19
Me peleo con Dominique
Jack y yo nos turnábamos para trabajar los fines de semana en Cageley House. La jornada se hacía entonces más larga, pues uno solo debía asumir todas las tareas, pero valía la pena porque cada quince días disfrutaba de dos de descanso. Uno de esos sábados que libraba estaba holgazaneando en casa de los Amberton y jugando a las cartas con mi hermano pequeño —me aburría tanto que casi tenía ganas de volver a la cuadra—, cuando la señora Amberton me pidió que la acompañara de compras a la aldea.
—Quiero llenar la despensa —dijo mientras trajinaba por la cocina mascando tabaco; al pasar por delante de la escupidera arrojó un salivazo amarillento—. Y sola no puedo. El señor Amberton vuelve a estar acatarrado, de modo que será mejor que vengas a echarme una mano.
Acepté. Acabé la partida y me preparé para salir. No me importaba; los Amberton casi nunca me pedían ayuda, y se habían portado maravillosamente con Thomas y conmigo. Trataban a mi hermano como si fuera su propio hijo; Thomas había resultado un buen estudiante en la escuela, y yo parecía caerles en gracia. Durante los meses posteriores a la cacería y la muerte de la yegua, habían cambiado pocas cosas en Cageley, salvo el hecho de que Nat Pepys pasaba cada vez más fines de semana en la casa, a tal punto que no había viernes que no viéramos su figura menuda y encorvada galopando por el camino de entrada al anochecer.
—Algo trama —dijo Jack en una ocasión—. Seguramente cree que el viejo está a punto de palmarla y quiera asegurarse de que le toca una buena tajada del pastel.
Yo no estaba tan seguro; desde el percance del caballo apenas nos habíamos dirigido la palabra. Creo que se dio cuenta de que su cobardía no me había pasado inadvertida y le creaba inseguridad sentirse humillado ante un simple subordinado. Cuando nos encontrábamos ni siquiera nos mirábamos. Yo me ocupaba de sus caballos y él de sus asuntos, y de ese modo coexistíamos tranquilamente.
Ese sábado en particular, cuando al fin había pasado la última ola de frío, el pueblo amaneció iluminado por una luz cálida y dorada que sacó a todos los vecinos de sus escondrijos, parpadeando al sol. Revoloteaban por las pocas tiendas que había en el lugar charlando animadamente. La señora Amberton saludaba a todo el mundo por su apellido. De pronto pensé que todas esas gentes, que se conocían tan bien entre ellas, jamás utilizaban su nombre de pila, sino que preferían tratarse de «señor» o «señora». Nos deteníamos a hablar con algunos vecinos, ya fuera del tiempo o de lo que vestía cada cual. De repente me sentí como si fuera hijo de la señora Amberton, andando a su paso y deteniéndome a su lado cuando se ponía a charlar con alguien, ocasiones en que debía esperar pacientemente y en silencio a que terminara la conversación. Al cabo de un rato empecé a hartarme y deseé que se diera prisa y acabásemos las compras de una vez. La vida de aldea empezaba a perder su atractivo.
Mientras estábamos en una esquina hablando con la señora Henchley, que había perdido a su marido el duro invierno anterior a causa de una pleuresía, vi algo que me encendió la sangre. Mientras la señora Amberton y la señora Henchley cotorreaban dándose golpecitos en los brazos de vez en cuando y recordaban con cariño al difunto señor Henchley, divisé a Dominique bajo el toldo de un salón de té hablando con un joven que llevaba una pierna escayolada. Lucía un vestido muy elegante que hasta entonces no había visto y un sombrero del que escapaban unos tirabuzones en apariencia peinados para la ocasión. Hablaban animadamente, y Dominique se echaba a reír de vez en cuando y se llevaba la mano a la boca con una elegancia afectada que sin duda había aprendido en Cageley House. Me volví para mirar a la señora Amberton, que para entonces se había olvidado de mi presencia, tan ocupada estaban ella y su amiga en desmenuzar al finado. Caminé en dirección a Dominique arrastrando los pies, con los ojos entornados por el sol.
Miró varias veces en mi dirección, o eso me pareció, antes de reconocerme. Entonces dejó de reírse de golpe y se puso tensa. A continuación soltó una tosecita y dirigió unas palabras a su acompañante antes de señalarme con un gesto de la cabeza. El hombre se volvió para mirarme y de pronto me encontré con los ojos de Nat Pepys, a quien creía en Londres, pues el viernes anterior por la tarde no había aparecido por Cageley House.
—Hola, Dominique —la saludé con una cortés inclinación de la cabeza. Era consciente del contraste entre ellos, que iban muy arreglados, y yo, que llevaba la ropa sucia y no me había bañado en un par de días, aparte de que mi pelo estaba pidiendo a gritos corte y lavado—. Anoche te echamos de menos —comenté por decir algo.
Los fines de semana Dominique solía cenar en casa de los Amberton, pero la noche anterior no había aparecido.
—Lo siento, Matthieu —respondió en tono cordial—. Tenía otros planes y no me acordé de avisaros. —Señaló a Nat con la cabeza y añadió—: Os conocéis, ¿verdad?
—Por supuesto —dijo Nat sonriendo de oreja a oreja como si hubiera corrido un tupido velo sobre nuestro pasado—. ¿Cómo estás, Zulu?
—Me llamo Zéla —dije apretando los dientes—. Matthieu Zéla.
—Claro, sí. —Nat asintió, como si hiciera un esfuerzo por aprender mi nombre, cuando estoy seguro de que lo sabía de memoria—. Es culpa del maldito francés. No hay manera de que se me quede. Mi hermano David sí que sabe, y no sólo francés, sino también italiano, latín, griego… Habla de todo.
Sacudí la cabeza con brusquedad y miré la pierna escayolada y el recio bastón de caoba en que se apoyaba.
—¿Qué le ha pasado? —inquirí, resistiéndome a tutearlo y llamarlo por su nombre, pues no tenía el valor de Jack Holby, aunque compartía su opinión sobre ese niñato mimado—. ¿Ha tenido un accidente?
Soltó una carcajada.
—Me ocurrió una cosa de lo más absurda, Zéla —dijo, poniendo cuidado en pronunciar bien mi apellido—. Me caí de la escalera de mano cuando intentaba colocar unas lámparas en el techo de mi casa de Londres. No estaba a mucha altura, pero caí mal y me rompí un hueso. Por suerte no es nada grave, pero debo llevar la escayola unas semanas.
—Ah. Entonces había alguien para echarle una mano —dije. Al ver que me dirigía una mirada socarrona y ladeaba la cabeza, añadí—: Me refiero a cuando se cayó, ¿hubo alguien que le echó una mano?
«No te abandonaron a tu suerte, ¿eh?», pensé. Nat esbozó una débil sonrisa y me pareció que sus ojos azules se ensombrecían mientras trataba de dilucidar si le estaba faltando al respeto o sólo hablaba por hablar.
—No estaba solo, en efecto, había varios criados en casa. Te seré franco. —Hizo una pausa y, vocalizando con cuidado, agregó—: Si no os tuviera a vosotros para satisfacer todos mis deseos y necesidades, estaría totalmente perdido, ¿entiendes?
Sus ofensivas palabras quedaron suspendidas en el aire. Me sentí humillado, y también lo pareció Dominique, que miró al suelo incómoda, con las mejillas sonrojadas mientras esperábamos que alguno de los tres rompiera el silencio.
—Ahora entiendo por qué ayer no lo vi montar a caballo —dije para recordarle nuestro percance, pero sin aludir a él directamente.
—Viajé en carruaje —repuso en tono titubeante— y llegué a altas horas de la noche.
—Tardará en volver a montar, ¿eh? —comenté al tiempo que le señalaba la pierna—. Es una suerte que no tratemos igual a los seres humanos heridos que a los animales, ¿verdad?
Otro silencio.
—¿Qué quieres decir? —farfulló al fin con desprecio.
—Bueno —sonreí—, si fuera un caballo y se hubiera lastimado así, tendríamos que pegarle un tiro, ¿no? Al menos eso haría yo.
Dominique me miró y negó lentamente con la cabeza. Por su expresión —que habría esperado de admiración por mi habilidad para insultar a Nat, aunque fuera dando un rodeo—, deduje que estaba enfadada, como si le fastidiara presenciar nuestras disputas de crios. Tragué saliva y sentí que me ruborizaba mientras esperaba que alguno de los dos dijera algo. Finalmente fue Nat quien rompió el silencio.
—Qué listo es este hermano tuyo, Dominique.
Ella alzó la cabeza y me miró, como disculpándose por la parte que le correspondía en ese tenso careo, aunque no tomara partido por mí.
—Nunca olvida nada —añadió Nat. Resopló y cambió el peso del cuerpo de una pierna a otra apoyándose en el bastón—. Aunque a veces conviene olvidar. ¿Puedes imaginar el problema que supondría que recordásemos todas y cada una de las tonterías que nos ocurren?
Una señora Amberton jadeante escogió ese momento para materializarse a mi lado. Miraba embobada y boquiabierta a Nat Pepys, como si de una aparición se tratase. No lo conocía pero sabía quién era, vaya si lo sabía. Si él se lo hubiera ordenado, se habría arrodillado gustosa a sus pies y le habría limpiado los zapatos con la lengua.
—Es la señora Amberton, mi casera —la presenté tras un instante de duda—. Y él es Nat Pepys, el hijo menor del patrón.
—Encantado —dijo Nat al tiempo que me lanzaba una mirada asesina por cómo lo había definido—. Tengo que irme. Adiós, Dominique, nos vemos en casa —agregó en voz baja, aunque no tanto—. Zulu, señora Amberton —concluyó, y se alejó renqueando.
—Qué joven más agradable —comentó la señora Amberton observándolo con ojos brillantes—. ¡Verás cuando le cuente al señor Amberton con quién he estado hablando!
Clavé los ojos en Dominique, que no sólo no evitó mi mirada, sino que enarcó una ceja con expresión arrogante, como si dijera: «¿Y a ti qué te pasa?».
Jack estaba sentado en el suelo y apoyado contra un árbol, muy concentrado en tallar con un cuchillo una pesada pieza de madera que sostenía en el regazo. Me acerqué a él silenciosamente, para no asustarlo, y lo observé trabajar sin levantar la vista mientras la hoja hendía la madera aquí y allá, creando una figura que todavía me resultaba imposible identificar. Esperé a que hiciera una pausa y, cuando levantó la pieza para observarla a la luz y soplar el polvo, eché a andar con las manos a la espalda haciendo aspavientos para que me oyera.
—¡Eh, hola! —exclamó entornando los ojos a causa del sol—. ¿Qué haces por aquí?
Mostré el par de botellas de cerveza que llevaba en las manos, las entrechoqué en el aire, hice una mueca de borracho y sonreí. Jack soltó una carcajada, depositó la pieza de madera y el cuchillo en el suelo y negó con la cabeza.
—Matthieu Zéla —dijo—, conque robando en la despensa de sir Alfred, ¿eh? Te he enseñado muy bien, ¿verdad, granuja? —Agradecido, cogió una botella y, sujetándola con una mano y presionando con el pulgar, la abrió con un movimiento ágil y despreocupado que produjo un chasquido.
—Veo que Nat vuelve a estar aquí —comenté tras beber un trago de cerveza, mientras notaba la refrescante sensación del líquido—. ¿Crees una palabra de la historia esa que cuenta de su accidente con las lámparas?
Jack se encogió de hombros.
—Cuando la contó apenas le presté atención. Tenía tantas ganas de explicármela, y ahora que sé que también a ti te la explicó, que no me creo una palabra. A saber lo que le ocurrió en realidad. —Gimió y se observó la mano: mientras hablaba había dejado la botella en el suelo y empezado a tallar la madera otra vez, y sin querer se había hecho un corte en la punta del dedo. Empezó a sangrar, pero apretó el pulgar sobre la herida para detener la hemorragia—. ¿Has visto el mar alguna vez, Matthieu?
—¿El mar?
—Sí, el mar. ¿Por qué te extraña que lo pregunte? ¿Lo has visto o no?
—Claro que lo he visto. Primero navegamos de Francia a Inglaterra y después vivimos un año en Dover, ¿no te acuerdas de que te lo conté?
Suspiró al recordar las historias que le había explicado sobre mi vida en París y mis primeros meses en Inglaterra.
—Ya. Es que nunca he visto el mar, aunque he oído hablar de él muchas veces. ¡El mar, las playas…! Tampoco sé nadar.
Me encogí de hombros. Yo tampoco sabía mucho.
—Me encantaría ver el mar —concluyó.
Bebí otro largo sorbo y miré a la lejanía. Los terrenos de Cageley House se extendían ante nosotros; no había nada bajo el sol excepto hierba húmeda y brillante. Oí los relinchos de los caballos en sus potreros y alguna que otra carcajada procedente de la parte trasera de la casa, donde los criados sacudían las alfombras en el aire estival. Me inundó una sensación de felicidad y calidez tal que estuve a punto de echarme a llorar. Miré a mi amigo, que apoyaba la cabeza contra el tronco. Con una mano se apartó el dorado cabello de la frente y permaneció con los ojos cerrados y moviendo los labios en silencio.
—Sólo un par de meses más, Mattie —dijo al fin, arrancándome de mi ensueño—. Dentro de un par de meses ya no me veréis el pelo por aquí.
Lo miré sorprendido.
—¿Qué quieres decir?
Se irguió y miró alrededor para asegurarse de que nadie nos oía.
—¿Sabes guardar un secreto?
Asentí.
—Bueno, supongo que sabes que tengo un dinero ahorrado.
—Claro —repuse. Jack hablaba mucho sobre ese asunto.
—Pues he conseguido una bonita suma. Si quieres que te diga la verdad, empecé a ahorrar a los quince años. Dentro de un par de meses tendré todo lo que necesito. Me iré a Londres y me instalaré allí para siempre. Jack Holby no volverá a limpiar mierda de caballo en su vida, te lo aseguro.
Me entristeció que fuera a marcharse tan pronto, y no pude evitar pensar que, aunque me gustaba vivir en Cageley, un día no muy lejano tendríamos que marcharnos también.
—¿Y qué harás?
—Sé leer y escribir. Antes de entrar aquí fui a la escuela unos años. Podría trabajar como escribano en un despacho. Desearía entrar en algún negocio que me permitiera estudiar un poco más. Quizá en la abogacía, o en contabilidad. No me importa, con tal de que sea estable y regular. He ahorrado suficiente para comprar acciones de alguna empresa, y así me mantendré. Alquilaré unas habitaciones y tendré la vida resuelta. —Le brillaban los ojos de entusiasmo.
—Pero ¿no echarás de menos tu vida de aquí? —pregunté.
Soltó una ruidosa carcajada.
—Llevas poco tiempo en esta casa, Mattie —dijo—. Todavía aprecias la estabilidad que te ofrece, pues era algo desconocido para ti. Yo, en cambio, llevo toda la vida aquí. Crecí en esta propiedad, he visto cómo los tipos como Nat Pepys se dan la gran vida despilfarrando dinero a espuertas y robando a la gente, y no dejo de preguntarme por qué no puedo hacer lo mismo. La diferencia entre él y yo es que yo me lo he ganado, he trabajado de firme para conseguirlo. Y no pasará mucho tiempo antes de que ese cabrón me llame «señor».
Nunca me había parecido tan evidente la antipatía que sentían el uno por el otro, aunque hay que decir que en el caso de Jack era mucho más intensa. Y no sólo porque Nat se hubiese portado mal con Elsie ni por el modo en que nos daba órdenes todo el tiempo. Se trataba de algo mucho más profundo. El caso era que Jack no soportaba que alguien se creyese con autoridad sobre él. La idea misma lo horrorizaba. Llevaba sirviendo prácticamente toda la vida, y repudiaba su condición de criado. Era un revolucionario nato, pero no tenía un carácter impulsivo: jamás se habría marchado de Cageley obedeciendo a un arrebato, sino que esperaba al momento en que pudiera valerse por sí mismo.
—Tendrás que pensarlo —me aconsejó al cabo de un rato—. No puedes quedarte aquí toda la vida. Eres joven, deberías comenzar a ahorrar…
—Debo pensar en Tomas… —lo interrumpí— y en Dominique. No puedo largarme sin más a donde me dé la gana; tengo responsabilidades.
—Pero ¿no lo cuidan los Amberton?
—No me iría sin él —repuse con firmeza—. Es mi hermano. No nos separaremos. Y además está Dominique.
Jack soltó un bufido.
—¿Qué? —pregunté, mirándolo a los ojos—. ¿Qué quieres decir?
Se encogió de hombros y se mostró reacio a contestar.
—Es que… —titubeó, como si estuviera midiendo las palabras—. No sé hasta qué punto te necesita, la verdad. Parece capaz de cuidarse por sí misma.
—No la conoces.
—Sé que no es tu hermana —declaró, pronunciando las palabras con tal claridad que al principio fui incapaz de asimilarlas—. No soy ciego, Mattie.
Noté que palidecía.
—¿Cómo…? —balbucí—. ¿Cómo te has enterado?
—Es evidente por el modo en que la miras. Me he fijado. Y por el modo en que ella te mira a veces. Si quieres saber mi opinión, te diré que nunca he visto a dos hermanos comportarse así. Quizá haya pasado la mayor parte de mi vida encerrado en esta jaula, pero no soy tan tonto.
Me apoyé contra el árbol y me pregunté por qué nunca le había contado a Jack la verdad. Por qué Dominique y yo no le habíamos explicado a nadie lo ocurrido entre nosotros. Quizá porque al principio habíamos temido tanto que nos separasen que inventamos una mentira, y después nos acostumbramos a ella sin que se presentara la oportunidad de aclarar el engaño.
—¿Lo sabe alguien más? —pregunté.
Jack negó con la cabeza.
—No, que yo sepa. Pero la cuestión es que, independientemente de lo que sientas por ella, debes llevar las riendas de tu propia vida.
—Nos iremos algún día, cuando estemos preparados.
—Entonces, ¿la quieres? —me preguntó, y advertí furioso que me sonrojaba.
Aunque en los últimos dos años el deseo me consumía de la mañana a la noche tanto si la veía como si no, nunca se me había ocurrido contárselo a nadie, y tanto me extrañó que de pronto alguien me lo preguntara que me quedé sin palabras.
—Sí —dije finalmente—. La quiero. Así de sencillo.
—¿Y crees que ella te quiere?
—Por supuesto —respondí sin titubear, aunque estaba menos convencido que antes—. ¡Con lo guapo que soy! —añadí con una sonrisa para aligerar la tensión.
—No sé… —musitó Jack, pensativo, y no supe si dudaba que yo fuese guapo o que Dominique me quisiera.
—Lo que ocurre —proseguí, sin hacer caso de sus posibles dudas, ya que en ese momento sólo me interesaba reafirmar los sentimientos de Dominique hacia mí— es que me ve como su… —Me interrumpí, preguntándome qué imagen tendría de mí—. Como su… como… —Ignoro por qué era incapaz de concluir la frase.
Jack se limitó a asentir con la cabeza y, tras acabarse la cerveza, se puso de pie y se desperezó.
—Ya veo —dijo—. Dominique se la cree… me refiero a la mentira. Ha conseguido convencerse de que es verdad.
Lo miré de reojo.
—Quiero decir eso de que sois hermanos —aclaró—. Ha acabado sintiendo que ésa es la relación natural entre tú y ella.
—¡Qué va! Lo que pasa es que oculta sus sentimientos. No la conoces como yo.
Jack se echó a reír.
—Ni ganas, Mattie.
Me puse de pie y le dirigí una mirada furibunda.
—¿Qué quieres decir? —pregunté apretando los puños, aunque en el fondo quería que se retractara.
—Me refiero a que, por mucho que tú la quieras, ella no tiene por qué corresponderte, y tal vez se aproveche de ti. Eres su red de seguridad. Sabe que puede contar contigo sin tener que darte nada a cambio.
—Pero ¿qué podría darme? —pregunté, y vi que Jack vacilaba antes de contestar.
—Bueno… ¿cuándo fue la última vez que pasaste una noche en su habitación, Mattie?
Al oír esas palabras solté el primer puñetazo. Rápidamente retrocedió un paso y eludió el golpe al tiempo que me sujetaba el brazo, riendo.
—Eh, tranquilo —dijo, quizá algo desconcertado por mi reacción.
—¡Retira lo que has dicho! —grité con la cara roja, sobre todo porque tenía el brazo derecho sujeto con fuerza y él no parecía dispuesto a soltarlo—. No la conoces, así que retíralo.
Me empujó, tropecé con la raíz de un árbol y caí al suelo de espaldas. Gemí de dolor. Jack me miró y dio una patada al suelo, enfadado.
—Mira lo que has conseguido. No quería hacerte daño, Mattie. Sólo te he dicho lo que pienso, no tienes por qué ponerte así.
—Retíralo —repetí, aunque era obvio que no estaba en condiciones de dar órdenes.
—De acuerdo, de acuerdo, no he dicho nada. —Jack suspiró y negó con la cabeza—. Pero piensa en lo que hemos hablado; quizá algún día te sirva de algo. Toma —añadió, lanzándome el trozo de madera, y al alzarlo me di cuenta de lo que era.
Jack lo había vaciado cuidadosamente, dejando sólo el marco de una jaula en forma de cubo. Era como un rompecabezas o algún tipo de juego, y miré a Jack con una mezcla de ira por el modo en que había hablado de Dominique y de frustración por su argumento, que no esperaba. Me habría gustado continuar hablando de ese asunto para convencerlo de lo mucho que me amaba Dominique, para obligarlo a decirlo, pero ya se alejaba hacia la casa y unos instantes después había desaparecido, dejándome con aquella caja de madera como única compañía.
—Dominique me quiere —murmuré después de levantarme y sacudirme la hierba de los pantalones.
La arena era de un marron dorado, y hundí en ella los pies desnudos hasta que no pude más. Al tenderme sobre la espalda, la arena reprodujo el molde de mi cuerpo, y dejé que el sol me quemara la piel. Acababa de salir del agua fría y estaba mojado. Sobre mi pecho destellaban pequeñas gotas y tenía el vello de las piernas pegado a la piel, que me parecía más oscura que de costumbre. Me toqué con una mano y noté el calor que irradiaba mi cuerpo. Tenía los ojos cerrados para protegerme de la intensa luz y me pareció sentir que todo mi ser se dilataba. Podría haberme quedado allí tumbado el resto de mi vida; pero de pronto la mano subió y me sacudió el hombro, devolviéndome la conciencia.
—Matthieu.
Al ver una fantasmal figura en camisa de dormir, me espabilé de golpe. Abrí la boca produciendo un desagradable chasquido y la miré aturdido. ¿Qué hacía la señora Amberton allí? Estaba teniendo un sueño tan placentero…
—Matthieu —repitió, levantando la voz, mientras con sus ásperas manos me zarandeaba por el hombro desnudo bajo las sábanas—. Levántate. No sé qué le pasa a Tomas. Está mal.
Abrí los ojos y me incorporé, sacudiendo la cabeza y apartando el pelo de mis ojos.
—¿Qué le pasa? ¿Qué ocurre?
—Está en la cocina. Ven. Vamos a verlo.
Me dejó solo y me levanté a toda prisa, no sin antes ponerme los pantalones. Tomas, que acababa de cumplir ocho años, estaba sentado en el regazo del señor Amberton, en una mecedora junto al fuego, y se quejaba sin parar.
—Tomas. —Me incliné y le toqué la frente para comprobar si tenía fiebre—. ¿Qué te pasa?
—Déjame —protestó, apartando mi mano. Tenía los ojos cerrados y la boca muy abierta.
Tenía la frente muy caliente. Miré a la señora Amberton y, alarmado, exclamé:
—¡Está ardiendo! ¿Qué cree que tiene?
—Una gripe de verano. Lo veía venir. Tiene que pasarla y se pondrá bien. Pobrecillo, debería acostarse, pero se niega.
—Tomas —dije, sacudiéndole el hombro como había hecho la señora Amberton al despertarme—. Anda, vete a la cama, estás enfermo.
—Quiero ver a Dominique —soltó de pronto—. Quiero que ella me lleve a la cama.
—Ya sabes que no está aquí —dije, sorprendido de que reclamara su presencia.
—¡Quiero que venga! —exclamó, sobresaltándonos. No era un niño temperamental, y nunca se comportaba de ese modo—. ¡Que venga Dominique!
—Ve a buscarla —dijo la señora Amberton.
—¿A estas horas de la noche? Es casi la una de la mañana.
—Pues no se irá a la cama hasta que ella venga —replicó la mujer, enfadada—. Llevo media hora intentando convencerlo, pero no hay manera. Sólo quiere estar con ella. Ve y dile que es una emergencia. ¡Míralo, Matthieu! Tiene fiebre, debe meterse en la cama cuanto antes.
Suspiré y volví a la habitación para acabar de vestirme. Eché un vistazo a la cama, cálida y tentadora, y lamenté no poder meterme de nuevo entre las sábanas. Me puse dos camisas y un jersey para no pasar frío. Mientras me deslizaba en la noche, tiritando y envolviéndome el cuello con una bufanda del señor Amberton, me pregunté cómo reaccionaría Dominique ante esta urgencia.
Tomas apenas recordaba a su madre. Sólo tenía cinco años cuando Philippe la mató, y al llegar a la edad de la razón, en que podía recordar las cosas que le ocurrían, ya habíamos conocido a Dominique. Al principio ésta se había hecho cargo del niño, compartiendo conmigo esa responsabilidad, y mientras vivimos en Dover se convirtió en su única compañía durante el día, mientras yo recorría las calles buscando nuestro sustento. Se hicieron muy amigos y se llevaban bien, pero nunca había pensado —e imagino que tampoco Dominique— que pudiera verla como una figura maternal, como tampoco que a mí me viera como un padre. Al llegar a Cageley esa «madre» había desaparecido casi por completo de su vida. Bueno, la veía una vez a la semana, a la hora de la cena, y a menudo se encontraban en el pueblo, pero por lo general no disfrutaban de la intimidad que habían tenido en el pasado. Ni siquiera creo que Tomas hubiera pisado Cageley House, donde tanto Dominique como yo pasábamos la mayor parte del tiempo, y no pude por menos de pensar lo poco que sabía de la vida diaria de mi hermano y del modo en que ocupaba las horas. El señor Amberton lo había aceptado en su escuela y todo el mundo decía que era muy buen estudiante, pero ignoraba si tenía amigos, cuáles eran sus intereses y pasatiempos. En definitiva, no sabía nada de él. Mientras recorría el camino de entrada en dirección a la parte trasera de la casa, me sentí culpable por haber abandonado a mi hermano a su suerte en los últimos tiempos.
Dominique y Mary-Ann solían dejar un portillo de la cocina abierto por la noche; si alguien quería entrar o salir era más fácil cruzar por él que desatrancar las cerraduras de la puerta principal de la mansión. Había pocas posibilidades de que entraran a robar, ya que Cageley era un lugar tranquilo y los perros disuadían a cualquier paseante que se aventurara por el camino de acceso, a menos que lo conociesen.
Al pasar por delante de las cuadras en dirección a la cocina, imaginé que Jack estaría durmiendo en una de las habitaciones del piso de arriba, soñando con su huida de ese lugar, y envidié su ambición. Me sorprendió ver por la ventana de la cocina una vela encendida, y me pareció que alguien se movía allí dentro. Me acerqué con todo el sigilo de que fui capaz y divisé dos figuras sentadas a la mesa, muy cerca la una de la otra. Enseguida los reconocí; eran Dominique y Nat Pepys, que tenía la cabeza inclinada y sostenía la mano de ella. Temblaba visiblemente.
Perplejo, levanté el pestillo de la puerta y entré. Se separaron de inmediato y Dominique se puso en pie y se alisó la sencilla falda con las manos, mientras me miraba. Nat no pareció reconocerme.
—¡Matthieu! —exclamó Dominique, sorprendida—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
—Se trata de Tomas —dije, dirigiéndoles una mirada recelosa—. No se encuentra bien. Quiere que vayas.
—¿Tomas? —repitió ella con los ojos abiertos como platos. A pesar de todo, advertí que el niño le preocupaba—. ¿Qué le pasa? ¿Qué ha ocurrido?
—Nada —respondí encogiéndome de hombros—. Está enfermo, nada más. Tiene fiebre alta y se niega a acostarse hasta que vayas a verlo. Sé que es muy tarde, pero… —Mi voz se fue apagando.
No sabía qué decir de la escena que acababa de presenciar, incluso dudaba que hubiera visto lo que creía haber visto. En ese momento, Nat ya estaba junto a la encimera y encendía una vela. Miró su reloj y, en tono de irritación, dijo:
—Es muy tarde, Zéla. —Por una vez acertaba con mi nombre—. Podría haber esperado a mañana.
—Está enfermo, Nat —dijo Dominique, y observé que Pepys no se inmutaba ante ese trato tan familiar—. Además, es mi hermano —añadió. Recogió su abrigo del gancho de la puerta y salió de la cocina detrás de mí.
Anduve unos pasos sin pronunciar palabra. En el camino hasta la casa apenas hablamos, y no hice ninguna alusión a la escena que acababa de presenciar, hasta ese punto dudaba de haber visto algo. Poco después de acostar a Tomas, Dominique se marchó. Permanecí desvelado casi toda la noche, dando vueltas en la cama, atormentado por mis pensamientos.
Intenté volver a la playa cálida y tranquila de mi sueño, pero no hubo manera.
Tuve que esperar a la tarde siguiente para encontrarme a solas con Dominique y preguntarle sobre lo ocurrido la noche anterior. Estaba cansado e irritable por la falta de sueño, y al mismo tiempo furioso con ella, pues no dudaba que mantenía una relación indecorosa con Nat Pepys.
—No te entrometas, Matthieu —me dijo, intentando apartarme, pero le cerré el paso—. No es asunto tuyo.
—¡Claro que es asunto mío! —vociferé—. Quiero saber qué hay entre vosotros.
—No hay nada. ¡Como si pudiera haberlo! —Rió con sarcasmo—. ¡Un hombre de su posición jamás se rebajaría a relacionarse con alguien como yo!
—¡Eso no es…!
—Sólo estábamos hablando. Es más interesante de lo que piensas. Para ti todo es blanco o negro; te crees cuanto te dice tu amigo Jack.
—¿Acerca de Nat? Pues de él me creo cualquier cosa, lo peor.
—Escúchame bien, Matthieu. —Acercó su rostro al mío y vi que estaba enfadada de verdad. De pronto tuve miedo de llevar demasiado lejos esa conversación y que no hubiera vuelta atrás—. Entre tú y yo no hay nada, ¿entiendes? ¿Acaso no lo ves? Te aprecio, pero…
—Es este maldito lugar —la interrumpí, volviéndome; me negaba a seguir oyendo aquello—. Nos hemos acostumbrado tanto a este lugar que ya no nos acordamos de dónde empezó todo. ¿Recuerdas el barco de Calais? ¿Y el año en Dover? Qué tiempos felices eran aquéllos. Podríamos volver.
—No pienso volver —replicó con voz firme, y soltó una risa crispada—. Ni en sueños.
—¿Y qué me dices de Tomas? Somos responsables de él.
—Yo no. Le tengo cariño, claro, pero sólo soy responsable de mí misma y de nadie más. Lo lamento. Y si no dejas de molestarme, conseguirás que me aleje para siempre de ti. ¿Es que no te das cuenta, Matthieu?
Nada tenía que añadir, y Dominique pasó por mi lado dándome un empujón. Sentí náuseas; la odiaba y la amaba al mismo tiempo. Quizá Jack tuviera razón y fuese hora de abandonar Cageley.