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Las mujeres no pueden votar

Ha sido uno de los mejores veranos. Lo hemos pasado genial. Qué bien han congeniado Paco y Silverio —afirma Julia.

—Sí, ya sé que se ha sumado a la tertulia que siempre tienen en la tienda después de cerrar —dice Marina.

—No sé cómo no se cansan todo el día hablando de política —replica Julia.

—Pues a mí, te lo digo a ti sola, me encantaría poder asistir —confiesa Marina.

—¿Y por qué no lo haces? Es vuestra tienda y tu marido.

—No quiero dar lugar a comentarios. No estaría bien visto. Si fuera en casa sería distinto.

—Eso te iba a decir. En Madrid, hay algunas señoras que organizan meriendas en su casa donde se habla de todo.

—Pero no podemos comparar —dice Marina con pena.

—Por cierto, el otro día lo hablaba con Paco, tenéis que animaros Silverio y tú a pasar unos días con nosotros en Madrid. Os quedáis en casa.

—No conozco Madrid.

—Eso lo tenemos que solucionar de inmediato —se apresura a decir Julia—. Podría ser después de las fiestas del Cristo. El otoño es una época muy buena.

—Me da un poco de miedo. Este año habrá mucho movimiento en Madrid con las elecciones y puede que se produzca algún altercado —apunta Marina.

—Dios no lo quiera. Pero te entiendo, porque con la situación que se vive en Cataluña no se puede estar tranquilo.

En aquellos años el pistolerismo era una práctica habitual en Cataluña. Los empresarios contrataban a pistoleros a sueldo para asesinar a incómodos trabajadores y sindicalistas en un intento de acallar las reivindicaciones. También los sindicatos emplearon a matones para responder con el mismo sistema.

Hacía solo unos días que los condes de Salvatierra y la marquesa de Tejares habían sido tiroteados en Valencia. Ni el conde ni la marquesa habían logrado sobrevivir. Se decía que el asesinato había sido planeado por los obreros de Barcelona donde el conde había sido gobernador civil.

Las críticas y el malestar social iban en aumento por lo que muchos consideraban pasividad del Gobierno ante aquella oleada de asesinatos.

—¿Te parece que con estas nuevas elecciones se va a solucionar algo? —pregunta Marina.

—No creo. Se convocan casi todos los años. El panorama es muy complicado. Además de la situación interna, el tema de Marruecos nos está minando por dentro. Paco casi no habla de ello, pero sé que están muy preocupados en el ministerio —cuenta Julia.

—¿Piensas que alguna vez nos dejarán votar a las mujeres? —se pregunta Marina, que apostilla—: Ya reivindicaba el voto Olympe de Gouges, en tiempos de la Revolución francesa.

—No sé quién fue esa señora —confiesa Julia—. Pero está claro que sus exigencias no fueron atendidas.

—No me extraña que desconozcas su existencia. Casi nadie la conoce. A mí me habló de ella, hace años, un amigo periodista madrileño que me ayudó mucho a crecer interiormente. La personalidad y la obra de esta mujer fueron silenciadas por los hombres importantes de su tiempo. Les molestaba que una mujer levantara la voz para llamarles la atención —comenta Marina muy seria.

—Pues sí que parece interesante. Dime algo más —pide Julia.

—Era escritora. Ella fue la autora, en Francia, de la Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. Filósofa y también política, tomó parte activa en la Revolución francesa. Según me contó mi amigo, fue acusada de traidora por oponerse a la ejecución del rey Luis XVI. Olympe murió ejecutada en la guillotina.

—Qué pena.

—No fue ella sola. Otras mujeres francesas sufrieron ese mismo castigo. Precisamente, Olympe siempre decía que si la mujer podía subir al cadalso, también se le debería reconocer el derecho de poder subir a la tribuna —concluye Marina.

—Qué interesante y qué triste —opina Julia, que le pregunta—: ¿Por qué te interesa tanto votar? Si soy sincera, a mí me da lo mismo.

—Tenemos el mismo derecho que los hombres a elegir a aquellos que nos van a gobernar. Formamos parte de la sociedad al igual que ellos.

—Ya, pero me da igual —dice con cierto cansancio Julia.

—A mí, no —afirma Marina.

—¿A qué partido votarías si pudieras? —pregunta Julia.

—Es muy probable que al de Melquíades Álvarez. No conozco a fondo su programa, pero admiro mucho a algunas personas que militan en las filas del Partido Reformista y conozco el buen hacer de estas en beneficio de los demás. Mira —Marina señala un edificio en construcción—, esa será la nueva fábrica de conservas de don Bernardo Alfageme, que es del Partido Reformista. Dicen que va a ser modélica. Ya te he hablado de él. Sin su ayuda, yo sería otra persona —concluye, muy seria, Marina.

—Sí, recuerdo que me contaste que serviste en su casa. Por cierto, casi se me olvida —exclama Julia—, he recibido carta de una amiga de Madrid que me pide que le busque una chica de servicio. Me dice que le gusta la gente del norte. He pensado que tú puedes ayudarme y si una de tus doncellas, por ejemplo Reme, acepta el trabajo, sería estupendo.

—Hablaré con ella. Es en la que más confianza tengo. Lamentaré su marcha, pero si a ella le apetece, tiene mi autorización.

—Mi amiga, que es viuda, tiene título nobiliario. Sus hijos son mayores y todos están casados. Vive sola con una doncella que es muy mayor, que lleva toda la vida a su servicio y no quiere dejarla en un asilo. Reme las atendería a las dos. Le pagarán bien —matiza Julia—. No será mucho el trabajo que tenga que realizar.

—Esta misma noche se lo comento —asegura Marina.

—¡Qué guapo! —exclama Julia—. ¿Quién es? Nunca le había visto. —Marina mira a los tres hombres que charlan en la calle. Antes de que pueda decir nada, su amiga le explica—: El que está fumando. Parece un artista. ¿Le conoces?

—Es mi cuñado, Lolo, el hermano de Silverio.

—Vaya planta que tiene y qué ojos. Preséntamelo, por favor.

Marina se da cuenta de que Lolo, que las ha visto, trata de ignorarlas. Incluso se gira para darles la espalda. De haber estado sola hubiese pasado sin decir nada, pero ante la insistencia de Julia, no tiene otra opción que la de saludar.

—Hola, Lolo, cuánto tiempo. Puede que haga meses que no nos vemos. ¿Todo bien? —pregunta Marina, acercándose con una amplia sonrisa.

—Sí, sí, muy bien. Ya sabes que la mayoría del tiempo estoy en la mar. Ella es mi mejor amiga.

—Me cuesta creer eso que dice. ¿La mar ocupando el lugar de una mujer? —interviene risueña Julia.

—Es Julia, una amiga de Madrid. Él es Lolo, mi cuñado, hermano de Silverio —dice Marina.

—Hablaba en broma, ¿verdad? —insiste Julia.

—No, muy en serio. Verá usted, con la mar sé a qué atenerme, porque, aunque puede ser traicionera, se la ve venir. Con las mujeres siempre estoy desconcertado.

A Marina no le gusta el rumbo que está tomando la conversación y además le sorprende que Lolo se comporte de esa forma con una desconocida y delante de ella.

—Julia, perdona, tenemos que irnos —los interrumpe—. Se nos hace tarde.

—Pues qué pena. Yo que esperaba convencerle.

—No lo creo, señora —añade muy sonriente Lolo.

Las dos mujeres se alejan agarradas del brazo. Uno de los hombres que está con Lolo se acerca para decirle:

—Es guapa esa madrileña y parece que quería «guerra». Le gustaste seguro. Búscala, no pierdas una oportunidad. Oye, Lolo, la que sigue estando como un cañón es Marina, qué suerte la de tu hermano Silverio.

Lolo, no dice nada, se limita a apagar el cigarrillo con rabia.

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—¿Y dices que está soltero? —pregunta Julia asombrada.

—Sí.

—Vaya desperdicio. Tu cuñado está para hacerle un favor de inmediato. No me importaría tener un encuentro con él, siempre dentro de la mayor discreción.

—Supongo que hablas en broma —dice Marina riendo.

—En absoluto.

—No te entiendo.

—Es muy fácil. Además, Marina, algo hemos hablado tú y yo sobre las relaciones y la fidelidad matrimonial. Piensa por un momento, ¿a quién le hago daño por tener una pequeña aventurilla con tu cuñado, si además él está soltero?

—¿Y tu marido? ¿Y tú? —pregunta Marina sin dejarla terminar.

—Paco no lo sospechará, ni nadie le dirá nada —asegura Julia.

—¿Pero no le quieres? ¿Cómo quedas ante ti misma? Tú sí sabes lo que has hecho.

—Claro que le quiero. Solo es un divertimento. Algunas amigas ya han pasado por ello. Y siguen siendo muy felices en su matrimonio.

«Seguro que se está riendo de mí —piensa Marina— y nada de lo que me dice es cierto. Aunque es posible que las mujeres en Madrid, al ser de la capital, tengan una moral más relajada».

—Querida Julia —dice Marina de pronto—, estoy encantada de vivir en un pueblo. Aquí esas modernidades —por llamarlas así— de las que me hablas no existen.

—Eso es lo que tú te crees.

—¿Vas a conocer tú mejor que yo la vida de Candás? —pregunta de forma irónica Marina.

—Seguro que no. Pero esas otras historias que se susurran, de las que tú no te enteras porque no eres cotilla y no te interesa la vida de los demás, de esas, sé yo mucho más que tú —afirma convencida Julia.

—No se puede hacer caso de los cotilleos. La mayoría de las veces son mentira —asegura Marina.

—Pero otras no. Ya sabes eso de que «cuando el río suena, agua lleva» —sentencia Julia.

Algo en el gesto de Julia lleva a Marina a pensar que conoce algunos de los comentarios que en el pueblo se hacen sobre ella. Es curioso que nunca le haya dicho nada. Es cierto que más que amigas son conocidas que comparten parte del verano en Candás. Marina nunca le ha hecho ningún tipo de confidencia a Julia, ni esta a ella. Jamás habían hablado de la fidelidad en pareja hasta este año. Claro que en otros veranos Marina estaba viuda.

—Marina, ¿Lolo no tiene novia?

—Que yo sepa, no. Es más, creo que nunca ha salido con ninguna chica.

—Pues sí que es raro. ¿Tendrá algún problema? —quiere saber Julia.

—Creo que exageras. Hay muchas personas que se quedan solteras y ello no quiere decir que estén enfermas o que les suceda algo extraño.

—Puede que tengas razón, pero no sé… Te parece que pasemos por la tienda. ¿Estarán todavía en la tertulia?

—Es posible que aún sigan allí, pero a mí se me ha hecho tarde —dice Marina.

—Mejor, prefiero no ir. Seguro que estarán fumando y tratando de arreglar España —conjetura Julia—. Te acompaño hasta la iglesia y luego bajo para casa.

—Como quieras.

—Marina, solo nos queda una semana en Candás, ¿te apetece que una tarde vayamos las dos solas a Avilés? Me ha encantado la ciudad y quería conocerla un poco mejor. Qué pena que no funcione el ferrocarril.

—Pero si hace unos días que se han iniciado las obras.

—Ya lo sé. Era broma. Nos daría mayor libertad para no tener que depender de otros.

En 1902 se había conseguido la concesión de un ferrocarril con ancho de vía métrico de servicio particular y uso público de Aboño a Candás que se prolongaba a Coyanca, Piedeloro y Regueral donde había minas de hierro, ya que la autorización se había conseguido para facilitar el transporte del hierro extraído de las distintas minas repartidas por el concejo de Carreño.

La línea Aboño-Candás-Regueral fue inaugurada en 1909. Un año después, en junio de 1910, la línea inicia el servicio de transporte de viajeros que realizaba al día ocho viajes de ida y ocho de vuelta.

Y ahora, en el verano de 1920, comenzaban los trabajos de ampliación de vía desde El Regueral a Avilés.

—Yo creo que no tendremos tren a Avilés hasta dentro de dos años por lo menos. Hace unos días —cuenta Marina—, leía en la prensa el gran debate que existe en Avilés sobre el posible emplazamiento de la estación del nuevo ferrocarril.

—Es lo que suele pasar —responde Julia— cuando se barajan intereses económicos sobre posibles ubicaciones.

—Pero si quieres que vayamos a Avilés, lo puedo arreglar. No tienes más que decírmelo.

—De acuerdo. Mañana por la mañana te aviso.

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No se equivocaba Julia. En la trastienda de la tienda, Paco, Silverio y dos amigos de este fumaban sin cesar. Llevaban más de dos horas de tertulia. Aparte de abundante café, se habían tomado casi una botella de coñac. Pero se equivocaba en cuanto al tema central que les había ocupado porque el fútbol se había convertido en único protagonista. Y es que la realidad se imponía. Dentro de unos días, el 28 de agosto, en Amberes, con motivo de la celebración de los Juegos Olímpicos, España iba a participar por primera vez en la historia en una competición europea de fútbol.

En el primer partido tendría que enfrentarse a un rival difícil, jugaría frente a Dinamarca que había quedado como subcampeona en los juegos de 1908 y 1912.

Los participantes en la tertulia no compartían igual optimismo ante el papel que jugaría España. Habían analizado de forma pormenorizada el juego de los seleccionados que, bajo la supervisión del seleccionador Paco Bru, se encontraban concentrados en el hotel Industria de Amberes.

Zamora, Sabino, Samitier, Belauste, Arrate, Pichichi y Arabolaza fueron, de los seleccionados, los más recordados aquella tarde en Candás.

—Yo sinceramente pienso —dice Paco— que la selección española puede ser el equipo revelación de estos juegos.

—Todos deseamos que así sea. Además, el incentivo no es pequeño. Disponen de una dieta diaria de sesenta y siete francos —añade Silverio.

—Me asusta un poco el interés que despierta el fútbol —dice uno de los contertulios.

—Buena prueba somos nosotros, que no hemos hablado de otra cosa en toda la tarde —apunta Paco.

—Es verdad. No nos hemos ocupado de comentar la difícil situación que se vive en Cataluña, ni de las próximas elecciones, pero antes de irnos, Paco, tú que sabes mucho más que nosotros sobre ello tienes que hablarnos del tema de África —le pide Silverio.

—Es complicado. Poco puedo deciros. A mi parecer —explica Paco—, tanto cambio de gobierno dificulta que se tomen medidas serias y estables. Tengo la sensación de que el problema africano se ha convertido en una especie de enfermedad crónica, con lo que ello significa.

—¿Cuántos años llevamos? —pregunta Silverio.

—Creo que unos nueve.

Desde 1911, España se enfrentaba a un conflicto armado en el norte de Marruecos; la llamada guerra del Rif. Las hostilidades se habían originado por la sublevación de las tribus rifeñas que protestaban contra las autoridades coloniales españolas rechazando así su protectorado.

—¿Pero no hubo un tiempo en que el conflicto era prácticamente inexistente? —pregunta uno de los amigos de Silverio.

—Sí, los años que coincidieron con el desarrollo de la Gran Guerra.

—De todas formas, a mí —apunta Silverio—, independientemente de la pasividad, mala gestión o lo que queramos decir del Gobierno, hay un tema que me saca de mis casillas: el sistema de quintas. Puede que me duela de forma especial porque lo he padecido. En eso sí que el Gobierno tendría que legislar. No se puede permitir que solo los hijos de los pobres vayan a la mili. Y ahora a morir a África.

—Siendo verdad lo que dices —matiza Paco—, la ley se ha cambiado. Ahora no se paga para librarse de ir a cumplir el servicio militar.

—Razón tienes en que la han cambiado, pero la realidad sigue siendo la misma. No pagas para librarte de la mili, pagas para que sea más corta y a medida de tus gustos. ¿Cuántos hijos de padres pudientes han muerto estos años en África? —plantea Silverio.

En la Constitución de Cádiz de 1812 fue la primera vez que se aludió al servicio militar obligatorio para los varones. En leyes sucesivas, en las que se desarrollaba este principio, se dispuso que los chicos que entraran en quintas podían eludir el servicio militar mediante un determinado pago en metálico (el depósito correspondiente).

En 1912, en plena guerra del Rif, una nueva ley vino a reducir la duración del servicio militar de seis a tres años, lo que supuso la supresión, por fin, de la cuota económica antes exigida.

La alegría que entre los más desfavorecidos produjo esta noticia pronto se vio ensombrecida porque, a renglón seguido, se creó la figura del soldado de cuota, que podía reducir el servicio militar a ocho meses, previo pago de una cuota de mil pesetas, o a cinco meses, si se abonaban dos mil pesetas. El soldado de cuota tenía que disponer de medios económicos para poder pagar, además, alojamiento y sustento fuera del cuartel. Y como compensación a todo ello podía elegir destino y quedaban exentos de servir en África.

—Estoy totalmente de acuerdo contigo. Y me parece terrible que todo ello se haga para que el Gobierno obtenga unos ingresos que de otra forma no tendría.

—Se me enciende la sangre cuando pienso en algunos chavales, conocidos míos, que, por no tener dinero sus familias, murieron en este eterno conflicto. Ya sé que no deberían existir las guerras. Y que nada solucionaría que murieran también los ricos. Pero poneos en el lugar de unos padres que pasan toda la vida con grandes dificultades para sacar adelante a su familia. Pensad en cuáles tienen que ser sus sentimientos al ver cómo a causa de su miseria, sus hijos tienen que ir a morir a África o cualquier otro lugar —dice uno de los amigos de Silverio con lágrimas en los ojos.

—Cómo te comprendo, amigo —dice Silverio, dándole un abrazo—. Comparto todas tus palabras.

—Si supiéramos que alguno de los partidos políticos que se presentan a las próximas elecciones tuviera la voluntad firme de poner orden en este país, lo votaríamos masivamente —apunta Paco, que se contesta a sí mismo—: Pero todos son iguales. Y nada cambiará después de los comicios de diciembre.

—Pues sí que estamos optimistas. Mejor seguir hablando de fútbol —dice Silverio de forma sarcástica, en un intento de descargar la tensión de los últimos momentos.

—¿Nos tomamos la última copita de coñac por hoy y nos vamos?, ¿qué os parece? —sugiere Paco.

—Perfecto —responden todos.

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Están terminando de cenar. A Silverio le encanta mirar a Marina mientras come, bueno, mientras come y siempre. Las pequeñas arrugas que surcan su cara, a Silverio le resultan adorables. Su mujer le parece ahora mucho más guapa que antes. La serenidad se ha instalado de forma permanente en su rostro. Una paz que Silverio considera fruto de la aceptación que su mujer tiene de sí misma. Al lado de Marina, él es capaz de «comerse el mundo». No le ha preguntado por qué esta tarde no se ha acercado a la tienda. Le gusta que sus amigos la vean. Sí, no se avergüenza de reconocer que presume de mujer.

Silverio posa su mirada en Rosita, que habla con Marina… Se siente feliz porque últimamente la muchacha se muestra muy cariñosa con él.

—No sé por qué no te has animado a tomar las natillas. A Rosita le han encantado —comenta Marina.

—Si son tan excelentes, dile a Reme que mañana las tomo. Esta noche no tengo mucho apetito —contesta Silverio.

—¿Puedo subir a la habitación? —pregunta Rosita.

—Claro, mi amor —responde Marina.

La niña les da un beso y sube corriendo la escalera.

—Está un poco triste porque echa de menos a Inés —dice Marina.

—Se le pasará pronto. Conmigo ha cambiado, parece otra —señala Silverio.

—Ya lo he observado y me siento muy feliz. ¿Nos vamos un rato al jardín? Tengo que contarte muchas cosas —le anticipa Marina.

—¿Te apetece que sigamos tomando un poco de vino? —le consulta Silverio.

—Ya sabes a lo que te expones —dice con picardía Marina.

—Correré el riesgo —responde guasonamente Silverio—. Salgamos fuera. Soy todo oídos.

—¿Te acuerdas del comentario que Rosita nos hizo sobre Reme y Lolo, que habían pasado mucho rato charlando?

—Sí, perfectamente.

—Pues hace unos momentos la propia Reme me ha dicho que está enamorada de él.

—¿Qué dices? ¿Te lo ha contado sin más? ¿Le has preguntado?

Marina le contó a Silverio la conversación que había tenido con Julia.

—Y cuando le hablé a Reme de la posibilidad de que se fuera a Madrid, me sorprendió su reacción. Y me dijo: «Ni hablar. Si usted quiere prescindir de mis servicios, me voy a mi casa. Pero a Madrid, nunca».

»Intenté tranquilizarla diciéndole que, si no quería, nadie la iba a obligar. Pero te confieso, Silverio, que me sentía muy intrigada por su negativa por lo que le insistí comentándole que era bueno conocer otros ambientes. Medio llorando, me dijo que no quería moverse de Candás. Le pregunté si tenía algún problema. Fue entonces cuando me confesó que estaba enamorada de Lolo. Que no le hacía mucho caso, pero que de vez en cuando se encontraban y charlaban. Me aseguró que a ella no le importaba insistir porque le quería.

—Pero si Lolo es un solterón empedernido. Pobre chica —se lamenta Silverio.

—Estoy de acuerdo contigo —manifiesta Marina—, aunque esta tarde Julia y yo le vimos y me sorprendió su reacción. Me di cuenta de que intentaba esquivarme. Y después en la conversación estaba extraño.

—Habría bebido más de la cuenta —apunta Silverio.

—Puede ser, pero no lo parecía.

Silverio recuerda el encuentro con Lolo el día de Pascua y cree que es el momento de contárselo a Marina.

—Y por qué no me habías dicho nada —exclama Marina un tanto molesta, tras la confesión.

—No quería hacerte daño. No solucionaría nada contándotelo. De hecho, yo intenté hablar con él en varias ocasiones y me rechazó.

—Silverio, analizando lo que me has dicho del encuentro con tu hermano, he llegado a la conclusión de que Lolo siente envidia de ti. Y contra mí tiene algún tipo de resentimiento que no alcanzo a comprender, porque nunca tuve mucho trato con él. Ni cuando éramos jóvenes, ni después, ni ahora. De todas formas, tendríamos que intentar ayudarlo —opina Marina.

—No se deja. Es posible que Reme sea una solución para él.

—Dios te oiga. Sírveme otro poquito de vino —pide Marina. Silverio al retirar la botella después de servirle el vino roza de forma intencionada la mano de Marina, que exclama—: Mi amor, con lo bien que se conocen ya nuestras pieles. Este simple contacto de tu mano ha provocado en mí una corriente de deseo que se ha extendido por todo mi ser.

Silverio la rodea con sus brazos… la besa en el cuello, en la boca.

—Espera, cariño —dice con cierto sofoco Marina.

—Me gustaría fundirme en ti ahora mismo, aquí, en el jardín —pide Silverio.

—Algún día lo haremos, cuando no haya nadie en la casa y solo puedan ver nuestra felicidad el romero y las margaritas. Sosiégate —pide Marina mientras se alisa el cabello y arregla la blusa—. Te imaginas, Silverio, que no estuviéramos juntos y que no nos esperara una noche en común.

—Solo de pensarlo me invade la desolación.