35
Todo se derrumba
Afortunadamente, han pasado tres días y nada ha sucedido. Silverio ya no sabe qué hacer para tranquilizarla. Cada vez que Rosita llega a casa, Marina escruta su cara en busca de algún gesto que le delate que llega disgustada. Sabe que Rosita acude ahora con mucha menos frecuencia al campus de Medicina, con lo cual se mantiene alejada de Ana. También es mala suerte que esta chica sea hija o parienta de Eladio Cienfuegos. Desde el momento en que la saludó, Marina presiente que aquel hombre le puede hacer daño.
Las vacaciones están muy cerca. Marina piensa que les vendría bien irse unos días a la playa. Rosita no querrá dejar a Javier. Tendrán que buscar unas fechas para que él pueda acompañarlos.
Esta tarde le ha pedido a Rosita que vaya a los almacenes porque vienen a verla unos comerciales y quiere contar con la opinión de su hija sobre las nuevas colecciones que le ofrecerán. Le ha prometido ir directa a El Nuevo Amanecer, ya que es posible que la comida que tiene con Javier y otros amigos se alargue un poquito.
Ella comerá con Silverio, que tiene que estar a punto de llegar. Estos últimos días, su marido procura estar más tiempo con ella. Mientras llega, escribirá unas cartas que tiene pendientes.
En aquellos mismos momentos, Rosita y Javier participan en la comida que Clara organiza por su cumpleaños. Son unos quince y les han dejado un reservado solo para ellos. La comida está resultando espléndida y el trato es exquisito.
—Clara, cómo se nota que tu padre es uno de los socios del restaurante. Da gusto venir contigo —dice Felipe riendo.
—Tratan bien a todo el mundo —responde Clara.
—Sí, por supuesto. Pero a ti mucho mejor —replica Felipe.
—Felipe, tú sí que sabes bien a quién te arrimas —apunta uno de los amigos.
—Menos bromas —dice Felipe, simulando enfado—, que Clara es lo más importante de mi vida.
—¿Más que el son? —pregunta provocadora Rosita.
—¿Qué pasa? ¿Os habéis puesto todos de acuerdo para meteros conmigo? —exclama Felipe todo compungido.
—No, cariño. Todas son bromas y un poquito de envidia, para qué negarlo —dice Clara, siguiendo el tono de la conversación.
Todos ríen.
—Por ti, Clara, por tu felicidad —brinda Javier, levantando su copa.
—Siento interrumpir un momento tan tierno. Lo que yo vengo a decir no es broma —dice Ana, que se ha colado en el reservado.
La miran sorprendidos.
—Ana, no creo que este sea el momento de que nos cuentes nada —le dice Javier, levantándose—. Si tienes algo que hablar con alguno de nosotros, lo haces en otro momento. No puedes presentarte ahora a interrumpir nuestra comida.
Javier intenta, tomándola de un brazo, sacarla del reservado.
—¡Déjame! No me toques, imbécil. Eso es lo que eres, un imbécil. Pero por el cariño que te tuve me siento obligada a decirte la verdad de la mujer de la que te has enamorado. Tu queridísima Rosita, esa mulata. Pobrecita mulata que hoy existe por carambola, porque su padre, que era un violador profesional de negras, quería obligar a su madre, una joven negra de diecisiete años, a que abortara. Ella se negó y le propinó una enorme paliza. La madre de la joven, una negra, que también había sido víctima de abusos, decidió acabar con la vida del violador y lo mató.
Rosita no reacciona. Está anonadada. Javier ha vuelto a su lado. Todos se han quedado mudos. Solo Clara dice:
—Venga, Ana, ya conocemos tu maldad. No sigas contándonos historias que te has inventado. Y aunque fuera verdad, ¿qué culpa tiene Rosita?
—Ella ninguna, pero tiene genes de un padre violador y una abuela asesina.
—En esa historia que nos cuentas no estoy de acuerdo en calificar a la abuela de asesina —manifiesta Felipe.
—Pero no he terminado. La que hoy es la madre de Rosita, la mujer que la educa y tutela, es la viuda del violador —asegura Ana con cara de satisfacción.
En este momento, Rosita se pone de pie y grita con todas sus fuerzas:
—¡Mientes! Todo son patrañas inventadas por ti.
—Querida, sabes que digo la verdad. Mi padre me lo contó todo después de veros en la ópera. Él era amigo de tu padre y conoce muy bien a la mujer que estaba contigo en el palco —dice Ana con cara de felicidad.
Rosita se da cuenta de que su madre le dijo que aquel hombre se parecía al que había saludado y tuvo que haberlo reconocido. ¿Por qué le mintió? ¿Siempre le ha ocultado la verdad? ¿Es real lo que acaba de contar Ana? Quisiera desparecer. Volverse invisible para no ver la cara de sus amigos. Todo es confuso en su mente. No puede pensar.
Javier se da cuenta del momento por el que está pasando Rosita y, pasándole su brazo por el hombro, sale con ella del reservado.
Javier está sentado en el malecón. Se encuentra muy preocupado. No ha podido convencer a Rosita para que le deje acompañarla.
—Necesito estar sola —le asegura ella.
—Pero yo te quiero, Rosita. Deseo ayudarte, estar contigo —le dice Javier.
—Te lo agradezco, pero nada puedes hacer. Si de verdad me quieres ayudar, déjame.
—Por favor, Rosita.
—No insistas, Javier.
—Está bien, te dejo. Pero esta noche paso por tu casa.
—Como quieras —le responde ella.
No ha podido hacer nada en toda la tarde. ¿Cómo habrá sido el encuentro de Rosita con sus padres, en especial con su madre?
Difícil conversación tendrán madre e hija, piensa Javier. Si es verdad todo lo que cuenta Ana —que no cree que se haya atrevido a inventarlo—, tiene que ser un momento muy doloroso entre ellas. Puede que sea cierto, se dice Javier, que haya verdades que es mejor no conocer. Estoy seguro de que todas las familias guardan sus secretos.
«Creo que si voy despacio caminando hasta su casa en El Vedado, les habré dado tiempo suficiente para que hayan aclarado todo», imagina.
Javier duda sobre si habrá hecho lo correcto. Tal vez tendría que haber insistido más y no dejarla ir sola. Aunque si se pone en el lugar de Rosita, habría reaccionado igual que ella.
Marina y Silverio terminan de comer.
—¿Quieres que salgamos al jardín a tomar el café? —pregunta Silverio.
—Tengo miedo a que haga mucho calor. Mejor lo tomamos aquí, dentro de casa —contesta Marina.
—Me han dicho esta mañana —cuenta Silverio— que El Nuevo Amanecer ha superado en ventas a El Siglo XX.
—Esto te alegrará porque, aunque así visto parezca la competencia, tienes mayor participación en El Nuevo Amanecer.
No han terminado de servirse el café cuando un fuerte portazo los sobresalta. Sin que les dé tiempo a reaccionar, Rosita se planta ante ellos.
Nada más verla, Marina sabe que el momento tan temido ha llegado.
Rosita se pone frente a ella. La mira con asco:
—Así que el sinvergüenza y violador de tu marido era mi padre. ¿Cómo pudiste vivir con un tipo así? Te tuteo porque no siento ningún respeto por ti. ¿Cómo conseguías dormir con él sabiendo que venía de violar a una infeliz negra? ¿Cómo puedes vivir con su dinero? ¡Qué asco! ¿Te hiciste cargo de mí para lavar tu conciencia?
—Rosita, no sigas, deja que te expliquemos —dice Silverio.
—No, padre, no hay nada que explicar. Ya me lo han dicho todo esta tarde, avergonzándome delante de mis amigos. Me han destrozado. Me gustaría desaparecer. Dejar este mundo al que llegué, parece ser, por carambola.
Marina llora silenciosamente.
—Rosita, entiendo tu desesperación —dice con voz apenas audible—. Me siento destrozada, ¿pero cómo iba a contarte quién era tu padre sin causarte dolor? Quizá elegí la opción más cómoda, pero consideré que era la única que podía evitarte sufrimiento, aunque ahora te hayas enterado de todo, cabía la posibilidad de que nadie te contara nunca nada. Y me agarré a ella. Lo siento. Perdóname, por favor, lo hice creyendo que era lo mejor para ti.
—¿Lo mejor para mí? No te engañes. Si lo único que te importa eres tú. Yo soy la penitencia que te has impuesto por tu cobardía al convivir con un indeseable, por seguir a su lado —dice Rosita con desprecio.
—No seas injusta, Rosita, no sabes cuál fue el comportamiento de tu madre. No tienes ni idea de lo que ha sufrido —comenta Silverio.
—Ni lo sé, ni me interesa. Me da lo mismo. Lo único que tengo claro es que yo estoy de más en esta vida y en vuestro mundo —asegura Rosita.
—Por favor, hija, no digas eso, te quiero con todo mi alma —dice Marina sollozando.
—No me llames hija. No tengo nada que ver contigo —contesta enfurecida Rosita, que añade—: Me iré. No quiero volver a verte en mi vida. Intentaré olvidarme de todo y de todos.
Marina siente tal impotencia, que solo atina a pedirle a Silverio que haga algo, que hable con Rosita, que no la deje marchar.
—Si me obligan por la fuerza a seguir viviendo aquí, cuantas veces me traigan, otras tantas me escaparé —amenaza—. Quiero respirar aire puro. Vivir una vida nueva. Alejarme de todos. Si sienten algún aprecio por mí, por favor, déjenme ir. No me busquen y les pido que esto mismo se lo digan a Javier. Mi mensaje para él, que ruego le transmitan, es que no soy buena compañía, que se haga a la idea de que me he muerto y pronto me olvidará. Necesito irme. Estar sola —grita la muchacha mientras cierra tras de sí dando un enorme portazo.
—Silverio, tienes que impedir que se vaya, pero qué va a hacer sola, sin dinero, sin ropa, sin nada —dice Marina llorando.
Silverio acude a abrir la puerta, al ver a Javier, le abraza emocionado.
—Rosita se ha ido. No hemos podido hacer nada para detenerla. Marina se siente destrozada, se encuentra en su habitación. Trato de animarla diciéndole que regresará, pero ella me asegura que no lo hará. Y yo no sé qué hacer —confiesa Silverio.
—Yo creo que lo mejor es darle tiempo a que se tranquilice e intentar tenerla localizada por si tenemos que ayudarla —propone Javier.
—Sí, ¿pero cómo nos enteramos? ¿Cómo sabemos dónde se encuentra? ¿Dónde pasará hoy la noche? —se pregunta angustiado Silverio—. Tal vez lo mejor sea dar parte a la policía.
—No es ninguna niña. Pensemos un poco. Intentemos meternos en su mente. ¿Qué puede hacer? ¿A quién puede acudir en busca de ayuda? —se pregunta Javier.
Los dos están sentados en la sala de espaldas a la puerta y no ven a Marina que entra.
—Hola, Javier. Ya te habrá contado todo Silverio. Es una tragedia —dice ella.
—Mucho ánimo. Sí, es muy triste lo que está pasando, pero se puede arreglar. Yo confío en el sentido común de Rosita —confiesa Javier.
—Sí, ya sé —dice Marina— que una enfermedad, un accidente sería peor. Pero pensar que está sola en la ciudad y que se hace de noche me hace enloquecer. Creo que voy a salir a recorrer las calles.
—No se preocupe, ella sabrá qué hacer —apunta Javier.
—Sí, pero se puede acercar cualquier desaprensivo —argumenta Marina.
—De eso nunca estamos libres. Puede suceder a cualquier hora del día —opina Javier.
—Marina —llama Silverio—, hace un momento Javier y yo hablábamos de intentar ponernos en el lugar de Rosita para tratar de averiguar dónde puede estar y a quién puede recurrir. ¿Se te ocurre algo o alguien?
—De sus amigos quien más sabe eres tú, Javier —dice Marina.
—Sí, pero no creo que recurra a ninguno de ellos. Ya les ha dicho que a mí tampoco quiere verme —les recuerda el joven.
—Quizás alguna profesora —apunta Silverio.
—Tampoco. Yo creo —opina Javier— que, de pedir ayuda, tiene que ser a alguien que no la conozca o a una persona muy íntima de la que se fíe totalmente y no esté implicada en toda la adversidad que envuelve su vida.
—Seguro que buscará trabajo, ¿pero dónde vivirá? —se pregunta el padre.
Él sabe que hay muchas pensiones baratas, mas no quiere imaginar que Rosita vaya a vivir a una de ellas, en las que lo ideal es pasar desapercibido y su hija es una mujer muy guapa.
Marina está sentada con la cabeza entre las manos. De repente, como insuflada de vitalidad, dice:
—Creo que sé donde pasará la noche. Hace un momento, pensando en su mejor amiga, en Inés, me he dado cuenta de que aquí, en La Habana, las Hijas de la Caridad tienen un colegio-asilo para jóvenes huérfanas y descarriadas. Rosita sabe de su existencia porque me contó que Inés le había hablado de ellas. Silverio, podemos acercarnos hasta allí.
—No se lo recomiendo, Marina. Si es verdad que decide ir allí y los ve, se irá. Esta noche les aconsejo que no hagan nada. Creo que no sucederá, aunque es posible que recapacite y vuelva a casa —les tranquiliza Javier.
—Estoy de acuerdo contigo, Javier. Mañana estaremos más tranquilos y si no tenemos noticias de ella, pasaré por la mañana de forma discreta a preguntarles a las Hijas de la Caridad.
—Yo soy partidaria de salir ahora mismo a buscarla —se empecina Marina.
—Te entiendo muy bien —le contesta Silverio—. Y si la encontramos, ¿qué vamos hacer?
—Intentar convencerla. Demostrarle que la queremos, que nos preocupa lo que le pase.
—Está bien. Como te conozco y sé que pasarás la noche en vela, me has convencido. En media hora nos vamos —promete Silverio.
—Si no les importa —sugiere Javier—, yo los acompaño.
Rosita no consigue llorar. Siente tanta indignación, tanta rabia, que no es capaz de derramar una sola lágrima. Hace cuatro horas que se fue de casa y no sabe qué hacer. Está sentada en uno de los bancos del parque central, casi enfrente del hotel Inglaterra. Recuerda su primera noche en La Habana. ¡Todo era mentira! En solo unos segundos su mundo ha cambiado. No le preocupa en absoluto cómo será su vida a partir de ahora. No le importaría morir en este mismo momento. Tal vez la muerte tenía que habérsela llevado antes, el mismo día que a su madre. Así se evitarían sufrimientos. De repente, piensa en que no entiende cómo su madre natural pudo encomendarle a la mujer del hombre que la violó el bebé que iba a nacer. «Seguro que Marina me ha mentido también en esto», se dice con rabia.
Pasan unos chicos que la piropean y quieren entablar conversación con ella. Rosita se asusta y cambia de lugar hasta que sepa qué hacer. Tiene dinero suficiente en el bolso para pasar la noche en un hotel barato, pero no le apetece. Se sentará un rato en la plaza de la Catedral.
Ya ha oscurecido y la idea de pasar la noche en la calle, que en principio no había descartado, ahora le da miedo. Mira las desiguales torres de la catedral y recuerda la explicación de Marina. Rosita se sorprende al escuchar su propia voz que grita: «¡La odio! ¡La odio!».
Dulcifica la expresión de su cara al pensar en Silverio y en Javier. Ninguno de los dos tiene culpa del horroroso momento que está viviendo, pero debe alejarse de ellos. De Silverio resulta evidente: es el marido de la culpable de todo. A Javier lo quiere con toda el alma y por ello no puede condenarlo a que se una a una mujer de la que siempre tendrán algo que decir.
«¿Qué pasaría —se pregunta— si Inés estuviera aquí? ¿Me alejaría de ella también?». En ese momento, Rosita recuerda la carta en la que su amiga le pide que pase a saludar a las monjas del colegio-asilo. «Es posible —piensa— que me admitan esta noche. Mañana ya veremos».
Unas risas le hacen mirar al otro lado de la plaza. Son cinco jóvenes. A la distancia en que se encuentran no los reconoce, pero a medida que se van acercando le parecen los componentes del grupo de son de Jaimanitas.
Uno de ellos, el hijo del dueño del restaurante, la identifica en el acto.
—Buenas noches, señorita. ¿Cómo se encuentra? ¿Quiere que la acompañemos mientras espera?
—No, muchas gracias, no es necesario. Bueno, en realidad, no espero a nadie —se sincera Rosita.
—¿Por qué no nos acompaña? Vamos a actuar en aquel bar de la esquina. Un poco de son, que sé que le gusta, unas copitas y luego la acompañamos a donde nos diga.
Rosita duda. Al final, acepta. Es una persona nueva y libre, que está sola en el mundo. No le vendrá mal escuchar un poco de son, igual se anima y baila para olvidarse de todo.
—Hemos recorrido la ciudad entera. Llevamos horas mirando parques y plazas, y no está —comenta Silverio.
—Vayamos al colegio —pide Marina.
—¿No será un poco tarde para las religiosas? —plantea Javier.
—Es posible, pero es una emergencia y, además, les diré que tengo una hermana que es hija de la Caridad —contesta decidida Marina.
El coche se mueve muy despacio, al pasar al lado del parque central, Marina al ver un grupo de muchachos, le pide a Silverio que pare para bajarse a hablar con ellos.
—¿Una chica alta, muy guapa? ¿Mulata? —repite el chico al que le ha preguntado—. No, no la hemos visto.
Marina ya estaba a punto de marcharse cuando otro joven le dice:
—Sí que la hemos visto. Hace una media hora, cuando nosotros llegamos, creo que asustada por nuestra presencia se fue.
—¿Hacia dónde se fue? ¿Te has fijado?
—Podría ir camino de la catedral, pero no estoy seguro.
Marina vuelve al coche esperanzada.
—Ha estado aquí. Vayamos otra vez a la plaza de la Catedral. Es posible que se haya ido para esa zona.
Silverio sigue las instrucciones de su mujer, pero está seguro de que no sirve de nada lo que están haciendo para encontrar a Rosita, aunque sí para tranquilizar a Marina.
El entorno de la catedral se encuentra totalmente desierto, ni una sola persona en las inmediaciones.
—Sé que estuvo aquí —afirma Marina.
—Es posible, pero ya se ha ido.
—¿Se habrá metido en alguno de esos establecimientos? —se pregunta Marina.
—No querrás que recorramos ahora uno a uno todos los locales de la ciudad, ¿verdad? —le plantea Silverio.
Marina tarda en responder. Si ella estuviera sola, lo haría, no dejaría ni una sola posibilidad. Las agotaría todas, pero tanto Silverio como Javier han salido a recorrer las calles para complacerla. Ellos eran partidarios de esperar a mañana. No quiere forzarlos más, por ello responde:
—Vayamos al colegio.
—Javier, dinos dónde te dejamos —le pide Silverio.
—Cerca del hotel Inglaterra me viene bien. Mañana hablaré con un amigo que tengo en la policía para que me oriente sobre cómo localizarla —les cuenta él.
La visita al colegio había sido infructuosa. Las monjas les habían prometido que si en algún momento aparecía por allí, inmediatamente les mandaban aviso.
—Muchas gracias, Javier, por tu compañía. Ya es muy tarde y mañana tienes que trabajar. Dios te lo pague —le dice Marina.
—No me dé las gracias, en esto estamos juntos. Ya saben que la quiero con toda mi alma. Anímense, mañana lo veremos más claro. Buenas noches —se despide el joven.
Silverio no arranca el coche hasta que Javier desaparece por la esquina del Inglaterra.
—Es un chico magnífico —comenta con admiración Silverio.
—Sí que lo es. Qué pena, Silverio, todo lo que está sucediendo. Él y Rosita se quieren. ¿Y ahora? Tengo miedo a la vida que pueda hacer nuestra hija.
—Tranquilízate, Marina. Rosita es buena chica. Sabrá cómo comportarse.
—Ya lo sé, pero dependerá de los ambientes en los que se mueva. Y no nos engañemos, lo más normal es que no sean muy buenos. Desde que se fue Rosita, le estoy dando vueltas a la idea de que si no hubiésemos venido a La Habana, nada de esto habría sucedido.
—No te culpabilices, Marina. Te has comportado con ella como una madre de verdad. Estoy seguro de que llegará un momento en el que Rosita se dará cuenta de ello.
—Te juro, Silverio, que más que el disgusto que me origina su postura y el odio que dice sentir por mí, lo que me duele y no me deja vivir es ella. Es pensar en lo que le pueda suceder.
—Ya verás cómo no sucede nada lamentable.
—Ay, cuánto daría por tener tu confianza.
—Tú, que eres muy creyente, reza mucho —le aconseja Silverio.
—Lo haré. Mañana iré a la catedral a ponerle una vela a Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, para que la proteja.