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Si puedes conservar la cabeza…
Sidorio estaba en la playa, con la cabeza de su nueva esposa en las manos.
«Lola.» Abrió la boca para decir su nombre, pero era demasiado doloroso pronunciar la palabra y saber que ella lo había dejado. Saber que ya no volvería a mirarlo con aquel brillo perverso en los ojos. Que ya no volvería a sonreír ni a cogerle la mano. Ni a alzar una de sus copas antiguas favoritas, llena de su vino especial, ni a beber de ella con toda la elegancia de su linaje aristocrático…
La miró con asombro. Incluso en aquel estado, con el rostro ya casi tan pálido como el reflejo de la luna en la mar serena, su belleza era incomparable. Lady Lola Isabel Piedad Lockwood Sidorio. No llevaban ni una hora casados y ya se la habían arrebatado. Su propio hijo la había asesinado cruelmente en el altar. Una lágrima le empañó la mirada. No era una sensación familiar. La perla de agua rebosó y cayó cual gota de lluvia en la mejilla de Lola. De pronto, Sidorio tuvo la fantasía de que el agua podría de algún modo revivirla. De que no estaba muerta sino solo dormida. Pero, en lo más hondo, en el nudo de su estómago, sabía que ella lo había dejado. Volvía a estar solo.
Alzó la mirada y vio una lancha que se alejaba mar adentro: los piratas que regresaban a su barco, concluida su terrible misión. Ya estaban demasiado lejos para poder distinguir las siluetas de la despiadada capitana Cheng Li y el joven asesino de Lola. Pero Sidorio conservaba una imagen mental clara del muchacho. Porque era carne de su carne. Su hijo, Connor.
—Hijo mío —se lamentó.
Oyó un sonido parecido a un suspiro. De inmediato, miró la cabeza de su esposa, preguntándose si había alguna forma imaginable de que el sonido hubiera surgido de ella. Pero no. Solo era una ola solitaria, lamiendo la orilla. El rostro de Lola estaba tan impasible como de costumbre. Pasó el dedo por la mejilla de su esposa. Su piel ya había comenzado a cambiar, no solo de color sino también de textura: ya no tenía la lisura marmórea a la que estaba habituado.
Miró el corazón negro que Lola llevaba tatuado en el ojo izquierdo. Aquel corazón negro, aquel párpado cerrado, tapaban la más valiosa de las joyas. Ordenó mentalmente a Lola que abriera los ojos solo una vez más. Ojalá pudiera ver sus hermosos ojos caoba durante un último momento fugaz. Pero no, un solo momento con Lola sería demasiado tentador. Él siempre querría más. Incluso si pudiera retrasar el reloj una simple hora, cuando tenían toda la eternidad por delante, siempre estaría ávido de pasar más tiempo con ella. La piel se le estaba arrugando por segundos. Derribado el muro de su inmortalidad, los años voraces estaban por fin apresurándose para alcanzarla y consumirla. Era horrible contemplarlo.
Sidorio rememoró su primer encuentro. Había sido en otra playa, no muy distinta de aquella. Lola y sus marineras habían jugado con él, pero, como ella había confesado esa noche, todo había sido una estratagema para llamar su atención. ¿Cómo lo había expresado? Cuán hábil era con las palabras. «Para un pececillo, no es fácil hacerle señas a una ballena.» ¡Eso era! Casi oía su voz. Se sonrió. Pero ¿cuánto tiempo pasaría antes de que perdiera la capacidad de recordar aquel característico timbre cristalino? ¿Cuánto tardaría en olvidar incluso aquel recuerdo?
Recordó la vez que se había presentado sin avisar en el barco de Lola. El Vagabundo: un navío bastante más pequeño que el suyo, el gigantesco Capitán Sanguinario. Esa noche, la había interrumpido mientras se preparaba para su baño de sangre de todas las noches. Era parte de su tratamiento de belleza secreto, pero lo había pospuesto por él. En vez de eso, habían bebido juntos en las copas antiguas que a ella tanto le gustaban. Lola también le había ofrecido unos dulces.
Aquel recuerdo no tardó en dar paso a otro: la primera vez que habían ido juntos de caza. Lola siempre había dejado claro que prefería beber la sangre en copa, pero, de todos modos, había cazado con él porque quería conocer sus costumbres; no solo conocerlas, sino experimentarlas. Él también había intentado hacer lo mismo por ella, aunque nunca había terminado de entender el atractivo de la copa comparado con el receptáculo humano. Las noches que habían cazado juntos, como dos lobos desmandados, habían sido noches de la felicidad más pura que alcanzaba a recordar. Pensar en ellas en aquel momento solo heló sus huesos inmortales y le produjo un fuerte dolor de cabeza. En sus manos, la cabeza de Lola seguía arrugándose por minutos. Tenía la piel tan seca que había comenzado a desprendérsele. Se estaba deteriorando ante sus propios ojos. Empezó a temer que su bella esposa pudiera pulverizarse y resbalársele entre los dedos para ser arrastrada por el aire nocturno.
Cerró los ojos y deseó que la oscuridad lo engullera. Incluso pensar en ella le causaba un dolor constante. Pero Lola estaba dentro de él. Imágenes de ella llenaban su ser tan completamente como células sanguíneas: la vez que Lola le había ayudado a elegir su nuevo vestuario. Como el traje de novio que aún llevaba, aunque ya no volvería a ponérselo jamás; la noche que ella había puesto su mano diminuta sobre la suya y le había enseñado a mover el vino en la copa para oler su buqué; y aquel momento, aquel momento mágico, en el que había accedido a convertirse en su esposa…
Lola se había convertido en su esposa, pero, más que eso, se había convertido en su mundo. Y ya no estaba.
Él ya se había sentido solo, pero nunca de aquella forma. Se le escapó un apenado rugido.
El viento le susurró al oído como si de algún modo lo acompañara en su duelo. Sidorio volvió a oír un sonido y se preguntó si podía ser el viento. La playa estaba tranquila y el aire en calma.
Oyó un tercer sonido, una tos más que un susurro. Tentado de creer que a Lola todavía le quedaba un hálito de vida, bajó la mirada, temiendo la amarga decepción que le aguadaba. Pero no tenía elección. Necesitaba volver a mirar su hermoso rostro. Aquel tatuaje perfecto de un corazón negro.
Contempló los labios rojos de su esposa. ¿Eran imaginaciones suyas o estaban un poco más separados que la última vez que la había mirado? Y su piel parecía, si no más tersa, al menos no más arrugada ni agrietada que antes. Sacudió la cabeza. Un hombre podía volverse loco con tales figuraciones.
Y era posible que se estuviera volviendo loco. Porque, cuando de nuevo miró el rostro de su esposa, percibió un débil parpadeo. El corazón negro estaba roto. Y, en su lugar, vio la deslumbrante belleza del ojo de Lola.
Sintió que caía irremisiblemente en un pozo de locura.
—No —gimió—. ¡No me gastes bromas! Déjame llorarla.
En ese momento, Lola le sonrió con dulzura. Luego, oyó su voz inconfundible.
—Te estás adelantando un poco a los acontecimientos llorándome, mi querido esposo.
Sidorio se quedó paralizado.
—¡No más bromas! —gritó—. Quienquiera que seas, quienquiera que me esté haciendo esto, ¡basta! ¡Debo dejarla partir!
A Lola le centellearon los ojos.
—Querido Sid. Yo no me voy a ninguna parte todavía. Aunque, si te portas bien y te das prisa para que pueda volver a unirme a mi cuerpo, me encantaría volver a uno de nuestros barcos contigo…
Aquello no era un sueño. No era ninguna locura. ¡Era un milagro!
Sidorio no pudo contener el torrente de felicidad que lo invadió.
—¡Has vuelto! —gritó, con lágrimas corriéndole por las mejillas—. Pero ¿cómo? ¿Cómo es posible?
Lola lo miró. Aunque tenía el rostro arrugado y reseco, no cabía duda de que su belleza continuaba siendo singular.
—Queridísimo Sid. ¿De veras creías que iba a dejarte en nuestra noche de bodas? ¡Imposible! Es difícil encontrar un hombre como tú.
Sidorio sacudió la cabeza, asombrado. Ahora sabía que no eran figuraciones suyas. Solo Lola diría algo así.
—Has vuelto —dijo—. ¡Has vuelto de verdad!
—Sí —respondió lady Lola Isabel Piedad Lockwood Sidorio—. He vuelto, esposo. Así que no perdamos ni un momento más. Llévame junto a mi cuerpo. Y luego voy a necesitar beberme algo fortísimo.
—Sé exactamente a qué te refieres —dijo Sidorio.
Mientras hablaba, ya estaba caminando por la arena a grandes zancadas, acunando en sus brazos la preciada cabeza de su esposa. Echó alegremente a correr y se dio impulso. Voló hasta lo alto del acantilado, donde el cuerpo esbelto pero inerte de lady Lola aguardaba pacientemente al borde del precipicio, listo para reunirse con su díscola cabeza.
Sidorio dejó la cabeza de Lola en la hierba y la sostuvo lo más cerca posible de las venas y arterias desgarradas, del hueso y los músculos rotos del cuello. Lola volvió a cerrar los ojos. Frunció el entrecejo, como si sufriera un dolor insoportable. Sidorio tuvo miedo de que aquello no fuera a funcionar, pero, pronto, las fibras de su cuello comenzaron de nuevo a unirse.
Fascinado, observó mientras la piel magullada y ensangrentada de Lola comenzaba a repararse rápidamente. La piel reseca se desprendió y las arrugas se retiraron como la marea. Su rostro enseguida recobró su lustre y tersura habituales. Si acaso, parecía más joven que antes. Lola seguía con los ojos cerrados. En ese momento, parecía tranquila, como si estuviera sumida en un sueño reparador.
Sidorio cogió el hermoso rostro de su esposa entre sus recias manos y hundió sus sucios dedos en sus cabellos azabaches. Apenas podía creer que ella estuviera allí; que aquella milagrosa reunión no fuera fruto de su imaginación. Pero su piel estaba distinta al tacto. Percibía una nueva energía burbujeando bajo su piel. Sabía poco de la biología de los vampiros, pero imaginó células oscuras multiplicándose, fluctuando dentro de sus venas.
Lola abrió los ojos, y estos irradiaron una luz extraordinaria, una luz que pareció iluminar tanto la vida que había dentro de ella como el viaje que les aguardaba. Ahora que Lola estaba de nuevo a su lado, por fin podrían embarcarse en su viaje. ¿Quién sabía adónde les llevaría?
Sintió que volvía a la vida junto con su esposa. Una vez más, pensó en Connor. Si aquella milagrosa reunión con Lola había sido posible, ¿por qué no habría de serlo una reunión con su hijo, por muy improbable que pareciera? Y con su hija, Grace, por supuesto. Era hora de unir a toda su familia.
Advirtió que su esposa lo estaba mirando, con la cabeza apoyada en la mullida hierba. Se agachó y le apartó el pelo de los ojos para destapar su característico tatuaje.
—¿Y ahora qué, mi corazón negro?
Los párpados de Lola temblaron como las delicadas alas aterciopeladas de una mariposa nocturna.
—Después de una boda —respondió ella, con voz ronca—, ¿no es costumbre que el esposo se lleve a su esposa de luna de miel?
—¿Luna de miel? —Sidorio se descubrió esforzándose por seguirle el hilo—. Luna de miel. Sí, claro. ¿Adónde te apetece ir?
—A un sitio frío —respondió Lola—. Estoy cansada de este calor incesante—. Llévame a algún sitio terriblemente frío.
Sidorio le sonrió y los colmillos de oro le centellearon a la luz de la luna.
—Todo lo que desee tu hermoso corazón negro, amor mío. Sabes que haría lo que fuera por ti.
Lola sonrió y le cogió la mano.
—Y yo por ti —dijo—. Durante toda la eternidad.