9
Balneario de Cestona
—Así que nunca han estado aquí. ¿Y por qué se han animado a venir? ¿Se lo ha recomendado alguien?
La muchacha que se ocupa de la recepción del Gran Hotel del balneario de Cestona intenta ser amable mientras toma nota de sus nombres.
—Pues así es. Un amigo de Gijón, cliente asiduo del balneario, el señor Álvarez de la Torre, me animó a que viniéramos. No solo me habló bien de las aguas, que, según él, obran maravillas, sino del paisaje, de la belleza del río Urola, del hermoso jardín que circunda el balneario, del excelente trato y también del ambiente selecto y agradable —enumera Silverio casi sin respirar.
—¡Ay, el señor Álvarez de la Torre! Es un excelente cliente. Tendremos que agradecerle la buena propaganda que nos hace. Espero que ustedes también queden satisfechos y vuelvan a vernos más veces.
—En esta época del año no hay mucha gente, ¿verdad? —pregunta Marina.
—El mes de noviembre es de los más flojos. Tenemos poco más de un tercio del hotel ocupado. ¿Saben ya qué tratamientos se van a hacer? —se interesa, muy amable.
—Mañana, cuando nos hablen de todas las posibilidades, veremos por cuál nos decidimos —responde Marina.
—Me parece perfecto. Su habitación es la número treinta y uno. Está situada en el primer piso. Ahora les suben el equipaje. Dentro de una hora es la cena.
Desde hacía unos años el balneario de Cestona se había convertido en uno de los lugares de moda, gozando de un gran prestigio. Cada temporada acudían a su cita estival personajes famosos, miembros de la realeza y aristócratas. La misma reina regente, doña María Cristina de Habsburgo Lorena, había pasado por aquel lugar.
El balneario había abierto sus puertas en 1804. Inicialmente se construyó una casa de baños que se fue ampliando a lo largo del siglo XIX, hasta que en 1893 se acometió la edificación más emblemática de todo el complejo: el Gran Hotel.
—Qué belleza de escalera —exclama Marina.
—Sí que lo es —responde Silverio, que le pregunta—: ¿Sabes a qué estilo pertenece? Me lo ha dicho mi amigo, pero no recuerdo.
—Es una escalera estilo imperio —responde Marina.
—¿Lo sabías?
—No, pero es muy fácil de identificar. Te lo explico y ya no se te olvida. Escucha, cuando una escalera tiene su primer tramo recto hasta el descanso y después de este se abren dos brazos en dirección opuesta al primero, ya tienes una escalera tipo imperio.
—Tienes razón, no es nada complicado. Gracias.
—A ti, mi amor, por traerme a este sitio. Creo que has hecho una buena elección. Lo pasaremos bien y si además consiguen que mi piel vuelva a ser la que era, perfecto —dice Marina.
Los últimos tres meses habían sido complicados. Ella está convencida de que el mal estado de su piel se debe a la situación nerviosa por la que está atravesando. Después de la terrible experiencia vívida con su cuñado, una tarde la avisaron de que Rosita había tenido un accidente. Jugando con su primo Vicente y otros amigos se cayó del árbol en el que estaba encaramada. El susto había sido enorme porque, aunque no se rompió nada, estuvo mucho rato inconsciente. Afortunadamente, después de hacerle todo tipo de pruebas, no encontraron ninguna secuela del golpe. Las fiestas del Santo Cristo habían pasado sin que ellos se enteraran porque el agravamiento de Rosa, la madre de Silverio, que falleció a finales de septiembre, les había mantenido apartados de todo. Durante toda la enfermedad, incluso en el entierro y los funerales, Marina había conseguido no coincidir a solas con su cuñado, que probablemente también la rehuía y, aunque le agradecía que no le hubiera pedido perdón para no tener que verlo a solas, comprendía que la actitud de Lolo era inaceptable y de una asquerosa cobardía.
—Qué bonita la habitación y qué espaciosa —exclama Marina.
—Fíjate en la altura de los techos —le comenta Silverio.
—Increíble la sensación de libertad que proporcionan.
—Tiene que ser enorme porque ha hecho que te olvides de las buenas costumbres, aunque también puede ser que ya no me quieras —dice Silverio abrazándola.
Marina responde a sus besos rodeándole el cuello con sus manos, pero inmediatamente se separa.
—¿Se te ha olvidado que están a punto de traernos el equipaje? —le dice sonriendo.
—Estás en todo. Qué mal pensado soy —comenta riendo Silverio—. No era falta de cariño, sino exceso de precaución.
Silverio no se permite manifestar el menor atisbo de preocupación, pero desde hace un tiempo encuentra a Marina distinta. No es todo el tiempo, solo en algunos momentos, y sobre todo cuando ella cree que nadie la ve, el gesto de su cara se vuelve triste. Es posible que sea la afección de la piel lo que la haga sentirse mal. Silverio espera que estos días de descanso y de cuidados termales les devuelvan la normalidad.
—Menos mal —dice Marina, señalando uno de sus brazos— que estas impertinentes manchas no me han salido ni en la cara ni en las manos.
—Ya verás como aquí encuentran las aguas medicinales que te van bien y en unos días, curada. ¿Te conté cuál es el origen de este balneario? —le pregunta Silverio.
—Creo que no.
—Se dice que en el siglo XVIII, unos perros del marqués de San Millán se bañaron en una de las pozas de aguas calientes que venían de unos manantiales del monte Aiakelu. Los perros padecían sarna y a los pocos días estaban totalmente curados. No sé si es leyenda o no, aunque se sabe que el marqués de San Millán compró, en las fechas a las que alude la leyenda o la historia, estos terrenos. Poco tiempo después de su adquisición mandó analizar las aguas. En el examen realizado se confirmaron las propiedades mineromedicinales de las mismas que, a finales del XVIII, fueron declaradas de utilidad pública.
—El ejemplo de los perros me viene que ni pintado —dice Marina con sorna.
Cuando entran en el comedor solo hay unas quince mesas ocupadas. La mayoría de los comensales, según van pasando Marina y Silverio, los miran sin ningún tipo de recato: son los nuevos huéspedes. Probablemente la mayoría de los que allí se encuentran ya se conocen de otras estancias en el balneario. Casi todas son personas de mediana edad y van elegantemente vestidas.
A Marina le parece que el ambiente es encantador. Y el comedor muy hermoso, con grandes ventanales y verdes plantas que le dan un toque especial. Mira de reojo a Silverio que, un poco avergonzado por la situación, camina a su lado. Ella se siente segura, sabe que no desentonan en aquel lujoso lugar.
Marina lleva un vestido azul marino de manga larga con puños vueltos en blanco y un gran cuello blanco a juego, muy favorecedor, que forma como dos grandes triángulos al lado del profundo escote en pico. La falda es recta hasta un poco más arriba de la rodilla, para abrirse en levísimos godés. El largo, por media pierna, le hace aparecer mucho más estilizada. Silverio va de traje gris, impecable.
Una camarera perfectamente uniformada con delantal y cofia blanca los conduce hacia una de las mesas cerca de uno de los grandes ventanales.
—Si se supone que son personas educadas, ¿por qué nos miran de esa forma? —se plantea Silverio nada más sentarse en la mesa.
—Nos miran cuando nos tienen de frente. Ni uno solo se ha vuelto para hacerlo. ¿Te has fijado? Solo una señora nos ha ignorado totalmente —comenta Marina.
—Estoy tan nervioso que no he reparado en nadie —confiesa Silverio.
—Está sola en la mesa. Hemos pasado a su lado. Ahora no puedes mirar, se encuentra a tus espaldas.
Marina levanta su copa y mira a Silverio, que hace lo mismo.
—Por ti, mi amor —brinda Marina.
—Por ti, Marina, a tu lado la vida es maravillosa.
—Sé que Rosita está bien atendida, pero me sentiría más feliz si la tuviéramos aquí con nosotros —dice ella.
—Se lo propusimos y le dimos la posibilidad de elegir —le recuerda su marido.
—Sí, y ya sé que prefirió quedarse en Candás. Desde que tiene ese nuevo amigo, Donato, se pasa el día en la calle. —Marina se queda pensativa.
—No te preocupes, solo son unos días los que estaremos fuera —la tranquiliza Silverio.
La cena está resultando deliciosa. Como han llegado los últimos, algunos de los comensales van abandonando el comedor, momento que aprovecha Marina para fijarse en cada uno e imaginarse cómo será su vida y a qué se dedicarán. En realidad, no quiere saberlo, no le importa nada, pero le divierte imaginar historias. Por ejemplo, la persona más joven en todo el comedor, una muchacha de unos veintitantos años, acompañada de un hombre que pasa de los cuarenta, lleva a Marina a pensar que seguramente será cantante lírica y el hombre, su representante. Algunas veces ha intentado que Silverio le siga el juego, pero es perder el tiempo.
—Silverio, ¿crees que todos los huéspedes vienen a hacerse tratamientos?
—Seguro que no. Pero, probablemente, todos acaban por probar alguno. Yo es lo que pienso hacer —asegura Silverio.
—¿Habrá venido sola? —pregunta Marina.
—No sé de quién hablas.
—De la única persona que no se enteró de nuestra llegada.
En ese preciso instante, la mujer en la que Marina se había fijado desde el primer momento hace ademán de marcharse. Se levanta despacio, toma su bolso y dos libros y camina hacia la salida. Al pasar al lado de Marina y Silverio, los saluda con una leve sonrisa para desearles buenas noches.
A Marina no le pasó desapercibido el detalle de los libros. Detalle que vino a incrementar su interés por conocerla. Estaba segura de que aquella mujer, cercana a los sesenta, era alguien muy interesante. La desbordante personalidad que irradiaba constituía buena prueba de ello. Resultaba imposible no fijarse en ella.
—Qué suerte estamos teniendo con el tiempo. La verdad es que venía mentalizado de que no íbamos a poder abandonar el hotel, pero es una delicia pasear —se deleita Silverio.
—Al caer la tarde refresca, pero ahora más que otoño parece primavera. Si mañana continúa el buen tiempo, y si te apetece, podemos hacer una excursión más larga —le propone Marina.
—Estupendo. ¿El tratamiento lo tienes a las mismas horas que hoy? —le pregunta él.
—Sí, a primera hora y después de la seis.
—¿Estás contenta?
—Sobre todo, animada. Ya te he comentado que no le han dado importancia a mi afección. Dicen que es una especie de eccema y que en tres días notaré la mejoría. ¿Tú te has decidido por algún tratamiento? —se interesa ella.
—Me aconsejan unas sesiones para mejorar las vías respiratorias. Esta tarde empiezo.
Marina y Silverio se encuentran paseando siguiendo el curso del río Urola.
—Es hermoso contemplar toda esta arboleda enmarcando la corriente del río. La naturaleza nunca defrauda —asegura Marina.
—Y qué diferente se manifiesta según la zona.
—Desconozco la razón por la que tu comentario me hace recordar Cuba, y ello me lleva a preguntarte si te parecería bien que nos fuéramos a La Habana una temporada. Podríamos pensar en la posibilidad de hacer el viaje el año que viene —le plantea Marina.
—Hace un tiempo pensé en hacerte la misma propuesta, pero la deseché creyendo que tal vez no te interesaría. Por supuesto que me apetece. Además, a ti te vendría bien «pasar revista» a tus negocios —le sugiere Silverio.
—Tengo total confianza en René, pero sí estaría bien. A ti te agradará volver a ver a tus amigos. Y a Rosita le prometí que un día la llevaríamos. Creo que nos vendrá bien a los tres. Tengo que escribirle a René para que venda la casa del Vedado. Es preciosa, pero no podría vivir en ella. Compraré otra en la misma zona.
Silverio no puede evitar pensar en la anterior vida de Marina, pero inmediatamente rechaza la tentación: es pasado. Lo que importa es el presente y también el futuro.
—¿Le vas a pedir que te la compre él?
—No. Le diré que me haga una selección de las que estén en venta y al llegar nosotros compramos la que más nos guste. Mientras tanto, viviremos de hotel.
—Lo tienes todo pensado —dice Silverio—. ¿Te parece que regresemos? Se acerca la hora de la comida.
—Estupendo. Qué bien estamos aquí los dos solos. Con todo preparado sin tener que organizar nada. Por cierto, ya sé quién es la señora que ayer estaba sola en el comedor.
—¿Sí? ¿Y cómo te has enterado?
—Esta mañana, cuando bajé a recepción, la vi al fondo del salón y, discretamente, pregunté quién era.
—¿Y?
—Es la marquesa del Ter. Está aquí con su marido, que es diplomático. Es la primera vez que vienen a Cestona. Han llegado hace unos días de Marruecos, donde vivieron el desastre de Annual.
—Qué interesante.
—Me lo pareció desde el momento en que la vi. Creo que es francesa.
Silverio se ha quedado profundamente dormido. Marina lo mira con ternura. Cada día le quiere más. Hace unos momentos con él ha conseguido escalar la cima más alta de placer.
Después de la comida habían salido al jardín para dar un corto paseo, y allí, rodeados de magnolios y tilos, se besaron como si nunca lo hubieran hecho. A Marina le gusta provocar el deseo en su marido. Tomar la iniciativa, jugar con algunas caricias.
Marina sonríe al recordar cómo subieron las escaleras disimulando la ansiedad que se había apoderado de ellos. Al entrar en la habitación, ni un segundo de tregua.
Puede que en el acto sexual el hombre se agote más, porque Silverio se ha quedado exhausto y ella no siente ningún cansancio. Podría quedarse en la cama a su lado, pero prefiere bajar a tomar un café y leer un rato.
Al llegar al hall, Marina oye una suave melodía que proviene de una de las salas… Se acerca y mira por la puerta entreabierta; una mujer es quien consigue arrancar aquella música tan preciosa de un elegante piano de cola. No hay ni una sola persona en la sala. Después de pensarlo unos minutos, se decide a entrar y sentarse sin hacer ningún ruido en uno de los sillones.
Escucha emocionada. No entiende nada de música. Nunca ha asistido a un concierto, pero aquella música tan suave, tan sugerente, la transporta a lugares de ensueño. Es preciosa, se siente conmovida. Cierra los ojos y solo existe la música. Son momentos inolvidables. Al final, no sabe si es lo correcto, pero no puede resistir su entusiasmo y aplaude.
La pianista sorprendida se vuelve.
—Muchas gracias, no sabía que tenía público.
A Marina le ha impresionado tanto la música que no había prestado atención a la persona que la interpretaba. Su sorpresa es grande al comprobar que es la marquesa del Ter.
—Ha sido maravilloso. Muchas gracias —dice tímidamente.
La marquesa se levanta y va hacia ella.
—Soy Lilly Rose Schenrich. —Le tiende la mano.
—Marina González, un placer saludarla y haberla podido escuchar.
—¿Es aficionada a la música? —le pregunta Lilly.
—Desde hoy lo seré. Mi incultura musical es absoluta. He escuchado muy poca música en mi vida. Me propongo intentar arreglarlo a partir de ahora.
—¿Es usted vasca?
—No, soy asturiana. ¿Usted es francesa o inglesa? Habla un perfecto español —dice Marina con admiración.
—Soy francesa, pero casada con español desde hace treinta y siete años. Hemos vivido siempre entre Londres y Madrid. El español es como si fuera mi propio idioma.
Lilly Rose Schenrich había nacido en París en 1864. A los veinte años se casó con el diplomático, Ramón Alejandro Leopoldo Cabrera y Richards, segundo marqués del Ter y segundo conde de Morella.
Destacada pianista, Lilly Rose había actuado en importantes teatros de Francia, Inglaterra y España. Estaba en posesión de la médaille de la reconnaissance française, otorgada por el Gobierno francés como reconocimiento por su trabajo al comienzo de la Gran Guerra, en 1914, al haber creado una organización humanitaria, la Sociedad para la Asistencia de los Hospitales Aliados, que prestó gran ayuda a los hospitales franceses. Pero sobre todo por lo que últimamente se hablaba de la marquesa del Ter era por haber sido la fundadora, en 1918, junto con María de la O Lejárraga, de una de las primeras organizaciones feministas de España, la Unión de Mujeres de España (UME), que defendía la educación de las mujeres y protestaba por las injustas leyes españolas para con el sexo femenino.
Hacía solo unos meses que en el The New York Times Book Review and Magazine se publicó un párrafo de la carta escrita por la marquesa del Ter a la reina de España Victoria Eugenia, en un intento de que las apoyara en sus reivindicaciones:
Cuerpo y alma, las mujeres no somos más que esclavas. La actriz que se casa no puede firmar un contrato sin el consentimiento de su marido. La que es viuda no puede tener un piso sin la ayuda de un pariente masculino. Y en el consejo familiar somos completamente ignoradas. Ni siquiera podemos abrir una cuenta bancaria, ni tocar una herencia, ni elegir a los maestros de nuestros propios hijos. Nuestras dotes pasan a nuestros maridos en el momento que nos casamos. Puede que consiga un millón al año por mí misma, pero como esposa necesito acudir a mi marido por cada dólar que quiero. ¿Es esto justo o equitativo en 1921?
La marquesa del Ter había participado, hacía un año, en Ginebra como delegada española en el Congreso para el Sufragio Femenino de la Alianza Internacional de Mujeres.
—Perdóneme, usted es pianista, ¿verdad? Seguro que es famosa, pero, como le decía, desconozco todo de ese mundo —confiesa Marina.
—Sí, querida, soy pianista. He actuado en muchos teatros, pero no soy famosa. No me he dedicado exclusivamente a ello. Para triunfar en ese mundo hay que entregarse en cuerpo y alma.
—¿También compone? —quiere saber Marina.
—Alguna cosita, pero solo para mí. ¿No le interesa saber quién es el compositor de la música que acaba de escuchar?
—Por supuesto, ¿la puedo invitar a tomar un café?
—Claro. Vamos a la sala. Hasta las cinco y media no tengo que subir a buscar a mi marido. Le cuento, la música que interpretaba hace un momento es de Chopin, uno de sus Nocturnos, el Opus 9, n.º 2.
—¿Chopin escribió muchos nocturnos?
—Creo que veintiuno.
—¿Es este el que más le gusta? —se interesa Marina.
—No podría decantarme por uno. Todos me parecen geniales —responde Lilly.
—¿Chopin es el compositor que estuvo en Mallorca, en Valldemossa, con una señora que se vestía como un hombre?
—Sí, el mismo. La señora era su amante, la excéntrica poetisa Aurora Dudevant, aunque se hacía llamar George Sand. Los dos estaban enamorados de Valldemossa. Ella siempre decía: «Todo lo que el poeta y el pintor pueden soñar, la naturaleza lo ha creado en este lugar». Pero hablemos un poco de usted, Marina.
—Es la segunda sesión y creo que su piel ya ha reaccionado —le dice la señora que la atiende.
—Sí, las manchas aparecen como más difuminadas. Qué bien. Muchas gracias —contesta Marina.
—La dejaré unos minutos sola para que las aguas sigan haciendo su efecto.
—Perfecto.
Marina se siente relajada y muy contenta por el encuentro que ha mantenido con la marquesa, que le resulta interesantísima. Ha aprendido un montón de cosas con ella. Se nota inmediatamente que es una persona culta, que además ha viajado mucho, que conoce diversas culturas y que se ha enriquecido también con el contacto de personas notables. Se pasaría días enteros preguntándole por diversos temas. Habían quedado en verse al día siguiente.
La marquesa, que era miembro de la Real Sociedad Económica Matritense de Amigos del País de Madrid, le había contado los pormenores del ingreso de las primeras mujeres en esta entidad. Marina, cuando se enteró de que Jovellanos fue el académico que defendió la entrada de las mujeres, no pudo por menos de manifestar su alegría al conocer la postura del ilustre asturiano.
En la larga conversación que mantuvieron, Marina le contó que probablemente el próximo año viajaría a La Habana. La marquesa se mostró muy interesada. Le dijo que le daría su dirección porque deseaba que le contara cuál era la situación de las mujeres en Cuba, porque, aunque algo había leído, siempre era mejor contar con testimonios directos.
Marina le había confesado que ella no sabía nada de feminismo y que nunca se había planteado condenar la injusticia de las leyes para con las mujeres.
—De lo único de lo que me he quejado es de que no nos dejen votar, como hacen los hombres. Me parece incomprensible —admitió Marina.
—Vivimos en una sociedad totalmente injusta. Una sociedad que está en manos de los hombres, pero esto tendrá que cambiar. Debemos luchar porque así sea. Me sorprende que no sepa nada de nuestros incipientes movimientos feministas, porque una de nuestras colaboradoras en la UME, Esperanza Rodríguez Cerdán, estaba de maestra en un pueblecito de Asturias. Molleda creo que se llama, aunque no sé si seguirá o le habrán dado otro destino. Desde que yo estuve con ella han pasado cinco o seis años.
—Molleda está en Corvera, muy cerca de Candás, que es mi pueblo, el lugar donde vivo. Sé que la madre de Alejandro Casona, doña Faustina Álvarez, creo que se llamaba, fue maestra en Miranda, pero nunca he oído hablar de esa otra profesora, aunque su nombre me suena. Sí, ya sé, puede que haya leído su nombre en la revista Asturias, cuando yo estaba en La Habana.
—Sí es muy posible, Rodríguez Cerdán colabora en muchas publicaciones —aseguró la marquesa.
—Señora de Rodríguez, ¿se ha quedado dormida? Ya estoy aquí —dice la enfermera entrando en la sala.
—No, no me he dormido, pero sí disfruto de este relax.
Marina no dice nada más. No le ha sentado muy bien que utilicen el apellido de Silverio como si ella no lo tuviera. Es posible que la conversación mantenida con la marquesa haya influido en su reacción. «A partir de ahora —se dice—, voy a ser más sensible a la marginación a la que nos somete la sociedad». Marina que, sin estar en ninguna organización, siempre ha sido defensora de la cultura para la mujer y para el hombre, no puede entender las críticas que —según le contó la marquesa— se hicieron a las mujeres cultas que deseaban que la sociedad reconociera sus méritos. Críticas aparecidas de forma casi unánime después de que la primera mujer en solitario, la escritora sueca Selma Lagerlof, fuera distinguida con el Premio Nobel de Literatura. Decimos en solitario porque unos años antes, una mujer, Marie Curie, había ganado el de física junto a su marido Pierre Curie y Henri Becquerel.
No exageraba la marquesa del Ter al hacer aquellas afirmaciones sobre las críticas a la escritora sueca. Por poner un solo ejemplo, en el periódico El Noroeste de Gijón se había publicado en primera página un artículo que, entre otras cosas, decía:
Selma Lagerlof ha sido agraciada con el Premio Nobel. Para doña Emilia Pardo Bazán se pide el ingreso en la Academia Española. Las aguas van por el cauce del feminismo. Bien está; pero ¿no podría ser esto un error y un motivo de inquietud para las mujeres mismas?
(…) No en vano una mujer se despoja de su femenina condición para anhelar glorias mayores y saciar ambiciones más altas… ¡Oh, el martirio de ser mujer superior! ¿Por qué si no los hombres casados con mujeres superiores o se han divorciado de ellas enseguida o han sido unos perpetuos desdichados?
(…) El porvenir del feminismo ha de ser la ruina de la mujer. Porque el feminismo es el relajamiento de los resortes morales, la pérdida del espíritu de abnegación y de sacrificio que han sido hasta hoy las características del sexo.
—Ya puede vestirse, señora. Es increíble lo bien que está reaccionando al tratamiento. Mañana la espero a las diez.
—Muchas gracias.