escalera y, después de haber degollado a todos los que se opongan a su paso, hundir la puerta de este cuarto, y matar a puñaladas al rey, que estará en su cama.
Enrique III se estremeció y dirigió a su madre una mirada de espanto.
—Esta noche —continuó Catalina de Médicis— degollarían al rey de Francia... sí...
Y se detuvo en aquel si con terrible sonrisa añadiendo:
—Si la madre del rey no velase. Pero está atenta. Venid, señores degolladores, y vais a ver de lo que es capaz la vieja reina. ¡Matar a mi hijo!
Y se echó a reír.
—Enrique, hijo mío, ¿estáis dispuesto?
—Sí, madre —contestó el rey con alterada voz.
—Pues bien, bésame. Luego callémonos y dejemos la palabra a Dios.
Pálido y tambaleándose, Enrique III se levantó. Su madre lo estrechó fuertemente en sus brazos.
—No te muevas de aquí —dijo Catalina—. ¿Oyes?
—Sí, madre —balbució Enrique.
—Basta con que, con una palabra, des la orden a los gentilhombres que esperan allí. El resto me concierne.
Entonces se despidió de su hijo y, lentamente, abrió la puerta. Los treinta gentilhombres que esperaban adoptaron respetuosa actitud. El rey se adelantó hacia la puerta y dijo:
—Señores, os ordeno obedecer a la reina madre en todo lo que os diga.
Luego retrocedió hasta la ventana de su cuarto, y empezó a mirar al patio y hacia el pórtico del castillo. Catalina de Médicis, con rápida mirada pasó revista a los gentilhombres de la antecámara. Con el dedo señaló a diez de ellos y les dijo:
—Vuestro sitio está en la habitación del rey con la espada y la daga desenvainadas. Una vez en el cuarto —continuó Catalina— parapetaos y no os mováis por ningún motivo. Sí sucede alguna desgracia, morid antes de que toquen al rey. ¡Juradlo!
—¡Lo juramos! —contestaron todos a la vez.
—Entrad, y que Dios os tenga en su santa guarda.
Los diez entraron en la habitación real con las espadas y las dagas en las manos. Un momento más tarde se les oyó parapetarse en el interior. Catalina dio un profundo suspiro. Luego volvió a pasar revista y señaló a diez gentilhombres más.
—Vosotros —dijo—, en el salón. En cuanto él esté en la antecámara, cerrad la puerta y colocaos delante con la espada y la daga en la mano. Si tratan de forzar la puerta de la antecámara o invaden el salón, morid hasta el último, antes que puedan abrir. ¡Juradlo!
—¡Lo juramos! —contestaron los diez a coro.
—Id a tomar sitio en el salón y que Dios os tenga en su santa guarda.
Los diez entraron en el salón y enseguida se dispusieron allí por pequeños grupos, riendo y hablando de cosas indiferentes. Entonces Catalina señaló a tres de los hombres restantes, que eran Chalabre, Sainte-Maline y Montsery.
—Vosotros —dijo— entrad en el gabinete y esperadme.
Sainte-Maline, Chalabre y Montsery obedecieron enseguida y entraron en el gabinete de trabajo. En la antecámara no quedaban más que siete gentilhombres, entre los cuales estaban Dessefrenat y el conde de Loignes.
—Vosotros —dijo Catalina— escuchad. Él entrará aquí, y no hallando al rey en el salón, os preguntará dónde está. Contestaréis que Su Majestad está en su gabinete y entonces él entrará allí. Si os piden ayuda, entraréis para rematarlo. Si no os llaman, esperaréis aquí. En caso de que fuesen atacados los del salón, os parapetáis tras de la puerta y morís antes de que puedan llegar a la habitación del rey. ¡Juradlo!
—¡Lo juramos! —contestaron los siete gentilhombres.
—Adiós, pues, y que Dios os proteja.
Entonces la reina se dirigió lentamente hacia el gabinete en donde esperaban Chalabre, Sainte-Maline y Montsery.
—Os he elegido entre los demás —dijo la reina—. El duque os encerró en la Bastilla y os amenazó de muerte, ¿no es cierto?
—Sí, Majestad, hasta el punto de que estaba decidido el día de nuestra ejecución.
—Y que nos confesamos uno con otro —añadió Chalabre.
—Y que, sólo gracias a un milagro, podemos hoy estar a las órdenes de Vuestra Majestad —agregó Sainte-Maline.
—Sea lo que fuere —dijo Catalina—, os he escogido por suponer que además de vuestra fidelidad al rey, sentiréis odio contra el que quiso daros muerte. Ahora va a llegar. El salón está guardado y la antecámara también, así como la habitación del rey. El duque debe llegar aquí forzosamente y es preciso que no salga vivo.
Los tres se miraron con un aire tan decidido que llegó a asustar a Catalina, la cual preguntó:
—¿Puede contar con vosotros el rey, señores?
Los tres desenvainaron las dagas y dijeron:
—Si el duque entra aquí, es hombre muerto.
—Está bien —dijo Catalina—. Esperad, pues, que va a llegar. Adiós, señores, yo voy a rezar por el rey y por vosotros.
Catalina se marchó y desapareció por la escalerilla privada. Una vez llegada a su oratorio, halló a Ruggieri que la esperaba.
—Majestad —dijo el astrólogo—, habéis apostado guardias en todas partes, exceptuando vuestras habitaciones. Si hay pelea, ¿quién os guardará?
Catalina levantó el dedo hacia el Cristo de marfil que había en el oratorio y arrodillándose en el reclinatorio, pareció abismarse en profunda meditación. No se movía, pero escuchaba atentamente el menor ruido. Escuchaba lo que iba a suceder en las habitaciones del primer piso, en donde iban a matar a Guisa.
En el gabinete de trabajo, Chalabre, Montsery y Sainte-Maline hacían los preparativos necesarios, lo que podría llamarse el zafarrancho de’ asesinato. Colocaron la mesa contra la ventana y amontonaron las sillas y sillones en un rincón, a fin de que la habitación quedara libre por completo y nada pudiera ofrecer un abrigo o una defensa a la futura víctima. Entonces convinieron el plan, y Sainte-Maline, que era el más atrevido de los tres, asumió la dirección del asunto.
—Yo —dijo— abriré la puerta en cuanto llegue. Tú, Chalabre, estarás aquí en el centro del gabinete. Tú, Montsery, te colocarás aquí, junto a la puerta. Abriré, pues, y diré: «Entrad, monseñor», y retrocederé enseguida. Entonces él entrará, y tú, Montsery, cierras la puerta y corres el cerrojo. Chalabre y yo lo atacaremos por delante y tú le asaltarás por detrás. ¿Convenido?
—Convenido.
—Pues cada uno a su sitio y no nos movamos más.
Chalabre se apostó en el centro del gabinete. Montsery, junto a la puerta de modo que quedase oculto al abrirla y Sainte-Maline, ante ella y dispuesto a abrirla. Y pálidos, con las manos en los puñales, esperaron.
—¡Diablo! —dijo de pronto Montsery—. ¿Y la puerta de la escalerilla?
—No hay más que correr el cerrojo —dijo Sainte-Maline—. Ve, Chalabre, y vuelve enseguida a tu sitio.
Chalabre se dirigió hacia la puerta de la escalera, y cuando tenía la mano sobre el cerrojo, la puerta se abrió y entró un hombre, diciendo:
—¡Buenos días, caballeros! ¿Cómo estáis desde que salisteis de la Bastilla?
—¡Pardaillán! —exclamó Chalabre retrocediendo.
—¡Pardaillán! —repitieron los demás.
Pardaillán entró, en efecto, y cerró tranquilamente la puerta.
—¡Caballero! —dijo Sainte-Maline con voz que temblaba de impaciencia—. Salid inmediatamente de aquí porque, sea lo que fuere lo que tengáis que decirnos, nos es imposible prestaros atención en este momento.
—¡Bah! —dijo Pardaillán—. Antes de que el Acuchillado entre aquí, podemos disponer de algunos minutos y, por lo tanto, escucharéis lo que he de deciros.
—¡Oh! —exclamó furiosamente Chalabre—. ¿Sabéis acaso?...
—¿Qué estáis aquí para matar al duque de Guisa? Sí, señores.
Los tres hombres cambiaron una mirada de asombro.
—Señores —continuó Pardaillán—, dejad tranquilos vuestros puñales. Si me atacáis, soy capaz de mataros a los tres y entonces no podréis dar muerte al duque. Además, he de advertiros que si no consigo mataros, siempre podré abrir esta ventana y dar un grito, que será oído porque lo esperan.
Y entonces, señores, el que lo oiga se interpondrá ante el Acuchillado diciéndole que no entre en el castillo, porque quieren matarlo. Nada en el mundo podrá impedir que mi amigo avise al duque, porque ha venido a Blois con el objeto de salvar al duque y matar al rey. Ya lo conocéis, porque lo visteis en Chartres. Se llama Jacobo Clemente.
Los tres se pusieron lívidos. Jacobo Clemente, en efecto, vivía aún, a pesar de que ellos habían afirmado su muerte. Aun suponiendo que las cosas tomasen buen cariz, y dando por sentado que el rey no sería víctima del asesinato, Enrique III o Catalina sabrían que el fraile no estaba muerto y esto significaba, para ellos, el cadalso.
—Hablad —dijo Chalabre rechinando los dientes—. ¿Qué queréis?
—Señores —dijo Pardaillán—, me debéis una vida aún y vengo a pediros el pago inmediato de vuestra deuda. Vengo a pediros esta vida.
—¿La vida de quién? —rugió Sainte-Maline loco de desesperación, ante lo que creía adivinar.
—La vida de Enrique de Guisa —contestó sencillamente Pardaillán.
Sainte-Maline bajó la cabeza y se puso a llorar.
Chalabre dijo a Montsery:
—Si matamos al duque a pesar de nuestra deuda, estaremos deshonrados, y si no lo matamos estarnos perdidos. Montsery, hazme el favor de clavarme tu puñal.
—¿Y a mí quién me matará? —dijo Montsery.
Sainte-Maline lloraba.
—Señores —dijo Pardaillán—, veo que estáis decididos a pagar, pero comprendo también que mi demanda es excesiva. Os propongo, pues, un arreglo.
Los tres se acercaron a él llenos de ansiedad y esperanza.
—Caballero —dijo Sainte-Maline emocionado—, si nos cedéis a Guisa, os juramos poner nuestras vidas a vuestra disposición.
—No acepto —contestó Pardaillán—. Pero he aquí lo que os propongo. En lugar de reclamaros la vida de Guisa, me contento con reclamaros tan sólo diez minutos de esta vida.
Los espadachines lo miraron sin comprenderlo.
—Sí —continuó Pardaillán—. Quiero decir algunas palabras al duque de Guisa y nuestra conversación durará diez minutos, pasados los cuales estaremos en paz. Escuchadme: el duque va a entrar aquí, ¿no es cierto?
—Sí —contestaron los tres.
—Admitís que una vez haya entrado no podrá salir por la antecámara.
—No, pero podrá hacerlo por la escalerilla.
—Pues bien, vais a colocaros los tres en ella. De esta suerte le habremos cortado la retirada y...
En aquel momento se oyó un gran ruido de caballos y de armas.
—Es él —dijo fríamente Pardaillán—. Señores, salid. Dentro de diez minutos Guisa os pertenecerá, pero durante este lapso de tiempo es mío. Salid.
Había tanta autoridad en esta última palabra, que los tres, dominados por completo, retrocedieron, franquearon la puerta y se quedaron en la escalerilla.
—Sólo diez minutos —exclamó Sainte-Maline.
—Tranquilizaos, no estaré más —contestó Pardaillán.
Y cerró la puerta de la escalera. Entonces dio un suspiro y sonrió. Y con los brazos cruzados, se volvió hacia la puerta en el momento en que se apagaban los ruidos lejanos y resonaba en la antecámara una voz que decía.
—En el gabinete, monseñor. Su Majestad os espera allí.
Luego reinó silencio. Pardaillán oyó pesados pasos que atravesaban la antecámara. Se abrió la puerta y el duque de Guisa dio dos pasos.
En un momento, Guisa vio que el rey no estaba en el gabinete y, en su lugar, a Pardaillán en pie con los brazos cruzados. Palideció ligeramente, y con rápido movimiento se volvió hacia la puerta para salir. En el mismo instante aquella puerta se cerró y Guisa comprendió que la sujetaban desde la antecámara. Entonces se volvió hacia Pardaillán, se irguió y, con desdeñoso acento, dijo:
—¿Quién sois? ¿Qué queréis? ¿Qué hacéis aquí?
—Es inútil deciros mi nombre, porque ya me reconocéis. Soy el que en el patio del hotel de Coligny os abofeteó hace dieciséis años.
Guisa rechinó los dientes.
—Soy el que en la plaza de la Gréve, hace ocho meses de ello, os dijo, ante diez mil personas, que os llamabais Enrique el Abofeteado y no Enrique el Acuchillado.
—¡Maldición! —rugió Guisa.
—Soy el que, en la calle de Saint-Denis, para salvar a una pobre mujer, se rindió a vos, y a quien vos tratasteis de cobarde. Entonces os prometí hundiros esta palabra en la garganta y os juré que moriríais a mis manos. Enrique de Guisa, Enrique el Abofeteado, ¿sabéis qué quiero? Vuestra sangre para lavar el insulto. Enrique de Guisa, asesino de Coligny y de otros desgraciados, ¿queréis saber lo que hago? Esperaros para ofreceros un desafío leal, espada contra espada, daga contra daga y corazón contra corazón.
—Estáis loco, maese —contestó el duque—. ¡Hola! Que venga alguien para prender a ese loco.
Y Guisa quiso abrir la puerta, pero entonces se oyó cómo tras ella gritaban:
—¡Muera Guisa! ¡Matadlo! ¡A él, Chalabre, a él, Sainte-Maline!
Guisa se puso lívido y rápidamente lo comprendió todo.
—Caballero, sólo os queda una esperanza, y es la de huir por esa escalera matando a los tres gentilhombres que os esperan, una vez que me hayáis muerto a mí. Decidíos, os ofrezco un combate leal. Si os negáis, abro la puerta, dejo entrar a estas bandas de asesinos, y les ordeno que os maten, porque sois demasiado cobarde para defenderos.
El Acuchillado miró a su alrededor, como implorando un socorro sobrenatural. En aquel instante trágico comprendió que había caído en una emboscada. Y entonces sintió el no haber obrado con mayor anticipación.
El rey se le había adelantado y estaba perdido.
Y entonces fue cuando se dio cuenta de que sólo podía esperar la salvación de la fuerza de su brazo.
Y entonces fue cuando recobró aquel valor que en los campos de batalla hacía de él un guerrero incomparable.
Se propuso, pues, matar a aquel miserable Pardaillán y luego precipitarse a la escalera derribando todo lo que se opusiera a su paso. Pasaría por las habitaciones de la reina, y una vez llegado al patio llamaría a sus hombres, invadiría el castillo, y llegándose a la habitación del rey, lo mataría con su propia mano. Tal fue el plan que se impuso en aquel momento, en que se veía en la alternativa de vencer o morir.
Sin decir una palabra, desenvainó la espada y se arrojó contra Pardaillán, esperando que éste no tendría tiempo de desenvainar. Pardaillán dio un salto atrás y en el mismo instante Guisa lo vio en guardia y con la espada en la mano.
Fue un duelo terrible. Pardaillán, sin hacer una finta, se tiró a fondo y de una sola estocada atravesó el pecho del Acuchillado, el cual soltó la espada, agitó los brazos en el aire y cayó de espaldas. Entonces Pardaillán volvió a envainar la espada, se inclinó hacia el duque y, después de haberlo contemplado unos segundos, murmuró:
—¡Ha muerto! Ha muerto por una palabra que me dijo un día ante «La Adivinadora». Adiós, monseñor duque. Una estocada por una palabra, no es demasiado. Solamente que vuestra palabra cambió un poco las ideas del pobre caballero errante, en tanto que mi estocada cambia la suerte de un reino.
Habiendo filosofado así, Pardaillán se cercioró con otra mirada de que el duque estaba bien muerto. Abrió la puerta que daba a la escalerilla y en la penumbra vio tres cabezas lívidas.
—Señores —dijo—, no han transcurrido todavía los diez minutos. Pero, no importa, podéis entrar. Me doy por pagado de vuestra deuda, y os devuelvo al duque de Guisa.
Y empezó a subir tranquilamente la escalera. Chalabre, Sainte-Maline y Montsery entraron precipitadamente en el gabinete puñal en mano. Vieron al duque tendido, inmóvil y perdiendo sangre por la herida.
Se detuvieron asombrados, sin comprender lo que había pasado entre Pardaillán y el duque, pues la escena había sido en extremo rápida. En aquel momento el duque hizo un movimiento, porque, contra lo que creyera Pardaillán, no estaba muerto. Abrió los ojos, trató de incorporarse, dio un gemido y logró murmurar:
—¡Socorro! ¡Acabadlo!
Entonces se apoderó el frenesí de los tres espadachines y, con un movimiento simultáneo, se arrojaron sobre el duque y lo cosieron a puñaladas.
—¡Señores!... ¡Señores!... —pudo murmurar el duque tratando de arrastrarse.
Los tres empezaron a vociferar y los que estaban en la antecámara se contagiaron con su ejemplo. Abrieron la puerta con violencia y todos entraron al gabinete.
Entonces el horror dominó en aquella estancia. El odio acumulado, la rabia de los terrores pasados y la vista de la sangre desencadenaron en aquellos hombres instintos de fiera que se encarniza en su presa. Guisa era ya cadáver, pero todos continuaban hiriéndolo.
Luego acudieron los del salón y los de la antecámara. Hubo un espantoso concierto de insultos, de aullidos, y muchos empezaron a patear el cadáver. Todos iban manchados de sangre en las manos y en la cara. Luego arrastraron el cadáver hasta la antecámara.
El rey salió, lo miró un momento y luego murmuró:
—Qué grande es. Me parece más grande ahora que cuando estaba vivo.
Enrique III sonrió de un modo siniestro. Puso su pie sobre la cabeza del cadáver y añadió:
—Ahora soy el único rey de Francia.
Hacía dieciséis años, dice un historiador con sombría y vengativa melancolía, que el duque de Guisa puso su pie sobre la ensangrentada cabeza de un cadáver.
Entre tanto los gritos y los aullidos se oían por todas partes en el castillo. Los guisardos, locos de espanto y aterrados por aquel golpe imprevisto, atacados por las gentes del rey, huían por todas partes. Algunos destacamentos de tropas salieron para apoderarse del duque de Mayena, del cardenal de Guisa y de los principales miembros de la Liga. Las campanas empezaron a tocar a rebato y en algunos minutos reinó extraordinario tumulto en la ciudad, en la que se oían arcabuzazos, ayes y maldiciones, mientras numerosos grupos de guisardos huían hacia las puertas.
Catalina de Médicis jadeaba en su lecho, agonizante, cual si hubiera esperado para morir la madurez de aquel fruto de su espantoso genio.
* * * * *
Como ya hemos dicho, Pardaillán subió la escalera. Sin cuidarse del tumulto que se desencadenaba en el castillo, subía sin apresurarse y muy pronto llegó a la habitación que Ruggieri le dio gracias a la recomendación de Crillón. Sin detenerse, fue a la puerta que comunicaba su cuarto con el del vecino.
La tal puerta estaba condenada antes de que Pardaillán se alojara en su habitación, pero, sin duda, había conseguido abrirla, porque sólo tuvo que empujarla con el pie, y pasó a la habitación vecina. Allí, sobre la cama, estaba un hombre tendido, amordazado y atado, en absoluta imposibilidad de hacer el más pequeño movimiento. Era Maurevert.
Pardaillán le desató primero las piernas y luego los brazos. Inmediatamente le quitó la mordaza. Pálido como un muerto, Maurevert continuaba inmóvil.
—Levantaos —dijo Pardaillán.
Maurevert obedeció, temblando con todos sus miembros. Pardaillán, en cambio, gozaba de pasmosa tranquilidad. Pero su voz temblaba y de vez en cuando un estremecimiento corría por su rostro. Desenvainó el puñal y lo mostró a Maurevert.
—¡Gracia! —dijo éste con voz tan débil que apenas se oía.
—Dadme el brazo —dijo Pardaillán.
Y como Maurevert, en extremo asustado, no contestara, lo cogió del brazo con el suyo izquierdo, y, con la mano derecha tenía su puñal desenvainado bajo la capa, que se había echado sobre los hombros.
—Bueno —dijo entonces—, seguidme y ni una palabra ni un gesto, porque, de lo contrario...
Y le mostró la punta de la daga. Maurevert hizo seña de que obedecía. Pardaillán se puso en marcha arrastrando a Maurevert y sosteniéndolo como habría hecho con un amigo querido.
Empezó a bajar, pero a la sazón lo hizo por la escalera principal. En el castillo reinaban salvajes rumores, gritos de perseguidos, exclamaciones pidiendo perdón.
En el patio cuadrado Maurevert empezó a querer moverse por su cuenta. Pardaillán se detuvo y le miró a la cara sonriendo. Y, sin duda, tal sonrisa debió de ser terrible, porque Maurevert bajó la cabeza y profirió un débil gemido.
—Vamos —dijo Pardaillán reanudando la marcha.
Cerca del pórtico, Crillón, espada en mano, daba órdenes y unos soldados cruzaron las picas ante Pardaillán.
—Señor de Crillón —dijo el caballero—, tengo precisión de salir.
Crillón miró a Pardaillán con cierto asombro, y luego, descubriéndose, dijo:
—¡Dejad pasar a la justicia del rey!
Los guardias se alinearon y presentaron armas. Pardaillán franqueó el pórtico, arrastrando y sosteniendo a Maurevert.
En la explanada, a veinte pasos del pórtico, un hombre se colocó al lado de Maurevert y echó a andar, sin decir una palabra. Los tres, yendo Maurevert entre Pardaillán y el recién venido, franquearon la puerta de Bussi, pasaron el puente y empezaron a remontar el Loira.
A cosa de una legua del puente de Blois, se detuvieron ante una casa abandonada. Dos caballos ensillados estaban atados a los restos de una empalizada que, sin duda, había servido para cercar el jardín de la casita. Pardaillán condujo a Maurevert hacia la única estancia, y el desconocido cerró la puerta y entró tras ellos.
—Sentaos —dijo Pardaillán a Maurevert señalándole un escabel.
Maurevert obedeció. Sus dientes castañeteaban y, sin duda alguna, no había más vida en él de la que tiene el condenado a muerte a tres pasos de distancia del cadalso. Pardaillán le ató sólidamente las piernas y, desde entonces, una esperanza brilló en los ojos de Maurevert, el cual se dijo que, una vez que lo ataban, no iban a matarlo enseguida.
—Señor Clemente —dijo entonces Pardaillán—, ¿puedo contar con vos?
—Querido amigo —contestó entonces el fraile—, estad tranquilo e id a vuestros quehaceres, sin temor. Juro por Dios que hallaréis a este hombre donde lo dejáis.
Pardaillán dio las gracias con un movimiento de cabeza y, sin dirigir una mirada a Maurevert, tomó apresuradamente el camino de Blois. Jacobo Clemente desenvainó el puñal y se sentó junto a Maurevert.