9
La invitación
Connor estaba de pie en el agua helada, fuera de la cantina de la Luna Llena, mirando a Jez, o mejor dicho, se corrigió, a Stukeley. Su antiguo compañero llevaba una camisa roja remangada hasta los codos y unos desgastados calzones de cuero negro. Desde la última vez que lo vio en la boda de Sidorio, se había rapado casi al cero. Llevaba una calavera colgada de la oreja izquierda. Se había hecho un tatuaje nuevo en la nuca, de una ola, al estilo de un grabado japonés. Más abajo, en la cara interna del antebrazo, llevaba un tatuaje de tres sables idéntico al que tenía él. Connor, Bart y Jez habían descubierto que estaban tatuados al despertar después de su «fin de semana olvidado» en la calle del Marinero. Cómo habían llegado aquellos tatuajes hasta allí continuaba siendo un misterio para ellos.
—¿Qué tal? —preguntó Stukeley, saludándolo con la cabeza.
—Estábamos hablando de ti —respondió Connor.
—Bueno, ya sabes lo que dicen —Stukeley le sonrió burlón—: menta al diablo y se te aparecerá.
Connor negó con la cabeza.
—Tú no eres el diablo. Has adquirido unos hábitos un poco extraños y te has juntado con gente rara, pero no eres el diablo.
Stukeley se encogió de hombros.
—Gracias… creo. —Sonrió—. ¿Salimos del agua? —Rodeó a Connor con el brazo y lo condujo a la arena.
Entre la basura de la playa había un par de bidones oxidados. Stukeley se apoyó en uno y Connor se sentó en el otro.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó.
—He venido a verte —respondió Stukeley— para darte esto. —Introdujo la mano dentro de la camisa y sacó un sobre. A la luz de las estrellas, el papel vitela brilló como si fuera una lámina de oro blanco.
Connor cogió el sobre y vio su propio nombre escrito en tinta en una desigual letra picuda. Tenía un mal presentimiento con respecto a su contenido. Lo mantuvo un rato en las manos.
—Ábrelo —dijo Stukeley.
Con el corazón acelerado, Connor lo rompió y sacó el pergamino doblado. Lo desplegó y leyó la breve carta con rapidez.
Después de leer la carta, Connor la dobló de inmediato y volvió a meterla en el sobre. Dejó este en el bidón oxidado y comenzó a alejarse.
—No puedes ignorarla —dijo Stukeley mientras lo alcanzaba.
—Puedo intentarlo. —Connor siguió mirando al frente.
—No cambiará nada —adujo Stukeley—. Sidorio es tu padre consanguíneo. Eres uno de los nuestros.
Connor no dijo nada y siguió andando. Estaba a punto de quedarse sin playa.
—¡Espera! —exclamó Stukeley, cerrándole el paso—. ¡Mírame, Connor!
A regañadientes, Connor alzó los ojos para mirarlo.
—Antes éramos amigos —dijo Stukeley—. Decíamos que nuestra amistad trascendía la vida y la muerte, ¿recuerdas? Cuando acudí a ti, tú me ayudaste. Me llevaste a la Taberna de la Sangre y luego al Nocturno, para que el capitán me auxiliara.
Connor asintió.
—Lo recuerdo. —Se estremeció al pensar en la Taberna de la Sangre.
—Tú me ayudaste —repitió Stukeley—. Ahora me toca ayudarte a mí. —Le puso una mano en el hombro—. Sé que debes de estar sufriendo por todo esto, por descubrir que Sidorio es tu padre, que eres un dampiro. Eso lo cambia todo.
—Solo si yo lo permito —dijo Connor, con aire desafiante.
Stukeley no estuvo de acuerdo.
—No, Connor. Tú no tienes el control. Esto es más grande que tú. Créeme, sé de lo que hablo.
Connor pensó en las palabras de Stukeley. Pensó en cómo había visto morir a Jez y en el lujoso sepelio que habían oficiado para él en la cubierta del Diablo. Pensó en cómo el viaje de Jez había terminado allí pero el de Stukeley no había hecho más que empezar cuando habían arrojado su féretro al mar y lo habían dejado, sin saberlo, a merced de la marea, que lo había llevado a los agradecidos brazos de Sidorio.
—Yo tampoco pedí estar en este lado —dijo Stukeley, como si le leyera el pensamiento—. Pero, Connor, he aprendido que el único modo de superar esto es aceptar lo que somos.
Connor bajó la cabeza y cerró los ojos. Se le ocurrió otra cosa. Volvió a abrir los ojos y frunció el entrecejo.
—¿Qué pasa? —preguntó Stukeley.
—No lo entiendo —respondió Connor—. Creía que había destruido a Lola Lockwood en la boda. Pero, en la carta, Sidorio dice «a mi esposa y a mí», como si ella siguiera aquí.
El asentimiento de Stukeley lo confirmó.
—Lady Lola sigue aquí —dijo—. Pese a todos tus esfuerzos por eliminarla.
Connor sacudió la cabeza con incredulidad.
Stukeley se acercó más a él.
—Viste cómo se recobró de tu primer ataque, ¿no? Tú le clavaste el estoque en el pecho, pero ella se lo arrancó.
—Sí. —Connor rememoró los acontecimientos de aquella noche—. Pero luego la decapité y separamos la cabeza de su cuerpo. Eso debería haberla matado.
Stukeley se encogió de hombros. Tenía una expresión en la mirada que Connor no supo descifrar.
—Yo habría dicho que eso tenía que haber bastado, pero Sidorio volvió a unir la cabeza al cuerpo de Lola y, en un santiamén, se habían ido de luna de miel.
—Eso va en contra de todas nuestras investigaciones —observó Connor.
—Uno no puede fiarse de lo que lee —dijo Stukeley—. Sidorio y Lola rompen todas las reglas. Cuanto más próximos están a la destrucción, más poderosos parecen hacerse.
Aquello le resultó familiar a Connor. Recordó la vez que el capitán del Nocturno le había aconsejado que atacara a los vampiratas renegados con fuego. Había dicho que el fuego sería letal para Sidorio, pero, aunque había destruido a algunos de sus seguidores, Sidorio, y Stukeley, de hecho, habían emergido del incendio fortalecidos. Como el metal, forjado en las llamas. Connor recordó el fuego rugiente y también lo vio en las caras de Sidorio, Stukeley y Lola.
—No puedo acompañarte —dijo.
—¡Claro que puedes! —Stukeley sonrió.
—Piénsalo —dijo Connor—. Yo soy la persona que atacó a Lola. Intenté destruirla. Es imposible que quiera verme. —Se le ocurrió otra cosa—. A menos que quiera vengarse.
Stukeley negó con la cabeza.
—Ni se le ocurriría vengarse de ti. Eres demasiado importante para Sidorio. Y, antes de que vayas, puedo asegurarte que la venganza es lo último en lo que él piensa. Quiere conocerte de verdad, de padre a hijo.
Por inverosímiles que fueran, las palabras de Stukeley parecían ciertas. Connor recordó la última vez que él y Sidorio habían estado frente a frente, en aquella otra playa, después de que los piratas interrumpieran la boda vampirata. Sidorio lo había apresado y estaba a punto de hincarle los colmillos en el tórax, dispuesto a matarlo. Entonces había hablado Cheng Li y todo había cambiado. No solo para él, sino también para Sidorio. Recordó la expresión de sus ojos cuando lo miró y declaró: «Es mi hijo».
—Créeme —continuó Stukeley—. Sidorio solo quiere lo mejor para ti, y también para Grace. Habla de los dos como los herederos de su imperio.
—¿Grace? —dijo Connor, temiendo súbitamente por su hermana—. ¿Vais a invitarla también a ella?
—Ya están en ello —respondió Stukeley, guiñándole el ojo—. Misma invitación, distinto cartero.
Connor se regañó por su reacción instintiva de temer por Grace. En lo que se refería a los vampiratas, ella se sentía mucho más cómoda en su compañía que él. Se le ocurrió otra cosa.
—Grace no lo sabe —dijo—. No sabe que Sidorio es su padre. Tengo que decírselo. Tengo que ser yo el que…
Stukeley se opuso.
—Grace lo sabe —afirmó—. Lo descubrió antes que tú. —Lo miró a los ojos—. No debería sorprenderte. Con los vampiratas, Grace siempre va uno o dos pasos por delante de ti.
Stukeley se apartó de él. Se agachó y cogió una piedrecita. Luego, echó el brazo hacia atrás y la lanzó al agua. Connor sonrió. Aquello era algo que había visto hacer muchas veces a Jez.
Cuando se volvió para coger otra piedra, Stukeley le sorprendió observándole.
—¿Qué? —preguntó, enarcando una ceja con curiosidad.
—Nada —respondió Connor.
Stukeley cogió la piedra pero, en vez de hacerla saltar en el agua, se acuclilló delante de él.
—Háblame, socio. Dime cómo te sientes.
—Aún no he reaccionado —respondió Connor, aunque, al empezar a hablar, ya sintió un cierto alivio—. Ya no sé quién soy. Existió un chico que se llamaba Connor Tempest, pero tengo la sensación de que sigue en el faro de Crescent Moon Bay. Lo dejé allí cuando Grace y yo nos hicimos a la mar y nos sorprendió la tempestad. —Suspiró—. Desde que llegué al Diablo, siento que he estado madurando a marchas forzadas. Eso no fue un problema. Por fin comencé a ver quién era realmente, quién podía ser. Connor Tempest, el pirata. —Advirtió que Stukeley lo estaba observando con atención—. Tuve algunos sustos por el camino, como matar por primera vez. —La mirada de Stukeley no vaciló, incluso con aquella nueva información—. Pero supongo que tenía que darme cuenta de qué significaba ser pirata. Y asegurarme de que me comprometía con el capitán apropiado. —Se calló y dejó de mirar a Stukeley para observar el agua oscura que lamía la orilla.
—¿Y ahora? —preguntó Stukeley.
—Ahora vuelvo a estar en la casilla de salida —respondió—. Resulta que no soy Connor Tempest, pirata, sino Connor Tempest, vampirata. Todo está del revés. Mi verdadero padre es un vampirata al que ya he intentado matar al menos una vez. Y la única vez que he visto a mi madrastra, le di una estocada y luego le corté la cabeza. —Miró la puerta de la cantina—. Las personas que creía que eran mis amigos están dentro de esta taberna, pero no saben quién soy en realidad. —Aquello, advirtió, no era del todo cierto. Pero no vio necesidad de explicar a Stukeley que Cheng Li sí estaba al corriente de su oscuro secreto.
—Connor —dijo Stukeley, en voz baja—. Sé lo que estás pasando, socio. Yo mismo he realizado ese viaje. Tienes que dejarme ayudarte. —Volvió a rodearlo con el brazo—. Te ayudaré a superarlo. Ya verás.
Connor no estaba seguro de cuánto tiempo llevaban en la playa cuando oyó que la puerta se abría detrás de él. Mientras se volvía, Stukeley se ocultó entre las sombras. Se escondió detrás de la puerta al mismo tiempo que dos figuras bajaban a la playa: Jasmine Peacock y Bo Yin.
—¡Ahí está! —declaró Bo Yin.
—Sí —dijo Jasmine—. Vuelve dentro y diles a los demás que enseguida entramos.
Bo Yin asintió. Con evidente desgana, entró mientras Jasmine cruzaba la playa para unirse a Connor.
—Hola, forastero —dijo—. No sabíamos dónde estabas.
Connor se volvió con el corazón acelerado.
—Únicamente necesitaba tomar el aire y estar solo un rato. Dentro, el ambiente es un poco claustrofóbico.
Jasmine sonrió.
—¡Por mucho que diga la capitana Li, esto no es Ma Kettle!
Connor le devolvió la sonrisa.
—Por fin —dijo Jasmine, abrazándolo—. Sabía que tenías una sonrisa por ahí escondida.
Connor advirtió que Stukeley los estaba observando desde las sombras. Se le borró la sonrisa.
—Deberíamos irnos.
—¿Estás bien, Connor? —preguntó Jasmine—. Pareces agotado.
Connor sonrió débilmente.
—De hecho, lo estoy.
Jasmine lo escrutó con la mirada.
—Últimamente estás un poco nervioso —dijo—. El otro día parecías un resorte a punto de saltar durante el ataque. Esta noche, es como si te hubieras quedado sin energías, pero no estás nada relajado. Sino solo apagado.
Connor lo reconoció.
—Has acertado, más o menos —dijo.
Jasmine habló con un hilillo de voz nada propio de ella y siguió preguntándole:
—¿Estamos bien, Connor?
—Claro —respondió él, como un autómata, poniéndole las manos en los hombros—. Estamos bien. De veras.
Ella no pareció convencida.
—No voy a presionarte —dijo—. Sé que en este momento te están pasando muchas cosas. Y soy lo bastante paciente para saber que vale la pena esperar a que lo resuelvas, sea lo que sea. —Suspiró—. Pero, Connor, por favor recuerda que estoy aquí. Todos lo estamos. Necesitas aprender a apoyarte en tus amigos cuando realmente lo requieres.
Connor asintió y la abrazó. Pero, al estrecharla contra su pecho, volvió a cruzarse con la mirada de Stukeley. Su antiguo compañero comenzó a caminar hacia él. Debió de percibir alarma en sus ojos, porque sonrió y negó con la cabeza cuando pasó por su lado y volvió a fundirse con la noche.