27
Venganza
—Amita, está preciosa —dice con admiración Diana.
—Muchas gracias, el peinado que me has hecho me favorece —replica Rosita mientras se atusa el cabello.
La imagen que el espejo le devuelve es de su agrado. Cree que ha acertado con el vestido. Ha elegido uno blanco, vaporoso. Le sienta de maravilla.
Podría maquillarse un poquito. Mejor no, se dice. Solo se dará brillo en los labios.
Ha trazado un plan perfecto. Pasará a decirle adiós a su madre.
—No sabía que tuvierais hoy una celebración. Estás preciosa —le dice Marina, un tanto sorprendida cuando la ve bajar por la escalera.
—No, no hay ninguna fiesta, madre. Voy a comer con los amigos y después iremos a pasear o a bailar.
—Te lo comentaba porque te has arreglado más de lo habitual —observa Marina.
—Ya sabe que hay días que apetece intentar verse guapa y hoy es uno de ellos —contesta Rosita, sin darle ninguna importancia.
—Pásalo bien y ya sabes, nada de excesos. Compórtate como una buena chica, que es lo que eres. Y no regreses tarde.
—Así lo haré, madre.
Rosita le da un beso y cuando ya se encuentra cerca de la puerta oye a su madre que le dice:
—Rosita, se me olvidaba, esta misma mañana han llegado cartas. Tienes una de Inés.
Duda unos momentos. No sabe muy bien qué hacer. La carta la puede leer por la noche. Va justa de tiempo, pero es de Inés. Qué coincidencia que llegue precisamente en aquellos momentos.
—¿Te la llevas? —le pregunta Marina.
—No, subiré a leerla. Madre, ¿luego me puede acercar el coche a la escuela?
—Sin ningún problema. Se lo digo a Lino para que esté pendiente.
—Gracias.
Ya en su habitación Rosita abre el sobre que es más voluminoso que de costumbre.
Queridísima Rosita:
Lo que tanto esperaba ha sucedido. Dios me ha escuchado: mi madre ha venido al orfanato. Te lo contaré con detalle porque sé que te gustará conocer cómo sucedió. Serían las once de la mañana. Yo me encontraba trabajando en la enfermería cuando entra sor Carmen y me dice que ella se queda sustituyéndome, que yo tengo visita, que alguien me espera en la sala. Imagínate mi sorpresa. No conozco a nadie. Solo tu primo Vicente podría venir, pero era totalmente improbable. Algo en la expresión de sor Carmen me inquietó. «¿Quién es?», le pregunté. «Dice que es tu madre. Asegura que es la misma mujer que te dejó aquí hace años». Un temblor recorrió todo mi cuerpo. El abrazo de sor Carmen apaciguó un poco mi inquietud. «Tranquilízate —me dijo—. Habla con ella. Déjala que se explique, no la juzgues. Ha venido, eso es lo importante».
Rosita quiere asimilar lo que está leyendo. ¿Qué haría ella? Seguro que correr a abrazar a su madre, pero su madre no la ha abandonado. A Inés sí. «Es probable que si yo fuera Inés, me vengaría, pero ella es distinta».
La puerta de la sala donde me esperaba estaba abierta y pude verla paseando nerviosa. La reconocí inmediatamente. Su cabello rojizo era inconfundible. Creí que cuando me encontrara con sus ojos, me echaría a llorar, y sin embargo, me quedé mirándola como si fuera una extraña. Sabía que era ella, pero mi corazón no se alteró, porque su rostro no era el que yo recordaba día tras día.
Al verme se quedó como petrificada. Unas silenciosas lágrimas resbalaban por sus mejillas y no decía nada, solo me miraba. «Por favor, no llore», le dije, dándole mi pañuelo. Entonces empezó a hablar (te aseguro, Rosita que aquella voz era totalmente desconocida para mí):
—Mi querida hija, tienes que perdonarme. Sé que me he portado muy mal, pero quiero reparar todo el daño que te he hecho. He venido.
—Sí, madre, aquí está, tranquilícese. No le guardo rencor. Le he pedido a Dios volver a verla para decirle que la perdono, pero me gustaría que me dijera por qué me dejó y dio un nombre falso para que no pudieran localizarla. Llegué a pensar que usted no era mi madre. (Rosita, yo hablaba como una autómata. Era como si me hubiera convertido en alguien ajeno a mí).
—Es muy complicado —me dijo—. Yo nunca me casé con tu padre. Nos quisimos durante un tiempo, pero él regresó a su país sin saber que yo me había quedado embarazada. Naciste tú y eras lo más importante de mi vida hasta que conocí a un hombre del que me enamoré. Tuve miedo a que él me abandonara si sabía que tenía una hija. Fue entonces cuando pensé en dejarte en el orfanato. Con la idea de decírselo después de casarnos y venir a buscarte.
—Por eso dejó un nombre falso —le comenté.
—Tenía miedo de que algo estropeara mi matrimonio. Perdóname.
—Ya le he dicho que está perdonada. —Rosita, me apetecía gritar, insultarla, pero con una calma asombrosa le pregunté—: ¿Y ahora por qué viene? ¿Se ha muerto su marido o ya se lo ha dicho?
Rosita deja un momento la carta para beber un vaso de agua. Está impresionada y vuelve ansiosa al relato.
—Ni lo uno ni lo otro. Mi conciencia no me deja vivir tranquila. No sabía qué había sido de ti y necesitaba conocer si estabas viva y qué hacías.
—Madre, ¿y cómo ha podido aguantar todo este tiempo con semejante remordimiento de conciencia?
—Bueno, he tenido dos hijos que me han mantenido muy ocupada, pero ahora me gustaría que volvieras conmigo. Quiero presentarte a todos.
Rosita, en ese momento ya no pude resistir y me derrumbé. Durante unos momentos no oculté mi pena y lloré. Ella no hizo ningún ademán para consolarme, éramos dos extrañas. Un poco más tranquila, le dije que no se preocupara por mí, que, como podía comprobar, me encontraba bien. Le sugerí que no comentara nada a su marido de mi existencia porque yo seguiría en el mismo sitio en el que me encuentro, que era mi verdadero hogar. Y que de esa forma sería mejor para todos. Le agradecí que hubiera venido a verme porque necesitaba saber la verdad sobre las razones que la movieron a abandonarme y que ahora ya las conocía. Le aseguré que no le guardaba ningún tipo de rencor.
Nos abrazamos y al despedirse me preguntó si podía volver a verme.
—Claro, siempre que quiera. Pero no se sienta obligada.
La estuve observando mientras se iba. Me sentía liberada. El gran dolor que nunca me dejó al sentirme abandonada por la persona que tenía que haberme querido se esfumó al conocer las razones que la movieron a hacerlo. Entendí su postura. Se había querido más a sí misma que a mí. Igual que ahora comprendo la mía al no sentir cariño por la mujer que me ha dado la vida y a la que en mis sueños seguía adorando, pero que al verla mi corazón permaneció impasible. La ayudaré siempre que me necesite pero mi amor filial es para las monjas que me cuidaron y aún se ocupan de mí.
Rosita se siente impresionada. Aquella carta ha llegado en el peor momento. El momento en el que ella ya ha diseñado su venganza. Si siguiera el ejemplo de Inés intentaría conocer las razones por las que Ana habla mal de ella, aunque no son ningún secreto. Pero el comportamiento de su amiga no la hará cambiar de idea. Nada de comprensión, ella se encargará de darle justa réplica a la envidiosa Ana. Mañana le escribirá a Inés y puede que le cuente algo de lo que hoy suceda.
Rosita pasa a recoger a Clara a la escuela y juntas van en el coche a la universidad. En la cafetería ya se encuentran reunidos Javier, Felipe y cinco más. A Rosita le sorprende no ver a Ana, pero no pregunta por ella.
—Esperamos que estéis de acuerdo —comenta Javier, dirigiéndose a Rosita y Clara—. Ayer decidimos ir a comer a Jaimanitas. Felipe ha traído el coche de su padre y Ana ha ido a buscar el suyo.
—Es una pena. De haberlo sabido, no hubiese mandado el mío para casa —comenta Rosita.
—No te preocupes, cabemos en los dos —apunta Javier.
—¿Y por qué Jaimanitas? —quiere saber Clara.
—Yo he sido el responsable —dice Felipe—. He ido con mis padres hace no mucho y los platos de marisco y pescado que preparan me parecieron deliciosos. Ya sabéis que es un pequeño poblado costero habitado solo por pescadores y que posee un tipismo y belleza que os van a encantar.
—¿A qué distancia de La Habana se encuentra Jaimanitas? —quiere saber Rosita.
—Muy cerca, casi en las afueras —responde Felipe.
—Ya estoy aquí —dice Ana, que entra como una exhalación.
—Qué bien —dice uno de los chicos—. Ya podemos irnos.
Ana se fija inmediatamente en Javier y Rosita, que charlan ajenos a todo el grupo. Ve lo guapa que está Rosita y de buena gana la fulminaría. Maldito el día, se dice, en que apareció por la universidad.
—Distribuyámonos entre los coches —pide Felipe, que añade—: Conmigo vienen Rosita y Clara.
—Yo también voy contigo —se suma Javier, interrumpiéndole.
—Pues el resto conmigo —apunta Ana, que a duras penas logra disimular su enfado.
El lugar donde Felipe los lleva a comer es un humilde restaurante de pueblo. Con gente muy amable. No tiene más clientes que a ellos. Les han preparado una mesa larga en la que caben todos. Rosita se sienta al lado de Javier. Ana se da prisa para ocupar el lugar al otro lado del muchacho.
Rosita se está volcando para atraer la atención de Javier que, dichoso, solo tiene ojos para ella. Sabía que el muchacho era amable, pero en este tiempo que llevan charlando los dos solos, a ella le parece mucho más encantador. Pueden hablar de todo, el diálogo fluye entre ellos como si fuesen amigos de toda la vida.
Javier, sorprendido ante la reacción de Rosita, teme que ella cambie de repente e intenta ser lo más simpático y amable posible. La relación entre ellos siempre ha sido excelente, como buenos amigos, pero hoy es diferente. Tiene la sensación de que Rosita solo quiere estar con él, algo que le llena de satisfacción, porque la muchacha le gusta muchísimo.
Les sirven un menú de marisco y pescado.
—Qué alguien me diga qué pescado tan delicioso es este —pide Clara.
—Es pargo, con una sabrosa salsa de almendras tostadas, fritas y molidas —aclara Felipe.
—Algo en este lugar me recuerda a Candás, el pueblecito donde me crié —dice Rosita.
—Será por el mar y los pescadores —apunta Javier.
—Sí, y también porque allí preparan muy bien el pescado —comenta Rosita, que recuerda a la señora Covadonga con amor.
—Estas cabrillas fritas están deliciosas —interviene Felipe.
—Me quedo con la langosta, está suculenta —observa Ana.
—¿Echas de menos Candás? —le pregunta Javier a Rosita.
—No. Si mis padres se hubieran quedado allí, lo añoraría. Pero como están conmigo, soy feliz en La Habana.
—¿Cómo es Asturias? —pregunta Javier—. Espero poder visitarla algún día.
—Solo conozco Candás, Oviedo, que es la capital, y Covadonga. El paisaje es precioso, muy verde, con montañas. También tiene muchas playas.
—¿Se parece a Soroa o al valle de Viñales? —pregunta Javier.
—No, Asturias es mucho más agreste. Su verde no es tan tenue como en Viñales, es mucho más intenso. Las montañas asturianas se unen unas a otras formando una cadena, nada que ver con los mogotes.
Javier no se da ni cuenta de que a su otro lado se encuentra sentada Ana, con la que no ha intercambiado ni una sola palabra en toda la comida. La muchacha está indignada y de buena gana se habría levantado de la mesa, pero disimula. Ya llegará su momento.
—¿Qué os parece si vamos a pasear un rato cerca del mar? —plantea uno de los estudiantes.
—Perfecto. Y si estáis de acuerdo, luego podemos escuchar un poco de son. Me ha dicho el dueño del restaurante que su hijo y dos amigos son aficionados y nos pueden tocar algo —les propone Felipe.
—Me parece una idea estupenda —contesta Rosita.
—Lo hago por ti, bueno y también por mí —dice Felipe—. A los dos nos gusta mucho el baile.
Al salir del restaurante, Ana toma de un brazo a Javier y le dice:
—Perdona un segundo, quería comentarte lo que ayer me dijo el profesor auxiliar de Clínica Quirúrgica.
—¿Es algo que deba conocer inmediatamente?
—No, urgente no es —dice Ana con una dulce sonrisa, aunque de buena gana se pondría a gritar.
—Pues entonces me lo cuentas en otro momento. ¿Te parece?
Sin darle tiempo a que responda, Javier sale corriendo en busca de Rosita que desde la distancia observa todo.
Rosita, Clara y Javier vuelven a La Habana en el coche de Felipe, igual que a la ida a Jaimanitas.
—Ha sido un día precioso —dice Rosita.
—Lo he pasado muy bien —afirma Clara—. Y, además, me estoy aficionando al son, casi lo bailo tan bien como tú, Rosita.
—Dos sesiones más y totalmente dominado, querida —le asegura Felipe, que añade—: Pobre Ana, llegará a ser una buenísima cirujana, pero si tuviera que vivir del baile…
—Tienes razón —añade Clara—. No he conocido a nadie con menos sentido del ritmo. Todo lo contrario que tú, Javier.
—Es verdad, Javier, da gusto bailar contigo —afirma Rosita.
Habían bailado al atardecer en la playa. El improvisado trío encargado de interpretar son no tenía ni contrabajo, ni claves. Pero sí unas maracas, bongó y guitarra.
—Menudo trío que han formado el hijo del dueño del restaurante y sus amigos. Lo hacen muy bien y se nota que les apasiona la música —comenta Javier.
—Hasta ahora, Rosita y yo éramos la pareja oficial de son, pero a partir de esta tarde creo que debo cederte el puesto —dice Felipe a Javier—. Había que veros. Formáis una pareja perfectamente acoplada. Parecíais profesionales. Por cierto, ¿cómo te has hecho con las rosas?
—Al ir para la playa, en el pequeño jardín de una de las casas las vi. Y pensé que le sentarían muy bien a Rosita. Pedí permiso y las corté.
—Son preciosas —dice Rosita—. Todavía las llevo puestas.
—Te quedan muy bien —añade Clara.
Son tres rosas rojas que Rosita se ha colocado a modo de coletero que le sujetan la melena.
—Gracias, Felipe, por haber organizado esta interesante salida. Creo que es uno de los días más felices de mi vida —confiesa Javier, y tímidamente se atreve a preguntar—: ¿No os gustaría repetirlo?
Tanto Rosita como Clara opinan que volverían encantadas a Jaimanitas.
—Yo también —acuerda Felipe—, pero os propongo que nos escapemos nosotros cuatro.
—Por mí, encantada —asegura Rosita.
—Yo también lo apruebo —apunta Clara.
—Y yo lo aplaudo —apostilla Javier, que pregunta—: ¿Pero no os parece que a los demás les sentará mal?
—Es posible, aunque no creo que estemos obligados a hacer todos lo mismo —afirma Rosita.
—Tienes razón y, además, a la mayoría no les importará. Quien sí se pondrá como una fiera será Ana —aventura Felipe—. Prefiero no pensar en el estado de ánimo con el que irá conduciendo en estos momentos hacia La Habana, después del día que le habéis dado. Javier, tú sabes que ella está enamorada de ti.
—Porque tú me lo dices. Espero que sea una ilusión pasajera. Yo nunca podré corresponderla —responde Javier.
—Ya estamos en la ciudad, si queréis os acerco a casa —se ofrece Felipe.
—Gracias, no te preocupes —contesta Rosita—. Es temprano y nos da tiempo a recoger unos encargos. Ya nos arreglamos nosotras.
—De acuerdo. Ya sabéis que el jueves os esperamos —les recuerda Felipe.
—Hasta el jueves —les dice Javier, que se baja del coche para despedirlas.
—¿Por qué no has querido que nos llevara a casa? —pregunta Clara.
—Es temprano y me apetece, si tú quieres, que charlemos un rato mientras paseamos —contesta Rosita.
—De acuerdo. ¿Nos acercamos al Malecón?
—Estupendo. Te he visto muy feliz con Felipe —le dice Rosita.
—Es muy amable. Creo que hoy lo he conocido mejor. Ya sabes que siempre está pendiente de ti, pero como para ti hoy solo existía Javier… Por cierto, tenías que ver la cara de Ana en algunos momentos —comenta Clara.
—Pues que se vaya acostumbrando. Que se olvide de Javier —asegura Rosita.
—Resulta evidente que puedes alejar totalmente a Javier de Ana. ¿Pero luego, qué harás con él? ¿Decirle que le quisiste ayudar para que ella no le incordiara? ¿No te has dado cuenta de cómo te mira? Rosita, hace tiempo que me he percatado de que Javier siente algo por ti.
—Si eso fuera verdad, también se puede desilusionar al conocerme mejor. Lo mejor es no hacerse preguntas. El tiempo decidirá.
—Dime la verdad, Javier a ti tampoco te resulta indiferente, ¿verdad?
—Es un buen amigo y nada más.
Rosita no es tan amiga de Clara como para hacerle confidencias íntimas. Por ello no ha sido sincera. Solo a Inés le contará las sensaciones vividas hoy. Le hablará de la reacción de su cuerpo al entrar en contacto con el de Javier en el baile. Una sensación que electrizaba todo su ser, nunca antes experimentada, aunque había bailado con varios muchachos. Rosita es consciente de que el motivo que la llevó a acercarse a Javier no es otro que el de hacer daño a Ana, pero ahora tiene que reconocer que le gusta estar a su lado. Que lo ha pasado infinitamente mejor que otras tardes y no solo por la alegría de ver sufrir a su enemiga.
—Pues te aseguro que formáis la pareja perfecta. Tan altos, tan guapos…
—Y tan mulatos —se ríe Rosita, sin dejar terminar a Clara.
—¿Y eso qué importancia tiene? No tienes ni idea de cuántas blancas suspiran por Javier y blancos por ti —comenta Clara.
—Es broma —dice Rosita, pero ella sabe que el hecho de que Javier sea mulato constituye una barrera que tal vez algún día pueda derribar.
—Te juro, Rosita, que a mí, que soy criolla, hija de catalán y canaria, no me importaría en absoluto casarme con un mulato —asegura Clara.
Las dos muchachas siguen haciéndose confidencias mientras pasean por el Malecón, que a aquella hora de la tarde está bastante animado. Muchos son los que acuden a ver la puesta del sol al lado del mar.
De regreso, se detienen cada poco a admirar los trajes de moda que se asoman a algunos escaparates.
—Me encanta este tipo de trajes un tanto ajustados —comenta Clara—, pero no me sientan muy bien.
—Tendrías que probártelos. A veces sucede que crees que un traje no te va y, cuando te ves con él, te das cuenta de que estabas equivocada —asegura Rosita, que propone—: ¿Quieres que entremos y lo comprobamos?
—No, mejor otro día. Se me hace tarde.
Nada más entrar en la calle O’Reilly, Clara señala uno de los cafés de amplios ventanales.
—¿No es aquel nuestro profesor don Sixto Velasco? —dice.
—Sí, es él, y creo que la mujer con la que se encuentra es mi madre —comenta Rosita, sorprendida.
—¿Quieres que entremos a saludarlos? —pregunta Clara.
—No, porque nos invitarán y tendremos que sentarnos con ellos —asegura Rosita.
—Como quieras.
A Rosita no le gusta nada ver a su madre con aquella compañía. Seguro que él la espía y se hace el encontradizo. Tiene que hablar en serio con ella, no debe frecuentar el trato de un conquistador profesional.