XXVII - Matar o morir
TAL VEZ PARDAILLÁN tenía algún propósito oculto al llevarse a Jacobo Clemente a Blois. Lo cierto es que salieron juntos de París y tomaron enseguida el camino de Chartres, para, desde allí, ir al objeto de su viaje.
No hacía una hora que habían salido del convento de los Jacobinos, cuando de él salió otro caballero, el cual no era otro que el hermano portero en persona que, montado en una mula excelente, se dirigía a Blois por su cuenta o, mejor dicho, por la del prior Bourgoing.
El fraile, bajo el hábito, llevaba una carta dirigida a la duquesa de Montpensier. Por pura precaución el prior recomendó al digno portero que no tomase la delantera a los dos caballeros, que seguirían el mismo camino que él. Tal recomendación era, por otra parte, inútil, según pensaba Bourgoing, porque era poco probable que el fraile, con su mula, pudiera reunirse con Jacobo Clemente y su compañero, que iban montados en buenos caballos.
Dejaremos a Jacobo Clemente y Pardaillán y al hermano portero en su mula, que continúen el camino y volvamos a Blois, a la habitación del rey. La escena que vamos a relatar, tenía lugar una semana después de que Maurevert entregase a Catalina de Médicis la carta de Guisa, a cambio de las quinientas mil libras.
Durante toda aquella semana, la reina había reflexionado, vacilado, estudiado de cerca la actitud de los Guisas, y tratado de sorprender en sus rostros el crimen que meditaban.
Aquel día, pues, era el domingo doce de noviembre. Espesa niebla subió del Loira al asalto de la colina en la cual se extienden las calles de Blois. Había habido descanso, es decir, que los diputados no se reunieron como de costumbre para continuar la elaboración del nuevo régimen que se quería arrancar al rey. En las calles de Blois no se veía a nadie. Por el contrario, el castillo estaba lleno de señores, así como las habitaciones del rey.
Un correo acababa de llegar de La Rochela, con gran asombro de los cortesanos realistas o guisardos, unidos por su odio común contra los hugonotes. ¿Qué podía querer el Bearnés?
Como prueba de confianza y grande amistad, el rey había abierto ante todos la misiva de Enrique de Navarra y la leyó en alta voz. En resumen, el Bearnés, hablando en nombre de los protestantes reunidos en La Rochela, hacía una petición doble:
Primero, pedía que se restituyesen a los hugonotes los bienes que se les habían confiscado; segundo, reclamaba para ellos la libertad de conciencia.
Una vez hecha esta lectura, como ya hemos dicho, en alta voz, por el rey en persona, fue acogida por gritos, risas y amenazas contra el mensajero, el cual, muy tranquilo y con gran dignidad esperaba la respuesta. Por opinión unánime, la primera de estas dos peticiones fue juzgada impertinente y la segunda extravagante.
—¿Qué debo contestar al rey, mi señor? —preguntó el hugonote, en cuanto se hubo calmado la tempestad de risas y amenazas.
—Decid al rey de Navarra —contestó Enrique III— que reflexionaremos acerca de las cuestiones que nos somete y en cuanto hayamos tomado una decisión, monseñor de Guisa, teniente general de nuestros ejércitos, le llevará nuestra respuesta.
Estas palabras originaron furiosas aclamaciones. Era la guerra declarada a los hugonotes y conducida por Guisa, el sostén de la Iglesia.
Tal respuesta debía acarrear incalculables consecuencias.
En efecto, después de haberla recibido, fue cuando Enrique de Navarra emprendió la campaña con su ejército, resuelto a conquistar con las armas en la mano lo que le rehusaban por las buenas.
En cuanto a su mensajero, se inclinó fríamente ante Enrique III y volviendo la espalda, atravesó los grupos de burlones o curiosos, con tal aire de amenaza en los ojos, que todos le cedieron el paso. Diez minutos más tarde, sin descansar, volvía a montar a caballo en el patio cuadrado y salía de Blois. El mensajero se llamaba Agrippa d’Aubigné.
He aquí lo que había ocurrido aquella tarde de noviembre.
El rey, con muy buen humor, gracias a las aclamaciones que acogieron su respuesta, se quedó hasta las diez hablando preferentemente a los gentilhombres de la Liga y prodigando toda suerte de caricias al duque de Guisa. Por fin se dio la señal de retirarse y todo el mundo dejó las habitaciones reales. El rey, en la suya, estaba acompañado por su criado, que preparaba algunos detalles para dejar la cama en disposición de acostarse. Cuando tales preparativos estuvieron listos, cosa que no era de tan poca importancia como parece, el rey, envuelto en una amplia bata, despidió a su ayuda de cámara, diciéndole que lo llamaría para apagar las luces.
En aquel momento entró la reina madre, y Enrique III, que siempre miraba aburrido la posibilidad de una conversación con ella, no pudo contener una mueca de fastidio.
—Pero, señora —dijo sin tomarse la molestia de disimular—, iba a acostarme después de haber examinado un poco las peticiones de los parisienses. Es inconcebible todo lo que piden. ¡Ah, miserables! ¡Dejad que yo entre en París con un buen ejército!
Catalina de Médicis se sentó silenciosamente. Y es cierto que con su traje negro, su cabeza pálida y sus ojos grises de extraño brillo, se asemejaba bastante a un fantasma. Al ver cómo se sentaba, Enrique III se echó malhumorado en un sillón, como dando a entender que estaba dispuesto a apurar hasta las heces el cáliz de la amargura.
—Enrique —dijo la anciana reina con voz dolorida y temblorosa—, muy pronto yo no existiré y la muerte os habrá librado de mí. Entonces, tal vez me echaréis de menos y quizá recordaréis a vuestra madre que velaba por vos y se exponía a vuestros bufidos. Entonces probablemente haréis justicia al sentimiento que siempre me ha guiado y que es un cariño indescriptible, toda vez que vuestra ingratitud no ha podido atenuarlo.
—Ya sé que me queréis, madre —dijo Enrique III con voz acariciadora.
—¡Madre! —repuso Catalina—. Pocas veces me llamáis así, Enrique, aun cuando sabéis lo que me gusta. Sí, os quiero y mucho. Pero vos, Enrique, no me queréis. Me soportáis con impaciencia y he de confesar que he hallado siempre más cariño en Carlos y en Francisco, a los que no amaba tanto, como sabéis. Y, no obstante —añadió con voz sorda— los dejé... morir... por querer daros el trono a vos.
Catalina inclinó la cabeza y en voz baja, que casi no se oía, añadió:
—Éste es mi castigo. Hace dieciséis años que sufro en cada momento de mi vida. Sufro de ver que inspiro miedo a mi hijo, a mi querido Enrique. ¿Sabéis la primera palabra que me dijo vuestro padre al casarse conmigo?
—No, señora, pero me figuro que sería una palabra de amor —contestó Enrique bostezando.
—Yo era joven... casi una niña. Llegaba de Italia, alegre en extremo ante la esperanza de ver París y de ser la reina en el hermoso país de Francia. Yo era hermosa y llegaba decidida a amar con todo mi corazón a aquel esposo que era tan gran rey y, según se decía, tan amable. Una sonrisa, una palabra de amor, habrían hecho de mí la mujer más sumisa y más feliz. Nos casamos y cuando estuvimos solos en la cámara nupcial, vi, estremeciéndome dulcemente, que vuestro padre se acercaba a mí. Me parece verlo. Iba vestido con un traje de seda blanca. Se acercó a mí y me examinó atentamente. Yo casi desfallecí.
Y cuando me hubo examinado bien, se inclinó hacia mí y me dijo: «Señora, oléis a muerto».
Enrique III palideció. Catalina de Médicis levantó la cabeza, en que sus ojos brillaban extraordinariamente.
—Y vuestro padre salió de la cámara nupcial —añadió—. Mi vida fue muy triste, hasta el día en que el lanzazo del señor de Montgomery me hizo viuda. Pues bien, Enrique, mi vejez es tan triste como lo fue mi juventud.
—¡Madre! —exclamó Enrique III.
Catalina lo detuvo con un gesto.
—Ya sé cuáles son vuestros sentimientos. Evitaos todo fingimiento. Vuestro padre ya me lo dijo, huelo a muerto, y toda mi vida se ha resumido en esta pregunta, que todos los días me he hecho yo misma: ¿Matar o morir?
—¿Qué queréis decir? —exclamó Enrique, dominado por el terror que le inspiraba su madre.
—Quiero decir que toda mi vida me he visto obligada a matar para no ser muerta. He tenido que matar para que no murieran los que yo amo, para que no murierais vos, hijo mío.
Entonces Enrique III no trató de disimular el espanto que se apoderaba de él.
—¿He de morir, pues? —dijo con estrangulada voz—. ¿Acaso quieren matarme?
—Tal vez lo habrían hecho ya cien veces si yo no estuviera aquí. Y ahora la terrible pregunta se yergue ante mí. Si os matan, hijo mío, moriré. Así, pues, para mí continúa subsistiendo siempre el mismo dilema: matar o morir.
Enrique III empezó a temblar, porque su madre ya no lo fastidiaba, sino que lo espantaba. Todo aquel misterio de que se rodeaba Catalina y que le daba apariencia de sibila, aquellas palabras de terror y de muerte que pronunciaba con fúnebre voz, producían terrible impresión en el rey.
—Así, pues, hijo mío, es preciso decidirnos nuevamente por uno de los dos extremos. ¿Queréis matar o preferís morir? ¡Escoged!
—¡Por Nuestra Señora! —exclamó Enrique, haciéndose la señal de la cruz—. Explicaos, madre.
—Ya os lo explico; si no estáis decidido a matar, tendréis que prepararos a morir.
—¡Matar! ¿Pero a quién?
—A los que quieren vuestra muerte.
—¿Y quiénes son ésos? —preguntó el rey.
—Leed —contestó la reina madre.
Catalina sacó un papel de entre los velos negros que la cubrían y lo tendió a Enrique, que lo cogió con avidez, se acercó a una antorcha y empezó a leer. Era la carta que Maurevert entregara a la reina. Cuando hubo terminado su lectura, Enrique se volvió hacia su madre. Estaba lívido y sus manos temblaban.
—¿De modo —exclamó—, que Guisa quiere asesinarme a pesar de su juramento de fidelidad? Es lo que se desprende de esta carta. Esta muerte de que aquí se habla es la mía, ¿verdad?
Catalina hizo un gesto afirmativo.
—¿Quién os ha entregado esta carta? —preguntó Enrique.
—Un servidor de Guisa, un traidor, porque a su alrededor hay traidores, como nosotros los hemos tenido. El señor de Maurevert.
—Es preciso recompensar a ese hombre, señora.
—Ya está hecho.
—¿Y desde cuándo tenéis esa carta? —preguntó el rey, en quien el espanto se transformaba en cólera.
—Desde hace ocho días —contestó Catalina.
No bien hubo pronunciado estas palabras, cuando se mordió los labios. En efecto, el rey exclamó:
—¡Ocho días! La carta es, pues, anterior al juramento de amistad.
—Sí —contestó Catalina—, ¿pero qué importa? Si creéis que Guisa ha tenido intención de mataros, ¿qué importa cuándo fue? ¡Ah, tened cuidado! Ya veo que disipáis vuestro miedo y vuestra cólera. ¡Insensato!, tened cuidado, os digo. Si no queréis morir, es preciso matar.
—Señora —dijo fríamente Enrique III—. No hay motivo de sospecha. Nada en esta carta prueba positivamente que el duque haya podido concebir tal fechoría. Y de haber sido así, el juramento lo borra todo. ¿Acaso yo no he querido matarlo también? Ello no me impide, sin embargo, cumplir de buena fe mi juramento. Es imposible que un hombre que esté en su cabal juicio se exponga a la venganza que, seguramente, lo alcanzaría si faltaba al juramento prestado ante le Santo Sacramento y el Evangelio. La tierra se hundiría bajo sus pies, y el cielo mataría de un rayo al impío.
Catalina se estremecía.
—¡Ciego! —murmuró—. ¿De modo que no queréis creerme, hijo mío?
—Creo —dijo Enrique con firmeza— que vuestro cariño os hace injusta. ¿Creéis, señora, que siento gran amistad por el duque o que creo en la suya? No, lo sufro, y esto es todo. Si quiero entrar en París como rey, debo someterme hoy para tomar más tarde mi venganza. Vos misma me habéis enseñado mil veces esta política. En cuanto a suponer un solo instante que pudiera ser perjuro, esto, señora, es completamente imposible.
—Y si yo os lo probase, Enrique, y si os trajese la prueba de que tanto hoy como antes del juramento, el duque intenta mataros, ¿qué haríais?
—En tal caso ¡desgraciado de él!, porque yo sería el rayo del cielo, y no sólo creería guardarme, sino vengar la Majestad Divina al herirlo. ¿Qué haría? Reuniría inmediatamente a los más valientes de mis gentilhombres y les diría: Id, y no volváis sin su cabeza.
—Sire —dijo Catalina, levantándose—. Os pido tres días y pasados que sean os traeré la prueba.
—¡Desgraciado de él sí es verdad! —repitió el rey.
—He aquí lo que nos conviene, Enrique. Si os pruebo que Guisa es perjuro y quiere mataros y que debéis matar para no morir, es necesario acariciarlo más que nunca. Es necesario emplear la astucia, tener paciencia y esperar el momento favorable para preparar con tiempo nuestras redes, a fin de que ninguno de los suyos se nos escape. Sire, es necesario hacer otra jomada de San Bartolomé. Los tres Lorena han de morir para que vos sigáis viviendo. Los jefes de la Liga han de morir, así como todos esos insolentes ligueros que se os burlan en la cara. Dejadme hacer. Yo lo prepararé y lo combinaré todo. Bastará con que en el último momento deis la orden y hagáis la señal. Adiós, hijo mío, y meditad mis palabras. Ya que se trata de sembrar la muerte a nuestro alrededor, dejadme obrar.
Mientras hablaba, Catalina retrocedió hacia la puerta, de modo que, al decir las últimas palabras, pareció borrarse y desvanecerse en la sombra. En aquel instante, en el gran silencio que reinaba en el castillo de Blois, el reloj empezó a dar las horas.
Enrique, con los cabellos pegados a la frente por el sudor, las contó:
—¡Las doce de la noche! —murmuró luego.
En aquel momento un grito ahogado llegó a los oídos de Enrique III. Un ruido lejano, semejante al grito de agonía de un hombre a quien matan. Los cabellos de Enrique se erizaron. Se quedó inmóvil en el mismo sitio, lleno de angustia y escuchó, pero el gemido no se repitió. El triste silencio de noviembre envolvía todas las cosas, como si las neblinas del Loira hubiesen almohadillado toda la ciudad y el campo. En el castillo el silencio era más profundo todavía, y nadie parecía inquietarse por aquel grito humano, lleno de angustia.
Supersticioso terror se apoderó del rey. Le Pareció que él mismo había exhalado aquella queja y que lo degollaban a él. Débil suspiro deshinchó su pecho, y se desvaneció sobre el sillón.