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Me gustaría ser tu hermana

Sor Carmen se queda un rato observando a Rosita y a Inés, que caminan juntas hacia el muelle. Marina le ha comprado unos vestidos a Inés para que la niña no vaya de uniforme y evitar, de esa forma, que todos se fijen en ella. También le ha pedido que se quite la pulsera en la que figura su número de matrícula. Sor Carmen le ha recomendado a Inés que siga los consejos de Marina, que lo único que pretende es que su estancia en Candás sea lo más feliz posible.

Las dos chicas son casi de la misma estatura pero se nota de forma perfecta la alimentación que recibe cada una. Cuánto daría sor Carmen porque todos los expósitos a los que atienden en el orfanato pudieran comer más y mejor, pero cada día aumenta el número de niños abandonados y el presupuesto del que disponen es el mismo desde hace unos años. Tampoco el enorme caserón que les han facilitado para instalarse contribuye a hacer la vida más agradable. Por más que intenten renovar su aspecto, las agrietadas paredes proporcionan una sensación de abandono que no consiguen mejorar.

Le vendrán bien a Inés los días en Candás, piensa sor Carmen, y también Rosita se beneficiará con esta visita. Se alegra de la buena sintonía que nada más conocerse se estableció entre ellas. Inés es, de las expósitas, una de las que más quiere. Desde los primeros días, sor Carmen se fijó en aquella niña que casi siempre se comportaba bien, que nunca originaba problemas y que solo lloraba cuando creía que nadie la veía. Reconoce que le tiene un cariño especial, y que para complacer a Inés, que desea permanecer en el orfanato, no la ha dado en adopción, aun cuando sospecha que nunca nadie la recogerá, como esperaban los primeros años.

—Qué bonito el puerto, Rosita. Tienes que ser muy feliz pudiendo pasear por aquí y viviendo en una casa tan bonita, y con jardín —dice Inés, admirada.

—Sí que lo soy. Reconozco que he tenido suerte. Aunque lo cambiaría todo por tener a mi madre junto a mí. Ya sabes que mis padres son adoptivos.

—No lo sabía, aunque me lo parecía.

—Son muy buenos y me quieren mucho, pero pienso que no tenían que haberme traído a un mundo en el que soy diferente, yo nací en Cuba —dice Rosita con pena.

—Eres muy guapa. Lo único que te diferencia es tu piel un poco más oscura. Tus ojos verdes son preciosos. No debes preocuparte.

—Gracias, Inés. ¿Tienes hermanos?

—La verdad es que no lo sé.

—Estamos igual, también yo desconozco si tengo hermanos.

—Pero puedes preguntárselo a tu madre.

—De momento, prefiero no hacerlo. Tengo tantas preguntas.

—Ay, si yo pudiera preguntar —se lamenta Inés.

—¿No conoces a nadie de tu familia?

—A nadie. Tampoco sé si soy huérfana o si mi madre vive.

—Pero las monjas lo sabrán —aventura Rosita.

—No saben, y aunque quisieran enterarse para ayudarme, no pueden.

—¿Por qué?

—Mi historia es muy triste —explica Inés con resignación—. Mis recuerdos cada vez son menos nítidos, pero aún puedo ver la cara de la mujer que me cuidó y que siempre dijo ser mi madre. Ella fue la que un día, cuando yo tenía tres años, me dejó en el hospicio. Han pasado más de ocho años desde entonces. Un día me decidí a hablar con sor Carmen para interesarme por lo que les había contado mi madre al entregarme, porque sabía por las monjas que la mujer que me llevó no me dejó sola a la puerta con una nota, sino que habló con la hermana encargada del torno. Quería conocer qué les había dicho y si pensaba recogerme alguna vez. Según el testimonio de la hermana que me recibió y según quedó anotado en el expediente, mi madre aseguró que volvería a buscarme pronto, en cuanto solucionara un asunto. Al escuchar lo que me decían las hermanas, tuve miedo de que a mi madre le hubiera pasado algo grave y por eso no había vuelto a por mí. Entonces le rogué a sor Carmen que intentara localizarla. Un día me llamó y con pena me dijo que nada se podía hacer. Que mi supuesta madre, la mujer que me dejó en el hospicio, dio un nombre y una dirección falsos. No existía esa persona, me aseguró.

—Qué terrible —exclama Rosita.

—Mucho. ¿Sabes? Prefiero pensar que ella no era mi madre y que la verdadera está muerta o ignora mi paradero. Aunque creo que sí lo era. Tengo el mismo color de pelo que aquella mujer que parecía quererme y a la que yo adoraba. ¿Cómo pudo abandonarme para siempre? —dice Inés con lágrimas en los ojos.

El caso de Inés no era de los más comunes, porque casi todos dejaban a los niños en el hospicio de forma permanente y anónima. Solo una nota para decir si estaban bautizados. Lo más frecuente era que fueran bebés de días o meses.

Durante el día, los niños eran entregados por la puerta principal del hospicio, y a partir del toque de oración hasta el amanecer, el torno permanecía abierto y una monja se quedaba de guardia para salir de vez en cuando a mirar y poder acoger a los muchos bebés que dejaban a la puerta sin llamar.

—Inés, ¿no te gustaría conocer la verdad? —le pregunta Rosita.

—Ahora no estoy segura.

Rosita está asombrada. Ella podía ser una de aquellas niñas… qué suerte ha tenido con Marina.

—Pero ¿no os dan en adopción? —quiere saber Rosita.

—A mi edad, ya es difícil y, además, yo siempre le he rogado a sor Carmen que me dejara con ellas. Muchos de los bebés sí son requeridos por familias, pero los mayores, no. Rosita, mírame, el hospicio es mi verdadera casa. Es vieja y destartalada. Comemos poco. Pasamos frío, pero la mayoría de las monjas nos quieren de verdad y luego con algunas de las chicas he establecido lazos de auténtica familia. Yo las quiero como si fueran mis hermanas.

Rosita se conmueve ante lo que le está contando su amiga. Con qué derecho ella se siente infeliz cuando está rodeada de comodidades y cariño. Marina y Silverio se comportan como auténticos padres. ¿Cuánto darían la mayoría de niñas del hospicio por poder vivir como ella? Rosita se avergüenza de sus sentimientos y piensa que le gustaría ser como Inés.

—Qué buena eres, Inés —dice Rosita, a punto de llorar—. Me gustaría que fuéramos hermanas.

—Pues si quieres, ya lo somos de forma simbólica. Yo prometo ser tu amiga siempre —asegura Inés.

—Yo también —dice Rosita, dándole un beso.

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—Qué guapísima te has puesto, Marina —dice Silverio con admiración.

—¿Te gusta mi vestido nuevo? —pregunta, coqueta, mientras da una vuelta para que se lo vea con todo detalle.

—Es precioso y te sienta muy bien.

—Gracias, Silverio, la ocasión lo requiere. Esta noche irá la gente muy elegante. Me gustaría mucho poder saludar a don Armando Palacio Valdés.

—¿Estás segura de que va a asistir? —le pregunta Silverio.

—Creo que sí, porque ayer en Avilés se le impuso la Gran Cruz de Alfonso XII y me han dicho que se queda hasta el día 15.

—Pero tiene que ser muy mayor —comenta Silverio.

—No tanto, andará por los sesenta y siete. Es más joven que tu madre.

—¿A qué hora han quedado Julia y Paco en venir a recogernos?

—Aproximadamente dentro de una hora. Si terminamos de arreglarnos pronto, podemos bajar un rato al jardín con las niñas. Le he pedido a la señora Covadonga que venga a la hora de la cena. Reme se ocupa de ellas. Además, Inés es tan responsable que bien podrían quedarse solas.

—Marina, ¿no te parece que la influencia de Inés está cambiando a Rosita? No te lo había comentado, pero desde hace unos días me da un beso cada vez que salgo de casa.

—Tenía razón mi hermana. Hay que ver lo madura que es Inés.

—La dureza y el dolor de la vida de los niños abandonados les hace crecer sobre todo en fortaleza —dice convencido Silverio.

—Los que consiguen sobrevivir, que son poquísimos. Me ha contado mi hermana que más del sesenta por ciento de los niños recogidos fallecen a los pocos días.

—Maldita miseria —exclama Silverio.

—Tú sabes, Silverio, que veo a Carmina una o dos veces al año y jamás me habla de su vida. Sabía que estaba en el hospicio y poco más. Pero hace un mes, cuando estuve con Rosita en Oviedo, al enterarse de que mi hermana trabajaba con niños sin padres, se emperró en que quería visitarla. Hoy, doy gracias a Dios de haber hecho la visita. Primero, porque tomé conciencia de la precariedad en la que viven estos niños y del esfuerzo que las Hijas de la Caridad hacen para sacarlos adelante. Mi propósito es ayudarlas un poco. Y, en segundo lugar, porque Rosita conoció a Inés, que ha sido como un bálsamo para ella.

—Sí que ha sido bueno que fuerais. Muchas veces vivimos inmersos en nuestras propias preocupaciones sin darnos cuenta de esa otra realidad que existe en nuestro entorno. No te olvides del abanico —le recuerda Silverio.

—Gracias. ¿Bajamos?

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Las dos niñas están sentadas leyendo en el jardín.

—Nunca había podido disfrutar de un cuento —dice Inés—, me encantan.

—Te puedes llevar los que quieras —le ofrece Rosita.

—Muchas gracias. Le preguntaré a sor Carmen.

—Pero te los doy yo y son para ti, ¿por qué le tienes que pedir permiso a sor Carmen?

—Porque no tenemos pertenencias personales. Si alguna de nosotras, cuando nos entregan, lleva algún objeto, ropa o recuerdo las monjas se hacen cargo de ello. Nos lo dan el día que abandonamos la institución.

—Pero seguro que te permiten llevar cuentos. Se los das a las monjas para que los puedan leer las otras niñas.

—Sería una alegría para mí —asegura Inés, que añade—: Algún día intentaré escribir un cuento.

—¿Te gusta escribir?

—Sí. Muchas veces lo hago. Escribo pensamientos, que luego tiro para que nadie los vea. Mira, Rosita —dice Inés, que acaba de descubrir a Marina y a Silverio que se acercan por el porche—, qué guapos. Seguro que van a alguna fiesta.

—Sí, a la representación de una opereta con la que se inaugura un teatro en Avilés.

—¿Has ido alguna vez al cine? —pregunta Inés.

—Sí. ¿Tú no?

—No. Tiene que ser maravilloso.

—Antes de que te marches tratamos de conseguir que nos dejen ir un día. Madre —dice Rosita, mirando a Marina que se acerca—, Inés nunca ha ido al cine. Tenemos que llevarla antes de que se vaya. Qué vestido tan bonito lleva.

—El domingo todavía estás aquí, ¿verdad? —pregunta Marina—. Pues lo organizamos. Me alegra que os guste mi vestido.

—Es precioso. Como un sueño —exclama Inés.

El vestido, de gasa estampada en suaves tonalidades, es de talle bajo con un ligero frunce en la falda. El escote en pico va bordeado de una especie de greca de color beige clarito que se prolonga en vertical desde el vértice del escote hasta la unión del talle con la falda y recorre todo el contorno. Su efecto consigue simular un largo collar con eslabones, ya que la tela utilizada en este adorno no va lisa sino que está rematada en ondas.

—Inés, ya me han dicho que está mañana lo habéis pasado muy bien en la playa —le dice Marina.

—Sí, por fin me he decidido; me he bañado —explica muy sonriente la niña.

—Es una valiente. Yo no puedo, el agua está siempre muy fría. Se ha bañado con Vicente. También ha estado con nosotras el hijo de su amiga Julia —dice Rosita.

Marina no baja nunca en el verano a la playa, manda casi siempre a Reme con Rosita. Esta mañana también las ha acompañado la muchacha.

—¿Le habéis dado mucho la lata a Reme? —pregunta Marina.

—No. Y creo que ella lo ha pasado muy bien. Ha estado hablando mucho tiempo con Lolo —comenta Rosita.

—¿Con mi hermano? —pregunta Silverio.

—Sí.

—No sabía que eran amigos —apunta Marina.

—Ni yo tampoco —corrobora Silverio—. Lolo casi le dobla la edad.

Silverio había intentado en varias ocasiones volver a hablar con su hermano para aclarar algunas cosas, pero Lolo le esquivaba. No le había contado ni a Marina ni a su madre el desagradable encuentro mantenido con su hermano el día de Pascua. Pero a su madre sí le comentó lo extraño que le parecía que Lolo no formara una familia.

—Hace tiempo que dejé de preocuparme por tu hermano. Años atrás intenté asumir el papel de «casamentera» —había asegurado su madre—. Había dos chicas en Candás que me gustaban para él. Pero todo fue inútil. Sé que muchas mozas estarían encantadas de salir con tu hermano, porque es muy guapo. Tú también lo eres, Silverio, pero Lolo más.

—Como se nota que es nuestra madre —le dijo Silverio riendo.

—Lolo pasa la vida en la mar y en el chigre —comentó Rosa—, pero si así es feliz… Siempre fue muy especial.

Silverio no se ocuparía de la vida de su hermano y de lo que hacía si no fuera por aquella conversación que le hacía pensar que en el fondo no le conocía y que podía necesitar ayuda.

—La edad no tiene mucha importancia —apunta Marina—, si Reme y Lolo se gustan y llegan a enamorarse, perfecto.

—Madre —llama Rosita—. Ahí viene Reme, ¿por qué no le preguntan a ella?

Marina y Silverio se dan cuenta de que han hablado delante de las niñas.

—Perdón —se disculpa Reme por la interrupción—, ya han llegado doña Julia y su marido.

—Gracias, Reme, ahora vamos.

Se despiden de las niñas. Antes de irse, Marina les da un beso y muy bajito les pide que guarden silencio, que no le digan nada a Reme.

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—Yo tampoco conocía los libros de Pinocho. Los hemos descubierto juntas, me los ha regalado Julia, que es de Madrid, la amiga de mi madre. Me han gustado —dice Rosita—. ¿Y a ti?

—Mucho. Son historias muy divertidas. Me encantaría poder viajar como Pinocho —fantasea Inés—, y pensar que a veces nos comportamos como Chapete.

—Estoy deseando leer más aventuras suyas. Julia ha prometido enviarme algunos por correo. Se editan en Madrid —le cuenta Rosita.

Los derechos en España del popular personaje de Pinocho, creado por Carlo Collodi, seudónimo del florentino Carlo Lorenzini, fueron adquiridos en España por Saturnino Calleja, propietario de la Editorial Calleja, que había sido fundada en 1876. Su especialidad era la literatura infantil. Calleja se propuso que los cuentos editados por él llegaran a todos los niños vendiéndolos a precios muy bajos. Se podían adquirir por cinco y diez céntimos. Pronto, de la mano de Calleja y del escritor y dibujante madrileño, Salvador Bartolozzi, nació la versión española de Pinocho que enseguida superó en popularidad a la italiana. El Pinocho español, muñeco de madera, contaba con un rival que competía con él en todas sus aventuras, Chapete, el muñeco de trapo.

—Madrid tiene que ser una ciudad enorme y muy bonita —comenta Inés.

—¿Te gustaría conocer Madrid? —pregunta Rosita.

—Por supuesto, y otros muchos lugares —contesta Inés.

—Yo solo le pido a Dios poder ir algún día a Cuba, donde nací y donde vivió y murió mi madre. Inés, ¿a ti no te parece que Dios se ha olvidado de nosotras?

—Nunca lo había pensado. Pero estoy segura de que no es así —asegura Inés—. Dios nos quiere.

—¿Entonces, por qué no podemos disfrutar al lado de nuestros padres, como lo hacen otros niños? —dice Rosita a punto de llorar.

—No lo sé, pero sigue cuidándonos porque nos dio otra familia. ¿Cómo voy a pensar que Dios no me quiere viendo a las Hijas de la Caridad que me cuidan? Y tú, Rosita, tienes unos padres que te adoran, ¿qué más puedes pedir? —reflexiona Inés.

—Que mi madre natural no hubiera muerto al nacer yo.

—Ya sé que tiene que ser muy triste. Pero por un momento imagina que tu madre no hubiera muerto y que por dificultades económicas o de otro tipo te hubiera dejado en un orfanato.

—Pero podría verla —exclama Rosita.

—O no. Piensa en mi caso —dice Inés con pena.

—Tienes razón. Quisiera poseer tu capacidad para conformarme, pero me siento desgraciada. Tengo tantas dudas, tantas preguntas sin respuesta.

—Pues ya sabes, un día te sientas con tu madre y le preguntas todo —le aconseja Inés.

—En el fondo, creo que no me atrevo a hacerlo porque temo algunas respuestas.

—La imaginación nos puede jugar malas pasadas —comenta Inés—. Sabe Dios las respuestas que ya te habrás dado tú misma a todos esos interrogantes.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo también he ideado mil razones con las que poder entender el comportamiento de la mujer que me dejó en el hospicio, fuera o no mi madre.

—Inés, te voy a echar mucho de menos cuando te vayas.

—Yo también. ¿Sabes? Gracias a ti, Rosita, estoy pasando los mejores días de mi vida.

Las dos muchachas están sentadas muy juntas en el jardín. Hace rato que la señora Covadonga las observa. Siente una especie de ternura al ver lo felices que se las ve. Ella no está instruida y casi no sabe nada de nada, pero conoce a las personas, y aquella niña que han traído de Oviedo es especial, transmite paz. En los días que lleva en Candás se ha puesto preciosa. Ha engordado y la palidez de su rostro ha desaparecido. Viéndolas a las dos juntas no sabría decir cuál de ellas es más guapa. Aunque siempre elegiría a Rosita. Por supuesto que influye el cariño en su elección, pero Rosita tiene los ojos verdes, el cabello rubio y la piel como el café con leche; preciosa. Inés es pelirroja de profundos ojos negros y tez muy blanca. Es una pena, piensa, que no puedan vivir juntas.

Como si hubiese una intercomunicación entre los pensamientos de la señora Covadonga y Rosita, esta, tomando una de las manos de Inés, les propone:

—¿Por qué no te quedas a vivir con nosotros en Candás para siempre?

—Eso es imposible.

—Mi madre puede adoptarte, como hizo conmigo —dice eufórica Rosita.

—No es tan sencillo. A mí no me han dejado en el hospicio para que me dieran en adopción —responde Inés muy seria.

—Pero sor Carmen es hermana de mi madre —replica Rosita.

—Por favor, Rosita, no insistas. Tienes que saber que yo quiero seguir en el orfanato.

—¿Lo dices en serio? ¿Prefieres vivir allí, que aquí conmigo?

—Ya te he dicho que seré tu amiga para siempre y que me encuentro feliz en Candás, pero en Oviedo puedo ayudar a otras niñas y además debo permanecer allí por si alguien acude a buscarme —dice Inés con una media sonrisa.

—Después de lo que te han dicho las monjas, ¿sigues creyendo que volverán a por ti?

—Dudo mucho que lo hagan.

—¿Entonces?

—Seguiré esperando. Rosita, prométeme que no le dirás nada a tu madre.

—Te lo prometo.

Se encuentran tan ensimismadas en la conversación que no se han dado cuenta de la presencia de Reme.

—Niñas, ya es la hora de cenar.

—¿Ha llegado la señora Covadonga? —pregunta Rosita.

—Sí, hace rato.

—¿Y cómo no nos ha venido a ver?

—No tengo ni idea —contesta Reme, que añade—: Estaría dando los últimos toques a tu postre preferido.

—¿Ha traído arroz con leche? —pregunta alborozada Rosita.

—Creo que sí.

—Ya verás cómo te gusta —le dice Rosita a Inés.

—Entrad en casa —les pide Reme—, ya recojo yo los cuentos.

Mientras caminan despacito, Inés le comenta a Rosita:

—No es que se parezca a tu madre, pero Reme me la recuerda muchísimo. Tengo la sensación de que la imita hasta en la forma de andar.

—Es posible. Tú sabes que mi madre mantiene una relación muy especial con las sirvientas. Intenta que no olviden lo poco que aprendieron en la escuela y se preocupa mucho por ellas. Y puede que la admiren tanto que pretendan imitarla.

—Qué buena es tu madre, Rosita. Qué orgullosa te tienes que sentir de ella —le dice Inés.

—La quiero muchísimo, pero desde que se casó con Silverio me he distanciado un poco —confiesa Rosita.

—No me digas que tienes celos.

—No son celos, es que estábamos muy bien las dos solas. Y, además, fue todo tan de repente que no podía hacerme a la idea.

—¿A qué te refieres? —pregunta Inés.

—Al matrimonio. La segunda vez que vi a Silverio ya se había convertido en su marido.

—¿No vivía en Candás?

—No, en La Habana. Mi madre también —explica Rosita—. Seguro que allí, y al ser los dos de Candás, coincidieron muchas veces. Los dos estaban viudos —aclara Rosita.

—Se los ve muy enamorados —apunta Inés.

—Sí que lo están. Inés, ¿no te gustaría a ti enamorarte?

—Puede que algún día. Ahora somos muy jóvenes, Rosita.

—Pues yo tengo más amigos que amigas. Me lo paso mejor con ellos. Tú, Inés, eres la única chica con la que me gusta estar. En el hospicio también viven chicos, ¿verdad?

—Sí. Alguno es guapo.

—Seguro que te gusta más de uno —dice Rosita riendo.

—La verdad es que no.

—Pero te agrada que te miren —insiste Rosita convencida.

—Me da lo mismo. Si lo hacen, no me entero porque yo no me fijo en ellos.

Las dos casi se dan de bruces con la señora Covadonga que sale a buscarlas.

—¿Pero qué pasa hoy, no queréis cenar? ¡Ay! De qué estaréis hablando tan entretenidas —exclama la señora Covadonga.

—Gracias, gracias por el arroz con leche que sé que nos ha traído —le dice Rosita mientras le da un beso.

—Ya os lo ha dicho Reme, ¿verdad? Y yo que quería que fuera una sorpresa.