XVIII - Maurevert

MIENTRAS PARDAILLÁN descendía de la colina de Montmartre, miró a lo lejos, y examinó cuidadosamente la puerta del mismo nombre. Había transcurrido con exceso la hora de la cita con Maurevert, y Pardaillán no dudaba de que aquel hombre estaría ya al corriente de lo sucedido en la abadía. No sintió, pues, la menor sorpresa al ver que Maurevert no estalla allí.

—Bueno —murmuró—, ya nos encontraremos otra vez, por muy lejos que vaya y por muy bien que se oculte. Puesto que no está aquí, es que lo sabe todo y espera lo que ha de sucederle. ¡Es una lástima! Me habría gustado acabar hoy mismo con él. En resumidas cuentas, tal vez es mejor que sea así. No soy libre, pues me he constituido en el caballero de la hermosa tigresa que me sigue. Pero en llegando a su puerta, buenas noches, señora.

Monologando así, con la tranquilidad que le era característica, Pardaillán andaba por la calle de Montmartre. En cuanto traspuso la bóveda de la puerta, salió una cabeza pálida de una espesura inmediata al camino de extramuros, y el hombre a quien pertenecía salió de su escondite y exclamó:

—¡Insensato!

Era Maurevert, que había ya hecho su viaje a Blois, en donde cumplió el encargo de Guisa. Una vez en posesión de datos precisos acerca de la guarnición del castillo, de las costumbres de Enrique ni, de las habitaciones que ocupaba y, por fin, acerca de la posibilidad de dar un golpe de mano contra la persona del rey y los que lo rodeaban, tomó el camino de París, con la oportunidad necesaria para estar en la ciudad al mediodía del veintiuno de octubre.

La vuelta fue, para Maurevert, igual que la ida, es decir, un viaje encantador, sin otra preocupación que comer agradablemente y hallar buen alojamiento. Maurevert no hubiera sido reconocido por sus mejores amigos. Estaba alegre, era generoso con las criadas y amable con las hosteleras. Ya no temía nada y sólo tenía una preocupación: la de asistir al suplicio de Pardaillán.

El veinte de octubre, por la tarde, llegó a París y al día siguiente, muy de mañana, se vistió y armó cuidadosamente, y en cuanto se hubo revestido de una cota de malla bajo el jubón y de la coraza de cuero sobre éste, observó que podía disponer aún de cuatro horas.

Pero, con gran intranquilidad, se marchó a la puerta de Montmartre, en donde eligió un lugar que le permitiera verlo todo sin ser visto.

Sentado en la hierba, al abrigo de un seto, apartó un poco las ramas para hacer un observatorio, y desde entonces ya no se movió, manteniendo la mirada fija en la puerta. Sonreía vagamente y trataba de contar el tiempo que lo separaba aún del mediodía. Luego combinaba la escena.

Pardaillán y Carlos de Angulema aparecerían y entonces él, con grave continente, se acercaría a ellos, diciendo:

—Señores, os he prometido que hoy al mediodía estaría aquí y he cumplido mi palabra. Os prometí que veríais a la que buscáis. Seguidme y la veréis.

Entonces se dirigiría a la abadía. No sabía lo que había de suceder allí, pero lo que sabía bien es que Fausta habría preparado una trampa en la que irremisiblemente caería Pardaillán. Era seguro que el caballero y su amigo hallarían muerta a Violeta y también que la abadía estaría llena de hombres de armas y que, si Pardaillán entraba allí, no saldría vivo.

—Hay un cementerio en la abadía —se dijo entonces.

En el mismo instante palideció y estuvo a punto de dar un grito de terror. Tres hombres salían de la puerta de Montmartre y se dirigían hacia la abadía. Reconoció enseguida a los dos primeros. Eran Pardaillán y Carlos de Angulema; en cuanto al tercero no lo conocía, sin contar que apenas lo miró, porque no tenía ojos más que para Pardaillán, que desaparecía a lo lejos.

Maurevert se aterró al reflexionar sobre tan extraño suceso. Si Pardaillán aparecía entonces, mucho antes de la hora de la cita, no era para buscarlo. Además, Pardaillán se dirigía hacia la abadía, o sea al mismo sitio adonde Maurevert quería conducirlo. ¿Acaso lo habría avisado alguien del peligro? ¿Pero quién sería?

—¡Oh! —murmuró Maurevert—. Hay para volverse loco. ¿A ver si se me escapará otra vez? ¿Quién sabe si Fausta me hace traición? ¿Quién sabe si han preparado la trampa para mí?

Se secó la frente húmeda de sudor, y cuando Pardaillán había desaparecido ya, se levantó, abandonó el escondrijo y dio precipitadamente algunos pasos, cual si quisiera entrar en París.

—No —dijo deteniéndose—, no es posible. Fausta lo odia. No tanto como yo, es verdad, pero a ella le interesa mucho que el caballero muera. Sin duda ha cambiado de plan durante mi ausencia. Tal vez ha olvidado su promesa de hacerme asistir al suplicio de mi enemigo. Probablemente ella lo habrá mandado a buscar, y en tal caso asistiré yo también a la entrevista.

Y a su vez se dirigió a la abadía.

Pero mientras trataba de tranquilizarse, mientras se decía que iba a presenciar el suplicio de Pardaillán, adivinaba que no era cierto y su corazón latía precipitadamente, y avanzó profiriendo imprecaciones de rabia.

* * * * *

Cuando dos horas más tarde bajó por la colina de Montmartre, Maurevert lloraba. La sacudida había sido terrible. Sentíase débil como un niño. Ya no había esperanzas; todo había concluido. ¿Por qué volvió a esconderse en el seto en que se guareciera por la mañana? ¿Qué esperaba todavía? Nada, sin duda alguna. Tal vez quería esperar el regreso de Fausta para hablarle. En cuanto a Pardaillán, estaba seguro de que no entraría en París, y de pronto lo vio cómo precedía a la litera.

* * * * *

Maurevert no se preguntó el por qué Fausta y Pardaillán volvían juntos. No se preguntó si existía la posibilidad de una reconciliación entre los dos enemigos. Desde que viera entrar en París a Pardaillán, abandonó su observatorio y entró en la ciudad. Pasaba un heraldo de Guisa. Maurevert le obligó a apearse y montando en el caballo se dirigió a galope al hotel del duque.

Éste se hallaba en su gabinete. Maurevert, jadeante, lívido, separó con violencia a los guardias y a los criados, abrió la puerta, avanzó precipitadamente hacia Guisa estupefacto y dijo:

—¡Monseñor, Pardaillán está en París!

Guisa, que se disponía a echar al intruso, palideció al oír estas palabras.

—¡Maurevert! —exclamó—. ¿Sois vos? ¿Qué me decís?

—Digo, monseñor, que vuestro encarnizado enemigo acaba de entrar en París. Lo he visto con mis propios ojos. El señor de Pardaillán ha entrado por la puerta de Montmartre, solo y tranquilamente. De modo que si monseñor quiere...

—¡Por Dios vivo! —dijo uno de los consejeros de Guisa, que presenciaba aquella escena.

—¡Por los cuernos del diablo! —masculló otro.

—¡Es necesario cogerlo!

—¡Y empalarlo en la flecha de la Sainte Chapelle!

—¡Paz, Maineville! —dijo el duque de Guisa—. ¡Silencio, Bussi! Veamos, Maurevert, dame más detalles. ¿Cuándo y cómo lo has encontrado? Pero antes, dime cuando has regresado.

—Hace una hora, monseñor. Venía aquí al paso, y me disponía a ir a casa de Lartigues para saber cómo sigue...

—Ha muerto —dijo Bussi— y nadie sabe quién fue su matador.

—No lo sabía —contestó Maurevert con tranquila voz—. Pues bien, cuando me disponía a entrar en casa de Lartigues, vi a Pardaillán que andaba tranquilamente, viniendo de la puerta de Montmartre, que acababa de atravesar. Puedo aseguraros monseñor, que he tenido que violentarme para no provocar inmediatamente a ese maldito. Pero he reconocido a tiempo que os pertenecía esta pieza. Entonces olvidé a Lartigues para venir a avisaros. Pero ahora que pienso en ello ¿no será Pardaillán el que mató a nuestro pobre amigo? Ya sabéis que el miserable ha jurado matar a todos vuestros servidores.

Guisa rechinó los dientes. Aquella insolente audacia de Pardaillán, que penetraba en París en pleno día y sin tomarse la molestia de ocultarse, lo humillaba y lo exasperaba.

—Es necesario apresurarse, monseñor —añadió Maurevert.

En aquel momento entró un lacayo y dijo:

—Ha llegado un hombre que trae un mensaje importante de la señora princesa Fausta.

Maurevert retrocedió algunos pasos. Si el duque se enteraba de sus relaciones con la princesa Fausta podía darse por perdido. Guisa hizo una seña. El hombre anunciado entró y se inclinó ante el duque.

—¡Habla! —dijo éste.

—La señora princesa ha salido esta mañana de París para un asunto que ignoro. Según la costumbre, había diversos servidores escalonados por el camino que debía seguir a su regreso, para poder llevar de prisa una orden en caso necesario.

—Buena costumbre —murmuró el duque—. La adoptaré en lo venidero.

—Yo estaba apostado —continuó el hombre— cerca de la puerta de Montmartre. Vi llegar la litera de Su Señoría y, como es natural, no me moví. Pero cuando pasó por mi lado vi entreabrirse las cortinillas y cayó a mis pies este papel arrollado, al mismo tiempo que oía las siguientes palabras: «Hotel de Guisa». Luego he venido, monseñor, y he aquí el papel.

Guisa desdobló el papel y leyó estas palabras:

«Haced cercar la Cité. Allí conduzco a Pardaillán. —F».

—¡Ah! Teníais razón, Maurevert —exclamó Guisa—. Preparaos. Bussi, toma cien hombres del Chatelet y aposta cincuenta en el puente de Notre-Dame, y el resto en el Petit Pont. Maineville, toma cien hombres del Arsenal y divídelos entre el puente de los Changeurs y el puente de Saint-Michel. Maurevert, toma cien hombres del Temple y coloca cincuenta en el puente de Colombes. Yo iré a situarme en el pórtico de Notre-Dame con toda la gente que tengo aquí. El bandido está en la Cité, y aunque me sea preciso demoler la isla entera, no se me escapará. Maurevert, irás a Notre-Dame a darme cuenta de tu misión.

Maurevert, Bussi-Leclerc y Maineville salieron apresuradamente. Cinco minutos más tarde hizo lo mismo el duque de Guisa, al frente de sesenta jinetes. Al llegar a la Cité, diseminó aquella fuerza para guardar los puentes, mientras se esperaba la llegada de refuerzos. Menos de una hora después estaban ocupados todos los puentes indicados por él, y los jinetes se replegaron en el pórtico de Notre-Dame. Los miembros del Parlamento creyeron que iban a exterminarlos y se parapetaron en el palacio.

Como ya se sabe, entre el Parlamento y el duque de Guisa existía desconfianza mutua.