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Mientras tanto…

Vigo, domingo 10 de septiembre

En aquellos mismos momentos, en Vigo, Marina, Rosita y Silverio se encuentran en una de las habitaciones del hotel Continental. Allí los ha llevado la naviera, junto con los otros pasajeros de primera que llegaron al puerto de Vigo a bordo del Euclid. Este buque había logrado rescatar con vida a ochenta y cinco personas que fueron trasladadas, nada más desembarcar, al café Universal, donde el consignatario de la naviera se ocupó de ellos enviándoles a distintos hoteles, según la categoría del billete.

—Marina, ¿de verdad te encuentras bien? —le pregunta Silverio, preocupado.

—Sí. Las horas que he dormido en el barco arropada por vuestro cariño me han repuesto del todo. Me parece imposible haber logrado sobrevivir. Le doy gracias a Dios incesantemente —dice Marina.

Rosita, sentada junto a sus padres, mira por la ventana. Escucha lo que su madre dice. Ella también le agradece a Dios que los haya salvado y ahora puedan estar los tres juntos, pero le asalta una duda, ¿cuál será la reacción de los padres de Elena ante Dios, al haber permitido que a una de sus hijas se la tragara la mar?

Rosita les plantea este interrogante a sus padres.

—No es fácil responder a tu pregunta, cariño —le contesta Marina—. Verás, no debemos enjuiciar y colocar a Dios en la picota de cuanto nos sucede. Dios no quiso que alguien dejara abierta la puerta de las carboneras o que alguien no detectara el obstáculo para que el barco chocara y se produjera una vía de agua. Dios estaba muriendo con los que perecían en el mar y también con los que nos ayudaron a sobrevivir. ¿Por qué nosotros nos hemos salvado y otros muchos no, entre ellos, la hermanita de Elena? No existe respuesta o, por lo menos, yo no la conozco. Lo que sucede es que si creemos en Dios, Él nos puede consolar ante las tragedias que acontezcan en nuestra vida. Para los que de verdad tienen fe, la muerte no es el final. Es muy doloroso ver cómo las personas que amamos desaparecen de nuestras vidas. El único consuelo es pensar que Dios los acoge y que nosotros seguiremos el mismo camino. Además, querida Rosita, si los padres de Elena saben aceptar la desaparición de la niña, se sentirán mucho más cerca de Dios.

—Pero eso es muy difícil —dice Rosita.

—Para nosotros, sí. Pero con la ayuda de Dios, podemos. Lo que tenemos que pedir es que nos dé fuerza para sobrellevar todo tipo de dificultades.

—Nosotros —apunta Silverio— también podemos ayudarlos con nuestro afecto. Me enteraré del hotel al que los han llevado para ir a verlos.

—Qué bien, padre —exclama su hija.

—Marina —llama Silverio—, tenemos que decidir si regresamos a Candás o continuamos el viaje a Cuba. El consignatario nos ha dado dos días para pensarlo.

La Hapag había ordenado a su gente en Vigo que indemnizaran a los náufragos. A cada pasajero de tercera se le entregaron cinco libras esterlinas, diez a los de segunda y quince a los de primera. También la naviera dispuso que los pasajeros que no deseasen continuar el viaje recibieran la devolución íntegra del importe del billete.

—A mí me gustaría que fuéramos a Cuba —asegura Rosita.

—Pero ¿no te da miedo volver a embarcar? —le pregunta Marina.

—No, madre. Además, si queremos ir, no tenemos otra opción.

—Podemos dejarlo para dentro de un tiempo —apunta Silverio.

—Pienso como Rosita, aunque yo sí tengo miedo, pero cuanto antes dominemos el temor mejor —asegura Marina.

—¿Entonces? —quiere saber Rosita.

—Pues si tu padre está de acuerdo, no volvemos a Candás y nos embarcamos en el primer barco que nos pongan —le contesta Marina.

Unos golpes en la puerta les anuncian la llegada de Rita, que ocupa la habitación contigua.

—¿Habéis podido dormir, aunque solo sea un poquito? —les pregunta la gallega, que, sin esperar respuesta, sigue hablando—: Yo soy incapaz. Me siento tan excitada que no puedo quedarme quieta.

—Tienes que tomarte una tila —le dice Marina, después de la experiencia que han vivido juntas, se tutean.

—Ya lo he hecho y no me hace ningún efecto. Creo que mañana me voy para La Coruña —asegura Rita.

—¿Entonces, ya es seguro que desistes del viaje?

—Sí. No me siento con ánimos para seguir.

—Pero si no llega a ser por ti, ahora no estaría viva. Eres fuerte y no te dejas dominar, por muy difícil que sea la situación en la que te encuentres. ¿Cómo no vas a tener ánimos? —comenta Marina, sorprendida.

—No es miedo. Tampoco incertidumbre ante lo que pueda pasar. Lo cierto es que el viaje lo hacía un poco obligada por las circunstancias. Y ahora creo que es mejor esperar. Tal vez unos meses, un año o nunca. Mi vida está donde esté yo y no hay nada que me obligue a permanecer o a trasladarme de un lugar a otro si no quiero. Son las ventajas que tiene el estar sola.

—Perdóneme —dice Rosita—, pero estaría muy bien que iniciáramos el viaje otra vez juntos.

—No, preciosa. Yo me quedo. Por cierto, Rosita, ¿has pensado en ir a ver a la familia de esa niña amiga tuya?

—Hace un momento hablábamos de ello. Nos enteraremos dónde están alojados y los visitaremos —cuenta Silverio.

—Es posible que se hayan ido a su casa —apunta Rita—. Acordaos que embarcaron aquí en Vigo.

—Tal vez, pero yo creo recordar que Elena me habló de que vivían en una aldea. Rita, ¿por qué quiere verlos? —le pregunta Rosita.

—Siento mucho la desgracia por la que están pasando. Quiero hablar con ellos porque si siguen pensando en viajar a La Habana, yo les doy el dinero de la indemnización que me han dado y el de la devolución de mi billete. Seguro que así, si no en primera, sí podrán viajar en segunda.

—Precioso gesto —comenta con admiración Marina.

—¡Ay, querida Marina! Quién nos iba a decir a nosotras cuando nos conocimos que a punto íbamos a estar de quedarnos en la mar para siempre.

—Esta experiencia nos ha unido de forma muy especial —asegura Marina.

—Así es. Antes de irme, te daré unas cartas para mis hermanos. Quiero que los conozcas y que te conozcan. Que les hables de nuestro naufragio —le pide Rita.

—Así lo haré —asegura Marina.

—¿Os dais cuenta de que si Rosita no se escapa para ayudar a la pequeña Elena probablemente las tres estaríais muertas? —les plantea Silverio emocionado.

—Las buenas acciones siempre tienen su recompensa —afirma Rita.

—Pero, padre —exclama Rosita—, si usted no hubiera insistido, como lo hizo, nunca las habrían descubierto. He sido testigo.

—Ningún mérito, porque tu madre, desconozco cómo, me hizo saber que me necesitaba. Estaba seguro de que vivían.

Marina se levanta y acercándose a su marido le rodea el cuello con sus brazos, a la vez que le susurra al oído: «Te quiero, mi amor».

—En verdad, hemos sido muy afortunados. Noventa personas han perdido su vida y nosotros aquí estamos —dice Marina.

—Así es —corrobora Silverio—, y además rescatados en el mismo barco. Pensad que han llevado náufragos a Inglaterra, Gibraltar y no sé si Portugal. Los miembros de algunas familias fueron recogidos por distintos barcos y, después de gran incertidumbre, supieron unos de otros.

—Por cierto, Silverio, ¿has enviado noticias a Candás? —pregunta Marina.

—Sí, he mandado un telegrama —contesta él.

—Quién nos iba a decir —observa Rita con una sonrisa— cuando Silverio nos contó la anécdota de Mata Hari que nosotros íbamos a venir a vivir al mismo hotel en el que ella había estado.

—¿Te sigue dando mal fario? —quiere saber Marina.

—No. Ya no. Ahora tengo curiosidad por saber en qué habitación estuvo. Mira que si es la misma que me han dado a mí. —Rita se ríe.