PRÓLOGO

Los tres regalos

Connor se detuvo delante de la puerta del capitán. De forma instintiva, se llevó la mano al cinto y sus dedos buscaron la espada, enfundada en su vaina. Asió la empuñadura, como a menudo hacía cuando se notaba tenso. Le recordaba los momentos en los que era totalmente dueño de sí mismo, en los que tenía la espada desenvainada y estaba en plena batalla. Ojalá pudiera alcanzar en el resto de su vida la misma simplicidad y claridad que conseguía cuando estaba combatiendo.

La adrenalina le corrió por las venas. «La adrenalina es muy rara —pensó—. La necesitas para estimularte cuando estás bajo presión. Pero, si es demasiada, casi te paraliza.» Su vida había cambiado y él sabía que no había vuelta atrás. Ni tan siquiera podía estar seguro de que su hermana Grace fuera a seguir viva por la mañana. La última vez que la había visto, ella le había dicho que eran dueños de su destino. No podía haber estado más equivocada, pensó con amargura. No eran más que moscas, apresadas en una telaraña de acero.

El reloj de oro que había acompañado la nota de Sidorio le pesaba en la muñeca. Lo miró y lo vio titilar bajo las luces del pasillo. Solo faltaban unos segundos para medianoche. No podía posponerlo más. Respiró hondo, alzó la mano y llamó a la puerta metálica. Hubo un silencio, seguido del ruido de cerrojos descorriéndose. La pesada puerta se abrió y Connor entró.

—Connor —dijo Sidorio mientras cerraba—. ¡Bienvenido! Me alegro de volver a verte. Y has encontrado el primero de mis tres regalos. Te sienta bien.

—Sí —convino Connor—. Gracias, padre.

—Ven aquí —dijo Sidorio, indicándole que se acercara—. Tengo el segundo regalo.

Connor se aproximó. Sidorio estaba delante de un cofre azul de madera lacada. Era alargado y tenía caracteres plateados grabados en su superficie.

—Este fue el cofre que Kublai Jan llevaba a la batalla —explicó Sidorio mientras pasaba las manos por su superficie—. Lo guardaba en su pabellón para poder elegir el arma que prefería según el día. Este cofre fue un regalo de bodas de su esposa. —Con cierta reverencia, abrió el primer cajón y tiró de él. Contenía una colección de espadas como ninguna de las que Connor había visto. Superaban incluso las espadas de los capitanes expuestas en la Academia de Piratas y las que había en el taller del maestro Yin.

—Son unas armas dignas de un emperador —continuó Sidorio—. Y, por consiguiente, del hijo de un emperador. —Le puso una mano en el hombro—. Escoge una, hijo mío. Este será el segundo de mis tres regalos.

Connor se quedó momentáneamente deslumbrado mientras miraba las hojas de metal bruñido colocadas en un mar de seda azul. Cualquiera de aquellas espadas era un trofeo excepcional. Apenas importaba cuál escogiera.

—Si no te gusta ninguna de estas —dijo Sidorio—, abre el segundo cajón, o el tercero. No hay prisa. —Se retiró para dejarle sitio.

Connor no necesitó abrir el resto de cajones. Allí, en una esquina del primero, estaba la espada que quería. No era la opción más evidente, ya que se contaba entre las armas más sencillas, pero Connor vio con su ojo experto que era la espada perfecta. Sabía, en lo más hondo, que sería la que habría escogido el maestro Yin, el espadero de los piratas que vivía en la isla de Lantao.

Metió la mano en el cajón y alzó la espada elegida. Al asirla por la empuñadura, supo que había tomado la decisión correcta. Le parecía, como ocurría con las mejores espadas, una prolongación de su brazo. Si alguna vez la esgrimía en combate, no le cabía ninguna duda de que le traería suerte.

—¿Es esa? —preguntó Sidorio.

Connor asintió.

—Gracias, padre. Es increíble.

—Has elegido bien —dijo Sidorio mientras cerraba el cajón—. Y ahora, sentémonos.

Sus palabras habían sido inofensivas, pero a Connor le palpitó el corazón cuando lo acompañó hasta la mesa. Sidorio le dio un suave codazo para que tomara asiento en la silla de enfrente. Connor se sentó, dejándose su vieja espada colgada del cinto y colocando la que acababa de adquirir a sus pies.

En la mesa, había un paño de terciopelo doblado con un brocado en los bordes. Connor se demoró en los detalles del brocado antes de fijarse en el mantel y en lo que había encima. Una copa dorada cuyas asas tenían forma de serpiente.

Sidorio la alzó en una mano.

—Esta copa perteneció a César. —Miró a Connor y añadió, levantando la voz con orgullo—: Ahora César se ha convertido en polvo y la copa me pertenece a mí.

Volvió a dejarla en la mesa, junto a una botella de cristal tallado que estaba llena hasta el cuello de un líquido rojo ligeramente opaco.

Sidorio no perdió más tiempo. Connor lo observó mientras destapaba la botella, la escanciaba y vertía una generosa cantidad de líquido en la copa. A continuación, dejó la botella en la mesa y volvió a taparla. Se sentó, se la llevó a sus labios carnosos y la vació. Connor lo observó. Con qué facilidad se la había bebido. Él iba a ser el siguiente.

Sidorio dejó la copa en la mesa, cogió la botella y la rellenó. Se la ofreció a Connor.

Él vio su pálido reflejo en el líquido rojo. Creía que la mano le temblaría cuando cogiera la copa, pero curiosamente no lo hizo. Estaba poseído por una serenidad sorprendente. Era una buena señal, pensó; una señal de que estaba preparado. Además, se dijo, aquella no era la primera vez que tomaba sangre; solo que, hasta entonces, no la había bebido directamente como iba a hacer en ese momento.

—Hijo mío —dijo Sidorio, con los labios manchados de rojo—. Sangre de mi sangre. Heredero de mi imperio eterno. Bebe.

Connor se llevó la copa a los labios. No estaba seguro de lo que esperaba, pero, cuando tomó el primer sorbo, le sorprendió lo natural que le resultó. Tomó un segundo sorbo, consciente de que Sidorio lo estaba observando con mucha atención. El vampirata sonrió cuando se terminó la copa. Aquello no era tan difícil, pensó, satisfecho de sí mismo. Sentía calor por dentro, como si brillara internamente. Y también se sentía fuerte, invencible, como si una nueva energía le corriera por las venas.

—¿Bien? —preguntó Sidorio.

—Sí —respondió Connor.

—¿Más? —Sidorio ya tenía la mano en la botella.

—Sí, padre.

—¡Este es mi hijo! —Sidorio le rellenó la copa—. Esta la compartiremos. Media para mí, media para ti. —Sonriendo, se llevó la copa a los labios; luego, se la pasó.

Connor bebió y notó que su brillo interno se expandía y, con él, la energía. Se sentía muy poderoso, como si pudiera vencer a un ejército invasor con una sola mano si tuviera que hacerlo. Si decidiera hacerlo.

—¿Otra? —preguntó Sidorio.

Connor asintió.

Connor perdió la noción del tiempo hasta que, de pronto, se dio cuenta de que Sidorio estaba golpeteando la botella vacía.

—Parece que nos la hemos terminado. Pero puedo pedir más, no es problema. —Se puso serio—. La próxima vez que nos alimentemos, hijo mío, prescindiremos de estos formalismos y saldremos juntos a buscar sangre fresca. Mano a mano.

Connor se estremeció al oír aquello. Salir a buscar sangre fresca le parecía ir demasiado lejos. Pero, después de todo lo que había sucedido en aquellas últimas seis semanas, no podía descartarlo. Tal como había observado Sidorio, Connor Tempest ya no existía. Ahora era Connor Quintus Antonius Sidorio.

Sidorio había vuelto a hablar.

—Ha llegado la hora de tu tercer regalo. Creo que comprobarás que te he reservado lo mejor para el final.

—El reloj es estupendo y la espada es asombrosa. No me puedo creer que esto pueda mejorar —dijo Connor, preguntándose cuál sería su tercer regalo.

Sidorio se quitó una de las cadenas que llevaba en el cuello. Al principio, Connor se decepcionó. Tras la emoción de dos regalos tan excepcionales y lujosos, una joya usada era un jarro de agua fría. Entonces advirtió que la cadena llevaba una llave. Y había un número grabado en el metal.

Intrigado, dio la vuelta a la llave y miró a Sidorio.

—¿Qué es? —preguntó.

—La llave del camarote 329 —respondió—. Tu tercer regalo te espera allí. Lo único que tienes que hacer es abrir la puerta.

—¿Voy ahora?

—Si quieres… —respondió—. De hecho, iré contigo.

Connor asintió.

—Claro, sí… padre.

Una vez más, Sidorio sonrió con dulzura al oírle decir aquella palabra. Se levantaron de la mesa. Connor cogió su nueva espada. No pensaba perderla de vista. Era demasiado hermosa.

Sidorio salió con Connor al pasillo, henchido de orgullo. Había otros marineros esperando fuera. No hicieron ningún esfuerzo por disimular su interés en Connor. A él no le importó ni le azoró. Era lógico que estuvieran interesados en él. Tenía la sensación de estar bajo los focos. En el poco tiempo que había pasado en el camarote del capitán, su papel como su futuro dirigente había quedado establecido. Era el hijo del capitán; heredero de su eterno imperio de la noche.

Padre e hijo echaron a andar por el pasillo con paso resoluto. Al final, llegaron a otra puerta. Sidorio se detuvo y la señaló.

—El camarote 329 —dijo—. Tu regalo te espera dentro.

Connor fue a introducir la llave en la cerradura.

—Debería avisarte —añadió Sidorio, acercándose mientras él insertaba la llave en la cerradura—. Aún no está listo del todo.

—¿A qué te refieres? —preguntó Connor, girando la llave. La cerradura se abrió y la puerta metálica cedió. Entró en el camarote. Sidorio lo siguió.

—Ahí lo tienes —dijo—. Mi último regalo. Como he dicho, aún no está listo del todo.

Connor se quedó sin habla. Al mirar en el interior del camarote, se le paralizaron todas las fibras de su ser. ¿Era una broma, una alucinación provocada por haber bebido tanta sangre? No. Era lo que era. Lo veía, lo presentía. El tercer regalo de Sidorio. Aquello, aquel horror, era lo que su padre consideraba el mejor regalo de todos.

—¿Qué has hecho? —le espetó—. ¿Por qué lo has hecho? —Sacudió la cabeza. Cuando volvió a abrir la boca, se le escapó un lastimero lamento.