II - Enrique III
EL REY, sin prestar atención a Guisa, se detuvo ante Joyeuse y, arrodillándose, exclamó:
—Mi señor Jesús, me habéis llamado, habéis llamado a un pobre rey como yo, herido, abandonado y desterrado por sus súbditos. Heme aquí, dulce señor Jesús. Ya que me habéis llamado en vuestro socorro, permitidme que seque la preciosa sangre que mana de vuestras llagas.
Y diciendo estas palabras, Enrique III se levantó, cogió su pañuelo y empezó a secar a Joyeuse, que balbucía.
—¡Sire, sire, cuánto honor!
Las multitudes son volubles en sus sentimientos. Al ver al rey que se arrodillaba ante el figurante que representaba a Jesús, incorporándose, por decirlo así, a la procesión parisiense, y adoptando de pronto sus pensamientos, resonaron furiosos aplausos. El rey levantó los brazos para mandar silencio.
—¡Qué prendan a esos dos miserables! —dijo señalando a los dos asustados azotadores—. Que los metan en la cárcel y que los azoten a su vez y luego que los ahorquen.
—Pero, sire —balbució Joyeuse—. Vuestra Majestad se equivoca; no son ellos...
—Mi señor Jesús os perdona la vida —continuó Enrique III— y por esta razón sólo seréis encerrados y azotados. Que se los lleven.
Los dos desgraciados azotadores fueron cogidos y, a pesar de sus gritos, llevados a la cárcel.
—Así serán tratados los enemigos de Dios y de la Iglesia —exclamó Enrique III.
Una aclamación inmensa saludó estas palabras, e inmediatamente resonó un grito de «¡Viva el rey!» que llegó al cielo. Un relámpago de alegría iluminó los ojos del soberano al oír tal grito, y se volvió hacia el duque de Guisa.
—Primo —dijo—, vamos a bendecir y a alabar al Señor por la alegría que nos proporciona hoy. Luego oiremos en el hotel a los señores concejales de la ciudad de París y las quejas que los parisienses quieren transmitirnos. Dejad entrar en la catedral a mis queridos parisienses.
Y volviendo la espalda a Guisa antes de que éste hubiese abierto la boca para contestar, se dirigió, precediendo a todos, hacia el portal abierto de par en par.
—«¡Oh!» —exclamó Guisa para sí—. «¿Acaso esa sombra de rey se atreve a desafiarme? ¡Y yo vacilaba! ¡Paciencia! Me vengaré terriblemente».
Siguió con sus gentilhombres, y penetró en la grande iglesia, en donde se dijo una misa. El rey había dado orden de dejar entrar a los penitentes de París, pero, en realidad, la catedral estaba tan llena con sus gentilhombres y sus soldados, que apenas pudieron entrar una veintena de familiares de Guisa.
El rey se sentó en un trono cubierto por un dosel y rodeado de guardias. Fuera, la multitud de penitentes, de parisienses y burgueses de Chartres, se esforzaba por oír misa, sin conseguirlo, a causa de la distancia.
Cuando la ceremonia estuvo concluida, Enrique III, siempre rodeado por sus guardias, salió de la iglesia y se dirigió a la casa de los concejales, en donde recibía de la ciudad de Chartres una hospitalidad que, si no real, era, por lo menos, suficiente para un rey sin reino. No había dirigido aún la palabra a Enrique de Guisa.
Ante la puerta se detuvo el duque indeciso acerca de lo que haría, devorando su rabia y preguntándose si no sería mejor regresar inmediatamente a París.
En aquel momento el marqués de Villequier, gentilhombre de Enrique III, se acercó a él y, después de haberlo saludado, dijo:
—Monseñor duque, el rey, mi señor, me ha encargado deciros que os recibirá mañana a las nueve, en audiencia, en las Casas Consistoriales, así como a los peregrinos y burgueses que os sirven de escolta.
Un murmullo amenazador se oyó entre los gentilhombres de Guisa, pero éste los apaciguó con un ademán.
—Decid a Su Majestad —contestó— que le doy gracias por la audiencia que quiere concederme, y a la que acudiré puntualmente. Pero decidle también que no le agradezco el haberos elegido por mensajero.
En efecto, Villequier era, tal vez, tan odiado como el mismo duque de Epernon.
—Transmitiré vuestra contestación, monseñor —dijo sonriendo.
Entonces Guisa y su gente se dirigieron a la hostería «El Sol de Oro», situada a corta distancia. En cuanto al cardenal de Guisa y Mayena, habían ido allí directamente desde su llegada a Chartres. En el momento en que el duque y sus gentilhombres entraban en la hostería, Maurevert cogió el brazo de Maineville y mostrándole a una persona que se hallaba entre la multitud, le dijo palideciendo:
—¡Mira!
—¿Qué? —preguntó Maineville distraídamente.
—No, no es él —dijo Maurevert pasándose la mano por su frente—, pero de pronto me pareció que era Pardaillán.
El duque, al oír tales palabras, se estremeció.
—¿Dónde está? —preguntó en voz baja y ronca.
—¡Ha muerto! —contestó una voz a su lado—. No os preocupéis más de él.
Guisa, Maineville, Bussi-Leclerc y Maurevert se volvieron a la vez, viendo a la duquesa de Montpensier que sonreía. Luego hizo seña a Guisa para que la siguiera.
—¡Pardiez! —exclamó Bussi-Leclerc—. Si está muerto, no hará mucho de ello.
El duque, sin darse cuenta, siguió a su hermana hasta la habitación que le estaba destinada.
—Hermano —le dijo la joven al estar sola con él—. Podéis estar tranquilo acerca de Pardaillán.
—¿Decís que ha muerto? ¿Cómo lo sabéis?
—Por aquélla que lo sabe todo y no nos ha engañado nunca.
—¿Fausta? —preguntó el duque.
—He aquí sus palabras: «Decid al duque, que Pardaillán ha muerto, y si le asombra tal noticia, añadid que yo lo he matado». He aquí lo que debía repetiros en cuanto hubierais entrado en Chartres.
—¿Y desde que estamos aquí no os ha dicho nada?
—Acaba de confirmarse la noticia.
Guisa se quedó pensativo. ¿Acaso se habría engañado Bussi-Leclerc? Pero al cabo, éste no vio a Pardaillán, sino que le oyó tan sólo. No, Fausta no se engañaba nunca. Sin duda, el caballero había caído en alguna trampa preparada por ella. Era, pues, seguro que Pardaillán había sido muerto aquella misma noche por los servidores de Fausta.
Guisa disimuló cuidadosamente sus impresiones, pero el suspiro que exhaló, probó a su hermana el alivio que le proporcionaba tal noticia.
—Dejemos este asunto —dijo—. Que este aventurero esté muerto o vivo, es asunto de poca importancia. ¿Dónde está el hombre?
—En Chartres —contestó tranquilamente la duquesa—. Ha venido con la procesión.
Por grande que fuese la impasibilidad de Guisa, no pudo dejar de estremecerse al pensar que el asesino de Enrique III había viajado con él y que tal vez en aquellos momentos, se disponía a asestar el golpe mortal.
—¿Estáis pronto, hermano? —pregunto María de Montpensier.
—¿Pronto? ¿Qué entendéis por eso? —preguntó el duque—. No quiero verme mezclado en lo que va a suceder. ¡Líbreme Dios de que se llegase a saber!
—Estad, tranquilo. La muerte del rey no será más que uno de aquellos accidentes que Dios permite a veces. Nadie lo sabrá, ni el mismo Jacobo Clemente, pero preparaos, hermano.
—¿Cuándo tendrá lugar... el accidente?
—Mañana —contestó María de Montpensier, mirando fijamente a su hermano.
El duque se pasó la mano por la frente y murmuró.
—¿Tan pronto?
—Cuanto más mejor —dijo la duquesa—. Los días de Valois están contados. ¿Para qué prolongar su agonía y su muerte?
—Sí, tenéis razón —balbució el duque.
—Mañana, después de la audiencia, Valois, irá a la catedral procesionalmente, con los pies desnudos, un cirio en la mano y cubierto por un saco. Es un voto que hizo para cuando se reconciliase con París. Mañana, la reconciliación será perfecta. El monje irá al lado del rey, porque en las procesiones el monarca es accesible a todos. El golpe se dará ante la catedral; vos, entre tanto, reunid fuera de los muros a cuanta gente tengáis, y el resto os concierne personalmente.
María de Montpensier se envolvió entonces en un capuchón, que se echó sobre el rostro, hizo un ademán de despedida a su hermano, y una vez fuera, halló a dos gentilhombres, que se dispusieron a escoltarla. Eran dos de los caballeros que escoltaban la misteriosa litera desde que saliera de París.
En cuanto al duque de Guisa, hizo llamar a Mayena y al cardenal, y conferenció largamente con ellos. A la noche, a la hora de cenar, hizo sentar a su lado a Maurevert, Bussi-Leclerc y Maineville, y a pesar de la gravedad de la situación y la enorme trascendencia del acto que se preparaba en la sombra, siguieron hablando de Pardaillán. Bussi-Leclerc recordó oportunamente que el caballero le había dicho: «Tal vez no llegaré vivo a Chartres». No era posible dudar; Pardaillán estaba muerto y bien muerto.
—A fe mía, lo siento —exclamó Maineville—. Me hubiera gustado mucho hacerlo voltear en el aspa de un molino.
—A mí también —dijo Bussi-Leclerc.
En cuanto a Maurevert, se contentó con sonreír.
A la sazón, y ya de noche, el que era objeto de aquella conversación, cenaba tranquilamente con el duque de Angulema en una modesta posada y ante una mesa adosada a una ventanita baja. Frente a la posada había un hotel suntuoso y, de vez en cuando, Pardaillán, levantando la cortinilla de la ventana, le dirigía una mirada.
—¿A quién pertenece ese hotel? —preguntó Pardaillán a la criada.
—¿Ese hotel? ¡Ah, caramba! Pues es como si no perteneciera a nadie, es decir, antiguamente era el hotel de los señores de Bonneval. Pero desde que yo vivo aquí, y hace de eso veintinueve años, no se ha abierto una puerta o ventana.
—Eso no impide que en este momento se halle dentro buen número de gente. Me gustaría saber lo que hacen.
—¿Qué queréis que hagan, mi querido amigo? —dijo el duque de Angulema—. ¿Qué han de hacer sino conspirar? Fausta los ha reunido.
—Es cierto. He visto cómo entraban mi hermosa tigresa y sus gentes por la puerta del jardín. Sin duda, conspiran. Pero ¿acerca de qué?
—¡Pardaillán! —dijo el joven duque, suspirando—. ¡Cuán lejos estamos dé...!
—De Violeta, ¿eh? Paciencia, príncipe mío, paciencia. Hay dos seres en el mundo que pueden informarnos acerca de lo que debemos hacer. Uno es Fausta y el otro es Maurevert. Ahora los estamos siguiendo y los tenemos cerca, y muy desgraciados seremos si uno u otro no caen en nuestras manos. En todo caso, nuestra situación actual no puede ser mejor, y especialmente si la comparamos a la mía, cuando estaba en la nasa de la señora Fausta.
Pardaillán hizo una mueca, que expresaba cuán desagradable le era aquel recuerdo.
—A propósito, Pardaillán. Nunca me habéis contado cómo salisteis de allí.
—Pues del modo más sencillo —contestó el caballero—. Como la nasa estaba llena de cadáveres, la abrieron al día siguiente para que se los llevara el río, y entonces yo me dejé arrastrar por la corriente, y a poca distancia tomé tierra. ¡Ah, caramba! Ya está aquí— dijo interrumpiéndose Pardaillán—. ¡Atención!
El caballero había estado mirando a través de la ventana, y Carlos, al oír la observación de su amigo, miró también y vio cómo avanzaba un hombre.
—Ya sabía que vendría.
—¿Quién es? —preguntó el duque de Angulema.
—Un servidor de Fausta, que regresa de recibir órdenes.
El hombre dio dos palmadas ante la puerta de la posada, y la criada abrió. Entonces entró en la casa y se dirigió apresuradamente hacia una de sus habitaciones.
Como ya habían acabado la cena, Pardaillán llamó a la criada y le dijo:
—Quisiéramos ir a dar un paseo. ¿Cómo podremos entrar a la vuelta, sin necesidad de despertar a nadie?
—Es muy sencillo —continuó la mujer—, pasad por la cuadra, cuya puerta dejaré abierta, y así podréis liega" fácilmente a vuestras habitaciones.
Pardaillán y Carlos de Angulema se envolvieron en sus capas y salieron a la calle. Una vez en ella, el caballero se ocultó en un rincón, diciendo:
—Esperemos aquí a que salga nuestro hombre.
—¿Quién es? —preguntó Carlos de Angulema.
—¿No lo habéis reconocido? Es el monje. Es Jacobo Clemente, el que estaba a nuestro lado en la posada «El Broche de Hierro».
—¿Aquél que dijo que os vengaría y se vengaría a sí mismo?
—Sí, es el que dijo que asesinaría a Enrique III —contestó el caballero—. ¿Por qué os estremecéis, monseñor?
—¡Es espantoso, Pardaillán!
—¿Pero no recordáis, acaso, que vuestro padre fue víctima de su madre y de su hermano? El azar quiere ahora que un ser fatal os vengue en la persona del rey.
Hablando así, Pardaillán examinaba atentamente el rostro de Carlos.
—Sí —contestó el duque—. Siempre me he figurado que Enrique III sería víctima de una desgracia, pero sí de mí depende, Pardaillán, Jacobo Clemente no herirá al rey; no es eso lo que quiero.
—¿De modo, monseñor, que, si es posible, detendréis el brazo del fraile?
—Sí.
Pardaillán movió la cabeza con aire de satisfacción.
—Vamos —murmuró—. Guisa no es aún rey de Francia.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el duque de Angulema.
Pardaillán cogió el brazo de su amigo, oprimiéndoselo, para recomendarle silencio. Le mostró la puerta de la posada, que se abría en aquel momento para dar paso a un monje, que llevaba la cabeza cubierta por la capucha y que lentamente, se acercaba a ellos.
—Quiero decir —contestó el caballero— que en este momento tenéis en vuestras manos la suerte del reino y de la cristiandad. Si pasa esté hombre, mañana vuestro tío será asesinado, y pasado mañana Guisa coronado rey. Monseñor, he aquí el destino que pasa. Un solo gesto vuestro puede cambiar la suerte del reino. Pero quiero dejaros obrar con libertad. Haced lo que queráis.
El hombre estaba ya muy cerca. Pardaillán se ocultó en un rincón y se cruzó de brazos. El monje pasó y, tras un cortísimo instante de vacilación, Angulema dio dos pasos rápidos, le puso la mano en el hombro y le dijo:
—Señor monje, escuchadme, por favor, dos palabras.
Pardaillán se rio silenciosamente pensando:
—Dormid en paz, rey de Francia, que el hijo de María Touchet vela por vos.
El monje se detuvo, diciendo:
—¿Qué me queréis? Si deseáis mi bolsa, os advierto que no la llevo, y si me queréis quitar Ja vida, os apoderaréis de una cosa que sólo pertenece a Dios.
—No deseo ni vuestra bolsa ni vuestra vida. Quiero rogaros tan sólo que me concedáis algunos minutos de conversación, en un sitio en que podamos charlar tranquilamente.
—Dejadme —contestó el monje—, porque esta noche no puedo hablar más que con Dios.
Pardaillán avanzó entonces rápidamente y dijo al monje, que ya se disponía a alejarse:
—¡Cómo! ¿Os negáis a pasar un rato con vuestros amigos, señor Jacobo Clemente?
El monje se estremeció al oír la voz del caballero y le tendió alegremente la mano.
—¡El caballero de Pardaillán!
—Y monseñor el duque de Angulema —dijo Pardaillán presentándole.
—Dos víctimas de Catalina y de Herodes —dijo el monje—. Dos personas que se alegrarán de ver correr la sangre de Enrique III. Sí, puedo pasar un rato con vosotros, señores.
—Venid, pues —dijo el caballero—. ¡Qué caramba! ¡Un vaso de vino nunca ha asustado a un fraile!
Jacobo Clemente hizo seña de que aceptaba la invitación y los tres se dirigieron a la posada, que entonces estaba muda y tranquila, aunque, como indicara la criada, no hubo dificultad alguna en entrar por la puerta de la cuadra. A los pocos instantes subían por una escalera de madera, que se encaramaba a un balcón, que pertenecía a la habitación del caballero. Algunos momentos más tarde, estaban los tres sentados en torno de una mesa, alumbrada por una bujía humeante, y en la cual había algunas botellas de cierto vino muy estimado en la comarca.
Pardaillán llenó tres vasos y vació el suyo de un trago. Jacobo Clemente humedeció los labios en el vino y dejó el vaso casi lleno. Era bebedor de agua. Sin embargo, sus ojos estaban alegres.
—Ese vino calienta el corazón —dijo— y estoy muy contento al lado de un amigo como vos, caballero. Os aseguro que durante mi triste vida he evocado muchas veces la imagen del hombre que trató de salvar a mi madre. En esta noche, que, tal vez, es la última de mi vida, me gustaría, caballero, que me hablarais de ella, pues, como ya sabéis, no la conocí.
—Sí, no la conocisteis —contestó Pardaillán— y tal vez por esto amáis su memoria.
—Ya sé lo que queréis decir —contestó el monje palideciendo—. Como os dije, confesé una por una a todas las mujeres de la vieja Catalina, y así he sabido la vida de mi madre... y también sus crímenes.
—Alicia no fue criminal —dijo gravemente el caballero—. Tan sólo fue desgraciada.
—¿No es verdad? —exclamó el monje radiante—. ¿No es verdad que no deben imputarse a mi madre las faltas que cometió?
—Ciertamente, la vieja Médicis fue la única culpable. En cuanto a vuestra madre, no fue más que la mártir del amor. Se halló en la alternativa de ser despreciada por el hombre que adoraba o de matarlo. Su vida fue una lucha admirable. Es increíble la fuerza y la inteligencia que empleó para resistirse a Catalina. Lo que sufrió, sobrepuja a los castigos más crueles. Ahora descansa en paz en el cementerio de los Inocentes; por consiguiente, sólo debemos desearle eterno descanso.
Pardaillán se descubrió con el mayor respeto. El duque de Angulema le imitó y Jacobo Clemente sollozaba dulcemente. Fue una escena de gran emoción.
—Gracias, Pardaillán —dijo el fraile—, os agradezco vuestras palabras en favor de mi madre. No hablemos más de lo que fue; pero, por lo menos, decidme cómo tratasteis de salvarla.
—El pasado ha muerto —dijo el caballero con tristeza—. Para vos, como para mí, sólo existe el presente, es decir, el odio, y el porvenir, o sea, el castigo de los bandidos...
Jacobo Clemente se levantó, dejando caer el capuchón sobre sus hombros. Apareció entonces su cabeza pálida y descamada.
—Caballero —dijo—. Me recordáis la terrible realidad. Mañana vengaré a mi madre. Mañana, la vieja Catalina conocerá la desesperación sin remedio. Mañana, su amado hijo caerá, para, no levantarse de entre los muertos.
—¿De modo que queréis matar al rey de Francia?
—Es un secreto entre Dios, sus ángeles y yo —dijo Jacobo Clemente— y nadie lo sabrá. Pero antes que manifestar desconfianza hacia vos, consentiría en morir sin haberme vengado. Sí, caballero; mañana mataré al rey de Francia; mañana, vos también seréis vengado del mal que Catalina os ha hecho. Mañana, vos también, duque de Angulema, seréis vengado del mal que Catalina y Enrique ni hicieron a vuestro padre. Rogad por mí.
El fraile se quedó algunos instantes pensativo y luego, cuando hacía un movimiento para retirarse, Pardaillán le dijo:
—Ya que nos habéis confiado este secreto, decidnos, por lo menos, cómo intentáis llevarlo a la práctica.
—No puedo negároslo —contestó el fraile después de corta reflexión—. Mañana, por la mañana, Valois recibirá en audiencia al duque de Guisa en las Casas Consistoriales. Después de la audiencia, debe ir a la catedral. Sé que habrán avisado al rey de que se acercará a él un confesor para otorgarle indulgencia plenaria por sus pecados. Dicho confesor se pondrá a su lado en el momento en que vaya a entrar en la catedral y, como ya habéis supuesto, ese fraile seré yo.
—¿Y seguiréis al rey durante la procesión? —preguntó Carlos.
—No —repuso el fraile—. Lo esperaré en la puerta de la catedral. Unicamente entonces me acercaré a él y en cuanto se arrodille, fijaos bien... Valois no se levantará más.
Jacobo Clemente bajó la cabeza, como agobiado por sus pensamientos, y repitió:
—Adiós y rogad por mí.
Marchó hacia la puerta y Carlos se levantó con viveza, para impedirle el paso, pero Pardaillán lo contuvo con la mano, y en el momento en que el fraile abría la puerta, le dijo:
—Jacobo Clemente, he de pediros un favor.
El fraile se detuvo, volvió sobre sus pasos, y con alegre expresión exclamó.
—Hablad, caballero, estoy dispuesto a complaceros en todo.
—Es un favor, muy grande —dijo Pardaillán—. Necesito que Enrique III viva todavía algún tiempo... Os pido, por consiguiente, la vida de Enrique III, rey de Francia.
Jacobo Clemente se puso lívido Fue sobrecogido por temblor convulsivo y se sentó en el escabel que había ocupado.
—¿Tenéis necesidad de que Valois siga viviendo? —preguntó.
—Sí, mi vida está ligada a la de ese rey qué queréis matar, y ya que nuestro encuentro ha sido providencial y que hablo con el hijo de Alicia de Lux, os digo: Clemente, te pido que me dejes vivir, permitiendo que lo haga Enrique III.
—¡Maldita sea la hora presente! —exclamó el fraile.
—Espero la contestación del hijo de Alicia —dijo Pardaillán con majestuoso acento.
—¡Maldición! —exclamó el fraile temblando, pues Pardaillán, al pedirle la vida del rey, le cerraba las puertas del paraíso terrestre que debía abrirle aquella misma noche, a las doce, el ángel, o sea, María de Montpensier. Así, pues, lo que le pedía Pardaillán, era sencillamente renunciar al amor de María.
Mientras Jacobo Clemente se decía esto, sonaron las doce en el silencio de la dormida ciudad. A la primera campanada el monje se levantó estremeciéndose, a la sexta, unió las manos, exclamando:
—¡Gracia, Pardaillán!
El caballero contemplaba asombrado aquel drama, que no podía comprender. ¿Por qué Jacobo Clemente pedía gracia? ¿Qué pasaba en las tinieblas de su alma?
Sonó la duodécima campanada y hubo un largo Silencio. Luego el fraile se dejó caer de rodillas con la cabeza baja, y así permaneció unos instantes. Dirigió después la mirada hacia Pardaillán y, con voz apenas perceptible, murmuró:
—El rey de Francia vivirá. ¡Oh, madre mía, lo hago por el caballero de Pardaillán!
Y dichas estas palabras cayó desvanecido.
—Creo —dijo Pardaillán— que ese hombre acaba de hacer una heroicidad.
Y en unión de Carlos de Angulema se apresuró a cuidar a Jacobo Clemente que, al cabo de pocos minutos, abrió los ojos, se levantó y se sentó.
Si un rostro humano personificara el dolor, ciertamente el del fraile era su imagen.