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¿Qué ha pasado?
A Rosita le duele muchísimo la cabeza, casi no puede moverla. Le cuesta abrir los ojos. Se encuentra fatal. Estira un brazo en busca de su mesita de noche para mirar la hora en el reloj, pero no la encuentra. Abre un poco más los ojos. ¡Aquella no es su habitación! Nunca ha estado en aquel lugar. Casi no hay muebles. Descubre muy cerca de su cama a un chico que duerme en el suelo. Tiene que ser una pesadilla. Se sienta con dificultad en la cama. Coloca la almohada de respaldo y apoya la dolorida cabeza. Poco a poco va recordando todo lo sucedido hasta el momento en que se lanzó a bailar son con uno de los americanos. ¿Será el que duerme en el suelo? ¿Qué habré hecho con él? Se palpa el cuerpo en busca de algún indicio, y, por suerte, no detecta nada y puede respirar tranquila. No sabe si el malestar físico es superior al espantoso estado de ánimo en el que se encuentra.
El ruido de la puerta al abrirse es como si le dieran un mazazo en la cabeza. Entra Manuel, el hijo sonero del dueño del restaurante de Jaimanitas. El mismo que la invitó la pasada noche.
—El ron está buenísimo, pero a la mañana siguiente pasa factura —dice el muchacho.
—¿He bebido mucho? No recuerdo nada —reconoce Rosita.
—Es la primera o la segunda vez que toma ron —aventura Manuel—. ¿Me equivoco?
—En absoluto. Ha acertado, es la primera vez —confiesa Rosita.
—Me lo imaginaba por el efecto que le hizo la segunda copa.
—¿He hecho muchas tonterías? —pregunta preocupada.
—No, todo lo contrario. Estuvo usted simpática, dicharachera. Y cuando se decidió a bailar con Robert fue fantástico. Los encargados del local nos han dicho que si unimos a nuestra actuación dos o tres bailes suyos, nos pagan bastante más y aumenta el número de actuaciones a la semana. Ahora íbamos dos días y con usted nos ofrecen cuatro. Y como usted nos dijo que se había ido de casa de sus padres enfadada, pues he pensado que podría trabajar con nosotros. Esta habitación sería solo para usted. Tendría todo el día libre para hacer lo que le apeteciera, hasta las seis de la tarde. Ya sabe que nos encontramos en Jaimanitas, al ladito de La Habana. Piénselo. Ahora mismito le traigo un café.
Rosita no puede, ni quiere pensar. ¡Ay! Si pudiera convertirse en volátil para huir de este mundo. ¿Qué hará Marina? ¿Habrá salido a buscarla? No le importa lo que haga. No quiere verla nunca más.
—Aquí está el café con unas rosquillitas que saben a gloria. Después de desayunar y cuando ya se encuentre mejoradita, nos vamos a dar un paseo por la playa. Luego comemos y más tarde nos vamos de tiendas, por si le gusta algún vestido para la actuación de la noche. ¿Qué le parece? —le pregunta Manuel.
—Pero aún no sé si me quedaré —duda Rosita.
—No importa, ¿de acuerdo? Relájese. En una hora la vengo a buscar.
Marina no ha dormido nada en toda la noche. A su lado, Silverio acaba de despertar. La besa dulcemente.
—Silverio, ni en el peor de mis sueños hubiera imaginado lo que nos está pasando. Toda la noche he estado pensando en lo mismo y no tengo ni idea de lo que debemos hacer.
—Siempre podemos acudir a la policía. La ley no permite emanciparse hasta determinada edad. Pero ¿de qué nos serviría? Si ella ya nos dijo que se escaparía cuantas veces la retuviéramos.
—Silverio, ¿en qué me he equivocado?
—En nada, cariño. Has hecho lo correcto. Lo hemos hablado muchas veces. La pena de lo que está sucediendo nadie nos la quitará, pero tenemos que seguir haciendo vida normal —aconseja Silverio.
—Lo sé, aunque dudo poder hacerlo —confiesa Marina.
—Lo harás. Eres fuerte. Cuentas con mi entrega total. Ya sé que el dolor por no tener a Rosita con nosotros y el temor a que pueda sucederle algo malo es igual al que experimentaríamos si hubiese desaparecido. Sin embargo, no es lo mismo a la hora de poder aceptarlo. Nadie se la ha llevado, nadie la ha secuestrado, ella se ha ido por propia voluntad. Está haciendo lo que quiere —argumenta Silverio.
—Sí, pero movida por el conocimiento de una historia terrible, que no es capaz de asimilar. Por ello se ha visto obligada a reaccionar de ese modo. Ya sé que podría haberlo hecho de otra manera, pero cada uno tenemos una determinada forma de ser. No la culpo por lo que ha hecho, pero quisiera ayudarla —dice Marina.
—Tendremos oportunidad, no desesperes. Hoy nos vamos tú a El Nuevo Amanecer y yo a El Siglo XX, y nos volcamos en nuestro trabajo. La pena no se irá, pero mantenernos ocupados nos ayudará a no recrearnos en ella.
—Sé que tienes razón en todo lo que dices, aunque estoy tan hundida que no me considero capaz de hacer nada. Silverio, entiéndeme, yo soy la responsable de esta situación.
—No quiero seguir insistiendo en lo mismo, no busques culpables. Un nuevo día nos espera. Igual Rosita decide volver.
Javier se encuentra agotado. El autodominio que ha puesto en práctica delante de Marina y Silverio, disimulando y no dando mayor importancia a la marcha de Rosita, cuando en el fondo se siente desesperado, lo ha dejado exhausto. Nada más quedarse solo, lloró como no recuerda haberlo hecho nunca. Si pudiera, iría en busca de Ana y la abofetearía con rabia.
«¡Ay! —piensa—. Si las cosas se pudieran hacer dos veces. No tenía que haber permitido que Ana alternara con nosotros. ¿Cómo pensar que su odio y rencor la iban a llevar a semejante comportamiento?». Quería hacer daño, aniquilarlos y lo ha conseguido. Sin duda es una enferma. Pero de nada sirve quejarse, la realidad se impone y Rosita sabe Dios dónde estará. Él es mucho más consciente que sus padres de los peligros que pueden acecharla.
Antes de irse a trabajar intentará localizar a su amigo policía. Le dará una foto de Rosita y, por supuesto, le pedirá que lo haga a título personal.
Si por la circunstancia que sea, su amigo no puede ayudarlo, hablará con Marina y Silverio para que contraten a un detective privado.
Mira la foto de Rosita antes de meterla en el sobre y le da un beso. «Tengo que recuperarla —se dice—. Es la mujer de mi vida. No importa lo que suceda. ¡Nada hará cambiar mis sentimientos! Siempre la querré. Mis brazos permanecerán abiertos para ella».