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Viajeros de la noche
Grace Tempest y su amiga, Darcy Pecios, se unieron a los marineros que atestaban los pasillos del barco. Vestidos con sus mejores galas, todos se dirigían a la sala de banquetes situada en la cubierta inferior, donde tendría lugar el Festín semanal.
Grace escrutó las caras de los vampiratas que la rodeaban y vio signos claros de su hambre: la palidez grisácea de la carne visible y el aire distante de su mirada, como si no estuvieran del todo presentes en aquel mundo. Aquellos signos siempre eran más pronunciados justo antes del Festín, cuando los vampiratas estaban más decaídos físicamente y tenían mayor necesidad de sangre. Pese a su evidente debilidad y su hambre apremiante, los vampiratas realizaban aquella expedición semanal de una forma extraordinariamente pacífica, encaminándose al son de la música de percusión que se oía abajo.
Desde la desaparición del capitán, Mosh Zu había asumido el mando del Nocturno y, gracias a su serena autoridad, no habían estallado más rebeliones ni nadie se había alimentado de sangre fuera del Festín desde su llegada.
Mosh Zu había dejado muy claro desde el principio que esperaba que los miembros de la tripulación controlaran su sed de sangre y solo se alimentaran durante el acto de la entrega posterior al Festín. Les había dado una alternativa simple: o respetaban aquel modo de vida o abandonaban el barco y probaban suerte en el ancho mundo. Unos cuantos habían elegido marcharse para ir en busca de Sidorio y sus discípulos renegados. Pero aquello había sucedido durante las primeras noches del mandato del gurú. Desde entonces, el orden se había restablecido por completo.
Cuando el capitán regresara, reflexionó Grace, lo haría a un barco de vampiratas donde volvían a acatarse las normas.
Darcy le dio un suave codazo.
—Pareces abstraída —dijo—. ¿En qué piensas?
—Pensaba en el capitán —respondió Grace—. Me resulta imposible no hacerlo, en noches como esta.
Darcy asintió.
—Y a mí. Ya se ha perdido muchos festines. —Vaciló antes de continuar—. Sé que es horrible decir esto, Grace, pero estoy empezando a dudar de que vaya a volver.
—¡Darcy! —exclamó Grace tan horrorizada que varias personas se volvieron para mirarla. Bajó la voz antes de continuar—. Volverá, Darcy. Lo sé. Él no se iría sin más ni nos abandonaría. Tú, precisamente, sabes lo débil que estaba, pero Mosh Zu dice que se está recuperando día a día. Volverá pronto, estoy segura.
—Me gustaría creerlo —dijo Darcy—. De veras. Fue terrible ver a alguien tan poderoso en aquel estado tan deplorable.
Grace hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Se había sentido igual de angustiada durante la catarsis curativa de Mosh Zu. Pero tenía que conservar la esperanza.
—Volverá —repitió con firmeza.
Las dos amigas habían llegado a la puerta de la sala de banquetes. Darcy tomó a Grace del brazo y entraron juntas.
Dentro del espacioso camarote, la música se oía más alta y los elegantes comensales conversaban animadamente. Como de costumbre, había una larga mesa en el centro de la sala. Sobre los manteles de damasco había delicados platos de porcelana, relucientes copas de cristal y brillantes cubiertos de plata. Pero solo un lado estaba servido. Allí aguardaban los donantes, listos para sentarse a cenar unos manjares deliciosos y nutritivos.
Por cada vampirata que viajaba a bordo del Nocturno, con la salvedad de Mosh Zu, había un donante. Aquellos hombres y mujeres, de edades y extracciones sociales diversas, habían hecho un pacto con los vampiratas para donarles una porción semanal de su sangre a cambio de alojamiento, comida y otro regalo, la inmortalidad, ya que, a como contrapartida a su sangre, los donantes se conservaban tan eternamente jóvenes como sus compañeros vampiratas.
Mientras miraba la hilera de caras, Grace recordó la vez que asistió a su primer Festín y creyó que iban a convertirla en donante. Hasta se había sentado en ese lado de la mesa. Al principio, pensó que iba a ser la donante de Sidorio, o la del capitán. Pero, aunque fue el capitán quien salió de la sala con ella aquella noche, su intención no había sido chuparle la sangre. Al igual que Mosh Zu, era un vampirata muy evolucionado, un vampiro «pránico» que no necesitaba alimentarse de sangre. Grace se había librado aquella noche y, aunque había continuado asistiendo a todos los festines y sentándose en el lado de los donantes, a partir de entonces solo lo había hecho como invitada.
Cuando los vampiratas entraron en la sala, cada uno buscó a su donante. Las parejas se saludaron con una inclinación de cabeza y tomaron asiento, listas para el Festín.
—Hasta luego —dijo Darcy, apretándole el brazo con suavidad—. ¡Disfruta de la cena!
Grace observó a su amiga mientras iba al encuentro de su donante, James, o «mi Jim», como ella lo llamaba con cariño. Era fácil creer, equivocadamente, que la relación entre un vampirata y su donante era de índole sentimental, pero rara vez era así. Las relaciones eran íntimas, sin duda, y tiernas en su mayor parte. Todos los vampiratas y sus donantes eran conscientes del gran regalo que ambos se hacían en el acto de la entrega. Pero había una diferencia clara entre la gratitud y el amor. De hecho, pensó, los únicos ejemplos que conocía de relaciones entre vampirata y donante que se habían complicado habían terminado en tragedia.
Pensó en Sidorio y en su donante original, Sally, la madre de Grace, y después en Stukeley y su donante Shanti. Tanto Sally como Shanti habían muerto. Sidorio y Stukeley estaban forjando un siniestro imperio. Y el capitán seguía ausente. Muchos cambios, pero, en su cabeza, aquellas cinco personas seguían en la sala como espectros sentados a la mesa.
—¡Grace! ¡Ya era hora! —Ella se volvió y vio a Oskar, el apuesto donante de Lorcan, sonriendo y señalando el asiento contiguo al suyo. Lo saludó con la cabeza y fue a su encuentro.
Cuando tomó asiento a su lado, él la miró con aprobación
—¡Estás espectacular! —exclamó—. ¡Un vestido increíble! Te realza muchísimo el color de los ojos.
—Gracias —dijo ella, animándose de inmediato, como siempre le ocurría en la alegre compañía de Oskar.
El donante estaba listo para seguir conversando, pero un silencio había comenzado a cernerse en la sala. Mosh Zu había llegado y se dirigía a la mesa. Lo acompañaba su leal alférez, Lorcan Furey.
Lorcan llegó a la mesa primero. Saludó a Oskar con la cabeza. Luego, cogió la mano a Grace, se la llevó a los labios y la besó. Sus labios estaban tan suaves y frescos como un riachuelo de montaña.
—Hola —le dijo, súbitamente nerviosa, como si se estuvieran viendo por primera vez.
—Hola —respondió él, con su cálido acento irlandés—. Te juro, Grace, que estás más bella cada vez que te veo.
Grace le sonrió radiante. Lorcan llevaba un esmoquin, una camisa blanca almidonada con tachones de nácar y, anudado al cuello, un pañuelo azul de seda del mismo color que sus brillantes ojos celestes.
—Tú también estás muy guapo —observó.
—Blablablá —dijo Oskar, sonriendo—. «¡Eres tan bella, Grace!» «¡No, tú eres tan guapo, Lorcan!» ¿Y yo no pinto nada, o qué?
Lorcan le sonrió de forma encantadora.
—Vaya, vaya, Oskar. Esta noche estás increíble.
—¡Gracias! —dijo él, con cierto énfasis, como si llevara años esperando aquel único cumplido.
Lorcan negó con la cabeza, fingiendo consternación, mientras tomaba asiento.
—De todos los donantes de este barco, ¿cómo es que he terminado con el que necesita más zalamerías?
—Suerte, supongo —respondió Oskar, siempre resuelto a decir la última palabra.
Grace y Lorcan se rieron de su afilada lengua y su vanidoso descaro. Después, adoptaron una actitud más seria cuando Mosh Zu llegó a la mesa y se colocó enfrente de Grace. Aunque la suya no era una relación comparable a la de vampirata y donante, ambos inclinaron la cabeza en señal de respeto. Mosh Zu indicó a Grace que tomara asiento. Él se quedó de pie.
Cerraron las puertas de la sala de banquetes. Los músicos del rincón dejaron de tocar. Los hombres y mujeres que aguardaban a ambos lados de la mesa se quedaron callados, con las caras inclinadas sobre las velas que parpadeaban en su centro. Mosh Zu comenzó a hablar. Los vampiratas se sumaron a sus conmovedoras palabras:
Soy un orgulloso viajero de la noche.
Ni menor ni mayor que un ser de la luz.
No me ocultaré entre las sombras,
pues ¿por qué habría de ocultarme?
Ni tampoco acecharé en lugares oscuros,
para aterrorizar a los desconocidos.
Seré moderado cuando me alimente de sangre,
pues la sangre es un regalo superior a cualquier tesoro terreno.
Doy las gracias por este regalo.
Abrazo mi inmortalidad.
Me deleito en este viaje por la eternidad.
Ni menor ni mayor que un ser de la luz.
Soy un orgulloso viajero de la noche.
Cuando terminó de hablar, guardó silencio y se volvió a derecha e izquierda para mirar a su tripulación. Después tomó asiento. La música se reanudó y las puertas del camarote volvieron a abrirse cuando entraron los sirvientes con grandiosas bandejas repletas de comida.
El Festín había comenzado.
—¡Ay, ay! ¡No has probado bocado! —reprendió Oskar a Grace cuando los sirvientes comenzaron a retirar el segundo plato.
Grace miró su plato con aire de culpabilidad. Había cortado el pescado y había jugueteado con él, pero muy poco había terminado en su boca.
—Esta noche no tengo mucha hambre —adujo—. ¡Y hay tanta comida!
—Por eso lo llaman festín —dijo Oskar, fingiendo paciencia.
Lorcan y Mosh Zu estaban enfrascados en una conversación. Grace se acercó a Oskar para susurrarle:
—Creo que es por los cambios que estoy experimentando. Mi hambre es muy imprevisible. A veces, es fortísima y muy apremiante. Otras, como ahora, no tengo nada de apetito. —Se calló y lo miró a los ojos—. Pero mi otra hambre parece estar aumentando.
Oskar asintió, impertérrito.
—¿Has pensado en buscarte un donante? O, a ver qué te parece, ¿por qué no te alimentas también de mí? —Le sonrió de forma sugerente—. No sé por qué no se nos ha ocurrido antes. ¡Está claro que deberías alimentarte de mí!
Grace escrutó su cara hermosa y sonriente pero negó con la cabeza.
—Te lo agradezco, Oskar, pero no estoy lista. Además, Mosh Zu me ha dicho que no necesito alimentarme de sangre. Soy una dampira y debería poder dominar mi apetito, como él y el capitán.
La cara de Oskar se tiñó de preocupación.
—¿Estás segura de que no te estás exigiendo demasiado, Grace? ¿Imponiéndote el mismo grado de disciplina que el capitán y Mosh Zu?
Grace se encogió de hombros.
—No sé —respondió, sinceramente—. A veces, ya no tengo ni idea de quién, o qué, soy.
—Anda, anda —dijo Oskar—. ¡Alegra esa cara! Esta noche estás demasiado guapa para ponerte triste. —Miró a los sirvientes cuando entraron con las bandejas de los postres—. ¡Oh, sí! Mousse de chocolate. ¡Mi favorita!
Grace sintió náuseas al pensar en más comida.
—Creo que me iré un rato al camarote.
Cuando se levantó, Mosh Zu y Lorcan interrumpieron su conversación y la miraron.
—¿Te encuentras bien, Grace? —le preguntó Lorcan. Parecía preocupado.
—Sí —respondió ella—. Es simplemente que estoy un poco cansada y también confusa. Me parece que debería irme al camarote y echarme un rato.
Mosh Zu asintió.
Lorcan se levantó.
—Te acompaño.
—No —le respondió Grace—. Estaré bien sola. Tú quédate aquí. Hasta luego. —Miró a Mosh Zu—. Pido disculpas por mis malos modales —dijo.
El gurú negó dulcemente con la cabeza.
—Vete, Grace. Necesitas descansar.
Grace estuvo de acuerdo, acercó su silla a la mesa y atravesó la sala con la mayor discreción posible. Pero le fue imposible eludir los ojos penetrantes de Darcy Pecios, que la miró con expresión interrogativa desde su lado de la mesa.
—Estoy bien —dijo Grace moviendo los labios sin emitir sonido alguno antes de darse la vuelta y salir.
Grace se sintió mejor mientras subía las escaleras. Pensó en salir a cubierta para tomar el aire, pero decidió que lo que más le convenía era regresar a su camarote. El barco estaba desierto (todo el mundo se encontraba en la sala de banquetes) y no tardó en recorrer los pasillos antes de abrir, agradecida, la puerta de su camarote.
Lo primero que vio al entrar fue la pintura colgada encima de su cama. Había sido un regalo de Lorcan. Reproducía a un hombre y a una mujer jóvenes tumbados con indolencia en la cubierta de un barco. La cubierta de aquel barco. Estaban mirándose a los ojos, que reflejaban el sol vespertino y el primer rubor del amor. Rebosaban alegría y optimismo, pero Grace sabía que aquello era engañoso. Las dos figuras eran su madre y el hombre que, hasta hace bien poco, ella había considerado su padre. El cuadro retrataba a Sally y a Dexter en la cúspide de su juventud y felicidad. Poco después, sus vidas habían dado un giro hacia aguas más turbias.
Sus ojos se detuvieron en la imagen de Dexter Tempest. Quizá no fuera su padre consanguíneo, pero siempre sería su padre.
Se alejó del cuadro y se dirigió al espejo del tocador. Se miró en él y escrutó su reflejo. Pese a todos los cambios que estaba experimentando, no parecía nerviosa ni alicaída. Al contrario: aquella noche tenía bastante buen aspecto. De hecho, tal como había observado Oskar, el último vestido que Darcy le había prestado le realzaba la sutil tonalidad de los ojos.
Se descubrió mirando fijamente los ojos de su reflejo, viendo cómo el verde se trocaba en azul igual que las olas del mar. Entonces tuvo una sensación cada vez más familiar. Comenzaba como un malestar de estómago, pero se transformaba en un hambre fuerte y persistente. Un hambre no de comida, sino de sangre.
Mientras la espiral de aquel hambre le recorría el cuerpo, mantuvo los ojos fijos en el espejo y se observó con pavorosa fascinación mientras el verde esmeralda de sus iris desaparecía y era sustituido por danzarinas llamas anaranjadas.