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Ocultos sentimientos

Silverio camina cabizbajo por la calle de la Cuesta, su calle de toda la vida, la que recorría para ir y para volver de la mar. La misma que aquella horrible mañana de 1877 bajó como una exhalación con la ilusión de encontrarse con su padre.

Al regresar de Cuba, Silverio había intentado que su madre ocupara de nuevo la casa que le había comprado —y en la que Rosa había vivido un tiempo—, pero un día la dejó para volver a su casa de siempre, a la calle de la Cuesta donde sigue desde entonces. Decía que toda su vida estaba allí y los recuerdos significaban mucho para ella. Ante la negativa de su madre, Silverio había mandado realizar algunos arreglos en la vieja casa. Ahora tenía el baño dentro y también había ampliado el ventanuco de la cocina que se convirtió en una alegre ventana.

Sabe que es ley de vida. Que su madre es mayor, pero pensar en que se vaya para siempre le pellizca el corazón. El médico se ha mostrado bastante pesimista. Los pulmones de Rosa no responden y parece complicado que pueda superarlo. Sigue intentando hablar con su hermano Lolo sin conseguirlo. Está enterado de su historia con Reme y piensa que alguien tendría que decirle algo. En qué lugar deja a la chica, si luego no se casa con ella. Marina le ha contado que a Reme no le importan nada los comentarios, que lo que quiere es estar con él.

Es tan viejo como el mundo, piensa Silverio, que algunas mujeres para conseguir casarse con el hombre deseado se quedan embarazadas para forzarlo. A algunas, sin duda, les da resultado mientras que otras se quedan solas con el hijo. Tal vez Reme persiga lo mismo.

Al pasar al lado del chigre ve al viejo Agustín, que sale a su encuentro.

—Silverín, ¿cómo sigue tu madre? Ya sé que está mala —le pregunta el viejo marinero desde la puerta.

—Bastante mal, pero pidámosle al Santo Cristo que nos la deje un poco más.

—Ven a tomar un vino con nosotros.

Silverio duda unos segundos, pero piensa que no le vendrá mal charlar con aquel grupo de viejos marineros que ya no salen a la mar, pero que la siguen añorando como si de una mujer se tratara. Marina siempre le comenta que los rostros de los marineros de Candás poseen una gran personalidad.

—Son rostros curtidos y tallados como mascarones de proa. Rostros que han sido besados igual que ellos por soles, lluvias y tempestades mientras surcaban los mares. Siento, querido Silverio, que tú no hayas llegado a alcanzar esa perfección, pero te quiero igual —aseguraba Marina mientras se reía.

Ahora, al verlos sentados en el chigre, piensa que su mujer tiene razón. Además, sin haber estudiado —la mayoría no saben ni leer ni escribir—, poseen una inteligencia innata y un sentido común del que carecen muchas personas educadas y estudiadas.

—¿Qué tal, Silverio? Hace muchísimo que no te veo. ¿Todo bien? —pregunta uno de ellos.

—Bastante bien, no puedo quejarme. Pero sigan con lo que estaban hablando.

—Nosotros estamos con nuestro tema de siempre. Antes el boliche, ahora la tarrafa. Hay que fastidiar a los más pobres. ¿Por qué tienen que utilizar sistemas que arramplan con todo? Dejan a las pequeñas embarcaciones en la ruina. También hablamos de este verano tan raro, no solo por el tiempo, sino por la situación de España —dice uno de ellos.

—Pero ahora que te tenemos aquí, Silverio, vamos a aprovechar para hablar un poco de política. Seguro que tú nos puedes contar muchas cosas de lo sucedido en África —apunta Agustín.

—Yo no sé nada más que lo que publican los periódicos. Ha sido una gran desgracia. Han muerto más de diez mil españoles —dice Silverio.

—Incluso se habla de trece mil —corrige Agustín.

Aquellos días, la población española se encontraba conmocionada. No hacía mucho tiempo que todavía se pensaba que las tropas españolas en África, mandadas por el general Fernández Silvestre, iban a conseguir la pacificación definitiva del territorio al alcanzar la bahía de Alhucemas. Pero la ilusión de un final para el conflicto africano se había esfumado al llegar la noticia de que el ejército español había sufrido la mayor tragedia de su historia, al caer aplastado por las tribus rifeñas mandadas por Abd El-Krim, cerca de Annual.

—Si es verdad todo lo que se cuenta, debió de ser algo espeluznante. Se habla de que soldados y oficiales españoles se mataron entre sí intentando conseguir un transporte en el que huir —dice Agustín.

—Es posible que así haya sido. Por lo que he podido leer, se cometieron muchos errores. Se acusa al general Fernández Silvestre, que había hecho grandes progresos en la pacificación, de haber comprado la lealtad de unas tribus rifeñas y que, en vez de desarmarlas, les permitió seguir con las armas.

—Pues sí que hay que ser confiado. ¿Él murió? —pregunta uno de los reunidos.

Silverio se queda unos segundos en silencio, no sabe si contarles que él conoció al general. Mejor no, que igual lo consideran presunción por su parte. Pero considera un deber recordar a aquel valiente joven que conoció en Pinar del Río.

—¿Saben que el general Fernández Silvestre había nacido en Cuba y que desempeñó un papel destacadísimo en la guerra de independencia cubana? —les pregunta Silverio.

—Ni idea. En esa guerra estuviste tú. ¿Coincidiste con él? Cuenta, cuenta —le apremia Agustín.

—Le vi solo una vez. Tenía mucha fama, tanto por su temperamento como por gozar de buena estrella. Se contaba que en un combate contra los mambises, Silvestre recibió cinco heridas de bala y su caballo resultó muerto. Los mambises lo ataron a las ramas de un árbol y lo acuchillaron once veces, dejándolo por muerto. Pero, rescatado en estado crítico, logró recuperarse. Su valor era extraordinario. Puedo dar fe de ello. En uno de los enfrentamientos en Pinar del Río, yo vi cómo después de matarle tres caballos, consiguió un cuarto y volvió al combate. Pero contestando a lo que me preguntaba, parece ser que el general Fernández Silvestre sí murió en Annual, aunque su cuerpo no ha aparecido. Y no creo que aparezca, ya han pasado muchos días. Unos periódicos opinan que cayó en combate, otros que se había suicidado pegándose un tiro en la cabeza. Y lo último que he leído en El Noroeste es que los moros se habían apoderado de sus restos —cuenta Silverio.

—Por lo que dices, no se explica muy bien que siendo tan valiente haya llevado a sus hombres a semejante desastre —apunta Agustín.

—Puede que como estratega no fuera tan bueno o que se haya confiado en exceso. Muchas de las tribus cabileñas, que en teoría eran fieles a España, no dudaron en olvidarse de ello integrándose en las filas capitaneadas por Abd El-Krim. Y luego hay que tener en cuenta la situación en la que se encontraban las tropas españolas: estaban mal pagadas, mal alimentadas, mal calzadas (iban con alpargatas), sin ningún tipo de entrenamiento y con un armamento anticuado. Sin tener en cuenta la corrupción que, según diversas fuentes, existía tanto entre oficiales como en la tropa que realizaban ciertos trapicheos con los moros.

—Qué pena, Silverio, casi toda la juventud española que no ha tenido dinero para eludir su traslado a África ha fallecido. ¿En qué mundo vivimos? —se lamenta uno de los reunidos.

—Alguien tiene que pagar por esto. ¿Qué pasa con el Gobierno? —pregunta otro.

—Pienso que tendrán que dimitir, pero menudo panorama para quien se haga cargo —dice Silverio.

—Nunca sé cómo se llama el actual presidente, el que sustituyó a Dato —dice Agustín.

—Se llama Manuel Allendesalazar —contesta Silverio.

—El rey ha suspendido sus vacaciones y ha vuelto a Madrid —comenta otro del grupo.

—Es lo que tiene que hacer y si encima, como dice Silverio, el Gobierno dimite, tendrá que empezar a hablar con unos y con otros —aventura Agustín, que le pregunta a Silverio—: ¿Quién crees que puede ser el próximo presidente?

—Agustín, no se precipite, que tiene que dimitir el actual.

Silverio hace ademán de levantarse, pero Agustín le dice:

—No te vayas, toma otro vino. Sé que alguna vez vas a los toros. No sé si conoces a José, es el mayor aficionado a los toros de toda Asturias, aunque solo haya podido ir una vez en toda su vida a una plaza. Pero cada vez que llega la semana grande de Gijón se pone hasta nervioso.

—Está bien, a esta ronda invito yo —dice Silverio, sentándose. Y dirigiéndose a José le dice—: Me imagino que esa corrida a la que asistió sería en El Bibio. ¿Fue hace mucho? —quiere saber Silverio.

—La verdad es que no hace muchos años —dice José, que se ladea un poco la boina haciéndose el interesante—, creo que siete. Sí, fue en 1915 cuando vi torear en El Bibio al más grande de todos los tiempos: el Pasmo de Triana, que precisamente volverá a torear dentro de unos días en Gijón.

—Así que estuvo usted en el famoso debut de Belmonte. Me ha contado un amigo que vive en Madrid que este año en la corrida de la prensa, Juan Belmonte fue el gran triunfador llevándose la oreja de oro —comenta Silverio—. Pero cuéntenos, José, ¿cómo toreó aquel día el de Triana?

—Antes hablabas del valor de ese militar, pues el de Belmonte no es menor, torea metido entre los pitones, en un derroche de poderío…

Agustín, que seguía la explicación muy interesado, no pudo contener su curiosidad.

—Oye, José, ¿qué son los pitones? Hablas que no pareces tú —dice asombrado Agustín.

—No seas zoquete, Agustín, son los cuernos del toro. Y déjame seguir. Nunca vi nada más guapo que la plaza de toros de Gijón engalanada. Ni mujeres tan preciosas como aquellas que llenaban las tribunas. También estaban los oficiales del acorazado España. A Belmonte le tocó el tercero de la tarde y enloqueció al público con sus molinetes, redondos de pecho y naturales. Tan pronto estaba agarrado a un cuerno del toro como arrodillado ante él. Mató bien. Prolongadísima ovación y oreja.

—O sea que usted, José, es de los que no está de acuerdo con aquellos que aseguran que Juan Belmonte utiliza el arrojo, la temeridad, para suplir sus carencias artísticas —le plantea Silverio.

—En absoluto. Eso lo dicen los seguidores de Joselito o del Gallo, como prefieras llamarlo.

—¿Tú, Silverio, a cuál prefieres?

—Como usted, me quedo con Belmonte, pero es verdad que no soy entendido en tauromaquia.

—¿Quieres decir que solo a los que no saben les gusta el Pasmo de Triana? Pues si piensas así, te equivocas. Su estilo es nuevo. Nadie se ha enfrentado al toro como él. Nadie consigue hacer vibrar al público como él. Ya verás como pronto tiene miles de seguidores —asegura José, un tanto alterado.

—Sin duda, es usted uno más de sus fieles admiradores. José, estoy pensando que igual le apetece venir conmigo a la segunda de las corridas que torea en Gijón, ahora, en la semana grande.

—¿Lo dices en serio? —pregunta José, sin poder disimular su ilusión—. Pensé que nunca más volvería a una corrida. No puedo permitírmelo. La única vez que estuve me invitó un amigo de mi hijo.

—Está vez, y espero que alguna más, le invito yo —asegura Silverio.

—Muchísimas gracias, me acabas de proporcionar una grandísima alegría —agradece José, emocionado.

Silverio se siente bien al comprobar la ilusión con la que José ha recibido su invitación, pero quien sí se llevará un alegrón inmenso será Marina cuando le cuente lo sucedido y sobre todo porque de esa forma no tendrá que acompañarlo a los toros.

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Marina se está arreglando para ir a ver a su suegra. Ha estado por la mañana. Pero volverá ahora y se quedará con ella hasta que llegue la hija de Rosa, casada en Luanco, que viene a pasar la noche con su madre. Desde que Rosa se ha puesto enferma, todos sus hijos han querido llevarla a sus casas. Marina ha insistido para que se fuera con ella, que es la que vive en Candás, pero Rosa se ha negado. Dice que quiere esperar la muerte en el mismo lugar donde siempre ha vivido.

Se le ha hecho un poco tarde porque se ha entretenido limpiando la plata. La primera vez que Silverio la vio en tal ocupación, extrañado le preguntó por qué no les encomendaba ese trabajo a las criadas. Marina le contó que le divertía hacerlo.

—Y además —le confesó—, la reacción tan inmediata del metal al pasarle un paño me invita a reflexionar sobre muchos temas.

—Querida Marina, nunca dejarás de sorprenderme. —Silverio se rio y con mucha sorna le preguntó—: ¿Se puede saber hacia qué temas te encamina la limpieza de la plata?

—No es broma, te lo estoy diciendo en serio. Verás, a los pocos días de empezar a servir en casa de los señores de Alfageme, me mandaron limpiar unas bandejas casi negras, parecía imposible que aquello pudiera volver a brillar. Y, sin embargo, al poco tiempo se empezó a iluminar. Y ello me llevó a pensar en que cuando existe calidad, aunque esté oculta, puede aparecer. La cultura, la educación, la amabilidad, el afecto y la generosidad son capaces de hacer aflorar la calidad de las personas. No tengo ninguna duda de ello.

—Pero una vez que has descubierto esa reflexión, ¿por qué lo sigues haciendo? —inquirió Silverio.

—Para que me lo vuelva a recordar. Ya sabes que es fácil olvidar.

—Te olvidarás algún día de mí.

—Jamás, Silverio. Para que eso ocurriera tendría que dejar de ser yo.

Marina se mira en el espejo, aunque no va a la playa y, por supuesto, no expone su rostro al sol, otros veranos su piel solía estar un poco tostada de los paseos por el muelle, pero este año casi no ha salido el sol. Se recoge el cabello en un moño bajo y duda si darse un poco de colorete que avive sus mejillas.

—Madre, me gusta mucho cuando se peina así —dice Rosita, que acaba de entrar en la habitación.

—¿No crees que me hace parecer aún mayor de lo que soy?

—En absoluto. Le da un aire distinguido.

—Gracias, preciosa. ¿Qué has hecho esta tarde?

—He estado leyendo los cuentos que me ha enviado Julia. Qué pena que no hayan podido venir a veranear este año.

—La verdad es que los he echado mucho en falta. Me dicen en la carta que si el trabajo de Paco se lo permite igual se escapan la semana del Cristo —le cuenta Marina.

—Estupendo, así podré decirle a Julia lo mucho que me gustaron las últimas historias de Pinocho y Chapete, que pienso llevárselas a Inés cuando vayamos el mes que viene a Oviedo —dice Rosita.

Inés había pasado en Candás, al igual que el año anterior, quince días en los que Rosita fue feliz. La amistad entre las dos muchachas cada día era más profunda. Aquel verano, su primo Vicente y otro muchacho, Donato, que vivía en Candás desde hacía un año y que a Rosita le resulta especialmente simpático, habían participado con ellas en muchas de sus excursiones y paseos. Además, había conseguido que Inés, que no era muy partidaria de ello, la acompañara al Arrabal para ver cómo era el ambiente del baile que allí se celebraba al aire libre.

—Madre estoy muy contenta porque Inés y Vicente han congeniado muy bien. Vicente le ha contado que va a comenzar a estudiar Magisterio y me da la sensación de que eso los ha unido.

Marina recordó lo que le había comentado sor Carmen sobre las posibles inclinaciones de Inés para ser maestra, pero a su hija no se lo cuenta. Se limita a preguntarle:

—Y a ti, Rosita, ¿qué te gustaría estudiar?

—No lo sé. Si tuviera aptitudes para ello me encantaría pintar.

—¿Dibujas bien?

—No lo hago muy mal.

—Tal vez deberíamos ir pensando entonces en mandarte a bellas artes. Por cierto —dice Marina—, nada que ver con lo que estamos hablando. ¿Tú sabes quién fue el Cid Campeador?

—La verdad es que el nombre me parece haberlo oído en clase pero no sabría decirle nada de él —se sincera Rosita.

—Ahora no tengo tiempo, pero mañana te hablo de él —promete Marina.

—¿Fue muy importante?

—Sí, es un personaje de gran relevancia en la historia de España. Me he acordado de él porque esta mañana he estado leyendo que sus restos y los de su mujer, doña Jimena, que era asturiana —espero que de esto no te olvides—, fueron trasladados hace unos días a la catedral de Burgos.

—¿Dónde reposaron hasta ahora? ¿De qué parte de Asturias era doña Jimena?

—No se sabe con seguridad dónde nació doña Jimena. Muchos apuntan a Oviedo y otros a Nava. En cuanto a los lugares de enterramiento han sido muchos. Primero Valencia, después el monasterio de San Pedro de Cardeña, y en dos emplazamientos distintos de la ciudad de Burgos hasta hace unos días en que fueron llevados, como te decía, a la catedral.

—Madre, ¿quiere que la acompañe?

—No, cielo. Me voy a quedar bastante tiempo, volveré a la hora de cenar. Si quieres y te apetece, puedes ir a buscar a tu padre a la tienda. Le hará mucha ilusión.

—Me ha dado una idea, voy a ir a curiosear un poco. Igual un día tengo que atender yo la tienda —dice Rosita.

—Pídele a tu padre que te enseñe, le va a entusiasmar.

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Por fortuna, Marina, no se encuentra con ningún conocido por la calle que la entretenga y a las cinco y media está en casa de su suegra. Abre despacio, por si está dormida.

—¿Eres tú, Marina? —le dice Rosa—. Estoy despierta, no te preocupes.

—¿Cómo se encuentra, Rosa? ¿Ha dormido la siesta?

—Parece que respiro un poco mejor. Y he dormido desde las tres, más o menos. Lolo ha salido, pero volverá pronto. Así no te quedas tanto tiempo.

—Rosa, no se preocupe por mí, estoy encantada charlando con usted.

A Marina no le hace ninguna ilusión encontrarse con Lolo. Le apetecería hablarle de Reme, porque considera que su cuñado no se está portando bien con la chica. Una infeliz muchacha enamorada que está dispuesta a aceptar todo con tal de poder estar a su lado. Le cuesta entender ese tipo de amor. Ella ha querido y quiere a Silverio con toda su alma, pero si este se portara como Lolo, lo dejaría en el acto. Sabe que las comparaciones no deben hacerse, pero no puede evitar preguntarse si es mayor el amor que Reme siente por Lolo, que es lo único que le importa en la vida, o el suyo por Silverio. Marina no sabe si es injusta, pero cree que la diferencia entre una y otra consiste en que Reme no se quiere en absoluto y ella sí.

Marina no puede olvidar la respuesta de Reme cuando le comentó lo que le había contado su cuñada sobre lo sucedido en el portal: «Mire, señora, me resistí todo lo que pude, pero al final accedí. Y voy a ser sincera, ahora que sé lo que es, no tengo fuerzas ni quiero negarme. ¿Que me quedo embarazada y no se casa conmigo? Mala suerte. Aunque no voy a ser ni la primera, ni la última».

—Marina, quiero darte las gracias por lo feliz que haces a mi hijo Silverio. —Rosa la sacó de sus pensamientos.

—Él me hace muy feliz a mí, Rosa. Le doy gracias a Dios todos los días —asegura Marina.

—Me acuerdo cuando venías a casa a leerme sus cartas que llegaban desde La Habana, porque yo no sabía leer. ¡Ay, Marina! Estoy a punto de emprender el viaje final. No me quejo. He trabajado mucho, pero Dios me ha dado fuerzas para poder sacar adelante yo sola a mis cinco hijos.

—Es usted una mujer fuerte y valiente. Tiene que sentirse muy satisfecha de lo que ha hecho en la vida. Siempre que hablo con usted, Rosa, me acuerdo de mi madre —dice con pena Marina.

—Muchas veces la tengo en el pensamiento. Juntas vivimos momentos que no se borran jamás; las dos abrazadas llorando con el corazón destrozado temiendo lo peor. Los hombres a los que queríamos sepultados para siempre en la mar. Al dolor inmenso se unía la situación personal. Teníamos poco más de veinte años. Tu madre, cuatro hijos y yo cinco. Ella no pudo…

Marina no puede evitar las lágrimas, qué difíciles fueron para ella aquellos años.

El ruido de la puerta las sobresalta.

—Ahí está Lolo. Le voy a decir que te prepare un café y lo tomas con él en la cocina. Así yo descanso un rato.

—No, si él se queda y usted quiere descansar, yo me voy —dice Marina.

—Por favor, Marina, Lolo está siempre tan solo. Es tan raro. Es tu cuñado. Le gustará que charles con él.

Marina no se atreve a decirle que no.

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—El café ya está —dice Lolo, entrando en la habitación.

—¿Rosa, no prefiere que lo tomemos aquí? —le pregunta Marina esperanzada.

—Sí, madre, seguro que un poco de café le viene bien —apunta Lolo.

—No, iros a la cocina, prefiero cerrar los ojos un rato.

Marina se levanta de la silla donde está sentada y mira hacia la puerta creyendo que Lolo sigue allí, pero este ya se ha ido a la cocina. «Tomaré el café rápido —se dice—, y me iré». No le apetece nada hablar con su cuñado después de lo que le ha contado Silverio. Aunque también puede ser un buen momento para que Lolo le aclare las razones por las que ella no le resulta simpática. Marina no tiene conciencia de haberle ofendido en ningún momento. Su trato ha sido casi inexistente.

Lolo está fumando y mirando por la ventana abierta de la cocina. Sin darse la vuelta dice:

—¿Cómo la encuentras? He decidido no salir a la mar en toda la semana.

—Me parece que respira mejor. Mi sensación es que su final no es inminente. Me comentó Silverio que el médico creía que, si no se presentaba ninguna complicación, podría superarlo.

—Los médicos nunca se pillan los dedos —asegura Lolo.

—En este caso creo que se ha comportado correctamente. Tu madre está grave, pero es fuerte y evoluciona bien, claro que puede sobrevenir un enfriamiento y agravarse. Solo Dios sabe la hora y el día en que va a morir.

—Dios, Dios, siempre lo tenéis en la boca cuando no sabéis qué decir —dice de forma sarcástica Lolo.

Marina siente cómo su indignación crece por momentos. En las cuatro frases que han intercambiado, su cuñado no se ha dignado a volverse y sigue mirando por la ventana.

—Ni sé, ni me importa si tú, Lolo, crees en Dios. Yo sí, y no utilizo su nombre en vano. Solo digo que únicamente Él conoce cuándo será el final de Rosa, el tuyo y el mío. Por cierto, ¿quieres que te sirva el café o piensas seguir asomado a la ventana? —pregunta Marina con tono enfadado.

—Sí. Lo tomo solo. Perdona, no quería molestarte con el humo —se justifica Lolo mientras apaga el cigarrillo.

—Sabes que no me molesta. Tu hermano Silverio fuma.

—Sí, pero él utiliza tabaco de pipa caro y perfumado, no como esta basura que consumo yo.

Marina percibe tanta rabia en Lolo cuando se refiere a su hermano que no puede por menos de decirle.

—Lolo, ¿te ha ofendido en algo tu hermano?

—¿Por qué lo dices? Seguro que te comentó algo de la conversación del día de Pascua. Además de mantenido, ya veo que también es un calzonazos llorica.

—¿Pero qué te sucede? ¿Te has vuelto loco? ¿Cómo te atreves a tratar así a tu hermano?

—Sí, es probable que esté loco. Loco desde hace tiempo, pero nadie se ha dado cuenta porque todos me ignoráis. Ya estoy acostumbrado a ser invisible.

Marina no sale de su asombro. Mira a su cuñado y tiene que reconocer que es un hombre muy guapo, como decía su amiga Julia, aunque en estos momentos su expresión denota un gran sufrimiento.

—Lolo, no tengo ni idea de lo que te sucede. Que lo estás pasando mal resulta evidente. Y lo que también resulta evidente es que no tienes razones para quejarte. Hay personas que estarían dispuestas a darlo todo por estar a tu lado. Eres injusto al decir que nadie se fija en ti. No tengo ni idea de las mujeres con las habrás salido, aunque ahora existe una, ya sabes de quién te hablo, que te quiere con toda su alma.

—Tal vez algún día pueda quererla. Es tu criada preferida, ¿verdad? —le pregunta Lolo.

—Las tres son buenas. ¿Por qué me lo preguntas?

—Muchas veces lleva ropa tuya.

—También las otras, pero dime, Lolo, ¿cómo sabes qué es mi ropa? —pregunta curiosa Marina.

—¡Ay, Marina! Yo no hago como tú, que jamás te has dignado a posar tus ojos en mí. He sido un ser totalmente indiferente para ti. Siempre te he admirado y envidiado a Silverio por ser tu amigo. Cuando él se fue a Cuba pensé que yo podría ocupar su lugar, pero no volviste más a esta casa, bueno, sí, venías a leer sus cartas. Seguí tu amistad con aquel chico madrileño y fui la persona más feliz al comprobar que nada había entre vosotros y mucho más feliz al ver que Silverio se casaba con Norita. Y cuando estaba a punto de vencer mi timidez y acercarme a ti, la noticia de tu viaje me destrozó el corazón. Te ibas a Cuba y además te acompañaba mi hermano, uno de los gemelos. Era yo quien tenía que haberte acompañado, pero ¿quién se ocuparía de madre?

Marina no cree que pueda ser real lo que le está contando su cuñado. Se siente mal.

—Por favor, Lolo, no sigas.

Hace ademán de levantarse, pero la mano de su cuñado la obliga a sentarse de nuevo, mientras le dice:

—Es solo un momento. Ahora que he conseguido vencerme tienes que escucharme. Sí, Marina, jamás me ilusioné con ninguna mujer porque soñaba contigo. No salías con ningún chico y eso me animaba. Incluso cuando regresaste viuda de Cuba, pensé en acercarme, pero, como siempre, Silverio se me adelantó. ¿Sabes? La primera vez que abracé a Reme fue porque llevaba tu chaqueta. Cada vez que se pone algo tuyo se aviva mi deseo.

—¡Estás loco! —exclama Marina, levantándose.

—No sabes hasta qué punto —dice Lolo que, agarrándola de los hombros la obliga a volverse para besarla de forma apasionada en la boca.

Marina no puede liberarse de aquellas garras que la sujetan. Como si fuera un muñeco la ha colocado de espaldas a la pared impidiéndole todo movimiento. Hace esfuerzos por mantener sus labios cerrados ante la insistencia de su cuñado que no ceja de mordisquearla deseando introducir su lengua, mientras con una mano intenta levantarle la falda. La voz de Rosa viene en su ayuda.

—Lolo, ¿qué hora es? Me quedé dormida.

Al oír a su madre, Lolo disminuye la fuerza con la que la mantiene sujeta. Marina se separa de él y le da una bofetada.

—Ya veo que no soy lo bastante bueno para ti. Tal vez si fuera negro como el padre de tu hija me harías caso.

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Marina sale horrorizada. Se siente sucia. Necesita limpiar su cara. ¡Qué asco! Se queda un rato en el portal intentando serenarse. Menos mal que no ha venido nadie de la familia, que entran a la casa sin llamar. No quiere pensar lo que habría pasado si los hubieran encontrado en aquella situación. Se arregla el moño y baja la calle rezando para no encontrarse con algún conocido.

Al embocar la ribera a punto está de dirigirse hacia la Peña Furada para serenarse mirando las olas como tantas veces ha hecho, pero decide irse a casa, aunque antes se detiene en una fuente para humedecer el pañuelo y limpiarse con rabia la boca sin que la vean.

«¿Pero qué se ha creído este desgraciado? ¿Cómo se ha atrevido? ¿Cómo puede pensar esas cosas de mí?», se indigna.

Ella, que se creía inmunizada para cualquier tipo de crítica y que incluso se aventuraba a decirse a sí misma que no le importaría que le atribuyeran la maternidad de la niña, fruto de sus relaciones con un negro, ahora que lo ha escuchado siente el aguijón punzante de la maledicencia.

«Tengo que contárselo todo a Silverio», se dice. Pero inmediatamente se da cuenta de que, a pesar de sus deseos de ser totalmente diáfana con su marido, de no guardar ningún tipo de secretos entre ellos, de ser la prolongación uno del otro, a veces, como ahora, se impone la dura realidad. Sabe que no debe decirle nada de lo sucedido. Solo conseguiría indisponerlo en contra de su hermano. Establecer entre ellos un abismo insalvable. Tampoco tiene una amiga íntima a la que abrir su corazón. Y si la tuviera y fuera de Candás, tampoco se lo diría, porque, aunque guardara secreto, no miraría a Lolo como si no lo supiera. La señora Covadonga es como una madre para ella, pero este tipo de cosas la horrorizarían y, además, sería capaz de ir a ajustarle las cuentas a Lolo.

Pero ella necesita desahogarse, contar la terrible y desagradable escena para sentirse un poco aliviada. No quiere ni pensar en la indignación y en el asco que sentirá cuando tenga que volver a ver a su cuñado. Mas sabe que debe superarlo. Y también sabe que lo vivido esta tarde nunca se lo contará a nadie porque pertenece a ese apartado que debemos sufrir en soledad. «Solo Dios —piensa Marina—, solo mi Cristo Marinero me puede ayudar. Me acercaré a la iglesia y me postraré ante su imagen para contárselo todo y desahogarme con Él».