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El son

Hoy se estrenan en un club americano. La incorporación de Rosita —Bella, en el argot artístico— al grupo les ha dado una gran proyección. Actúan todos los días de la semana y tienen fechas contratadas con muchísima antelación.

Rosita forma pareja de baile con uno de los americanos, Robert, pero también incluyen un número en que el que, en uno de los bailes, el otro americano del grupo le disputa a su compañero el privilegio de bailar con ella.

Se siente mimada por los cinco componentes del conjunto sonero. Son buenos amigos, aunque los dos americanos parecen albergar otras esperanzas. Robert, a veces, se pone pesadísimo. Menos mal que Manuel, el jefe de grupo, les repite una y mil veces que no se les ocurra meterse con ella porque es capaz de llamar a la policía.

Esta tarde se encuentra favorecida. Ha decidido, de acuerdo con Manuel, ofrecer un aspecto un tanto «salvaje», más de acuerdo con los orígenes del son. Se ha puesto una falda roja de mucho vuelo y una blusa blanca de amplio escote, que le recuerda el vestido blanco que llevaba la primera vez que estuvo en Jaimanitas, cuando Javier le regaló unas rosas rojas para el pelo. ¿Qué habrá sido de él? Lo sigue queriendo pero forma parte de un pasado que ha borrado de su vida. Desconoce si la están buscando, aunque no cree que den con ella. Su «familia» no suele frecuentar los locales donde actúa. De todas formas, ha tomado algunas precauciones: cambiar su nombre y salir a actuar siempre con gafas. Unas gafas con cristales blancos, sin graduar y montura negra.

Esta noche bailará descalza. Se sirve un poquito de ron. Se ha acostumbrado, ya no le hacen daño dos o tres copitas. Le sientan de maravilla antes de actuar. A veces se pasa en las juergas nocturnas. Tiene que tomar medidas, no quiere convertirse en una alcohólica.

Después de sonar unos golpecitos en la puerta del camerino entra Manuel:

—Estás guapísima. No quiero ponerte nerviosa, pero ha venido para verte bailar uno de los miembros del Sexteto Boloña.

—¿Y para qué? —pregunta ingenua Rosita, que sabe muy bien la razón por la que desean verla actuando.

—No nos dejarás, ¿verdad?

—No te preocupes, Manuel. No quiero dedicarme a bailar toda mi vida. Mi presencia con vosotros es un paréntesis pasajero. Me pueden hacer la mejor oferta que no la aceptaré, así que quédate tranquilo —replica ella.

—Me ha preguntado por el tipo de voz que tienes, porque según él, si te animases a cantar alguna de las canciones con nosotros, te harías famosísima —asegura emocionado Manuel.

—Con lo que me acabas de decir, es seguro que no intentaré acompañarte en ninguna canción. Lo que menos me interesa en este mundo es ser famosa —asegura Rosita—. Lo que me encantaría, Manuel, es que me enseñaras a tocar la marimba.

—Cuando quieras. Mañana mismo podemos empezar.

—¿Es verdad que el Sexteto Boloña es el más importante de Cuba? —se interesa la joven.

—Es uno de los mejores. Creo que el mes que viene graban un disco en Estados Unidos. Su director, Alfredo Boloña, ha sido decisivo en el resurgimiento del son. Es un honor que esta noche se encuentren entre el público para vernos. Y todo gracias a ti, preciosa.

—Manuel, recuérdame la letra de la canción que ensayabas este mañana —le pide Rosita.

—No, mejor te la canto bajito:

En el tronco de un árbol una niña

grabó su nombre henchida de placer,

y el árbol conmovido allá en su seño

a la niña una flor dejó caer.

Yo soy el árbol conmovido y triste,

tú eres la niña que mi tronco hirió,

yo guardo siempre tu querido nombre

y tú, ¿qué has hecho de mi pobre flor?

—Muchas gracias —exclama Rosita, aplaudiendo—. ¿Se llama?

—«¿Y tú qué has hecho?».

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El local donde van a actuar se encuentra abarrotado. El son cada día cuenta con mayor número de seguidores. La aparición de la radio en Cuba ha sido un factor decisivo para su difusión. También algunos gestos de dirigentes políticos hacia este tipo de música influyen para que las clases más elevadas vean el son con mejores ojos.

Hay algunas mujeres entre el público, pero en su mayoría son hombres, que siguen la actuación mientras se toman una copa.

A Rosita le gusta mirar entre bambalinas para ver el ambiente. No cree que ningún conocido se encuentre en la sala, pero siempre es mejor prevenir.

La actuación discurre con total normalidad. Ha llegado la hora de salir. Su entrada en el escenario como alguien que pasa por allí de casualidad es un efecto que gusta. Entra despacio, parece que busca a alguien. Mira al público, a los músicos. Uno de ellos, el que toca el bongó, se levanta y tomándola por la cintura se ponen a bailar.

El americano, Robert, no es mal bailarín, pero Rosita es buenísima. A los pocos segundos de estar bailando, el público solo tiene ojos para ella.

Aquella noche, Robert se pega demasiado a su cuerpo lo que le hace sentirse incómoda.

Él se da cuenta y aprovecha un giro de cabeza para decirle:

—No seas tonta, estamos actuando. Todo es puro teatro.

Rosita guarda silencio, pero en su interior se dice que no tiene por qué aguantar aquello. Ella puede hacer otras cosas para ganarse la vida, además de bailar.

Los aplausos la hacen volver a la realidad. Ha bailado como una autómata. Lo bueno es que nadie lo ha notado, se dice.

—No he tenido oportunidad de decirte lo preciosa que estás —le dice Robert al salir a saludar juntos—. ¿Cuándo me dejarás que te demuestre lo mucho que me gustas?

—Infinidad de veces te he contestado: nunca. No insistas, por favor.

—Lo seguiré haciendo porque sé que te agrada. Lo que sucede es que te haces la interesante —se obstina Robert.

—Robert, no la acapares, a mí también me gusta Rosita —dice el otro americano, que intenta darles alcance por el pasillo.

—Sois verdaderamente insoportables. Creo que vais a acelerar mi marcha del grupo.

—Ni hablar —grita Manuel, que los ha oído—. Primero los echo a ellos. Tú, Rosita, te quedas con nosotros. Por cierto, un hombre cercano a los treinta años se interesó por ti. Quería saber de dónde eras y desde cuándo trabajabas con nosotros.

—¿Todavía se encuentra aquí? ¿Qué aspecto tiene? —pregunta ella, dominando su nerviosismo.

—Se ha ido nada más terminar vosotros de bailar. Es blanco, de cabello rubio, no muy alto —cuenta Manuel.

—¿Estaba solo? —quiere saber la muchacha.

—Sí. No le he visto hablar con nadie —asegura Manuel.

Rosita no conoce a nadie de esas características, pero puede ser alguien contratado para encontrarla. Mejor no perder el tiempo pensando en hipótesis que no conducen a nada porque ella es una persona libre, sin pasado.

—Chicos, os propongo que nos vayamos a tomar unas copas para festejar el éxito de hoy —dice Rosita a sus compañeros.

Robert se acerca a su compatriota y muy bajito le dice:

—Si la juerga se prolonga, hoy puede ser el gran día.

Manuel los ha visto y muy suave los amenaza:

—Como le suceda algo a Rosita, os juro que vais a la cárcel.

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La actuación está programada para las ocho, pero ha llegado un poco antes. Quiere estar bien situado. Y si es ella, desea que lo vea. No les ha dicho nada a Marina y Silverio. Suele comer con ellos una vez a la semana. No les ha comentado ni una palabra porque quiere estar seguro. Aunque todo apunta a que sí. No solo la descripción física que de la muchacha le ha hecho su amigo, sino Jaimanitas y el son.

¿Cómo se le habrá ocurrido pensar en ellos, en los chicos de Jaimanitas? A Javier, la idea de que Rosita salga todas las noches al escenario y se mueva en aquel ambiente no le gusta nada.

Ni los padres ni él han hablado de la marcha de Rosita con nadie, pero la noticia ha trascendido en los círculos más cercanos. Marina justificó su ausencia de las clases en la academia alegando que su hija no se encontraba bien y que de momento dejaba sus estudios. Pero Clara y el resto del grupo sabían lo que había ocurrido.

Ana, la causante de todo, al ver que Javier ni la miraba cuando se encontraban, había dejado de incordiar. En realidad, ya había conseguido lo que quería.

Javier hubiese acudido al día siguiente de hablar con su amigo a comprobar si era Rosita la mujer que bailaba son, pero decidió tranquilizarse aplazándolo unos días.

Había elegido para asistir la única actuación que tenían en el bar de Jaimanitas. Quería verla y poder hablar en el mismo sitio en el que habían descubierto que Rosita sentía algo por él.

Javier había ido una tarde a Pinar del Río para desahogarse con su amigo Cayetano que, por su formación de sacerdote, conocía mejor el alma y las reacciones humanas ante la adversidad.

Su amigo le había aconsejado que hablara con Rosita, que le hiciera ver lo mucho que la quería, que insistiera, a pesar de que ella lo rechazara.

—Es bueno percibir que los seres queridos, aunque ahora los odies, te siguen queriendo. El amor es la mejor medicina —le aseguró Cayetano—, la medicina ante la que siempre reaccionamos.

Y allí está, deseando que sea Rosita la bailarina de son. Pronto saldrá de dudas.

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Rosita ha decidido recogerse el cabello en una cola. Al mirarse al espejo recuerda que ese era el peinado que tanto le gustaba a Javier, desde que ella se lo había puesto así, sujeto con las flores que él le había regalado. Hoy no llevará flores, sí un bonito pañuelo estampado, a juego con el sutil vestido verde. Piensa que cuando deje de bailar tendrá que comprar ropa nueva, ya que todos sus trajes han sido elegidos para bailar.

El miedo a ser descubierta, después de la visita de aquel hombre que se había interesado por ella, ha desaparecido disipado en el discurrir de los días. Casi nunca siente temor a salir al escenario y menos aquí, en Jaimanitas. La actuación ha comenzado y Rosita no se preocupa, como otras veces, de mirar las caras de quienes presencian el espectáculo. El público que acude a verlos aquí está compuesto por conocidos y algún que otro turista. Se atusa el cabello, se pone las gafas y sale al salón.

Mira a los asistentes. A los músicos. Robert abandona su bongó. Todo igual que siempre, pero al tomarla en sus brazos y girarla hacia el público, Rosita lo ve. Javier se encuentra sentado en una de las mesas más cercanas.

Robert la nota tensa y cuando de nuevo la vuelve al público, al estar él de espaldas, le dice:

—No me digas que por fin reaccionas a mi contacto personal y sientes algo por mí.

—Serás cretino —le contesta Rosita que, cada vez que tiene enfrente a los espectadores, solo ve los ojos de Javier.

Javier se siente emocionado. Rosita está preciosa. Ha madurado, su aire juvenil de adolescente, tal vez por el tipo de ropa que lleva, ha dado paso a una hermosa y plena mujer. Espera que no se niegue a hablar con él. Lo ha visto y no ha rehuido en ningún momento su mirada.

Al final de la actuación y antes de que Javier pase a verla, viene Manuel a su encuentro.

—Qué bien que se haya animado a venir a vernos —le dice, con una amplia sonrisa—. Ahora sale Rosita. Ya sabe que está usted aquí. Espero que su presencia la anime un poco, últimamente no se encuentra en su mejor momento.

«Seguro que es ella quien ha mandado venir a Manuel para evitar que estemos a solas», piensa Javier.

—La verdad, Manuel, es que no tenía ni idea de que Rosita estaba con ustedes. De haberlo sabido, habría acudido mucho antes.

—Mírela, ahí viene rodeada del grupo. Lo cierto es que la adoran. Quieren acompañarla a todas partes. Y siempre respetándola. Ya les he dicho que pobre del que intente algo con ella sin su consentimiento.

Javier siente un escalofrío al comprobar el ambiente en que se mueve Rosita. Allí puede pasar cualquier cosa.

La joven se ha puesto una chaqueta y lleva la melena suelta. Se acerca a la mesa.

—Hola, Javier —dice mientras le tiende la mano.

—Rosita, qué alegría volverte a ver.

—Yo les dejo —anuncia Manuel.

—Puedes quedarte —sugiere ella.

—Gracias, Manuel —dice Javier.

Manuel se da cuenta de que algo pasa entre ellos y, como es persona seria y discreta, se levanta a la vez que comenta:

—Seguro que tienen mil cosas de las que hablar. Si algo necesitan, yo estoy allí, con los muchachos.

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—Creía, con alegría, que os habíais olvidado de mí —empieza Rosita para romper la tensa situación. Ella sabe que Javier es tímido.

—Te hemos buscado por todas partes. Tus padres no saben que te he localizado —le cuenta él.

—Sabes que no tengo padres. En cuanto a las personas que me han adoptado, mejor no les dices nada.

—No seas cruel, lo están pasando fatal.

—Si has venido para hablar de ellos. Ya está todo dicho. —Rosita hace ademán de levantarse.

—No, por favor. Hablemos de nosotros. Yo te quiero. Deseo hacerte mi esposa. Deja todo este mundo en el que te has metido. Yo te llevo a La Habana. Buscamos un lugar en el que puedas vivir y planeamos el futuro. Quiero darte una buena noticia: me han dado plaza en la quinta, así que allí ejerceré.

—Enhorabuena, me alegro mucho. En cuanto a lo de irme contigo, ahora no puedo. Necesito estar sola, encontrarme a mí misma.

—¿Pero me quieres?

Rosita a punto está de ser sincera: lo quiere con toda su alma, pero opta por decirle:

—Sí, Javier, te quiero, pero no te conviene estar conmigo, terminaría haciéndote daño. ¿Cuánto crees que tardarían en venir a contarte cosas de mi desgraciado origen?

—No me importa en absoluto. Yo te quiero a ti. No a tus progenitores o a tu familia. Todo lo que puedan decir no influirá en mis sentimientos por ti. —Rosita de buena gana lo abrazaría—. Ven conmigo esta misma noche, por favor —ruega Javier mientras toma una de sus manos.

—No puedo, Javier, debo asimilar la historia que me envuelve. Tengo que aprender a convivir con ella.

—Ahora no quieres dejar Jaimanitas, de acuerdo, pero dime cuándo paso a buscarte —insiste él.

—No es preciso que me busques. Yo puedo desplazarme a donde quiera. Y ahora, si no te importa, no quiero seguir charlando.

Rosita se ha puesto de pie. Javier la imita. Le da un beso en la mejilla, delante de todos en el bar.

—Prométeme que pensarás en todo lo hemos hablado —le pide.

—Prometido —contesta ella.

Lo ve abandonar el local. Correría tras él, pero se da la vuelta y mira a sus amigos soneros.

—Os voy a contar un secreto —les dice al llegar a la mesa donde se encuentran—. Mi padre era un violador y mi abuela lo mató. Creo que lo merecía. ¿Qué opináis vosotros?

—Puede ser el tema para una canción —dice Manuel.

—Ven, siéntate. Tomemos una copita —la invita Robert.

Rosita mira con pena la puerta por donde se fue Javier y acepta la invitación. El alcohol la ayuda a olvidar.

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—Creo que por hoy ha sido suficiente. Es muy tarde. Yo me largo. Hemos bebido demasiado —dice Manuel, y se marcha.

—Yo quiero quedarme un poco más, otra copita —pide Rosita, que está completamente borracha.

—La última —avisa el camarero—, es hora de cerrar.

—Tengo una idea —apunta Robert—. Nos llevamos dos botellas y nos vamos a la playa. Y después a dormir.

Todos están de acuerdo. El camarero ve con alivio cómo abandonan el bar. Rosita se ha quitado los zapatos de tacón alto para evitar el balanceo que la hacía perder el equilibrio.

—Si quieres te los llevo yo —le propone el otro americano, que añade—: He traído las maracas para animarnos un poco.

—Nosotros nos vamos —dicen los dos soneros cubanos—. Seguro que os da el amanecer en le playa.

—Vosotros os lo perdéis —dice Robert, disimulando la alegría que le produce quedarse solo con su amigo y con Rosita.

Pasan cerca del jardín donde Javier había cortado las rosas aquella maravillosa tarde. Rosita, a pesar de su estado de embriaguez, lo recuerda.

—Bailo en la playa con quien me regale unas rosas —exclama.

—Pero a estas horas es imposible —comenta Robert.

—Pues bailaré sola —dice riendo.

Ya en la playa, se han sentado cerca de una palmera. Es una noche bastante clara, con muchas estrellas. Abren una de las botellas y brindan por la amistad.

—Rosita, ya sé que fumas poco, pero estos pitillos americanos son excelentes ¿quieres uno? —la invita Robert.

—Sí, dame, voy a probarlos —se anima ella. El sabor no le parece muy diferente a los que ella fuma, puede que un poco más dulces—. Quiero otro poquito de ron —pide—. Creo que me estoy mareando. Me tendréis que acercar a casa.

—No te preocupes. Nosotros nos encargamos.

Rosita escucha la voz como lejana. Cree que quien le ha respondido es el otro americano, el de las maracas.

—¿No habías traído las maracas? —le pregunta—. Un poco de música, por favor.

Las maracas rompen el silencio de la noche. Rosita se levanta y empieza a bailar. Robert la sigue. La enlaza apasionadamente.

—¿Dónde están las rosas? —pregunta Rosita, que apenas puede hablar.

—Luego te las doy. Ahora un beso.

Rosita se siente flotar. Por fin puede volar. Es agradable la sensación que experimenta su cuerpo. Le parece que la están besando. ¿Por qué no puede reaccionar? De repente un dolor profundo, como un desgarro. Alguien jadea a su lado. No puede ver qué pasa. Solo quiere dormir. Quedarse tranquila entre aquellas nubes que la envuelven, pero alguien aplasta su cuerpo, con fuertes sacudidas y de nuevo ese fuerte dolor. Quiere gritar, pero no puede. Por fin se ha quedado dormida.

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Siente frío a pesar de que sus brazos están cubiertos. «Me he quedado dormida con la chaqueta puesta», piensa. Escucha muy cerca el rumor del mar y el graznido de algunas gaviotas. Le duele todo el cuerpo. Abre los ojos despacio. Está amaneciendo, se encuentra sola en la playa. Su vestido está roto y descubre horrorizada, unas manchas rojas de sangre, signo evidente de lo que desgraciadamente ha sucedido.

No recuerda nada. Sabe que estaba muy borracha, pero no tanto como para olvidar todo. Intenta reconstruir lo sucedido hasta donde su memoria se lo permite. Lo último de lo que es consciente es de su llegada a la playa. De repente se da cuenta de que el tabaco que le dieron contenía alguna droga porque recuerda como en una nebulosa, sensaciones hasta entonces nunca experimentadas.

—Dios mío —dice llorando—. Robert y su amigo me han drogado para poder violarme. ¡Qué desgracia! Y ahora, ¿qué voy hacer?

Se siente sucia y sin pensarlo dos veces se mete en el mar. Camina despacio. El contacto con el agua le hace bien. Sigue caminando. Oye que alguien pronuncia su nombre. ¿Por qué la tienen que venir a importunar?

—Rosita, soy Manuel, he venido a buscarte. —La joven se resiste, pero al final se vuelve y comienza a salir—. Toma, envuélvete en esta manta hasta que lleguemos a casa. Nada más despertar, uno de los muchachos me dijo que te habías quedado en la playa con los americanos y me puse en lo peor. Pasé por tu apartamento y, al ver que no estabas, me fui corriendo al de ellos, que lo encontré totalmente vacío. Se han marchado por miedo a que los denuncie. Son unos malnacidos a los que hace tiempo tenía que haber despedido. —Rosita permanece en silencio, aunque, por su gesto tranquilo, parece indicar que está de acuerdo con lo que dice Manuel—. En cuanto te deje en la habitación —sigue hablando Manuel—, le digo a mi hermana que pase a verte. Te puedes desahogar con ella. Es buena chica. Un poquito mayor que tú, pero te gustará.

—Gracias, Manuel —contesta Rosita con voz débil.

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Marina casi puede asegurar que las mejores horas del día son las que pasa en los almacenes. Es en el único sitio donde consigue olvidarse un poco de Rosita, aunque a veces, cuando ve a alguna chica de su edad, se le escapan las lágrimas. ¿Dónde estará? Aunque lo intenta, no consigue entender la reacción de su hija. Comprende el disgusto y el enfado por haberle ocultado una terrible realidad, pero jamás pensó que se pudiera olvidar de ellos. ¿No sabe que la quieren con todo el alma?

Es verdad que muchas veces las circunstancias y las personas con las que se entra en contacto pueden influir en la decisión a tomar. No quiere pensar en que le haya sucedido algo que le impida ponerse en contacto con ellos. No, se tranquiliza, las malas noticias llegan inmediatamente a destino. Si la semana que viene siguen sin saber nada, ella ya ha tomado la decisión de contratar a un detective privado. No le importa lo que digan Silverio y Javier. Tienen que encontrarla. En su desesperación, ha escrito a Inés para contarle todo lo sucedido y también en su ánimo alienta el deseo de enterarse de si Rosita se ha puesto en contacto con su amiga.

La vida ya no es lo mismo sin su hija. Tanto a Silverio como a ella les afecta hasta el punto de distanciarlos. Pueden pasarse horas uno al lado del otro sin hablar. La apatía sexual se ha establecido entre ellos.

Marina sabe que tiene que hacer algo para recuperar su vida, no puede permanecer encerrada y bloqueada por la pena. El jardín al que tanto tiempo le dedicaba ha dejado de tener interés para ella. No lee, no escucha música. Solo cumple con su trabajo en la tienda, el resto del día es como una autómata. Ella siempre fue una mujer fuerte, su vida no ha estado exenta de problemas a los que ha sabido enfrentarse. Ahora no puede quedarse de brazos cruzados. Claro que ya no es la muchacha joven llena de ímpetu, pero, aunque los años hayan pasado, su corazón sigue siendo el mismo, tal vez un poco cansado, pero con una capacidad mucho mayor para amar.

Marina sonríe al darse cuenta de que por fin reacciona. «Mi primera misión —se dice— es intentar devolver la armonía a mi matrimonio. Esta misma noche sorprenderé a Silverio con una cena en uno de los mejores restaurantes de la ciudad».

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—Cariño, mil gracias por la maravillosa cena de esta noche —le dice Silverio.

—Me alegro de que te haya gustado. Yo he estado muy feliz —asegura Marina.

—Y ahora dime, ¿qué celebrábamos? —pregunta él.

—El estar juntos. Esta cena es nuestra primera declaración de guerra al dolor que nos atenaza. Me niego a que la angustia y la melancolía se enseñoreen de nuestra existencia. Tenemos que intensificar la búsqueda de Rosita, pero no podemos consentir que su ausencia arruine nuestra vida.

—Estoy de acuerdo. La verdad es que no me atrevía a decirte nada. Te veía tan mal. Yo estoy afectado y muy triste —asegura Silverio—, pero intenté en varias ocasiones charlar contigo y una tras otra me cerrabas la puerta.

—Será porque tú lo dices, pero no soy consciente de ello.

—Desde que Rosita se fue estás ausente —afirma Silverio—. Me alegro de que hayas vuelto.

—Sí, Silverio, lo importante es que estamos juntos aquí y ahora. Tenemos que saber que unidos podemos hacer frente a todo lo que surja en nuestro diario caminar. El amor que nos une es nuestra mayor fuerza y debemos cuidarlo para que, como las plantas, no se marchite por falta de atenciones.

—Marina, ¿has dejado de quererme? —pregunta Silverio.

—Nunca. Pero ¿cuánto tiempo hace que no nos miramos a los ojos? ¿Cuánto tiempo hace que nuestras manos no se unen en diálogo apasionado sustituyendo el beso que en ese momento no podemos darnos?

—¿Cómo ahora, mi amor? —pregunta él rodeando con su mano la de Marina.

—Si quieres, nos vamos —sugiere ella.

—Sí, por favor. Nunca el camino a casa me resultará más largo que esta noche.

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Es una mañana brumosa y un tanto densa. Hace unas horas que en la radio se ha difundido la noticia del Observatorio Nacional en la que se anuncia la presencia dentro de unos días de una perturbación ciclónica que tiene su origen en el mar Caribe, al sur de Jamaica.

Silverio va conduciendo. Desea que la esperada perturbación meteorológica no se cumpla y que sufra algún desvío por el camino, para que no se convierta en ciclón. El ciclón o huracán tropical es, de todos los fenómenos atmosféricos, el que más daño puede causar en la isla.

Le ha pedido el coche a su socio Mariano porque no quiere que nadie se entere de su desplazamiento.

Nunca ha estado en Jaimanitas. Javier le ha dicho que pregunte por ella o por Manuel en el restaurante del pueblo.

No está muy seguro de si hace lo correcto ocultándoselo a Marina, pero no quiere que sufra, ahora que parece haber vuelto a la normalidad. Primero se entrevistará él con Rosita y, según la reacción de esta, se lo contará a Marina o no.

Javier le había recomendado que fuera él solo.

—Mejor evitarle sufrimientos a Marina —le había dicho—, porque es en ella donde está centrado todo el odio y rechazo de Rosita. Nosotros podemos facilitarle el camino.

Animado y reforzado con la opinión de Javier, Silverio llega al pequeño pueblo marinero.

«Es una pena —se dice— que nunca haya estado aquí. Tiene cierto parecido con Candás».

Aparca en una de las pequeñas calles y se dirige al restaurante donde le indican la zona en la que vive Rosita.

Es una de las pequeñas casas de pescadores que se encuentran bastante cerca de la playa. Llama a la puerta. Espera nervioso. Silencio. Vuelve a insistir. Ninguna respuesta. Cuando ya se iba, creyendo que no se encontraba nadie en la casa, el sonido de la puerta al abrirse le hace volverse:

—Rosita, cariño, perdona si te he despertado.

Silverio hace esfuerzos para contener la emoción. ¿Qué le ha pasado? Aquella no es su preciosa hija. Rosita tiene un aspecto de abandono total. A Silverio le parece que está sucia, despeinada, delgadísima.

—¿Por qué has venido? No quiero verte. ¿No te acompaña ella? ¿Te envía a ti para que le allanes el camino? Vete, no tenemos nada de qué hablar —dice Rosita mientras intenta cerrar la puerta.

Silverio sospecha que probablemente ha hecho mal al no decirle nada a Marina.

—Déjame pasar, aunque sea un momento. Tu madre no sabe que te hemos localizado. Es posible que se enfade cuando lo sepa, pero Javier y yo pensamos que era mejor así.

—Me da lo mismo lo que hagáis. No quiero saber nada de vosotros —asegura ella, que sin embargo se hace a un lado para franquear el paso a su padre.

Si el aspecto de su hija le ha impactado, el interior de la casa le deja anonadado.

—Mi pobre hija —musita, con los ojos inundados de lágrimas, mientras la abraza.

Rosita se hace la fuerte, pero no puede. Quiere a su padre y él también la quiere, es algo que percibe en su cariñoso abrazo.

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Silverio regresa a La Habana. Vuelve relativamente contento. Después de más de dos horas de conversación, no ha conseguido convencerla para que vuelva a casa. Le habla de lo mucho que su madre la quiere, de lo mal que lo está pasando, pero la muchacha se muestra inflexible. No quiere volver a su vida anterior.

Mejor suerte tiene con el tema del dinero. Silverio se ofrece para pasarle una cantidad todos los meses que le permita hacer una vida tranquila sin preocuparse de buscar cualquier trabajo para poder subsistir. Al principio, Rosita lo rechaza de forma enérgica.

—No quiero dinero de Marina porque está sucio. Es la herencia de un violador —dice con rabia.

—No hagas juicios sin tener ni idea, hija. El dinero de tu padre le correspondía a ella. Y hay que ver qué bien lo está empleando. Es una persona generosísima.

—Me da lo mismo, no lo quiero —insiste Rosita.

—¿Y si te digo que el dinero que te ofrezco es mío? Tú sabes que no hace mucho he recibido una herencia, ¿verdad? —le pregunta Silverio.

—Sí —responde ella.

—¿Entonces aceptas?

—Acepto.

La postura de su hija le da cierta tranquilidad. Por lo menos, sabe que no pasará necesidades.

Antes de volver a El Siglo XX, Silverio pasará por la Quinta Covadonga para ver un momento a Javier. Quiere contarle cómo fue la entrevista y sobre todo pedirle que pase a verla porque tiene la sensación de que Rosita está enferma. Le rogará que intente ir esta misma tarde.