IV - Pardaillán y Fausta
YA HEMOS DICHO que en el momento en que se puso en marcha la procesión hacia la catedral, fueron a colocarse los fugitivos en seguimiento de Enrique III. Y por las conversaciones que acabamos de reseñar, nos hemos enterado de que tales hábitos cubrían la figura graciosa y sonriente de María de Montpensier, y la otra, la majestuosa, sombría y fatal de Fausta.
Ésta, como organizadora del asesinato de Enrique III, tenía empeño de asistir a él, como un dramaturgo a la primera representación de su obra.
Nadie sentía la menor desconfianza de aquellos dos frailes. Además, el rey había dado órdenes para que no lo rodearan ninguna clase de guardias durante la procesión.
Lo hizo así, porque no tenía el menor motivo para sentir sospechas, a pesar de las recomendaciones de su madre, que era la desconfianza personificada. Además, era valiente y no le hubiera disgustado arrostrar un peligro, en caso de creer en él, y, por otra parte, si como rey le gustaba rodearse de imponente aparato, como penitente quería dar pruebas de humildad.
Revestido de su saco, con los pies desnudos, el cirio en la mano y la cabeza baja, se encaminaba hacia la catedral dando ejemplo de una piedad tanto más contagiosa cuanto que era sincera. Por fin, llegaron a la puerta de la iglesia, en donde el rey debía hallar un confesor llegado directamente de Roma, llevándole muchas indulgencias plenarias. Los dos monjes, al llegar a la catedral, dirigieron ávida mirada al pórtico, en donde toda la clerecía de Chartres esperaba a Su Majestad.
Pero a la izquierda y un poco aislado, semejante a una estatua, estaba inmóvil un fraile, cuyo rosario terminaba con una cruz de oro, destinada, sin duda, a hacerlo reconocer.
—Aquí está —murmuró María de Montpensier.
En aquel momento el fraile se destacó del ángulo de piedra en que se había inmovilizado y acercándose al rey se puso a andar a su lado.
—¡Por fin! —murmuró la duquesa con expresión de odio satisfecho.
—¡Silencio! —exclamó Fausta con voz grave que se confundió con el tumulto de los cánticos.
Estaban casi tocando al rey. María de Montpensier hallábase tan conmovida, que apenas podía contener la agitación de su seno. Un grito estaba a punto de escapar de su garganta para recomendar al fraile que hiriese. Lo devoraba con la mirada y, a través de los dos agujeros de la capucha que ocultaba su rostro, sus ojos negros y hermosos despedían llamas.
Cuando el rey llegó junto al coro se arrodilló y la duquesa sintió que las piernas no la sostenían. Había llegado el momento terrible. Precisamente cuando el rey se arrodillase Jacobo Clemente debía herir.
Enrique III se arrodilló y María se inclinó para ver mejor. Pero en aquel momento el terror se apoderó de ellos al observar que el fraile no hería, sino que se arrodillaba al lado del rey y le hablaba en voz baja.
—«¡Oh!» —se decía la duquesa—. «¿Pero por qué no lo ha herido ya? ¿Qué dirá ahora? ¿Por qué no hiere?».
—O sálutaris hostia —entonaba el rey con voz sonora.
El cántico proseguía con lentitud, la duquesa cayó de rodillas sin fuerzas ya para sostenerse.
¿Qué pensaba Fausta entre tanto? Miraba al fraile y se decía:
—No es él. ¿Quién será ese fraile? ¡Oh, ya lo sabré!
Una vez terminada la ceremonia de adoración, el rey se levantó y se marchó tranquilamente. El fraile se levantó también y permanecía clavado en el mismo sitio.
María de Montpensier profirió un gemido, y mientras la multitud marchaba, Fausta se dirigió hacia el fraile deteniéndose ante él. Se miraron los dos algunos instantes, mientras la duquesa, fuera de sí, buscaba al campanero para darle la orden necesaria, a fin de que hiciese dar seis campanadas... : la señal de la derrota.
—¿Quién eres? —preguntó Fausta con ruda voz.
Y al mismo tiempo buscó en su hábito el puñal de que iba armada.
Al oír su voz, el fraile hizo un movimiento de asombro.
—¿Quién eres? —repitió ella.
—¡Pardiez, señora! —contestó entonces el fraile—. No tengo necesidad de veros la cara, pues con la voz os conozco. Vuestra voz es de aquéllas que nunca se olvidan, sobre todo cuando se ha estado en la nasa. ¿Queréis saber quién soy? Mirad, señora, y dadme gracias de no haceros descubrir aquí, y mostrar a los hombres de Crillón la cara de una hermosa dama, venida para asesinar al rey. Mirad, señora, ya que lo deseáis, mirad a vuestro placer.
Al oír la voz del fingido fraile, Fausta retrocedió dos pasos. Bajo su capucha el rostro se le puso pálido, y mientras él hablaba ella se decía:
«¡Ésta es su voz! ¡Es él! ¡Pero si está muerto! No obstante, ésta es la voz que odio y amo al mismo tiempo».
En aquel momento, y cuando el fraile pronunciaba las últimas palabras, echó el capuchón sobre sus hombros y apareció la cabeza de Pardaillán.
Fausta, al ver aquella cabeza pálida e irónica, se estremeció. Durante unos instantes, fue la nieta de su abuela Lucrecia Borgia, y se preparó a herir a Pardaillán, el cual no hizo un solo gesto para evitar la agresión.
Tal inmovilidad salvó al caballero. Los brazos de Fausta cayeron inertes, y el espíritu de Lucrecia, que viviera en ella, la abandonó. Volvió a ser lo que era en realidad, una mujer de serenidad sobrehumana, un alma de creyente, convencida de su destino y segura de que se cumpliría cuando Dios quisiera. Sin embargo, aquella alma excepcional estaba encadenada a la carne; Fausta, vencida una vez más por aquel hombre, que no era nada en el gobierno de los hombres, se apoyó en un pilar para no desfallecer.
Pardaillán se acercó a ella. En su rostro no había ironía.
—Señora —dijo en voz baja y penetrante—. Permitid que repita lo que os dije en nuestro primer encuentro. Sois hermosa y joven. Volved a Italia. Os aseguro, señora, que no llego a penetrar las sublimes especulaciones a que os entregáis, pero, en cambio, veo muy claro. Si buscáis la dicha no la hallaréis en el poder que soñáis. Sed sencillamente una mujer, y así podréis ser feliz. Tomad de la vida todo lo que ésta puede ofrecernos durante nuestro corto paso por la tierra. Amad el sol, las estrellas, el calor del verano, las nieves del invierno, los árboles cubiertos de hojas y también los desprovistos de follaje. Todo ello es hermoso. Lo esencial estriba en conocer la belleza de todas estas cosas. El amor es lo principal para el hombre y la mujer, y el resto no vale nada. ¿Qué puede importaros que os obedezcan o no seres semejantes a vos? ¿Qué importa ser rey, papa, reina o papisa? Idos, señora, y dejadnos aquí que nos arreglemos contra los que son reyes, príncipes y duques, porque queremos nuestra parte de sol y de vida. Este discurso podrá pareceros extraño. Habéis querido matarme, pero, al hacerlo, llorabais. Por esta razón, señora, antes de llegar a la lucha irremediable, he querido daros un aviso fraternal. Más adelante será demasiado tarde. Ahora aún tengo el derecho de hablaros como amigo, pero más tarde, la amistad será un crimen.
Fausta permaneció muda. Pardaillán continuó:
—Ahora, señora, he de añadir que tengo tres proyectos entre ceja y ceja. El primero, que Guisa no sea rey. Después de mi encuentro con él, ante «La Adivinadora», la cuenta que contra él tenía ha aumentado considerablemente. Luego mataré al señor de Maurevert. Si queréis saber la razón, preguntádsela. Por fin, que el señor duque de Angulema y Violeta se casen. ¿Acaso, señora, no sentís lástima de esos dos inocentes? Si como yo, hubieseis visto llorar al joven duque, estoy seguro que os habríais apresurado a entregarle a Violeta, diciéndole: «Amaos y sed felices». Y después de haber hecho eso, señora, después de haber creado la felicidad de dos seres, seríais también feliz, y desdeñaríais, tal vez, la corona o la tiara. Vamos; una sola de vuestras palabras puede hacer felices a esos dos seres. Decidme, señora, ¿qué habéis hecho de Violeta? ¿Dónde está? Me atrevo a deciros que si no me contestáis, me obligaréis a recurrir a extremos desagradables.
Pardaillán se calló. En la iglesia reinaba absoluto silencio. Algunos cirios ardían todavía y únicamente dos monaguillos cruzaron la inmensa nave.
—Señora —continuó Pardaillán—, espero vuestra respuesta. ¿Dónde está la gitana Violeta?
Fausta dirigió una mirada rápida a su alrededor. Se vio sola, y a merced del caballero, y como estaba resuelta a no morir todavía, contestó con insegura y apagada voz:
—Lo ignoro. Esa niña no me interesa.
Pardaillán se estremeció.
—¿No os lo dije en París y en mi palacio, cuando ninguna necesidad tenía de ocultar la verdad? Ignoro lo que ha sido de esa chiquilla desde que pertenece a Maurevert.
Pardaillán palideció. No había medio de dudar de lo que decía Fausta. Por de pronto le parecía mujer incapaz de mentir, y, además, creyó que en París no tuvo necesidad alguna de disfrazar la verdad. Por esto era preciso hacer hablar a Maurevert, toda vez que Fausta no podía dar noticia alguna.
—¡Adiós, señora! —dijo con emocionada voz—. He sentido una decepción cruel, pero tengo la satisfacción de observar que, por lo menos, en esta ocasión no sois mi enemiga.
E hizo un movimiento para retirarse.
—No soy vuestra enemiga —dijo entonces Fausta.
Y pronunció estas palabras con tal dulzura, que Pardaillán se detuvo. Fausta se acercó a él hasta tocarle con la mano, que posó sobre uno de los brazos del caballero.
—Esperad un momento —dijo con la misma dulzura.
—¿Qué me querrá? —se preguntó Pardaillán—. ¿Acaso hay una nasa en los sótanos de la catedral de Chartres?
Fausta parecía vacilar. Su mano, posada en el brazo del caballero, temblaba ligeramente.
—Habéis hablado —dijo por fin—. ¿Me permitís que lo haga yo a mi vez?
Y se detuvo, como arrepentida de sus palabras. A la sazón se dio cuenta de que, a pesar de todo su poderío, no era más que un pobre ser humano. Comprendió con terror que en ella había dos seres. De un lado corría por sus venas la sangre impetuosa y salvaje de los Borgia, pero de otro era la mujer que, con su fuerza de voluntad, había deseado ser, es decir, la virgen inmaculada de cuerpo y alma, el ángel, la sacerdotisa de los nuevos destinos de la Iglesia.
Había en ella un orgullo sublime y un amor devorador. Y con fuerza de voluntad, realmente admirable, había conseguido hasta entonces dominar su pasión. Así, pues, entre aquellos dos seres tan distintos, se libraba la ruda batalla, en la que uno de los dos debería sucumbir forzosamente. O Fausta seguiría siendo la virgen sacerdotisa, y en tal caso era necesaria la muerte de Pardaillán, o la joven renunciaría a su ensueño, convirtiéndose en una mujer, en cuyo caso necesitaría el amor de Pardaillán.
Fausta, al poner la mano sobre el brazo del caballero, le dio a entender que quería hablar, pero no se decidía a ello, pues en su interior se libraba el último combate. Erguida en los pliegues de su túnica monacal, invisible gracias a su capucha echada sobre el rostro, luchaba con un valor desesperado contra el amor que hervía en su seno. Luego, poco a poco, aquella estatua se animó. Se desvaneció su rigidez y, volviéndose femenina, se echó a llorar, cosa que asombró a Pardaillán.
No lloraba, como en el palacio de la Cité, por Pardaillán que iba a morir, o por el sacrificio de su amor al orgullo de virgen y sacerdotisa. A la sazón lloraba por la derrota de su orgullo. El amor, una vez más en la historia de la humanidad, había conseguido la victoria.
Se acercó un poco más a Pardaillán y su mano se crispó en el brazo del caballero. Con un murmullo de infinita dulzura.
—Escúchame. Mi corazón estalla. Hoy quiero decirte cosas que nunca me habría creído capaz de decir a un hombre, pero tú no te pareces a ninguno. No obstante, ésta es una excusa indigna de mí. Al decirte que te amo, es porque el amor está en mí. ¿Por qué te amo? No lo sé, ni quiero saberlo. Lo único que sé es que te amo. En mi palacio te lo dije sin temor, porque entonces estaba segura de matar mi amor matándote. Te creía muerto y lloraba por ti con la fecunda alegría de pensar que había triunfado de mí misma y de que tenía el derecho de llorar. Ahora vives todavía, y cuando quisiera decirte que te odio, mis labios, a pesar mío, dicen que te amo. ¿Me comprendes, Pardaillán?
—¡Ay, señora!
—Yo también —continuó Fausta— en las primaveras embalsamadas, joven hermosa y adulada, me decía: ¿No amarás nunca? ¿Dejarás transcurrir la primavera de tu vida sin coger la flor que en todas partes se te ofrece? No, no amarás como las otras mujeres. Subirás a mayor altura que esas estrellas, más que este cielo, cuya elevación no se atreva a medir la mirada humana. He aquí lo que me decía, Pardaillán. Te he visto, y con sacudida violenta y dulce a la par, me has hecho descender del cielo a la tierra.
Fausta se calló. Pardaillán bajó la cabeza y, después de algunos instantes de silencio, dijo dulcemente:
—Señora, perdonad mi sencillez de espíritu. No soy más que un aventurero que, en la vida, goza, al pasar, de todo lo bueno que haya; tengo la desgracia de considerar la existencia humana como una cosa muy sencilla y muy hermosa que se estropea a fuerza de buscar complicaciones. Que cada cual haga lo que quiera, guardándose, como de la peste, de atentar a la voluntad del vecino. Así creo que la humanidad sería feliz. ¿Para qué diablos queréis buscar la felicidad a tanta altura, si está a vuestro alrededor?
—¡Pardaillán! —continuó Fausta como si no hubiese oído—. Pardaillán, conoces ahora mi pensamiento mucho mejor de lo que lo ha conocido cualquier hombre. Escúchame. Me has dicho y me repites que hallaré la felicidad a mi alrededor si quiero renunciar a la dominación sublime en que soñaba. Pues bien, renuncio a ella. No soy más que una mujer entre otras muchas. Renuncio a aconsejar a Guisa.
El caballero no pudo abstenerse de dar un suspiro de satisfacción.
—Renuncio a cuanto había preparado lenta y pacientemente. Mañana me marcho de Francia para ir a buscar al fondo de Italia la paz, la alegría, la felicidad y el amor, pero...
Pardaillán prestó atención.
—Pero —continuó Fausta— me voy en tu compañía. He aquí lo que te ofrezco. Allí tengo dominios y riquezas sin cuento. Nuestra vida será feliz. Si quieres, nos marchamos mañana mismo. Pardaillán —prosiguió febrilmente—, quien se ofrece a ti no se ofrecerá nunca más a ti ni a nadie.
Y quitándose la capucha añadió:
—Mira: lee en mis ojos la sinceridad de mi ofrecimiento.
Estaba hermosa, pero no con aquella belleza trágica y fatal que le era peculiar, sino como una mujer dolorida y apasionada. Pardaillán suspiró, pensando:
—¿Cuántas desgracias no va a causar todavía este espíritu del mal? ¡Oh, Luisa, pobre Luisa! No tenías habilidad para pronunciar sublimes discursos, pero una de tus miradas era ya por sí sola sublime, porque después de tantos años, aún recuerdo tu última mirada, mientras que las de estos ojos negros me dan malestar. Señora —añadió en alta voz— ¿qué queréis que un pobre aventurero como yo conteste a las admirables cosas que acabáis de decirme? Mi respuesta, señora, está despojada de toda belleza y no puedo rodearla con palabras mágicas. ¿Qué puedo deciros que no sepáis? Amaba a una niña, a una hermosa niña dulce y candorosa, que se llamaba Luisa... y ha muerto.
Pardaillán palideció y con una dulzura, en que parecía fundirse su ser entero, acabó diciendo:
—Ha muerto... y sigo amándola... siempre la amaré.
Fausta, con gesto automático, se cubrió la cara con el capuchón. No añadió una palabra y se alejó.
Y cuando estuvo a algunos pasos, se volvió y vio que Pardaillán lloraba. Entonces estalló en ella una explosión de furiosos celos contra la muerta.
Al volver la cabeza Pardaillán, vio que estaba solo y que Fausta se había alejado. Movió la cabeza, y rápidamente se marchó a su vez.
En tanto Fausta volvió al misterioso hotel que, como ya hemos indicado, había enfrente de la posada «El Canto del Gallo», en la cual se habían alojado Pardaillán y Carlos de Angulema.
Ninguno de los que habitualmente rodeaban a Fausta hubiera podido darse cuenta de las terribles emociones que acababa de experimentar. Tal vez ya no las sentía, porque al entrar en la habitación que ocupaba, murmuró fríamente:
—¡Sea! La lucha continúa. Al cabo, la victoria será mía. Y, para empezar, anulemos a ese miserable monje que ha hecho traición.
Y cogiendo una pluma escribió apresuradamente: «Majestad, una fiel amiga del rey os avisa de que un fraile de la orden de los Jacobinos, llamado Jacobo Clemente, ha venido a Chartres para matar al rey. Por un milagro de Dios, Vuestra Majestad no ha sido asesinado durante la procesión». Algunos minutos más tarde, un gentilhombre desconocido depositó esta carta en el hotel de Cheverni y desapareció enseguida.