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Javier
Javier ha conseguido no estar en la asamblea universitaria y se siente mucho más tranquilo. Se alegra de que la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) sea ya una realidad, pero él prefiere mantenerse al margen, no formar parte de ningún órgano directivo.
Como resultado de la huelga del 11 de enero se había creado la Federación Estudiantil, presidida por el estudiante de Ingeniería y Arquitectura Felio Marinello Vidaurreta. El cargo de secretario sería desempeñado por el estudiante de Derecho Julio Antonio Mella.
Al día siguiente de formarse, la federación celebra una asamblea en el aula magna de la universidad bajo la presidencia del rector para debatir sobre las reformas que deberían, según ellos, llevarse a cabo en la institución.
A los tres días, el 15 de enero de 1923, los estudiantes tomaron la universidad durante cuarenta y ocho horas para presionar por la creación inmediata de una comisión mixta de seis profesores y seis estudiantes, que, junto con el rector, se encaminaría a resolver los problemas universitarios.
Javier está a punto de entrar en la biblioteca cuando Felipe, uno de sus compañeros, le da alcance.
—Te estábamos buscando —le dice—. Nos vamos a reunir para ponernos de acuerdo en los nombres de los profesores de medicina que consideramos no están capacitados para enseñar.
—Yo creo —dice Javier— que casi todos estamos de acuerdo en señalar a los auxiliares de Clínica Quirúrgica, de Histología y Anatomía y al de Fisiología como auténticos incompetentes.
—Sí, pero conviene que nos reunamos. Necesitamos argumentar bien nuestro rechazo hacia ellos. Tenemos que conseguir que los retiren de la universidad.
—Como queráis, pero yo, después de los discursos pronunciados por muchos de nuestros profesores adhiriéndose a nuestro movimiento revolucionario, estoy seguro de que sacaremos adelante la tan ansiada reforma y limpiaremos la institución de tanto incompetente —afirma Javier.
—Es una pena que no estés en la asamblea —se lamenta Felipe.
A petición de la comisión mixta, había sido creada la asamblea universitaria integrada por noventa miembros: treinta profesores, treinta alumnos y treinta graduados universitarios en la proporción de diez por cada facultad.
—Pues yo estoy encantado. Colaboro en lo que se me pida, pero no quiero responsabilidades —asegura Javier.
—Mira, ahí viene Ana, ella sí que lamenta tu ausencia de la asamblea. Ha perdido la oportunidad de estar más cerca de ti durante más tiempo —comenta riendo su compañero.
—Desconozco las razones por las que dices eso, pero si Ana te oye le puede molestar —dice Javier muy serio.
—Creo que eres tú el único que no se ha dado cuenta —asegura Felipe—. Toda la facultad sabe que está enamorada de ti y no se oculta lo más mínimo.
—Me parece que exageras.
No mentía Javier. Jamás se hubiese imaginado que Ana pudiese sentir algo por él que no fuera amistad. Seguro que no era cierto lo que le estaba diciendo Felipe y, en verdad, lo prefería. Ana era una chica muy guapa, divertida, muy popular entre todos los estudiantes. A él no le iba ese tipo de mujer. En realidad, no había pensado en cómo sería la mujer de la que un día se enamoraría, pero estaba seguro de que no se parecería a Ana.
—Qué bien que os encuentro —dice la muchacha, acercándose a ellos—. Os esperamos para la reunión. ¿Me acompañáis?
—¿Solo faltamos nosotros? —pregunta Javier.
—No, seguro que alguno más, pero su ausencia casi no se percibe —contesta Ana.
—Sé sincera, a mí me catalogarías entre esos invisibles. Claro que Javier es distinto, ¿verdad? —dice, provocador, Felipe.
—No te voy a sacar de la duda —replica Ana muy sonriente—. Lo cierto es que os buscaba a los dos porque hemos decidido ir esta tarde a bailar para festejar el éxito que estamos teniendo en nuestras reivindicaciones. Queremos escuchar al Sexteto Habanero. Ya sabéis que ha puesto de moda el son.
—Yo me apunto. Además puedo sorprenderos, porque soy un bailarín excelente de son. Me ha enseñado un amigo de mi hermano.
—O sea que has tomado clases de son —dice Ana burlona—. ¿Javier, no te animas a venir?
—Iría encantado, pero he quedado con una amiga a comer. Tal vez vayamos si a ella le apetece.
Ana se pone nerviosa. No puede consentir que le arrebaten a Javier. Una cosa es que no salga con ella y otra muy distinta que empiece a alternar con chicas. Tiene que estar muy pendiente de todo.
—¿Conocemos a esa amiga tuya? —quiere saber Ana.
—No creo. Es la hija de unos amigos de mis padres que han llegado hace unos meses de España —contesta Javier.
—¿Es española? —pregunta Felipe.
—Tiene nacionalidad española, pero ha nacido en Cuba. Es mulata como yo —explica Javier.
Ana respira tranquila. Sin duda existen mulatas guapas, pero está convencida de que las blancas lo son más.
—No será aquella que viene hacia aquí con otra chica, porque si es ella, menuda preciosidad de amiga que tienes —señala Felipe.
—Sí, es Rosita. Y ya podéis disculparme porque no las voy a dejar plantadas mientras asisto a la asamblea —les pide Javier.
—Que vengan ellas también —apunta Ana, que no deja de mirar a Rosita.
—No me parece buena idea —rechaza Javier, mientras levanta la mano saludando a Rosita, que se acerca.
—¿Ese que nos saluda es tu amigo Javier? —quiere saber Clara.
—Sí —responde Rosita.
—No me habías comentado lo guapísimo que es.
—Tampoco está nada mal el muchacho que le acompaña.
—Hola —saluda Rosita—, igual hemos venido demasiado pronto y te interrumpimos. Es Clara, compañera de la escuela. Me he permitido invitarla —dice, presentándola.
—Encantado, Clara. Has hecho muy bien trayéndola contigo. No habéis interrumpido nada. Ahora mismo nos vamos, pero antes os presento a mis amigos, Ana y Felipe —dice Javier.
A Rosita no le pasa desapercibida la escrutadora mirada de Ana, pero centra toda su atención en Felipe que, con arrobada expresión, dice:
—Javier, no tenías que haber tardado tanto en presentarnos a tus amigas, son preciosas.
—Muchas gracias —contesta Rosita, divertida.
—Luego os contará Javier, pero nos encantaría que nos acompañarais esta tarde a escuchar son —dice Felipe, animándolas.
—Me encanta la música —exclama Rosita.
—Pues no tenéis excusa —dice Felipe—. Javier, esta tarde nos vemos. Os esperamos.
—Perdonad —interviene Clara—, pero, por lo que yo he oído, el son es un baile poco recomendable, ordinario, sin ninguna clase.
—O sea que tú eres de las que prefieres el danzón. Perteneces a la clase de gente no evolucionada de la isla, anclada en el pasado. Pues quiero que sepas, querida, que el son acabará imponiéndose a todos —asegura Ana.
—Es posible que así sea —le responde Javier—, pero no creo que ello te autorice a descalificar a nadie. Lo siento, Clara.
—Discúlpame —se retracta Ana—, no quería ofenderte.
—No tiene importancia —asegura Clara muy sonriente.
—Todo aclarado —comenta Felipe—, esta tarde nos vemos y volvemos a cambiar nuestras opiniones sobre esta música, que a mí me parece genial.