XXII - El camino de Dunkerque
PARDAILLÁN, después de la salida de Fausta y Guisa, permaneció inmóvil, lleno de asombro por lo que había oído.
—¡Diablo! —pensó—. ¡Qué lástima de que esta mujer sea tan mala! ¡Es valerosa! Tiene grandes ideas, ambición muy grande y deslumbradora belleza. ¡Qué admirable tipo de conquistadora! Es cierto que tiene un modo muy singular de demostrar el agradecimiento a las personas. Apenas la hube salvado de Sixto V, cuando me hizo perseguir por Guisa. Pero, después de todo...
Pardaillán estaba reflexionando así, cuando vio entrar a Fausta en la sala del trono.
—Ahora sería el momento —pensó— de mostrarme y reprocharle la villanía que ha cometido conmigo. ¿Pero, qué diablos hace? ¿Está llorando? ¿Por qué?
Efectivamente, Fausta se dejó caer en una silla y empezó a sollozar. Pardaillán, presa de extraña emoción, se disponía a avanzar, cuando Fausta movió la cabeza como para desprenderse de ideas desagradables, y llamó golpeando un timbre con un martillito.
Apareció un lacayo, que se quedó inmóvil a poca distancia de Fausta. Entonces ésta empezó a escribir. Sin duda lo que escribía era grave y difícil de expresar, porque, con frecuencia se detenía para reflexionar.
La carta era larga, pues en escribirla, Fausta empleó una hora. Entonces se volvió hacia el lacayo y le preguntó:
—¿Dónde está el conde?
—En un sitio, cerca de la basílica de Saint-Denis.
—Hacedle entregar esta carta de modo que la reciba mañana a las ocho de la mañana. Que se ponga inmediatamente en camino y que vaya directamente hacia Dunkerque. Entonces deberá entregar la carta a Alejandro Farnesio.
El lacayo tomó el pliego sellado y se alejó.
—Decidle —añadió Fausta después de haberlo llamado nuevamente— que si a su vuelta no me halla aquí, vaya a encontrarme a Blois.
El criado desapareció.
—Bueno —pensó Pardaillán—. Esta carta es la que ordena a Farnesio estar preparado para entrar en Francia, a fin de que el señor duque de Guisa sea emperador de Europa, de África y de otros lugares.
Fausta se retiró entonces y, al cabo de pocos instantes, apareció otro lacayo que apagó las luces. Pardaillán oyó todavía algunos ruidos, que fueron cesando uno tras otro, y, por fin, fue evidente que todo dormía en el palacio.
Entonces Pardaillán, daga en mano, echó a andar. Lo hizo al azar, con lentitud y tal lujo de precauciones, que transcurrió media hora desde que abandonó su observatorio hasta que llegó a una pieza bastante grande, alumbrada por una linterna colgada de la pared. Pardaillán reconoció el lugar. Era el vestíbulo del palacio.
Sea porque la vigilancia pareciese allí menos necesaria que en el resto de la casa, o que los dos guardias formasen parte de los servidores que arrastró Rovenni consigo, el caso es que el vestíbulo estaba desierto.
La puerta que, desde fuera, habría sido necesario hundir, abríase interiormente con la mayor facilidad. Los enormes cerrojos que la mantenían sujeta, cuidadosamente engrasados, corrían bien y sin hacer ruido. En pocos minutos Pardaillán abrió la puerta y salió a la calle.
En aquel momento daban las once y media en Notre-Dame. Pardaillán ajustó la puerta lo mejor que pudo, no por escrúpulos, sino para que no se dieran cuenta de ello demasiado pronto. Y, después de dar un suspiro de satisfacción, tomó a buen paso el camino de «La Adivinadora», adonde llegó sin ningún mal encuentro.
La posada estaba cerrada, pero, a pesar de que todos dormían, Pardaillán tenía un modo especial de llamar. Y según parece no era del todo malo, porque a los diez minutos le abrió una criada medio dormida.
—Dame de cenar —dijo el caballero, que se moría de hambre.
—Señor caballero, me estoy cayendo de sueño —dijo la criada.
Pardaillán miró a la joven, y viendo que no mentía, le dijo sonriendo:
—Bueno, vete a dormir. Dime, ¿está hecha mi cama?
—Sí señor caballero.
—Bueno. Ahora escucha; acuérdate de llamarme a las seis.
—No hay inconveniente, porque me levanto a las cinco.
—Bravo, vete a dormir. Pero si te olvidas de despertarme, no solamente haré que te echen, sino que te cortaré los cabellos como a una monja, de modo que tu novio, si lo tienes, te volverá la espalda, y si no lo tienes...
—Sí que lo tengo —exclamó la joven riendo— pero no tengáis miedo, caballero. Ya sabemos los honores que se os deben en esta casa, en donde sois más amo que la misma dueña.
Dichas estas palabras, la maliciosa criada huyó, dejando a Pardaillán descontento de su generosidad.
—Esto me enseñará —se dijo— a tener lástima del sueño de una criada. ¡Pobre Rosa! He aquí su reputación en peligro. Y sin embargo... Pero me muero de hambre y de sed.
Y el caballero, penetrando en la cocina, encendió la luz. Luego se quitó la espada y el jubón y su casaca de cuero. Como conocía detalladamente la casa, bajó a la cueva y volvió a subir con dos botellas. Luego fue en busca de leña y la echó en el hogar para hacer fuego. Brilló la llama, y en los ojos de Pardaillán se advertía otra de bondad, buen humor e ironía.
—Si monseñor el duque de Guisa, Fausta, Bussi-Leclerc, Maineville y Maurevert, es decir, todos los que quieren matarme y que no tienen bastantes hombres para cazarme, me vieran en mangas de camisa, encendiendo el fuego y en disposición de hacer una tortilla, ¡cómo se reirían!
Pardaillán, con la sartén en la mano, se echó a reír también. En aquel momento, a su espalda, resonó otra carcajada como un eco.
—¡Hola! —exclamó Pardaillán, volviéndose para coger la espada.
Pero se tranquilizó enseguida. La risa era sonora, fresca y clara. No podía salir más que de una boca joven y amiga. En efecto, era Rosa que, en el umbral de la cocina, contemplaba al caballero y se reía con toda su alma.
—Despediré a Agustina —dijo adelantándose y quitando la sartén a Pardaillán.
—Querida amiga —dijo Pardaillán—. Mejor será que me despidáis a mí, porque he obligado a la pobre muchacha a que se acostase por miedo de que, medio dormida, dejase quemar la tortilla. Pero dejadme hacer y ya veréis.
—Sentaos —contestó Rosa—. Aquí mando yo.
Y, en un momento, Rosa puso un cubierto sobre una mesa y se acercó a la llama del hogar. Algunos minutos más tarde Pardaillán, con un apetito digno de los veinte años, devoraba la tortilla que le ofrecía Rosa, y vaciaba el vaso que la hostelera le había llenado hasta el borde.
Fue una cena completa, una de las mejores que Pardaillán había hecho en su vida. La cocina estaba iluminada por la leña ardiendo. Los manjares eran suculentos y el vino exquisito. Bajo la mesa roncaba «Pipeau», el perro de Pardaillán. La hostelera, con la falda corta, iba y venía sonriente. Nunca Pardaillán había sentido tal bienestar invadirlo poco a poco.
Rosa lo contemplaba sonriendo y, ciertamente, aquella mirada era entonces más que la de una amiga, la de una hermana o de una enamorada. Rosa, en una ocasión terrible, confesó su amor, pero una vez recobrada la tranquilidad y establecida la paz para largo tiempo, según le parecía a ella, volvía a ser la de costumbre, es decir, la buena hostelera que sólo aspiraba a ver al caballero instalado en su posada. Verle todos los días, tranquilo, feliz, servirlo, cuidarlo como a un niño. Éste era su sueño dorado y no tenía otras pretensiones. Sin embargo, este sueño abría la puerta a otros.
¿Quién sabe si un día el caballero se curaría del amor que llevaba en el corazón, y que ella respetaba, tanto más, cuanto que el objeto de aquel amor no existía? En cuanto a la distancia que podía separar a Pardaillán, gentilhombre, de Rosa, hostelera, el caballero, con sus actos y palabras, así como con su amistad, tenía gran cuidado de borrarla él mismo.
Mientras tanto, el amor de Rosa no se traducía más que en adhesión, y este sentimiento humilde era el que expresaban sus hermosos ojos al contemplar al caballero.
—¿Sabéis, querida Rosa —dijo Pardaillán— que vuestra posada es un verdadero paraíso? Empiezo a enmohecer. Estoy cansado de la vida de aventuras.
—¡Ah, señor caballero! —exclamó Rosa suspirando—. ¡Ojalá que fuese verdad!
—¡Pues lo es, pardiez! El arnés empieza a cansarme. Siempre a caballo por montes y valles, con lluvias, viento y buen tiempo, no saber nunca por la mañana en dónde se acostará uno por la noche... A la larga se cansa uno, y yo, Rosa, ya estoy cansado.
—Pues descansad —contestó Rosa llena de alegría—. La posada es buena y la hostelera no es mala. Quedaos. Para vos, caballero, estará preparado siempre el mejor lecho de la casa, así como el mejor jamón y la botella más vieja. En invierno, mientras cae la nieve, es muy agradable estar junto al fuego. Entonces me referiréis vuestras aventuras. Yo las escucharé, figurándome que recorro el mundo en la grupa de vuestro caballo. Y vos, entre tanto, os haréis la ilusión de que volvéis a vivir.
—¡Ah, Rosa! A pesar de la buena cena que acabáis de darme, la boca se me hace agua.
—Si decís la verdad, señor caballero, me haréis la más feliz de las mujeres.
—Ya lo sé —contestó el caballero—. No sois solamente la buena hostelera, sino el corazón más tierno y la mujer más encantadora que existe. ¿Sabéis que sois poetisa, querida mía?
—¿Yo?
—Sí. Acabáis de trazar un cuadro capaz de entusiasmar a un perro viejo como yo. Sí, Rosa, me habéis conmovido y os aseguro que me costará mucho el decidirme mañana a montar nuevamente a caballo.
—¿Mañana? —exclamó Rosa palideciendo.
—Es preciso que a las siete esté en Saint-Denis. Tengo deseos de visitar la basílica en que duermen nuestros reyes.
—¡Ah, señor caballero! Habéis hecho muy mal —exclamó Rosa con los ojos llenos de lágrimas— en darme la ilusión de que os quedabais.
—Es cierto, hija mía, pero oídme. Me veo obligado a ello por mi honor y también por otra cosa... por una vieja cuenta que debo pagar. Pero espero que esta campaña será muy corta. Luego, si vuelvo y siento el deseo de descansar, os prometo no buscar albergue en otra parte que en «La Adivinadora». Ya sabéis, Rosa, que sois la única persona a quien amo en el mundo. Representáis mi pasado, mi juventud. Aquí vivió mi padre, y yo... Pero ya me dejaba seducir por el risueño cuadro que me hicisteis entrever y es preciso que mañana, a las seis, me levante.
—¡Buenas noches! —dijo Rosa con tristeza.
—¡Buenas noches, querida Rosa! —contestó alegremente el caballero.
Pocos instantes más tarde, Pardaillán se había acostado. Dedicó un recuerdo a la hostelera, y se durmió tranquilamente bajo la protección de aquella amiga, seguro de que, a las seis, su caballo habría recibido su ración de avena y que su espada estaría limpia y su traje cepillado y cuidado.
A las seis, una criada despertó a Pardaillán, el cual, ante todo, fue a ensillar el caballo, almorzó y se despidió de Rosa, prometiéndole que iría a envejecer al hogar de «La Adivinadora». Luego montó a caballo, y Rosa, después de haberle ofrecido un vaso de vino, lo miró alejarse hasta que desapareció.
—¿Lo volveré a ver, acaso? —se preguntó entrando en «La Adivinadora».
Un poco después de las siete, Pardaillán se detuvo a poco distancia de la basílica de Saint-Denis. Ató su caballo a una anilla y, para pasar inadvertido, entró en una taberna, desde la cual empezó a vigilar el camino.
A las siete y media de la mañana vio llegar a un caballero procedente de París, armado de todas armas y con tipo de gentilhombre. Lo reconoció enseguida. Era el hombre a quien Fausta entregara la carta dirigida a Alejandro Farnesio.
El jinete se detuvo, como lo hiciera Pardaillán. Desmontando a un centenar de pasos de la taberna, entró en una casa en la que permaneció cosa de media hora. Luego salió, montó a caballo y regresó a París.
—Bueno —pensó el caballero—. He aquí que la carta ya está en manos del mensajero. Veremos quién será.
Todo lo relatado sucedió, naturalmente, sin que el jinete procedente de París tratara de ocultarse un solo momento, pues no podía sospechar que lo espiaban.
Diez minutos después de su partida, se abrió la puerta cochera de la casa, dando paso a un hombre que salió montado a caballo y tomó el camino de Dammartin. Pasó ante la taberna en que estaba Pardaillán. Éste salió enseguida, montó a caballo y se dispuso a seguir de lejos al jinete.
—Este será el mensajero que va a Dunkerque —pensó—. El que Fausta llama conde. ¿Cuál será su nombre? Me gustaría saberlo, pero ¡bah, tanto da!
El jinete tomó el trote y Pardaillán imitó su ejemplo, conservando, sin embargo, la misma distancia. El conde no parecía llevar prisa.
Al cabo de un rato, pareció notar que lo seguían, pero en vez de espolear al caballo, se detuvo. Pardaillán hizo lo mismo. El jinete partió entonces al galope, para tomar el trote pocos momentos más tarde. Y Pardaillán ejecutó las mismas maniobras. Desde entonces fue evidente para el conde que Pardaillán lo seguía.
No se detuvo en Dammartin, sino que llegó a Senlis. Allí desmontó ante el «Tonel de Baco», y comió en la sala principal, cosa que también hizo Pardaillán. Luego el mensajero se retiró a su habitación, ordenando que lo dejasen dormir hasta las ocho.
—Bueno —pensó Pardaillán—. Que me maten si no se levanta a las cinco.
Y, retirándose a su vez, ordenó que le tuvieran preparado el caballo para las cinco. Antes de dormirse, Pardaillán empezó a meditar acerca de la situación. ¿Qué quería en resumidas cuentas? La carta destinada a Farnesio.
¿Cómo haría para apoderarse de ella? Si sólo se tratase de herir o matar al mensajero, la cosa habría sido fácil, pero Pardaillán sentía repugnancia de hacer daño a aquel hombre, que no le inspiraba ninguna antipatía. Y, no obstante, quería apoderarse de la carta.
«¡Bah!» —acabó por decirse— «ya encontraré el medio. Me dirigiré a ese gentilhombre sombrero en mano y, con la mayor cortesía, le diré: “Caballero, ¿queréis tener la bondad de entregarme la carta que lleváis al general Farnesio? Os juro que me haréis un favor que agradeceré muchísimo”». Le diré todo eso con amable sonrisa y ya veremos si se atreve a negármela.
Contento por haber hallado la solución, Pardaillán durmió de un tirón hasta las cinco, hora en que lo despertaron. Saltó de la cama y antes de vestirse abrió la ventana. Mientras lo hacía se dijo:
—Estoy seguro de que mi hombre no tardará en salir.
Pero mucho después de haberse vestido Pardaillán, el gentilhombre no se veía por parte alguna.
—¡Caramba! ¿Será capaz de salir a las ocho?
A las siete Pardaillán no pudo contenerse más y, llamando al patrón, le dijo:
—Espero que no os olvidaréis de despertar a las ocho al gentilhombre que ayer llegó conmigo.
—Lo siento mucho, caballero, pero no puedo hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque se ha marchado a las tres de la mañana.
Pardaillán contuvo una blasfemia y saltando sobre su caballo, que estaba preparado desde las cinco, tomó a galope por el camino de Amiens.
—¡Fiaos de los hipócritas! —se decía—, ¡yo que me estrujaba el cerebro por hallar el medio cortés de pedirle la carta! He aquí con qué recompensa mis buenos deseos. Os aseguro, señor mensajero, que vamos a enfadarnos.
Y monologando así, azuzaba al caballo, que corría con la rapidez del viento. Pardaillán comprendió que, a aquel paso, el pobre animal agotaría pronto sus fuerzas y, una vez desmontado, no tenía la seguridad de poder comprar otro caballo, sin contar con que tenía cariño al suyo y que su bolsa no le permitía semejantes lujos. Todas estas razones decidieron a Pardaillán a abandonar la persecución directa y tratar de llegar a Dunkerque por un camino de segundo orden que abreviaría la duración del viaje. En Montdidier, en donde se detuvo para dar una hora de descanso a su caballo, supo que un caballero había entrado a refrescar en la misma taberna en que él lo hizo. Por la descripción que le hicieron, le pareció que aquel caballero era el mensajero de Fausta. Además, supo que no le llevaba más que media hora de ventaja.
—«Ha llegado el momento de vengarme de la mala partida que me ha hecho» —pensó Pardaillán.
Y volviendo a montar al cabo de diez minutos, que empleó en cuidar a su caballo, emprendió una rápida persecución, arriesgando, a la sazón, la vida del pobre animal.
—«Pueden suceder dos cosas» —se decía—: «o que el conde llegue a Amiens sin que yo lo haya alcanzado, o que me reúna antes a él, en cuyo caso no lo suelto. Si entra en Amiens antes que yo, como me sería muy difícil el descubrirlo, atravesaré la ciudad sin detenerme y, en tal caso, lo tendré también en mi poder».
Al llegar a lo alto de la cuesta, Pardaillán dirigió una mirada sobre la vertiente opuesta, pero no vio más que una carreta que estaba a cosa de media legua de él. Una vez la hubo alcanzado, supo que aún no hacía un cuarto de hora que pasó un caballero. Pardaillán continuó la carrera, fiando en que su caballo podría resistir. Más por fin divisó a lo lejos, en la llanura, los campanarios y los tejados de Amiens, sin haber alcanzado al jinete.
—Ya estará en la ciudad —pensó.
Caía la noche y Pardaillán se detuvo para reflexionar. El resultado de sus reflexiones fue continuar el camino al trote corto, cosa que el caballo le agradeció infinito. Pero, en vez de entrar en Amiens, el caballero rodeó la ciudad, exclamando:
—Vigila bien, conde. Vigila a todos los que entren en la ciudad.
Se imaginaba al jinete en la ventana de la posada más cercana al camino de París, observando con atención a todos los que llegaran. Y se reía al pensar en la estratagema de que iba a valerse. En cuanto Pardaillán, después de haber dado vuelta a la ciudad, llegó al camino del Norte, puso el caballo al paso y prosiguió el camino hasta llegar a la aldea de Villers. Cuando llegó era completamente de noche.
Villers estaba a la orilla del camino. Y junto a éste había una posada, ante la cual era forzoso pasar para todo el que llegase de Amiens. Pardaillán echó pie a tierra, hizo llevar el caballo a la cuadra, presenció los cuidados que le prodigaban y, una vez lo hubo visto seco, con un buen haz de paja para acostarse y el pesebre bien provisto, pensó en sí mismo. Una buena cena le apaciguó el hambre, pero tras éste, Pardaillán tenía otro enemigo: el cansancio. No obstante, su intención era velar toda la noche en caso necesario, para que el mensajero no le pasara inadvertido.
Se encaminó a su habitación, cuya ventana daba al camino, y dirigió una mirada de envidia a la excelente cama que lo esperaba.
Se rascó la frente, perpleja, con deseo de hallar un medio salvador.
—¿Quieres ganarte dos escudos? —dijo de pronto al mozo que le había indicado la habitación.
El mozo, que llevaba zuecos y un gorro de algodón, tenía una cara bobalicona, y, asombrado, abrió los ojos al oír mencionar tan enorme cantidad, que no ganaba él en cuatro meses.
—¡Dos escudos! —exclamó.
—Dos escudos de seis libras. Aquí están —dijo Pardaillán enseñándoselos.
—¿Qué hay que hacer?
—Ya has acabado tu trabajo, ¿verdad?
—Me falta cerrar las puertas de los establos y las cuadras.
—Bueno, ve a hacerlo y luego vuelve pronto.
Al cabo de diez minutos el mozo compareció de nuevo.
—Ya está —dijo—. Ahora indicadme cómo puedo ganarme esos dos escudos.
—¿Dónde duermes? —preguntó Pardaillán.
—En la cuadra, sobre la paja.
—Pues bien; si quieres pasar la noche en esta habitación, sentado en la silla que pongo ante la ventana, te daré los dos escudos. Pero esto no es todo. Como te aburrirás sin hacer nada, te entretendrás en escuchar y mirar el camino. Y si pasa un caballo con un jinete, a cualquiera hora que sea, me despiertas. Un jinete procedente de Amiens.
—Comprendido —contestó el mozo—. Esperáis a un amigo y teméis que pase durante la noche.
—Amigo mío —dijo Pardaillán—, tendrás tres escudos: uno por el cansancio, otro por tu amabilidad y el tercero por tu inteligencia.
El campesino hizo una reverencia y, sentándose en la silla, pegó la cara a los cristales de la ventana.
—Ya estoy en mi puesto —dijo—, y os aseguro que de aquí a mañana no pasará nadie sin que os lo avise. Dormid, pues, caballero.
Pardaillán dejó la pistola de arzón sobre la mesa y la espada a la cabecera de la cama, y se tendió sobre ésta dando un suspiro de satisfacción. Se durmió enseguida. El campesino veló escrupulosamente y, al salir el sol, despertó al caballero como había sido convenido.
—¿No ha pasado nadie? —preguntó Pardaillán entregando los tres escudos al campesino.
—Solamente algunas carretas.
—Bueno, ahora súbeme uno de esos pasteles de venado que hacéis tan bien y una botella del mejor vino que tengáis.
Pardaillán se desayunó junto a la ventana, y ofreció al mozo un gran vaso de vino, honor que el pícaro agradeció tanto como los tres escudos.
Cuando fue completamente de día, Pardaillán ensilló mi caballo y, apostado en la sala de la posada, espero tranquilamente.
Hacia las ocho se vio un caballero procedente de Amiens y Pardaillán sonrió al observar que era el mensajero enviado por Fausta a Alejandro Farnesio. El desquite de Pardaillán iba a ser tan completo como había deseado.
Dejó pasar al mensajero, que Iba al trote, como hombre que está seguro de haber despistado al importuno perseguidor. Entonces Pardaillán esperó que el servidor de Fausta hubiese tomado alguna delantera, y luego, a su vez, montó a caballo, cuidando de conservar suficiente distancia para no ser visto.
Atravesaron los pueblos de Doullens, Saint-Pol, y luego Saint-Omer. El jinete pasó la noche en este último pueblo, y el caballero fue a alojarse en la misma posada, cuidando de no ser visto. Pero, a la mañana siguiente, cuando continuaba su persecución, cometió, sin duda, alguna imprudencia dejándose ver, porque el jinete, en vez de dirigirse hacia el Norte, marchó hacia Calais.
Pardaillán estaba resuelto a abordarlo a pesar de todo. Durante todo el viaje trató, inútilmente, de hallar un medio para hacerle entregar la carta. Y no hallándolo, se resignó a interpelar al jinete, y si no se mostraba dispuesto a complacerlo, le propondría unos minutos de conversación espada en mano. Entre tanto el mensajero se alejaba al galope.
Al mediodía estaban a la vista de Calais. Pardaillán trataba de alcanzar al hombre que, dejando la ciudad a la izquierda, continuó el galope por el camino que seguía la cuesta muy empinada.
—A ver si se me escapa —decía Pardaillán.
Sin embargo, iba ganando terreno, y cada vez estaba más cerca del mensajero. De pronto, éste se detuvo en seco y, dando media vuelta, esperó al caballero pistola en mano. Pardaillán, al observarlo, tomó el trote, luego el paso y, al estar a poca distancia del mensajero, paró su caballo, se quitó el sombrero y empezó a sonreír con tanta amabilidad como le fue posible.
El mensajero de Fausta se quedó estupefacto. Era imposible recibir a tiros a un hombre que se presentaba con tanta amabilidad y que, ante el cañón de una pistola apuntado a él, a cinco pasos de distancia, sonreía sin esbozar el menor gesto de defensa. Todo ello indicaba un valor extraordinario o la temeridad de un hombre que desprecia la muerte, dado el caso de que no estuviera loco. Sin embargo, Pardaillán podía parecer todo lo que se quisiera, excepto loco.
El mensajero saludó a su vez con cortesía no exenta de gracia, y guardó la pistola en el arzón de la silla.
—¡Caballero! —dijo—, me llamo Luigi Capello, conde toscano. ¿Y vos?
—Yo, señor, me llamo Juan de Margency, conde francés.
Los dos hombres, después de haberse indicado sus nombres y sus títulos, se saludaron por segunda vez y como si, desde entonces, ya les estuviera permitido conversar, echaron a andar, uno al lado del otro, por el camino que conducía a Gravelinas.
—¿Sería indiscreción —preguntó el conde italiano a los pocos minutos que empleó en examinar a su compañero—, sería indiscreción preguntaros de dónde venís?
—De ningún modo. Vengo de París y más especialmente de la isla de la Cité, y he pasado por la basílica de Saint-Denis.
El conde Capello tuvo un sobresalto y, mirando fijamente a su compañero, hizo en el aire un signo con la mano, Pardaillán sonrió.
—Señor conde —dijo—, no contestaré al signo que me hacéis porque ignoro el de respuesta que, sin duda, esperáis. No soy de los vuestros.
—Muy bien, ¿tendríais, en tal caso, la amabilidad de decirme adónde vais?
—Pues, a Dunkerque, adonde vais vos también. Y desde allí me llegaré, si es necesario, al campo de vuestro compatriota, el generalísimo Alejandro Farnesio.
El mensajero se quedó pensativo. Aquel extranjero que lo perseguía ¿no sería un afiliado de Fausta? Pero, en tal caso, ¿por qué no contestaba al signo que le hiciera? Y ¿cómo estaba tan bien informado?
—Caballero —dijo resueltamente—, contestáis con tal amabilidad a mis preguntas, que voy a permitirme haceros otra.
—Tantas como queráis, pero quiero luego tomar el desquite.
—No hay inconveniente. Decidme, ¿por qué me seguís desde Dammartin?
—Desde Saint-Denis —rectificó Pardaillán.
—Como queráis. ¿Por qué desde Saint-Denis vais siguiéndome, y por qué, después de haberos despistado en Amiens, habéis procurado y conseguido hallarme de nuevo?
—Ante todo por tener el placer de viajar en vuestra compañía.
—¿Cómo sabíais que yo iba al campo de Farnesio?
—Porque así se lo oí decir a la noble señora Fausta —contestó el caballero.
—¡Ah, ya! —exclamó el mensajero asombrado—. Pero, en fin, me decís que, ante todo, me seguís para tener el placer de viajar en mi compañía. ¿Cuáles son los otros motivos?
—Señor conde —dijo Pardaillán—, ha llegado mi turno de hacer preguntas, ¿queréis? ¿Conocéis el contenido de la carta que os entregaron en Saint-Denis de parte de la señora Fausta y destinada a Alejandro Farnesio?
El mensajero se quedó aterrado. Era imposible dudar. El extranjero, no siendo un enviado de Fausta, era un enemigo peligroso que había sorprendido grandes secretos.
Miró a su alrededor. A la derecha había campos y a la izquierda los acantilados, más allá de los cuales se oía el ruido del mar. Ante él, a media legua y un poco a la derecha, se divisaba un campanario con algunas cabañas de pescadores a su alrededor. Era Gravelinas. La soledad era completa, y el lugar excelente para desembarazarse de un impertinente.
El mensajero de Fausta miró a Pardaillán, que continuaba sonriendo.
—Caballero —dijo—, me sería difícil contestar a vuestra pregunta porque, como no soy portador de ninguna carta, no puedo deciros el contenido de una misiva que no existe.
—¡Ah, señor conde! —exclamó Pardaillán—. Recompensáis muy mal mi franqueza. Os he dicho la pura verdad y ahora vos queréis engañarme.
—Pues bien —dijo palideciendo el mensajero—. Llevo una carta. ¿Qué queréis?
—Os pregunto si conocéis el contenido.
—No, y aunque lo supiera...
—No me lo diríais, lo comprendo. Pero no lo sabéis y, por consiguiente, voy a decíroslo.
—¿Quién sois, caballero? —exclamó el conde sumamente irritado.
—Me preguntasteis mi nombre y os contesté que me llamaba el conde de Margency; en cuanto a deciros quién soy, es harina de otro costal. Hablemos de la carta, que es lo que nos interesa. He aquí lo que contiene: una orden de la señora Fausta al generalísimo de que esté preparado a entrar en Francia, y a dirigirse hacia París con su ejército, en cuanto reciba la orden necesaria.
El mensajero se puso muy pálido.
—¿Y qué más? —preguntó.
—Pues que no quiero que esta carta llegue al campamento de Farnesio, querido señor.
—¿Qué no queréis?
Diciendo estas palabras el mensajero empuñó la pistola y Pardaillán hizo lo mismo.
—Reflexionad —dijo—. Entregadme la carta.
Y apuntó la pistola al conde, el cual se encogió de hombros.
—No pensáis en una cosa —dijo con tranquilidad que admiró a Pardaillán—, pero quiero decírosla antes de mataros.
—Soy todo oídos.
—Pues bien; que acabáis de revelarme el contenido de la carta que yo ignoraba. Por consiguiente, si yo tuviera miedo, podía entregárosla y dar la orden verbalmente.
—No —contestó Pardaillán—, porque el generalísimo sólo obedecerá a una orden escrita.
—Pues siendo así, os mato —gritó el mensajero.
Y al mismo tiempo hizo fuego. Pardaillán, de un espolonazo, hizo dar un salto a su caballo, que hubiera desarzonado a cualquier jinete. La bala pasó a dos pulgadas de su cabeza. Inmediatamente disparó a su vez, no al caballero, sino al caballo. El animal, herido en la cabeza, se desplomó. Entonces el mensajero saltó y desenvainó la espada, ejemplo que imitó Pardaillán.
—¡Caballero! —dijo gravemente—. Antes de cruzar nuestras espadas, servíos escucharme un instante. Os he dicho que me llamaba conde de Margency y tengo derecho a este título, pero tengo también otro nombre. Soy el caballero de Pardaillán.
—Lo sospechaba —exclamó el conde.
Y al mismo tiempo, dirigió una mirada inquieta y curiosa hacia el caballero.
—Puesto que me conocéis —dijo éste— no habrá necesidad de hablar tanto. Ya sabéis, señor conde, que vuestra ama ha tratado en tres o cuatro ocasiones distintas de hacerme asesinar. La última vez fue después de haberle salvado yo la vida. Y, en prueba de agradecimiento, lanzó en mi persecución a todos los hombres de armas del duque de Guisa. Yo habría podido matarla. Estaba en mi derecho y tuve ocasión de hacerlo. Me habría bastado con tender el brazo. Me repugnó cometer un asesinato, pero lo que me repugna es considerar a Fausta como una enemiga encarnizada, y hacer cuanto pueda para desbaratar sus proyectos tanto como me sea posible, y considerar a sus amigos y servidores como enemigos míos, desde el duque de Guisa hasta vos mismo. No me mataréis, caballero, y como no quiero que su carta llegue y sois, por otra parte, el servidor de una mujer que quiere mi muerte, vais a morir a mis manos.
Al mismo tiempo Pardaillán se puso en guardia y las dos espadas se cruzaron.
El conde Luigi, como hombre hábil, se mantuvo a la defensiva. Lo esencial para él no era obtener una victoria, sino apartar o detener a su adversario. Lo más importante era que la carta llegase a su destino.
Pardaillán, de acuerdo con su costumbre, atacó dando una serie de estocadas rápidas como el rayo. El mensajero debió la salvación a haber dado unos pasos hacia atrás. Pero se defendía con un valor y una habilidad tales, que por algunos momentos impidieron a Pardaillán emplear todos sus recursos.
—¡Caballero! —dijo de pronto Pardaillán—. Me parecéis un hombre digno, y os ruego que me dispenséis.
—¿Por qué? —preguntó el conde Luigi.
—Por haberos rogado que me entregaseis la carta. Habría debido comprender que un hombre como vos puede ser vencido por la fortuna, pero que, voluntariamente, no inclina la cabeza.
—Gracias, caballero —contestó el conde parando una estocada.
—Recibid, pues mis excusas por haberos hecho tal proposición y os aseguro que lamento mucho el verme obligado a trataros como enemigo.
Al mismo tiempo se tendió a fondo. El mensajero dio un grito ronco, soltó la espada, giró sobre sí mismo, y cayó.
—¡Caramba! —exclamó Pardaillán—. ¿Habré cometido la torpeza de matarlo?
Se arrodilló, desabrochó el jubón del conde y examinó la herida, moviendo la cabeza.
En aquel momento el herido abrió los ojos.
—¡Caballero! —dijo Pardaillán—. Soy el amo de la situación. Podría quitaros la misiva que lleváis, pero no quiero trataros como enemigo, porque sois un valiente. ¿Queréis entregarme la carta de buen grado? ¿Queréis que nos separemos como amigos?
El herido hizo con la mano un ademán para señalar el bolsillo secreto del jubón.
—¿Tenéis la carta ahí? —preguntó Pardaillán.
—Sí —contestó el mensajero moviendo la cabeza.
Pardaillán la tomó. Y los ojos del herido expresaron desesperación profunda.
—Veamos —dijo el caballero sintiendo lástima del herido—. ¿Qué os importa eso en resumidas cuentas? Supongo que no temeréis que yo use esta carta como arma contra la señora Fausta.
—Sí lo temo —murmuró el herido con débil voz—. Vais... a llevar esta carta... al rey de Francia... Soy hombre... deshonrado, porque seré la causa... de las desgracias que ocurrirán.
—¿De veras teméis eso? —preguntó Pardaillán.
—Sí —contestó el herido.
—¿Y si os pruebo que os engañáis y que no entregaré la carta a Valois? —dijo Pardaillán.
—No hay prueba posible —murmuró el herido.
—Hay una —dijo Pardaillán—. ¡Mirad!
Y, dichas estas palabras, cogió la carta y, sin abrirla, sin mirar siquiera el sobrescrito, la rasgó en pequeñísimos pedazos. Cuando estuvo reducida así, en partículas realmente ilegibles, echó al aire los papeles. El viento cogió la mayor parte y los llevó al agua.
Durante esa operación, el conde Luigi miraba a Pardaillán estupefacto y, con acento que traducía su agradecimiento, murmuró:
—Gracias, caballero.
Pardaillán se encogió de hombros.
—Ya os dije que solamente deseaba impedir que la carta llegase a su destino. En cuanto a servirme de ella para hacer matar a una mujer, esto no entra en mis costumbres. Una vez la carta destruida, no queda ni el recuerdo de ella. ¿Estáis tranquilo?
—Sí, caballero... y os doy las gracias... antes de morir.
—No moriréis —contestó el caballero.
El herido movió tristemente la cabeza. Luego, agotado por el esfuerzo que acababa de hacer, se desvaneció.
Pardaillán fue hacia su caballo, y del maletín sacó lo necesario para curar provisionalmente una herida.
No es obligado alabar a Pardaillán por esta precaución, que entonces era común a todos los aventureros.
Luego el caballero se dirigió al mar, humedeció un trapo, lavó la herida y la vendó con gran destreza.
El herido, aliviado por tales cuidados y por la frescura del agua, recobró el sentido.
—Es agua salada —dijo Pardaillán—. Pica un poco, pero cura mejor. Ahora, caballero, atención. Voy a levantaros y a colocaros en mi caballo. Pero ¿por qué diablos no me entregasteis la carta antes de obligarme a heriros?
Entonces se inclinó y, con delicadeza y vigor a la vez, levantó al herido, y lo colocó sobre su caballo.
—¿Podréis llegar hasta Gravelinas? —preguntó.
—Creo que sí.
—Pues en marcha. Si no os veis con ánimos, decídmelo.
Llevando al caballo de la brida, y volviéndose a cada momento para mirar al herido. Pardaillán empezó a andar despacio. Veinte minutos más tarde llegaba a las primeras casas del pueblo.
Gravelinas no se componía más que de una treintena de cabañas de pescadores. Pero la entrada de aquel caballo que llevaba un herido, hizo que alrededor de Pardaillán se formase un corro de mujeres y muchachos.
—¿Dónde está la posada? —preguntó Pardaillán.
—No hay —contestó una mujer.
—¿Quién quiere ganar diez escudos? —preguntó entonces Pardaillán.
—Yo —dijo la mujer que acababa de hablar—. Si se trata de albergar y cuidar a este caballero, me encargo de ello.
—¿Dónde vivís, buena mujer?
—Aquí —gritó la mujer señalando la cabaña ante la cual se hallaba el grupo.
El herido fue transportado a la cabaña y allí extendido sobre un jergón.
—¿Hay algún cirujano o médico? —preguntó Pardaillán.
—No, pero tenemos un brujo.
—¿Un brujo?
—Sí, un viejo que lo sabe todo, que cura las fiebres, las torceduras de pie, y que sabe curar las heridas tanto de arma de fuego como de arma blanca.
En aquel momento el viejo, al que el pueblo calificaba de brujo, avisado sin duda de lo que sucedía, entró en la cabaña. Era un viejo de fisonomía inteligente, y de ojos vivos y maliciosos. Sin decir palabra se arrodilló al lado del herido, deshizo el vendaje y examinó la llaga.
Por la habilidad de que hizo gala en tal operación, Pardaillán comprendió que era experto en la materia. Al cabo de diez minutos de examen, durante los cuales el herido perdió otra vez el sentido, el brujo colocó nuevamente el vendaje y se levantó.
—¿Qué os parece? —preguntó Pardaillán.
—Que es muy grave, pero se curará.
Pardaillán dio un suspiro de alivio, pero inmediatamente tuvo una idea. Si el herido curaba, iría al encuentro de Farnesio y le contaría todo lo sucedido, dándole verbalmente las órdenes que contenía la carta. En tal caso todo lo que había hecho Pardaillán sería inútil. Entonces llevó al brujo a un rincón.
—¿Estáis seguro de que curará?
—Muy seguro.
—Desearía que mi amigo continuara el viaje lo antes posible.
El brujo meneó la cabeza.
—Si se mueve de este jergón antes de ocho días, morirá —dijo—. Si trata de andar antes de un mes, podrá salvarse tal vez, pero si monta a caballo antes de dos meses, no respondo de nada.
¿Dos meses? Era más de lo que Pardaillán necesitaba. Tendió un escudo al brujo, que lo rehusó con un gesto, diciendo:
—No necesito dinero. Para que los cure de sus enfermedades, los pescadores me dan pescado y pan. Para que los cure de sus heridas, los leñadores me dan leña para el invierno, y para que no embruje a las barcas de sus maridos, las mujeres me dan sidra y legumbres.
No obstante, el brujo lo hizo tan bien, que al cabo de cuatro días declaró que el herido estaba fuera de peligro. Pardaillán pasó aquellos cuatro días en la cabaña. Pero en cuanto vio al conde en vías de curación, se marchó.
Seguro ya de que el conde Luigi no moriría y de que estaría convenientemente cuidado y, convencido, además, de que no podría ir a avisar a Farnesio, una mañana el caballero se despidió de su ex enemigo y a pequeñas jornadas tomó el camino de París.
Le quedaban dos cosas que hacer: Hallar de nuevo a Maurevert y luego a Guisa, de modo que pudiera hablarle con libertad. Reflexionando acerca de estos dos puntos, el caballero entró en París.