17
La Habana
—En menos de una hora avistaremos el puerto de La Habana —les informa Silverio.
—Tengo muchas ganas de llegar —asegura Rosita.
Los tres están sentados en cubierta disfrutando de los cálidos rayos de un sol mañanero. La suave brisa contribuye a hacer más placentero el momento.
Marina se siente un tanto melancólica. No puede evitar el recuerdo de su llegada a Cuba hace años. Aún le parece estar viendo a su sobrina Norita que, feliz, la esperaba en el muelle para abrazarla.
También Silverio rememora en su mente esos mismos momentos y vuelve a sentir la emoción que experimentó al ver a Marina llegar a La Habana, aunque entonces, entre ellos, a pesar de estar juntos, seguía existiendo un océano.
—Siento pena —dice Rosita— por Rita. Lamento que no se haya animado a venir. Hemos hecho una travesía muy tranquila.
—Ha sido perfecta —corrobora Silverio.
Marina, Rosita y Silverio, junto con ciento noventa y nueve pasajeros, todos náufragos del Hammonia, habían embarcado en el buque Leerdam de la naviera Holland América Line, que zarpó del puerto de Vigo el 23 de septiembre.
—No te preocupes. Rita es una persona fuerte y viajará cuando lo considere oportuno. Y de su decisión de no viajar se han beneficiado los padres de Elena —comenta Marina.
—Ya lo sé. Le están profundamente agradecidos. Además, Rita les ha dado la dirección de sus hermanos por si pueden ayudarlos.
—Nosotros también les hemos facilitado el contacto de mi hermano en Pinar del Río —apunta Silverio—, además de la dirección de Trinidad, donde está el ingenio azucarero de tu madre.
—Ahí nací yo, ¿verdad? —pregunta Rosita.
—Sí —responde Marina.
—¿Me llevaréis un día?
—Por supuesto, mi amor.
—Dios mío, qué hermosura —exclama Rosita emocionada—. Qué grande y alegre se ve.
—Sí que lo es. La otra vez que vine —cuenta Marina—, llegamos a una hora diferente y la luz era muy distinta. En estos momentos el sol se baña de pleno en toda la bahía inundándola de luz.
—¡Cuántos barcos! Nunca había visto tantos juntos —comenta asombrada Rosita.
—Pues la primera vez que yo vine —recuerda Silverio—, era más o menos a esta misma hora, sobre las doce de la mañana, y me pareció que la luz era en verdad cegadora.
Silverio no dice nada más. Solo en su interior vuelve a revivir la impresión recibida entonces. Había hecho todo el viaje en las bodegas. Llevaba más de un mes sin ver la luz, ni respirar aire puro, y cuando él y Juan, que se encontraba enfermo, salieron a cubierta, tuvieron que cerrar los ojos ante la intensidad de aquella claridad, habituados como estaban a la oscuridad. Aquel resplandor cegador y la debilidad de sus cuerpos casi les impedían moverse. Qué distinto era el viaje que ahora realizaba. Intentando olvidar los tristes recuerdos, Silverio le pregunta a su mujer:
—¿Estará alguien esperándonos para llevarnos al hotel?
—Supongo que René nos habrá enviado un coche y a alguien de su confianza para que nos acompañe —explica Marina.
—¿Y cómo le conoceremos? —pregunta Rosita.
—Llevará un cartel con nuestro nombre —contesta Silverio.
Marina le ha pedido a René que le envíe un coche con conductor y una doncella. Mientras vivan en el hotel no necesita más servicio. Luego, una vez que elijan la casa, se pondrá de acuerdo con él para ver si contrata ella directamente al personal que se ocupará de su residencia o si se los manda él.
—Parecemos auténticos emigrantes, casi no llevamos equipaje. —Marina mira el pequeño baúl en que van los cuatro trajes que se vieron obligados a comprar en Vigo, al quedarse todas sus pertenencias en el fondo del mar.
—No, querida, yo sé muy bien cómo llegábamos los emigrantes la primera vez. Lo más que teníamos era una desvencijada maleta o una caja sujeta con cuerdas.
A Rosita le encanta el espectáculo multicolor del puerto. Señoras guapísimas con bonitos vestidos. Niños descalzos con un simple calzón. Hombres con trajes muy claritos y pantalones blancos. Nunca había visto a nadie vestirse así.
—Madre, qué paraguas más bonito lleva aquella señora. Es como de encaje.
—Se llama sombrilla. No se utiliza para la lluvia sino para protegerse del sol.
—¿Tú también la vas a llevar, madre?
—La verdad es que nunca he recurrido a ella, aunque tal vez ahora, y si a ti te apetece, nos compramos unas —dice Marina.
—Sí, sí —se apura a contestar Rosita, que añade—: Mira, la han abierto, ahora que se han subido al coche. Tiene que ser muy agradable desplazarse en un coche así, viéndolo todo. ¿Iremos nosotros en uno igual?
—Creo que sí. Seguro que es uno de aquellos tres que se ven al fondo. El conductor habrá mandado a alguien a avisarnos —le explica Marina.
—Madre, son más bonitos, están forrados y muy arreglados, pero me recuerdan a la Xarre del amigo de la señora Covadonga de Piedeloro.
—Tienes toda la razón —dice Marina riendo.