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La llegada del verano

Marina se ha pasado toda la tarde escribiendo. Tiene mucha correspondencia atrasada y hoy, por fin, se ha puesto al día. Le ha dado órdenes a René, que es quien regenta sus negocios en Cuba, para que no siga invirtiendo en la ampliación del ingenio.

Al abandonar la isla, la intención de Marina no era la de aumentar la producción de su empresa sino mantenerla, pero al triplicarse las ganancias había decidido hacerlo. El elevado precio del azúcar, ante la ruina de la producción azucarera de remolacha en Europa, les había llevado a obtener en un año beneficios iguales a los conseguidos en los catorce ejercicios anteriores.

La Gran Guerra, que había enfrentado a parte de Europa sembrando el dolor y la muerte, iba a incidir de forma muy positiva en la economía de los países que se habían mantenido neutrales, entre ellos, España; y también de forma muy especial Cuba, donde la producción y el precio del azúcar habían alcanzado cotas insospechadas.

Marina conocía muy bien la repercusión que la confrontación bélica había tenido en Asturias, una de las provincias más beneficiadas por la guerra debido a que en ella se concentraba la mayoría de la producción de carbón.

El carbón asturiano se había convertido en auténtico oro negro. Las familias dedicadas a la minería multiplicaron sus fortunas. Se abrieron nuevas explotaciones, muchas de ellas improvisadas. De las 129 que existían en 1914 se pasó a 314. El número de personas que trabajaban en la minería asturiana se duplicó y llegaron a la región gentes de distintos lugares en busca de trabajo. En los cuatro años que duró la guerra, la producción de carbón aumentó más de un sesenta y cinco por ciento y los precios se incrementaron en más de un doscientos por cien.

También Asturias se había visto beneficiada en la siderurgia. Sus factorías —Duro Felguera, Fábrica de Mieres y Moreda-Santa Bárbara— incrementaron su producción. Tampoco el sector marítimo asturiano permaneció ajeno a esta ola de bienestar.

Fueron años dorados. Marina los vivió y observó desde Candás. Igual que ahora, que han finalizado, está al tanto del desconcierto generalizado de los obreros que se quejan de que, después de aquellos años prósperos de inmensos beneficios, estos no hayan repercutido también en sus vidas, que siguen siendo igual de miserables que antes, mientras que los ricos lo son mucho más.

Marina teme que el desconcierto obrero, que ya es una realidad también en Cuba, vaya en aumento. Porque, aunque en la isla se siguen viviendo momentos de esplendor con la llamada «danza de los millones», algunos conatos de protesta se han hecho notar. Aquel mismo año se había celebrado en La Habana el primer congreso anarquista y las protestas obreras empezaban a aflorar.

René le había contado con todo detalle lo sucedido a Enrico Caruso, contratado para actuar en el Teatro Nacional. La noticia de que el tenor italiano cobraba por cada actuación individual diez mil dólares —era el contrato mejor pagado de toda su carrera, unas veinte veces el salario anual de un trabajador medio cubano— fue considerada por los líderes obreros como una provocación.

Sucedió durante una matinée, el 13 de mayo de aquel mismo año de 1920, con el Teatro Nacional a rebosar y cuando el tenor Enrico Caruso, junto a Gabriella Besanzoni, interpretaba el aria «Celeste Aida», una bomba —según unas informaciones colocada en el último piso del teatro, según otras en los baños—, hizo explosión, sembrando el pánico entre el numerosísimo público asistente. Afortunadamente, no se produjeron víctimas ni heridos, solo el derrumbe del escenario y el susto inconmensurable de Caruso, que parece ser que salió huyendo despavorido a la calle. Existían diversas versiones sobre el periplo callejero del tenor, asegurando algunos que había terminado en comisaría.

Marina no puede evitar una sonrisa al imaginárselo vestido de Radamés corriendo por la calle San Rafael porque, aunque nunca ha estado en el Teatro Nacional, sí conoce su ubicación exacta, ya que se había levantado sobre el viejo Teatro Tacón. ¡Cuántos recuerdos…! El baile de máscaras, aquel beso en el cuello…

Marina suspira emocionada. No estaría mal, se dice, desplazarse una temporada a Cuba. Varias veces había pensado en decírselo a Silverio, pero siempre desistía. Era un viaje tan largo. Se encontraba feliz en Candás, aunque mentiría si dijera que aquel mundo tan distinto lleno de arte y belleza no la atraía. De todas formas, su deber es pensar en su hija Rosita y evaluar si a ella le vendría bien el viaje a Cuba.

La niña se ha convertido en su preocupación constante. Desde hace tres días tiene viviendo en su casa a una de las chicas del orfanato de Oviedo.

Una tarde que visitaron a Carmina —su hermana monja—, esta les enseñó las dependencias del hospicio y las llevó a ver al grupo de niñas expósitas que vivían allí. Les habló un poco de la vida que hacían y muy pronto Rosita se acercó a unas niñas con las que entabló animada conversación.

A la hora de irse, Rosita le pidió a su madre que, por favor, permitiera que una de las muchachas que había conocido aquella tarde se fuera a pasar unos días a Candás. A Marina no le pareció muy buena idea, pero su hermana Carmina la animó a complacer a su hija.

—Marina, no te preocupes. Inés, la niña a la que quiere invitar Rosita, es una de las mejores. Es responsable y estudiosa. En los ocho años que lleva en la inclusa jamás nos ha dado un problema. Es más, colabora con nosotras para que todo vaya bien. Además, yo estaré cerca. Hacemos coincidir los días de Inés en Candás con los míos en Gijón y, si surgiera algún problema o contratiempo, me tienes al lado.

Las Hijas de la Caridad, cuando ya llevaban sesenta años al frente del hospicio de Oviedo, en 1890, habían decidido comprar un inmueble en Gijón, en la calle Ezcurdia, para que los pequeños acogidos en el centro de Oviedo pudieran pasar unos días cerca de la playa. Muy pronto vieron cómo muchos de los niños pobres, especialmente del entonces barrio marinero de la Arena, acudían a sus puertas. Al ver la realidad de aquellos pequeños, empezó a tomar cuerpo, entre las monjas, la idea de ocuparse también de ellos para tratar de alfabetizarlos. Así nació el colegio de San Vicente en Gijón, atendido por las Hijas de la caridad.

—Carmina, ¿no has contemplado la posibilidad de pedir que te trasladen a Gijón? —le pregunta Marina.

—Querida hermana, no olvides que tengo voto de obediencia y que estaré siempre donde disponga mi superiora. Si me mandan a Madrid o cualquier otro lugar más lejos, aceptaré sin protestar.

—Sigue costándome entender tu vocación, pero me consuela verte feliz. ¿Estás segura de que a Rosita le vendrá bien salirse con la suya? —insiste Marina.

—No te preocupes. Rosita es una niña de fuerte carácter. La has mimado en exceso y te quiere solo para ella. Por ello no termina de aceptar la presencia de Silverio en casa. Es rebelde y pretende convertirse en protagonista para llamar tu atención. Quédate tranquila. Estoy segura de que Inés la ayudará.

—Dios te oiga, Carmina.

Marina quiere a Rosita como si fuera su verdadera hija y lo único que desea es su felicidad.

Decide relajarse un rato en su lugar preferido, una hamaca que en cuanto llega el buen tiempo manda colocar en el porche. El verano está resultando excelente. A diferencia de otros años, el sol aparece casi todos los días y la temperatura es muy agradable.

En los meses de verano, Candás se anima. Aunque no muchas, unas cuantas familias vienen habitualmente a pasar la temporada estival con ellos. Además de la playa con los baños de ola, que cada día son más famosos y gozan de gran aceptación —no solo para los pudientes, porque desde hace unos años también la gente de extracción social más baja acude a la playa—, Candás ofrece un tipismo y unos rincones inigualables que hacen la delicia de los veraneantes.

Marina se considera una antigualla porque no está dispuesta a ir a darse un baño a la playa por nada del mundo. Ella, que había pasado su niñez corriendo por la ribera y hablando con las olas, rechaza el contacto directo con la mar.

—Señora, ¿quiere que le sirva algo? —pregunta una de las jovencitas que trabajan en su casa.

—No, Reme. Pero hazme un favor, acércame el libro que está sobre la mesa del despacho. Voy a leer un rato.

Desde que vive en la nueva casa, Marina tiene a tres chicas empleadas. Con una sería suficiente, pero es una forma de ayudarlas. Además, procura ir formándolas, capacitándolas para poder optar al cargo de doncella en las familias más exigentes. De hecho, una de las primeras en trabajar en su casa se había ido a servir a Oviedo, contratada por unos conocidos de Marina.

Una tarde a la semana se sentaba con las tres muchachas empleadas y, mientras tejían o bordaban, ella les hablaba de algún libro o de algún tema de actualidad. No todas presentaban la misma predisposición, pero Marina se lo tomaba con paciencia.

—¿Es bueno? —le pregunta Reme, al acercarle el libro.

—Una historia muy divertida. Estoy segura de que esta novela os gustará muchísimo —dice Marina, sonriendo.

—No sé yo. La vida de las monjas más bien me parece triste —comenta Reme.

—Lo dices, claro, por el título de la novela, pero la hermana San Sulpicio aún no ha profesado, es novicia —explica riendo Marina.

Unos fuertes aldabonazos en la puerta sobresaltan a Reme que, como impulsada por un resorte, da un pequeño saltito:

—Perdón, señora, voy a ver quien llama —dice.

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A Marina le sorprende que la muchacha no haya vuelto para decirle quién ha llamado. Aunque no le da mayor importancia porque piensa que es posible que hayan traído cualquier recado y Reme prefiere no molestarla.

Al cabo de una media hora y cuando ya se había olvidado de la llamada, llega Reme.

—Yo creo que ya ha esperado lo suficiente —dice la muchacha, muy misteriosa—. ¿Quiere que la pase aquí o va usted a la sala donde la espera?

—Pero de qué hablas, Reme, ¿quién ha venido? ¿Por qué no me has avisado en el acto?

—Porque el otro día me han dicho que las personas importantes deben hacer esperar a los visitantes. Que no es bueno dar la sensación de estar totalmente desocupados aguardando a que alguien les venga a visitar.

—¿Pero quién te ha dicho esas cosas? Bueno ya me contarás, ¿de verdad hay alguien esperándome desde hace más de media hora? —pregunta inquieta Marina.

—Sí. Creo que es una amiga suya madrileña que pasa los veranos en Candás. La señora de Delgado.

—¿Y qué has hecho con ella?

—Está muy cómoda en el recibidor de la entrada. Le he ofrecido bebida. Y está feliz esperando —manifiesta Reme.

—Dios mío, qué vergüenza, hazla pasar —le ordena muy seria Marina.

—Lo que usted mande, señora.

Marina no sale de su asombro porque, de las tres muchachas que sirven en casa, es Reme la más receptiva y la que siempre intenta hacer las cosas bien. ¿Quién la habrá engañado?

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—Queridísima Marina, ya me han dicho lo ocupadísima que estás. Podría haber vuelto en cualquier otro momento, pero tenía tantas ganas de verte. Hemos llegado ayer por la noche.

—Por favor, Julia, perdóname, ha habido un malentendido. Jamás te habría hecho esperar —se disculpa Marina mientras la abraza.

—Te veo estupenda, Marina. Te ha sentado bien el matrimonio.

—Gracias, Julia. Estoy deseando que conozcas a Silverio. ¿Habéis venido todos? ¿Cómo están Paco y los niños?

—Todos muy bien. Este año, la niña se ha quedado en Madrid con los abuelos. Ha suspendido tres asignaturas y tiene que seguir asistiendo a clase.

—Podrías haberle buscado un profesor aquí.

—Sí, pero pienso que, de esta forma, si de verdad le interesan las vacaciones, tomará nota y estudiará durante el curso. Además, sus abuelos la llevarán algún día a Segovia. No me da ninguna pena.

Julia y Marina se habían conocido el primer verano después del regreso de Marina de Cuba. Solían coincidir en sus paseos por el muelle. Una tarde, una lluvia imprevista iba a ser el origen de su amistad. Julia se había ofrecido a cobijar a Marina bajo su paraguas y, desde entonces, la amistad entre ambas se había ido fortaleciendo con los años.

Cuando venían a Candás se veían con frecuencia y a menudo Julia y su marido acudían a cenar a casa de Marina. Los dos eran madrileños. Él trabajaba en el Ministerio de la Guerra y tenían dos hijos: una chica y un chico. Julia, como casi todas las mujeres de la época, se dedicaba a las labores del hogar.

—No sabes la alegría que me produjo tu carta en la que me comunicabas que te habías casado. Alegría y sorpresa, porque no tenía ni idea de que tuvieras novio. Desconocía la existencia de Silverio.

—Es una historia que algún día te contaré. Silverio siempre fue el hombre de mi vida. Desde que me he casado, soy la persona más feliz del mundo —dice emocionada Marina—. Hemos abierto una tienda de ropa en Candás de la que se ocupa Silverio, que tiene una gran experiencia, ya que durante su estancia en La Habana trabajó en grandes almacenes.

—Algo me ha dicho la dueña de la casa nada más llegar —dice Julia con una sonrisa.

—Ya sabes cómo son los pueblos pequeños. Las noticias vuelan.

—¿Funciona bien el negocio? —pregunta Julia.

—No podemos quejarnos.

—Cuánto me alegro, querida. No te he preguntado por Rosita, me extraña no verla por aquí.

—Ha salido de paseo con una amiguita que ha venido a pasar unos días con nosotros.

—Qué bien. Le he traído unos cuentos de Calleja.

—Muchas gracias —dice Marina—. Le van a encantar. Le gusta mucho leer.

—Sigue tu ejemplo. Me han hablado maravillas de esta novela de Armando Palacio Valdés. Tengo ganas de leerla —dice Julia, tomando en sus manos el ejemplar de La hermana San Sulpicio.

—En cuanto la termine te la dejo. No te voy a contar nada, pero te gustará —asegura sonriente Marina.

—Me han dicho que en Sevilla piensan nombrar a Palacio Valdés hijo adoptivo de la ciudad por la fama que les ha proporcionado al escribir esta historia —comenta Julia.

—Me alegro mucho —afirma Marina, que añade—: Dentro de unos días, el 9 de agosto, se inaugurará en Avilés un teatro con su nombre.

—Pero él no es natural de Avilés —observa Julia.

—Sí, ya lo sé. Pero pasó toda su niñez en esa ciudad, con la que siempre ha mantenido una estrecha vinculación. Aunque en la novela la llama Nieva, Avilés es el escenario donde se desarrolla Marta y María.

—Qué bonito —exclama Julia.

—¿Te gustaría ir a la inauguración? —pregunta Marina.

—Muchísimo.

—Pues si mi amigo, al que le encargué las entradas, no me falla, que espero que no, iremos los cuatro.

—Qué bien, será estupendo. Por cierto, ¿a Silverio y a ti os gusta el ajedrez? —le pregunta Julia.

—No creo que Silverio sea ningún experto, pero alguna vez, después de cerrar la tienda, sé que se reúne con algunos amigos en tertulia y a veces juegan —responde Marina—. En cuanto a mí, no tengo ni idea.

—Te lo pregunto porque a Paco le encanta. No jugar, que se defiende un poquito, sino acudir como espectador a los torneos. Se ha enterado de que este verano se celebra uno en Gijón. Y seguro que querrá ir más de un día. Sería estupendo que fuésemos juntos alguna tarde. Es en el Real Club Astur de Regatas y podríamos quedarnos a cenar.

—Me parece una idea genial —dice Marina—. No conozco el club, pero me han dicho que es precioso y que está ubicado en uno de los lugares con mejores vistas sobre el mar, mirando a la bahía de San Lorenzo.

—Es verdad. Nosotros estuvimos el año pasado y nos encantó —asegura Julia.

Marina no dice nada, pero está segura de que a Silverio no le va a entusiasmar la idea de ir al club, frecuentado en su mayoría por la sociedad más elitista. Tampoco ella se sentirá cómoda en aquel ambiente, aunque sabe que mientras se celebre el torneo los visitantes serán de lo más variopinto y habrá muchas personas que, como ellos, acudan allí por primera vez.

El Real Club Astur de Regatas de Gijón, inaugurado en 1911, tuvo su primera sede en el local del antiguo Ateneo, en la calle Corrida. Pero las aspiraciones de sus fundadores eran llevarlo cerca del mar. La aceptación del rey don Alfonso XIII de la presidencia de honor del club, así como su participación en las regatas de 1912 y 1913, fueron decisivas a la hora de conseguir la autorización para la compra de los terrenos de la batería de San Pedro en Cimadevilla. Y allí, en el popular barrio de Cimadevilla, en la ladera del cerro de Santa Catalina, se edificaron, en 1913, las instalaciones que albergarían desde entonces el Real Club Astur de Regatas. Un lugar, sin duda privilegiado, con las mejores vistas de la costa gijonesa.

—Si viviera en Gijón —asegura Marina—, tal vez me haría socia del club, pero estando en Candás no merece la pena.

—Tienes razón. Además, se puede acceder a todas sus dependencias con un socio. Y, por supuesto, también cuando se celebran competiciones. Me voy, Marina, no quiero entretenerte más. Ya nos vemos. Este año, al no venir la niña, voy a estar un poco más desocupada.

—¿Por qué no venís a cenar mañana y así conocéis a Silverio?

—Ya me han dicho que es un hombre muy guapo.

Marina desconoce las razones por las que aquel comentario de Julia no le agrada. Mira que si va a descubrir ahora que es celosa… Cuántas cosas le habrán dicho ya a su amiga de ella y de su matrimonio. Prefiere no pensar en ello y, con una amplia sonrisa, dice:

—Para mí, Silverio es el hombre más guapo del mundo.

—Tiene sus ventajas volver a casarse de mayor porque se recupera la ilusión de la juventud por no haberla vivido juntos. Yo quiero a Paco, pero nada que ver con los primeros años —admite Julia, con expresión resignada.

—Yo creo que el amor en el matrimonio pasa por diferentes etapas. En cada una de ellas es necesario cuidarlo, alimentarlo, insuflarle ilusión.

—Sí, Marina, todo eso que dices es muy bonito, pero después la realidad es muy distinta. El amor puede desaparecer. Y eso sin contemplar la posibilidad de que una nueva persona haga vibrar el corazón, algo a lo que todos estamos expuestos.

—Es verdad lo que dices, Julia, y si es a mi marido a quien le sobreviene el desamor y aparece una nueva ilusión no sé lo que hará. Pero si soy yo, te aseguro que no dejaré crecer en mí ese sentimiento. Me volcaré en mi marido, que ha sido mi amor, y mantendré mi voluntad firme para que lo siga siendo.

—Dios quiera que no te encuentres en esa situación, porque es muy complicada. Aunque también existen otras formas de mantener la armonía en el matrimonio, sobre todo por parte del cónyuge masculino. A las mujeres nos resulta más peligroso, pero algunos casos existen.

—¿Cómo?

—Recurriendo al fingimiento. Manteniendo una doble vida. No es que yo esté de acuerdo con esa situación, pero sé que es real en muchos matrimonios —matiza Julia, que añade—: ¿Quiénes crees que son los clientes de los prostíbulos? ¿Todos hombres solteros? No seas ingenua, Marina.

A Marina de repente se le agolpan los recuerdos. Unas imágenes la sacuden en lo más profundo de su ser. ¿Por qué han tenido que hablar de aquel tema? No quiere recordar la dureza de su relación anterior. Ricardo no necesitaba acudir a los burdeles.

—La verdad, Julia, es que nunca había pensado en la clientela de los prostíbulos —replica, tratando de dominar su turbación, con gran esfuerzo—. Tal vez tengas razón. Qué pena.

—Sí que es triste —concluye la amiga.

—¿Nos vemos mañana? —pregunta Marina.

—Sí, cuenta con nosotros. Aunque no le he dicho nada a Paco, sé que estará encantado. ¿A qué hora venimos?

—Podemos quedar sobre las ocho y media. Tomamos un aperitivo y luego cenamos.

—Perfecto. Gracias, Marina.

Se despiden con un beso. Después de cerrar la puerta, Marina no puede contener las lágrimas. «Ni una más —se dice con rabia—, no volveré a llorar por unas vivencias que pertenecen al pasado y a las que no debo dedicar ni un segundo. Tengo que conseguir borrarlas para siempre. Mi presente es lo que importa y la felicidad que siento al lado de mi marido es lo único que debe llenar mi vida. Volveré al jardín y seguiré leyendo».