XL - El Rey de Navarra
DURANTE LA PRIMERA ETAPA, Pardaillán se sintió agobiado por la tristeza al pensar en la horrorosa muerte de Fausta y tal tristeza era, en, suma, un sentimiento generoso, porque Fausta por uno y otro medio trató de darle muerte cinco veces seguidas.
Pardaillán era generoso, pero justo. Resultaba de su generosidad que estuvo triste durante la primera etapa, pero de su sentimiento justiciero, que en la segunda empezó a morigerar su tristeza.
A medida que se alejaba de Roma, iba recobrando su carácter despreocupado que tan fuerte lo hacía en los combates de la vida. Al entrar en Francia, la escena del Palacio Riente se presentaba a su memoria como un hecho lejano, cada vez más borroso. Además, las extrañas noticias que recogía durante el camino a medida que avanzaba, eran suficientes para procurarle una distracción.
Supo que el anciano cardenal de Borbón había sido proclamado rey de Francia con el nombre de Carlos X, que Mayena era rey de París, que Enrique III estaba muy apurado, que el rey de Navarra se dirigía con un fuerte ejército hacia Saumur y que Chartres, Le Mans, Angers, Ruán, Evreux, Lisieux, Saint-Lo, Alençon y otras ciudades se habían rebelado contra el rey legítimo. En una palabra, el reino estaba a sangre y fuego, y todos se disputaban la corona.
Pardaillán pensaba en Jacobo Clemente. Antes de regresar a París o a Orleáns, decidió ir a donde estaba Enrique III, pues le molestaban los gritos de «¡Viva la Liga!» y «¡Muera Herodes!», Y pensó tal vez, en salvar a Valois. Hacia el 20 de julio estaba en Blois. Allí supo que el rey, con un ejército muy reducido, acampaba entre Tours y Amboise. Al día siguiente empezó a descender el Loira, y pasado Amboise, halló un fuerte destacamento de realistas que batían los alrededores. Al mando de la fuerza reconoció a Crillón y se dirigió hacia él. El valiente capitán dio un grito de alegría al ver al caballero. Dio el mando de la gente a uno de sus oficiales y propuso a Pardaillán seguirlo al campamento real, cosa que aceptó el caballero.
Después de los primeros instantes destinados al cambio de cortesías corrientes en aquella época, Crillón dio un profundo suspiro que hizo temblar sobre sus hombros la coraza de hierro.
—Paréceme, capitán —dijo Pardaillán—, que no sois del todo feliz.
—Sí, ¡por el diablo!, soy feliz. Empezamos la campaña, y en ella habrá golpes que dar y que recibir, hermosas cargas de caballería, soberbios arcabuzazos y esto, como ya podéis comprender, es mi elemento.
—¿Entonces suspiráis de alegría?
—No, diablo.
—¿Estáis, pues, enamorado?
Crillón levantó la visera de su casco y mostró al caballero el rostro cruzado de cicatrices.
—¿Con esta cara? —dijo echándose a reír—. No, caballero, suspiro porque veo el mal estado de los asuntos de mi pobre Valois. ¡Qué queréis! Por más que lo llamen Herodes, él me ha dado mi espada de mando y me ha hecho caballero de la orden. Por esta razón le soy adicto, y me sabe mal ver que la corona se tambalea sobre su cabeza. ¡Ah, si vos quisierais, caballero!
—¿Si quisiera qué, capitán?
—Pues bien —dijo Crillón—. Los hombres de gran valentía faltan alrededor del pobre Valois, a quien todos abandonan. Me quedan todavía algunos regimientos sólidos que se llevar a cabo extraordinarias aventuras. Caballero, ¿quisierais entrar al servicio del rey?
—Gracias por la buena opinión que de mí tenéis —dijo Pardaillán—. Y si alguna causa pudiera parecerme tentadora actualmente, sin duda defendería la de Valois, porque me parece la más desesperada. Pero, quiero ser libre.
—¿Es esa vuestra última palabra?
Pardaillán se inclinó y Crillón esperó atento.
—Pero ya que todo el reino se ha rebelado contra Valois —dijo el caballero— y éste con sus propios recursos no puede oponerse a Mayena, yo haría una cosa en su lugar.
—¿Qué haríais? —preguntó Crillón.
—Buscaría alianzas. Enrique de Bearn tiene un ejército poderoso.
—¡Pardiez! Valois lo sabe muy bien y no le faltan ganas de pedir ayuda, pero tiene miedo porque una negativa del Bearnés sería muy vergonzosa. Muchas veces he pensado, caballero, ir yo mismo al encuentro del Bearnés, pero si se negara a mis proposiciones, sería igual que dar la negativa al rey, porque yo pertenezco a Valois.
—Pues bien, mandad a uno que no tenga nada que ver con Valois.
—Sí, pero ¿quién? La cosa es endiabladamente arriesgada y, si fracasa, ya veo desde aquí la panza del grueso Mayena, agitándose a impulsos de sus carcajadas.
—Pues iré yo, si os parece bien. Me prestasteis un servicio haciendo que Ruggieri me diera hospitalidad y ha llegado mi vez.
—¡Oh! En tal caso sería yo el que estaría agradecido porque os debería más de lo que me debéis. Pero, en fin, si consentís...
—Me encargo de ello —dijo Pardaillán con firmeza—. Valois recibirá proposiciones del Bearnés.
—¡Diablo! Si hacéis eso, el rey estaría salvado.
—¿Lo creéis así? —preguntó Pardaillán.
—¿Consentís? —añadió emocionado Crillón.
—Voy ahora mismo, pero con una condición, y es la de que no hablaréis de ello al rey. Me encargo de poner a los dos monarcas uno ante el otro y luego que ellos mismos se arreglen.
—Basta con que Valois pueda ver a Enrique de Bearn sin haber solicitado la entrevista, porque desde el momento en que el Bearnés esté dispuesto a hablar al rey, es demasiado listo para no haber resuelto de antemano el fin de la entrevista, es decir, su alianza con nosotros. Caballero, salvaréis a la monarquía si decidís al zorro de Navarra. Pero ya estamos en el campamento real. ¿No queréis que os presente al rey?
—No, prefiero que me invitéis a comer, porque me muero de hambre y sed.
—Pues os prometo daros un festín —dijo Crillón en extremo satisfecho.
Y cumplió su palabra, pues habida cuenta de la escasez de recursos de que disponía el campamento, dio un verdadero festín al caballero.
—Ya veo —dijo Pardaillán— que me tratáis como embajador de Su Majestad. ¿Quién habría dicho a mi padre que su hijo llegaría a ser diplomático? En fin, no me importa, pues ante todo deseo serviros.
Al día siguiente por la mañana, Pardaillán se puso en camino para llegar a Saumur, en donde acampaba el rey de Bearn. Crillón entró en la tienda de Enrique III, al que halló triste y pensativo y ocupado en hacerse rizar, porque el cuidado de su persona era cosa que no abandonaba nunca.
—Sire —dijo el capitán—, si el astrólogo Ruggieri estuviera aquí con nosotros, anunciaría sin duda a Vuestra Majestad un gran acontecimiento, que cambiará el estado actual de las cosas. No puedo deciros nada más, sire, pero me atrevo a añadir, sin temor de equivocarme, que dentro de dos días estaréis algo más contento que ahora.
El mismo día Pardaillán llegó al campo del Bearnés, el cual, no habiendo podido entrar en Saumur, avanzó en dirección a Tours, para vigilar desde más cerca los acontecimientos. Cuando se acercaba al campamento, vio a dos oficiales subalternos que se dirigían a sus tiendas al paso de sus caballos.
Los dos iban bastante astrosos. Uno de ellos, sin embargo, iba peor vestido que su compañero; no llevaba armadura y su chaqueta estaba agujereada en los codos. El jubón hallábase también en muy mal estado y desgastado en los hombros, sin duda a causa del uso de la coraza. Llevaba unas calzas de terciopelo de color de hoja seca, tan viejas como el resto del traje. Únicamente los detalles se destacaban en aquel conjunto, porque el caballero llevaba sobre los hombros un gran manto de color escarlata y en la cabeza un sombrero gris con penacho blanco.
El otro caballero llevaba una faja blanca sobre la coraza, pero ningún penacho en el casco.
Pardaillán se acercó a aquellos dos oficiales, con la intención de preguntarles el medio de penetrar en el campamento y ver al rey Enrique de Bearn. Continuaron su camino sin fijarse en él, y hablando entre sí con el inconfundible acento que daría a conocer a un gascón en medio de un ejército. Mientras tanto, iban acercándose al campamento y algunos oficiales y soldados saludaban al del penacho blanco.
—Señores —dijo el caballero poniéndose al lado de aquellos hombres y descubriéndose—. Desearía entrar en el campamento.
El caballero del penacho se volvió a Pardaillán, el cual lo reconoció, viendo que era Enrique de Bearn en persona.
El futuro Enrique IV miró atentamente a Pardaillán.
—¿Para qué queréis entrar en el campamento? —preguntó.
—Para ver a Su Majestad el rey de Navarra.
—¿Y qué le queréis a Su Majestad? —preguntó el Bearnés con cierta socarronería.
—Pues hacerle una proposición que le interesa personalmente.
—¿De parte de quién?
—De mi parte —contestó Pardaillán.
El rey de Navarra se sintió impresionado por tales palabras y miró al caballero con mayor atención. Sin duda el examen debió ser favorable, porque dijo:
—Venid y os presentaré al rey, señor...
—Caballero de Pardaillán, que os da mil gracias.
El Bearnés le hizo una seña con la cabeza y empezó a andar seguido de Pardaillán. Al cabo de diez minutos el rey se detuvo ante una gran tienda e invitó al caballero a entrar.
—Caballero —dijo el Bearnés—, no se puede hablar al rey con tanta facilidad, pero si queréis indicarme cuál es la proposición qué queréis hacerle, me encargo de transmitírsela.
—Sire —dijo Pardaillán haciendo una reverencia—. Veo que estamos solos. Soy buen juez en valentía y os felicito, sire, porque al cabo yo podría tener malas intenciones.
El rey de Navarra guardó silencio y no pareció turbarse por las palabras que oía.
—¿De modo que me habéis reconocido? —dijo al cabo de algunos momentos.
—Gracias al penacho blanco, que sirve de señal de reunión a los valientes en el combate.
El rey sonrió, dejó el sombrero sobre una mesa ordinaria, se sentó en una caja y dijo:
—Y ahora que ya no llevo el penacho, ¿me reconocéis?
—Sí, sire, por la pobreza de vuestro traje, y por la riqueza de ideas que leo en vuestros ojos.
—¡Pardiez! Me gustáis, señor de Pardaillán.
—Sire, el año 72, es decir, hace dieciséis años, vuestra ilustre madre, madama de Albret me honró con una frase muy semejante a la vuestra.
El Bearnés se levantó más conmovido de lo que habría podido esperarse de él.
—¡Mi madre! —exclamó—. El año 1572... ¡Pardaillán! ¡Oh, esperad! ¿Seríais acaso aquel Pardaillán que un día de motín salvó a mi madre y...?
—Sire —dijo Pardaillán sonriendo a su vez—. Veo que me habéis reconocido, aunque no llevo penacho blanco en mi sombrero.
—¡Venga esa mano, caballero! —dijo el rey de Navarra con aquella familiaridad que tan popular había de hacerle—. Sí, dadme la mano, porque sois un hombre de corazón. Mi madre me habló cien veces de vos antes de su muerte, y yo tengo memoria, caballero.
Pardaillán estrechó en la suya la mano que le tendía el rey de Navarra, el cual llamó:
—¡Agrippa!
Al cabo de pocos instantes apareció el oficial que escoltaba al Bearnés cuando Pardaillán llegó al campamento real.
—Agrippa —añadió el rey—. Haz que me traigan, si aún quedan, una botella de vino de Saumur para bebérmela en compañía de este caballero, que es uno de mis amigos y lo fue de mi difunta madre.
El oficial dirigió una mirada de asombro hacia Pardaillán y salió.
Casi inmediatamente entró un soldado, que dejó sobre la mesa una botella y dos vasos y luego desapareció. El Bearnés tomó la botella y llenó los dos recipientes. Pardaillán lo dejaba hacer.
—¿Qué pensáis, caballero? —preguntó el rey.
—Que si Vuestra Majestad acostumbra a usar esta sencillez más que real, vuestra fortuna está asegurada, sire.
—Ya sería tiempo de que hiciera fortuna, ¡pardiez! ¡A vuestra salud, caballero!
—¡A la vuestra, sire!
—¡Excelente! —dijo el rey chasqueando la lengua—. Pero es mejor nuestro vino de las cercanías de Nerac.
—No lo creo yo así, sire —contestó Pardaillán—. Los vinos del mediodía son ásperos, espesos y enseguida se suben a la cabeza. En cambio, este Saumur es ligero y espumoso. Es una maravilla. Es el verdadero vino de Francia, sire.
—¡Ah, sí! —dijo el Bearnés— un vino francés que no será nunca mío.
—Sólo depende de Vuestra Majestad que lo sea, sire.
—¿Cómo? A fe mía que me asombran vuestras palabras. Hablad francamente. Por lejos que vaya Vuestra franqueza, os ampara aquí la sombra de Juana de Albret. Veamos, decidme lo que me traéis.
—Sire —contestó Pardaillán—, os traigo la corona de Francia y el derecho de añadir a vuestros dominios los viñedos de Saumur, que son muy superiores a los de Nerac.
El Bearnés miró atentamente al aventurero y luego, admirado sin duda, porque comprendía que tal hombre no aventuraba al azar tan formidable promesa, exclamó:
—¡Pardiez, caballero!