XII - La hija
ALA PUERTA PRINCIPAL del convento de las Benedictinas llamó una hermosa dama. Apenas le abrieron se hizo anunciar ante la superiora, Claudina de Beauvilliers, pronunciando un nombre que a todos causaba sorpresa o infundía pavor: Fausta.
Inmediatamente fue recibida por la abadesa.
¿Era Fausta, realmente, el poder misterioso ante el cual había que inclinarse o solamente una intrigante? Más de una vez Claudina se había dirigido esta pregunta. ¿Y qué quería Claudina? Pues enriquecer su convento, para enriquecerse a sí misma.
La abadesa era una mujer de naturaleza ligera, descuidada, incapaz de maldad y más incapaz todavía de profundizar cosas. La futura querida de Enrique IV limitaba sus ambiciones a una existencia de lujo y placeres. Adoraba las fiestas, las joyas y la ropa blanca delicada, los trajes suntuosos y, en fin, todo lo que puede gustar a una cortesana, pero que una abadesa, por su profesión y sus votos, no habría debido desear.
Gustándole todo esto, ya se comprende la impaciencia con que la hermosa abadesa esperaba la realización de las promesas de Fausta. Estaba en el secreto de la gran conspiración. Sabía que Valois estaba condenado a muerte y que Guisa debía reinar. Al advenimiento de Guisa, se decidiría su fortuna.
En la Liga eran legión los que esperaban que el cambio de rey les traería el de su fortuna. Desde entonces no ha habido la menor variación en este particular, porque todos los partidos fían su fortuna a la conquista del poder.
Claudina de Beauvilliers sabía que su convento sería dotado ricamente por el nuevo rey. Conocía también la gran influencia que Fausta tenía sobre Guisa, y esto era más de lo necesario para que reservara a la misteriosa mujer un respeto y una obediencia muy sinceros. Pero en el fondo contaba con aquella fortuna como se cuenta a veces con una herencia problemática.
De ahí la inquietud, las repentinas familiaridades y los exagerados respetos cuando se hallaba en la presencia de Fausta.
De tal estado de espíritu había resultado que Claudina aceptó el papel de carcelera para la pobre Violeta, pero, en suma, ejercía muy poca vigilancia en su prisionera. Había traspasado tan humillante cuidado a dos monjas viejas, que juzgó aptas para el oficio de vigilantes.
Ya conocemos a esas monjas. Eran sor María Luisa y sor Filomena. La abadesa había oído decir de un modo vago que las dos carceleras se hacían ayudar por dos truhanes de estatura desmesurada, pero no se alarmó gran cosa por ello.
Es muy probable que, si Fausta hubiese sabido el descuido con que Claudina cumplía sus órdenes, no le habría confiado la custodia de la prisionera que en tanto tenía, pero Fausta, como otras personas dotadas de gran poder, había llegado a tener la seguridad de que todos sus servidores le eran adictos en cuerpo y alma.
Cuando entró en la habitación de la abadesa, ésta se hallaba haciendo sus cuentas, y con dolor se percataba de que, para llegar a fin de año, necesitaba seis mil libras.
El convento había sido dotado en dos mil libras, pero a partir de la fuga de Enrique III, el tesoro real estaba cerrado. A la sazón, las benedictinas no estaban ya en la pobreza, sino en la miseria. De modo que, con gran decisión, pero no sin lamentarlo, Claudina pasaba revista a los nombres de los nobles ricos a los que podría pedir dinero.
Aquella lista... de financieros, estaba ante sus ojos y Claudina la leía con gran atención, cuando entró Fausta. La abadesa se levantó e hizo una reverencia.
—¿Qué hacéis ahí, hija mía? —preguntó Fausta, que aun cuando más joven que Claudina, podía usar este tratamiento sin que extrañase.
—¡Ay, señora! —contestó Claudina, ofreciendo asiento a Fausta—. Estaba repasando las cuentas de la abadía.
—¿Y qué resultado sacáis de ello?
—Que nuestras pobres hermanas se morirán de hambre si del cielo no nos cae algún maná.
—Dios alimentó a su pueblo en el desierto —contestó Fausta con gravedad.
—Ya no estamos en aquellos tiempos en que Moisés con su cayado hacía salir agua de las rocas, y por más que busco, no hallo el modo de contentar a los innumerables acreedores de este desgraciado convento.
—Hablemos de vos —dijo Fausta—, ¿cuánto gastáis en un año?
—¡Ay!, ya he perdido la costumbre del lujo y apenas gasto para mi persona y mis criadas unas veinte mil libras al año.
—Como el convento está dotado en dos mil, y suponiendo que se gasten diez mil libras para su subsistencia, ¿cómo os procuráis las dieciocho mil libras restantes?
Claudina no pudo contener una sonrisa. La pregunta que le hacía Fausta no tenía más que una respuesta posible. No la dio, y bajo la mirada firme y clara de la joven, la abadesa se limitó a encogerse de hombros. Al mismo tiempo sus ojos miraron la lista que había dejado sobre la mesa. Fausta observó la dirección de aquella mirada, cogió la hoja, la leyó, y dejándola luego sobre la mesa, murmuró:
—¡Pobre mujer!
Esta exclamación de lástima ruborizó a Claudina como si hubiese oído un insulto y dijo con temblorosa voz, mientras dos lágrimas se deslizaban por sus mejillas:
—¡Señora! ¿Es culpa mía? Si fuese rica, sería pollo menos libre de cuerpo, pero como soy pobre de un modo tan extremado, que a veces no hay pan en el convento, yo...
Se interrumpió de pronto y luego dijo irguiéndose:
—Muchas veces la hermana despensera viene a decirme que no hay cena para las monjas, y cuando sé que ya hace dos o tres días que no se enciende fuego en la cocina del convento, entonces, señora, miro a mi alrededor y como no tengo joyas que vender, vendo... lo que puedo. Además —continuó la abadesa— he hecho mucho en favor de monseñor de Guisa, y en cambio, ¿qué ha hecho él por mí? He inducido a entrar en la Liga a algunos gentilhombres, cuyo concurso le es muy útil, le he dado todo lo que ha pedido y, en cambio, él sólo me ha hecho promesas, señora.
—Bien poco os costaría pasaros al partido realista —dijo Fausta con gran frialdad.
—Aunque fuese al partido de Navarra. Hemos de vivir, señora. Quiero vivir. ¿Quién podrá reprochármelo?
—Hija mía —repitió Fausta—, ¿habéis apurado ya vuestras fuerzas y vuestra paciencia?
—Creo que en la Liga hay muchos como yo, señora. ¿Y qué habría sido de mí en esos tiempos de revuelta en qué?... Perdonadme, señora.
—Hablad francamente, sin miedo.
—Pues bien, ya habréis adivinado la naturaleza de mis recursos. Pero desde que monseñor de Guisa es amo de París...
Claudina se detuvo nuevamente.
—Vuestros amantes piensan más en las armas y en los conciliábulos que en las dichas del amor —dijo tranquilamente Fausta.
—Eso es, señora —dijo Claudina asombrada y sonriente—. ¿Qué habría sido de mí si vos no os hubieseis apiadado de este convento?
—Veamos —dijo Fausta con bondadoso acento—. Decíais que os hacen falta...
—No decía nada, señora, pero me faltan seis mil libras.
—De modo que si pongo a vuestra disposición unas veinte mil libras.
—¡Ah, señora! Me salvaríais otra vez —exclamó Claudina, cuyos ojos brillaron con alegría.
—¿Y podríais esperar entonces el gran acontecimiento?
—Sin duda alguna, suponiendo que no tarde mucho —añadió Claudina riéndose.
—Pues bien, escuchad, hija mía, dentro de pocos días... Fijemos la fecha, el veintidós de octubre, por ejemplo.
—Perfectamente, señora.
—Pues bien, ese día mandadme a mi palacio a un hombre de vuestra confianza y os traerá las doscientas mil libras convenidas.
Claudina dio un salto.
—¿Qué tenéis, hija mía? —preguntó tranquilamente Fausta.
—Acabáis de decir... Pero, sin duda, os equivocáis.
—He dicho doscientas mil libras, y no por error.
Claudina de Beauvilliers se puso muy pálida y murmuró:
—¡Es una suma enorme!
—Será vuestra el día que os digo, con la condición de que la víspera, es decir, el día veintiuno de octubre, me ayudéis en una pequeña operación que quiero llevar a feliz término.
—Ya sabéis, señora, que siempre os pertenezco.
—No hablemos más. Cuando sea oportuno, os explicaré mi operación y os asignaré vuestro papel. De momento mandad a buscar a la joven prisionera que se llama Juana.
Claudina se apresuró a cumplir la orden. Algunos minutos más tarde volvió llevando de la mano a la compañera de cautividad de Violeta, es decir, a Juana Fourcaud.
Durante su encierro en el recinto del convento, Juana Fourcaud esperaba ver cada día a su hermana Magdalena, según le habían prometido. Había repetido cien veces a Violeta su triste historia y su maravillosa salvación.
Condenada a morir con su hermana Magdalena, una noche vio entrar a mucha gente en su calabozo de la Bastilla. De pronto, creyó que había llegado su última hora y que iban a buscarla para conducirla al suplicio. Pero una mujer, un ángel que bajó a aquel infierno, adonde le había guiado la piedad, se inclinó hacia ella diciendo:
—Juana Fourcaud, no moriréis. Y, no solamente viviréis, sino que desde ahora sois libre.
—¿Y Magdalena? —exclamó Juana.
—Magdalena —contestó la mujer— está ya libre y en lugar seguro.
Entonces, ebria de alegría, semejante a una muerta a la que un milagro hiciera salir de la tumba, siguió a su libertadora hasta una litera que había en el sombrío patio de la prisión. Subió en ella, y se sentó a su lado un hombre que la sujetó por los brazos. La litera se puso en marcha y se detuvo ante la puerta de la abadía de Montmartre, y allí la encerraron en el pabellón cercado.
Desde entonces esperaba, pensando en aquella desconocida, ya con extremo agradecimiento o con terror confuso. ¿Quién era aquella mujer? No podía hallar contestación a tal pregunta. Sin duda, era alguna dama de la corte que se apiadó de ella.
Cuando de nuevo se vio ante Fausta, Juana Fourcaud no la reconoció porque, como ya se recordará, Fausta llevaba aquella noche un antifaz. La pobre niña estaba temblorosa y Fausta, mirándola atentamente, se dijo:
—Sí, ciertamente es la hija de Belgodere. —Y en alta voz añadió—: ¿Me reconocéis?
Juana Fourcaud, o, más bien, Stella, movió negativamente la cabeza.
—Soy —dijo dulcemente Fausta— la que os libertó de vuestra prisión de la Bastilla.
Juana dio un grito de alegría y cogiendo una mano de Fausta la besó.
—¡Oh, señora! —murmuró—. ¡Cuán feliz soy al poder daros las gracias! Desde aquella noche tan terrible y dulce a la vez, no ha pasado una hora sin que pensara en vos. ¡Y con cuánta ansiedad esperaba este momento para deciros que os bendigo! Pero...
Se detuvo vacilando y, tímidamente, dirigió la mirada hacia Fausta.
—Hablad sin temor, hija mía —dijo ésta con una dulzura que trastornó a la pobre niña.
—Sí —añadió—, ya veo que sois muy buena. Huelga deciros, por consiguiente, que desde aquella noche os he bendecido, pero también he derramado muchas lágrimas. ¿Cuándo veré a mi querida hermana Magdalena?
Por impasible que fuese Fausta, no pudo dejar de estremecerse al oír tal pregunta. Aquellas palabras de Juana evocaban una terrible visión, la de Magdalena Fourcaud balanceándose al extremo de una cuerda, y, por fin, abrasada por las llamas, caer en el montón de leña ardiendo, mientras que Violeta, en manos del verdugo, se acercaba también a la pira fatal. Entonces apareció Pardaillán, salvó a Violeta, y espantó a los caballos. Al evocar tal recuerdo, un suspiro hinchó su pecho.
—Volveréis a ver a vuestra hermana —le dijo.
—¿De veras? ¿Cuándo?
—Muy pronto. Pero, hija mía, he venido a encontraros aquí, en donde habéis estado al abrigo de todo peligro, para hablaros de un asunto muy grave. Decidme, ¿recordáis a vuestro padre?
—¡Ay, señora! ¿Cómo puedo haberlo olvidado cuando sólo hace cuatro meses que mi padre prodigaba sus caricias a mi hermana y a mí?
—¿Y vuestra madre?
Juana miró a Fausta con doloroso asombro.
—¡Mi madre! ¿No sabéis que murió poco después de nacer yo? Mi hermana Magdalena, que tiene más edad, podrá tal vez recordarla, porque varias veces me ha hablado, pero yo no sé nada de ella.
—¿Y qué decía vuestra hermana? ¿Qué clase de mujer era vuestra madre? ¿Era hermosa, verdad?
—Muy hermosa, señora. Magdalena me decía que nuestra madre era de extraordinaria belleza.
—¿No tenía los ojos azules?
—Sí, señora —contestó Juana asombrada.
—¿Y los cabellos rubios, muy largos?
—Éste es el retrato que varias veces trazó mi hermana. Decidme, señora, ¿conocisteis a mi madre?
—La conozco.
—¡Dios mío, señora! ¿Qué decís? —exclamó Juana temblorosa.
—Digo que conozco a vuestra madre.
—¡Oh! Habláis como si mi madre no estuviera muerta desde hace muchos años, pero, sin duda, sufro un error.
—Decidme, hija mía, ¿os hablaba vuestro padre a menudo de ella?
—Jamás, señora.
Fausta se estremeció de alegría.
—Sin duda, mi pobre padre trataba de evitar recuerdos penosos. Probablemente se entristecía mucho al hablar de mi madre. Esta es, por lo menos, la explicación que me daba mi hermana.
—¿Y si yo os dijera que hay otra explicación más natural y justa acerca del silencio de vuestro padre? ¿Si yo os dijera que vuestra madre no murió sino que desapareció?
—Sería una felicidad muy grande para mí.
—Oíd; suponed que vuestra madre, a consecuencia de un acceso de terror, hubiese caído enferma. Suponed, por ejemplo, que se hubiese vuelto loca.
Juana se estremecía de felicidad, y a pesar de que las palabras de Fausta eran claras y precisas, no acertaba a creer en su realidad.
—Si vuestra madre —continuó Fausta— hubiese sido víctima de la locura, si vuestro padre hubiese desesperado de curarla y si, por fin, ella hubiese desaparecido en un acceso de su mal y vuestro padre hubiera tenido que renunciar a la esperanza de hallarla, ¿no es natural que os hiciese creer en su muerte?
—¡Señora, señora! —balbució la pobre—. Temo volverme loca de alegría.
—Pues bien, Juana, todo lo que acabo de deciros es la pura verdad.
—¡Es imposible!
—Pues es verdad —añadió Fausta.
Juana cayó de rodillas sollozando de alegría. Claudina de Beauvilliers asistía satisfecha a tal escena. Se preguntaba con cierto espanto cuál era el objeto que perseguía Fausta. Pero debemos añadir que estaba sobrado deslumbrada por la perspectiva de las doscientas mil libras para profundizar los actos y los proyectos de su terrible protectora. Fausta se inclinó hacia Juana Fourcaud, la levantó y le dijo con dulzura:
—No llores, niña, o mejor, llora, porque tu madre no está curada del todo, pero yo conozco el medio de devolverle la razón. Bastará conducirte a su lado, porque tú sola eres capaz de curarla.