15
Julio de 1999
Era la primera vez que visitaba el plató donde se rodaba la serie de Tommy, y el sinfín de precauciones de seguridad para acceder al recinto me parecieron absurdas. Llegué al estudio caminando. Me presenté ante el guarda jurado para que buscase mi nombre en la lista de acreditaciones. El hombre me miró de arriba abajo sin disimular su desprecio antes de admitir con un resoplido que estaban esperándome. Cuando al fin llegué a recepción me obligaron a pasar por un detector de metales en previsión de que llevase escondido algún equipo de grabación o fotográfico, o una metralleta. Después tuve que firmar una declaración en la que juraba que, una vez que hubiese abandonado el plató, no revelaría ninguna escena o suceso que hubiera presenciado en el mismo. Estaba terminantemente prohibido obtener provecho económico de cualquier aspecto de la televisión del que pudiera enterarme en el estudio; ni siquiera se me permitía hablar de ello con nadie. Estaba preguntándome por qué no tendríamos medidas de seguridad parecidas en nuestro canal de televisión cuando caí en la cuenta de que la razón no era otra que su ridiculez e inutilidad: su única función consistía en alimentar el ego de los actores que trabajaban allí.
—¡Por el amor de Dios! —exclamé cuando el joven guarda acabó de recitarme todas las normas—. ¿De verdad tengo aspecto de pretender vender los estúpidos secretos de este lugar a la prensa sensacionalista? ¡Ni siquiera sé el nombre de la serie!
—¿Qué quiere que le diga, señor? —contestó con aspereza y sin mirarme, con los ojos fijos en las hojas que llevaba sujetas a una tablilla—. Ignoro el aspecto que debe de tener esa persona. Yo sólo cumplo con mi trabajo. Dígame, ¿a qué ha venido usted? ¿Tiene una prueba?
—¡Por supuesto que no! —respondí, ofendido por la mera sugerencia.
—Había oído decir que están buscando un novio para Maggie.
—Pues no soy yo.
—Me planteé presentarme a la prueba, pero mi agente me lo sacó de la cabeza, porque si tengo éxito en un papel de hombre maduro nunca me llamarán para encarnar personajes más jóvenes.
—Claro. —De modo que allí hasta los guardas jurados tenían agentes—. El caso es que yo no he venido para la prueba. Tampoco es que sea exactamente un hombre maduro. Estoy aquí porque mi sobrino me ha invitado al rodaje. Imagina que la experiencia me enriquecerá, pero yo lo dudo, porque experiencias no me faltan, si quiere que le sea sincero.
—¿Quién es su sobrino?
Me devolvió el reloj y las llaves tras pasarlas por el detector de metales.
—Uno de los actores —repuse—. Tommy DuMarqué. Gracias —añadí mientras volvía a ponerme el reloj en la muñeca.
—¿Usted es el tío de Tommy? —me preguntó el guarda con una sonrisa de oreja a oreja. A continuación retrocedió un paso y me observó de arriba abajo, sin duda para ver si guardaba algún parecido con mi sobrino. Podría haberse ahorrado el esfuerzo, pues cualquier similitud que hubiera podido tener con los Thomas se había diluido hacía muchas generaciones. Cada Thomas era mucho más apuesto que el anterior y se parecía menos a mí, aunque, por otro lado, ninguno de ellos tenía mi fortaleza—. ¡Qué sorpresa!, señor… —echó un vistazo a la tablilla— señor Zelly.
—Zéla.
—Pensaba que Tom no tenía familia, ¿sabe? Sólo chicas. Muchas chicas, el muy suertudo hijo de…
—Bueno, pues ya ve, también me tiene a mí —lo interrumpí, mirando alrededor mientras me preguntaba cuál sería el siguiente paso, si tendría que sufrir la humillación de desnudarme o someterme a un examen de mis cavidades—. Soy su único pariente.
—Vaya por ese pasillo y, cuando llegue al final, encontrará otra recepción a la derecha —aclaró anticipándose a mi siguiente pregunta, ahora que habíamos aclarado quién era yo—. Verá a una chica sentada a una mesa; pídale que llame a Tommy por el telefonillo. Está esperándolo, ¿verdad?
Le di las gracias y avancé por el pasillo. A los lados colgaban grandes fotos enmarcadas de, supuse, los actores y actrices de la serie, tanto del pasado como del presente. Al pie de cada una aparecían dos nombres impresos, el real y el ficticio, así como la fecha de su actuación. Sólo reconocí a dos o tres que habían sido entrevistados en la televisión o la prensa rosa veinte años atrás. Al final del pasillo vi la foto de mi sobrino y leí: «Tommy DuMarqué-Sam Cutler, 1991 en adelante». Aparecía serio y circunspecto. Sonreí; no podía evitar sentirme orgulloso de su éxito. Era una foto muy estilizada y profesional —nadie, ni siquiera mi sobrino, podía ser tan guapo en la realidad—, pero aun así alegraba la vista. Abrí la puerta y di mi nombre a la chica sentada a la mesa. Hizo una llamada rápida y me señaló un sofá para que tomara asiento. En todo el rato que estuve allí apenas me quitó el ojo mientras mascaba chicle ruidosamente, un hábito que detesto.
Cuando por fin se abrió otra puerta y apareció mi sobrino, me quedé perplejo. Tommy avanzó hacia mí sin levantar la mirada del suelo. La recepcionista se enderezó, se pegó el chicle detrás de la oreja y empezó a teclear briosamente su ordenador, observando a la estrella con el rabillo del ojo.
—¡Dios mío, Tommy! —exclamé, preguntándome qué nuevos horrores me esperaban—. ¿Qué te ha pasado?
Vestía téjanos desteñidos y una ceñida camiseta negra que le marcaba los pectorales y los músculos del cuello y dejaba al descubierto sus brazos morenos y fuertes. ¿Cómo podía ser que un chico tan apuesto siempre estuviera metido en líos? Estaba claro que había recibido una paliza recientemente: tenía el ojo izquierdo medio cerrado y tumefacto, la mejilla muy hinchada, un labio partido y un repugnante hilo de sangre seca en la barbilla.
—¿Qué ha ocurrido…? —pregunté, consternado.
—No te preocupes, tío Matthieu —dijo mientras franqueábamos la puerta por la que había entrado hacía un momento—. Estoy bien. Ha sido esta mañana. Carl se ha enterado de lo de Tina y yo y cuando he llegado a casa me estaba esperando. Me ha sacudido de lo lindo. Pero tranquilo, sobreviviré.
—Carl… —Titubeé. El nombre me sonaba de algo; quizá se tratara de un conocido suyo que me había presentado en alguna ocasión—. ¿Así que ha sido Carl…?
—Tina está embarazada, ¿sabes? —continuó, como si lo que le ocurría fuera lo más normal del mundo—. Pero, claro, no se sabe si el padre de la criatura es Carl, el nuevo camarero o yo. Lo malo es que no puede hacerse ahora el test de paternidad, pues tiene algo raro en los genes y si se hiciera la prueba podría dañar al feto. De modo que tendremos que esperar a que nazca el bebé. En fin, que estamos metidos en un buen lío, y con suspense añadido.
¿De qué me estaba hablando?… Pero de pronto comprendí y suspiré aliviado.
—¡Claro, Carl…! —dije entre risas—. Es una especie de pariente, ¿verdad?
—Más o menos. Es el hijo adoptado del ex marido de mi madre con su segunda mujer. No existe parentesco sanguíneo, pero tenemos el mismo apellido. Sam Cutler y Carl Cutler. La gente nos toma por hermanos, pero nunca nos hemos llevado muy bien. Me envidia porque…
—Me parece que empezaré a ver la serie de nuevo —dije por enésima vez. Cuando Tommy se lanzaba a hablar de su personaje, parecía que no fuera a parar nunca—. Jamás me acuerdo de nadie.
—Bueno, por eso estás aquí hoy —dijo mientras llegábamos a un decorado que me resultaba familiar: el salón de la pequeña casa adosada de los Cutler en el este de Londres.
—Dos minutos, Tommy. —Un hombrecito barbudo con un auricular en la oreja pasó por nuestro lado y le dio una palmadita en el brazo.
—Siéntate allí, tío Matthieu. —Señaló una silla en un rincón—. Y no hagas ruido, ¿eh? En cuanto acabe la escena seré todo tuyo.
Obedecí. Había cuatro cámaras en varios puntos del plató y unos quince técnicos. Junto a la mesa del salón vi un rostro conocido: la madre de Tommy en la serie, una actriz que en los años sesenta había tenido bastante éxito en películas cómicas. Una chica que no aparentaba más de doce años estaba dándole los últimos toques al maquillaje. En la década de los sesenta su estrella había declinado, pero había vuelto a brillar el primer día de emisión de la serie, y ahora se la consideraba una joya de la corona. Su personaje se llamaba Minnie, y la prensa sensacionalista la llamaba afectuosamente Minnie la Mandona. A su lado, sentado a la mesa, había un chico de unos quince años; sospeché que se trataba un nuevo ídolo adolescente contratado para atraer a cierto sector de la audiencia. Mientras Minnie la Mandona flexionaba rápidamente los hombros para meterse en papel, el chico se inclinaba sobre una revista y se mordía las uñas con ferocidad.
El director pidió silencio en el plató; alguien le sacó la revista al chico, que protestó airado; los técnicos se apartaron del objetivo de las cámaras y empezó el playback. Minnie y el chico se enderezaron en su asiento y comenzaron a hablar a la espera de que el director gritara «¡Acción!». De pronto la escena cobró vida.
—Me importa un pimiento lo que me digas de esa Carla Lenson —espetó Minnie mientras encendía un cigarrillo—. Es un mal bicho y no quiero que vuelvas a verla, ¿has entendido? —Tenía un acento barriobajero, pero en la vida real hablaba como una dama de sangre azul. En ese momento ya nadie debía de recordar su voz verdadera.
—¡Oh, tía Minnie! —refunfuñó el chico, desesperado, como si todos los adultos la tuvieran tomada con él y conspirasen para que siguiera eternamente con pantalones cortos y piruletas—. No hacíamos nada malo, te lo juro. Sólo estábamos jugando con mi nueva Nintendo, de verdad.
—De acuerdo, no digo ni que sí ni que no, pero entonces no entiendo por qué llevaba la blusa desabrochada hasta el ombligo, enseñando las… ya me entiendes, para que todo el mundo las viera.
—Es la moda. Así es como van las tías actualmente, ¿vale? —repuso el chico, indignado por la mentalidad carca de la mujer—. No te enteras de nada.
—¡Pues tú sí que te vas a enterar si vuelves a ver a esa zorrita, Davy Cutler! —vociferó Minnie la Mandona—. ¿Me has oído?
—No es una zorra, tía. ¡Ya me gustaría que lo fuera!
Mientras tenía lugar ese diálogo, dos cámaras se movían un poco sobre el travelling mientras las otras filmaban a los actores por encima del hombro. Cuando esa parte de la escena llegaba a su fin, una de las cámaras giró sobre su eje para preparar el siguiente plano y enfocó la puerta. Detrás de mí —y no de los dos actores sentados a la mesa, por donde se suponía que tenía que aparecer Tommy— se oyó un portazo, y entonces entró mi sobrino en el salón y se dejó caer en el suelo, gimiendo como un poseso.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Minnie, levantándose para acercarse presurosa a su hijo, a quien en el ínterin le habían aplicado más sangre de pega—. Pero ¿qué te ha pasado, hijo mío?
—Ha sido Carl, seguro —intervino Davy, feliz de cambiar de tema por un rato—. Se habrá enterado de que Sam se ha enrollado con su chica.
—Cierra la boca —masculló Minnie señalando con un dedo al chico—. No es verdad lo que dice, ¿verdad, hijo? —preguntó mientras su expresión de incredulidad se transformaba sutilmente en una mueca de decepción.
—Cállate, cállate —gimió Tom dirigiéndose a Davy, que tanto podía ser su primo como su hermano de leche o cualquier niño de la calle a quien un buen día habían decidido acoger.
—Es la pura verdad —replicó Davy, a la defensiva.
—Te he dicho… —Tommy hizo una larga pausa—. Te he dicho que te calles. —Otra pausa—. ¿No me has oído o qué?
Con la cabeza de Tommy apoyada en el regazo, Minnie los miró sucesivamente y de pronto, con una expresión misteriosa, fijó la vista en mí —léase «en el horizonte»— y su rostro se ensombreció. Las lágrimas asomaron a sus ojos, soltó la cabeza de Tommy, que golpeó audiblemente contra el suelo, y salió llorando a moco tendido por la puerta del salón. Luego se oyó un fuerte portazo procedente del técnico de efectos sonoros situado a mi espalda.
—¡Corten! —gritó el director—. Muy bien, muchachos. Gracias.
Acepté la invitación que me hizo Tommy para pasar la tarde en el rodaje porque necesitaba distraerme un poco y olvidarme de mis problemas. Mi relación con Caroline era cada vez más tortuosa y empezaba a arrepentirme de haberla contratado. No podía criticar su entusiasmo; por la mañana llegaba al despacho antes que yo y cuando me iba a casa por la tarde ella seguía sentada a su mesa (aunque es posible que estuviese esperando a que me fuera para marcharse). Se enfrascaba en extensos informes sobre la historia relativamente breve de nuestra emisora y el estado de la teledifusión en la Inglaterra contemporánea. En nuestras conversaciones siempre utilizaba expresiones como «cuota de mercado», «estadísticas demográficas» y «audiencia principal», recalcándolas como si fuesen nuevas para mí, por si no seguía el hilo. Me daban ganas de decirle que llevaba doscientos años pensando en esos conceptos, aunque no utilizando esas mismas palabras. En su mesa de trabajo había tres pequeños televisores permanentemente encendidos sin sonido, uno sintonizado en nuestra emisora y los otros dos en la BBC y un canal de la competencia. De vez en cuando alzaba la cabeza, miraba una pantalla tras otra y escogía el programa que le habría resultado más atractivo de haber estado en casa apoltronada en un sofá y decidida a pasar la tarde delante del televisor. Apuntaba en una libreta las veces que ganaban nuestros programas y al término de la semana me presentaba los resultados.
—Fíjese, de nuestro canal sólo me interesa ver un doce por ciento de los programas. En cambio, los otros dos canales suman el ochenta y ocho por ciento restante.
—Bueno, nuestra actual cuota de mercado está muy por debajo de ese doce por ciento, Caroline. Es muy alentador, gracias.
Frunció el entrecejo y me miró intrigada, como si se preguntase si se habría equivocado al criticar ante mí nuestra programación. A continuación volvió a su mesa para seguir con los análisis. Me encantaba tomarle el pelo; su incansable entusiasmo la convertía en un blanco fácil para las bromas. Al parecer no hacía otra cosa que trabajar todo el día, como si fuera uno de los socios mayoritarios de la empresa. Qué queréis que os diga, nunca he creído en el trabajador incansable. Caroline estaba empeñada en convencerme de que era la persona indicada para ocupar el puesto de James, y cuanto más se esforzaba menos apta la encontraba para ese trabajo.
Entretanto, yo seguía doblando el espinazo seis y a veces siete días a la semana. Empezaba a estar harto, y para colmo la rutina del negocio me importaba un rábano. Continuaba celebrando reuniones semanales con Alan y Caroline, que asistía en representación de P. W., y diversos jefes de departamento cuyas opiniones me interesaban. Caroline siempre se sentaba a mi derecha y solía llevar las riendas de la conversación, a lo que no me oponía, pues sus ideas, aunque no siempre acertadas, en general suscitaban interés, pues todo el mundo estaba de acuerdo en que aportaba una perspectiva fresca al canal.
—Claro que al echar a Tara Morrison cometieron una equivocación garrafal —había señalado en una de esas reuniones, cuando hablábamos de un descenso del cinco por ciento de nuestra cuota de mercado entre las seis y las siete de la tarde—. Para atraer al público aficionado a las tetas y los culos no había nadie como Tara.
—No la echamos —repliqué con brusquedad. Me molestaba que siempre utilizara el lenguaje masculino para impresionar a los reunidos, que en su mayoría eran hombres—. Se fue porque quiso.
—Tara Morrison era una de las pocas estrellas de verdad de este canal —afirmó.
—Bueno, también tenemos a Billy Boy —apuntó Alan, como era de esperar—. El Chico.
—Venga, hombre, por favor, ¡si tiene la edad de mi abuelo! Reconozco que es famoso, una auténtica leyenda, pero ¿de qué nos sirve eso? Necesitamos talento nuevo y fresco. Talento en bruto. Ahora bien, si existiera algún modo de convencer a Tara de que volviese…
—No creo que quiera —dije—. Seguro que en la BBC está feliz. ¿Qué opinas, Roger?
Volví la mirada hacia Roger Tabori, el director de los noticiarios. Con su pelo negro engominado y peinado hacia atrás parecía un miembro de la familia Corleone.
—He oído ciertos rumores de que no está muy contenta en la BBC, pero como firmó un contrato…
—Aquí también tenía un contrato —señaló Caroline.
—No, Caroline, te equivocas. —Empezaba a irritarme su manera de hablar sobre algo que no entendía cabalmente—. Tara cumplió su contrato hasta el final y después decidió no renovarlo. Le hicieron una oferta mejor, sencillamente.
—Pues entonces deberíamos haberle ofrecido más dinero, ¿no? —dijo con dulzura.
La fulminé con la mirada; la sonrisa había desaparecido de mi rostro.
—Al parecer Tara quería presentar las noticias de las seis —terció Roger para rebajar la tensión—, pero no accedieron, porque en ese caso Meg se habría marchado. De modo que propuso salir en las noticias de la una. Tampoco quisieron, y no entiendo por qué; en mi opinión habría funcionado. Querían ponerla en la programación matinal, pero ella se negó, como era de esperar. Le han propuesto dirigir ciertos programas documentales; algo así como Preparados, celebridad; listos, cocina, y espacios por el estilo. Hasta ahora nada demasiado interesante.
—Antes de dejarnos debería haber sabido dónde se metía y negociar un poco, ¿no os parece? —inquirí dirigiendo una sonrisa a Caroline—. Quién sabe, tal vez llegue el día en que se vaya de la BBC y vuelva con nosotros con el rabo entre las piernas.
—Lo dudo —dijo Caroline. Yo tampoco lo creía posible. La verdad es que echaba de menos su compañía, igual que la de James. Pero él estaba muerto y Tara trabajaba para la competencia—. En fin… Pasemos a otro tema. Habría que despedir a Martin Ryce-Stanford, y cuanto antes mejor.
Tras estas palabras alguien resopló; me eché hacia atrás en la silla y tamborileé con los dedos sobre la mesa. Martin Ryce-Stanford ocupaba las tres plantas superiores de la casa donde yo tenía mi apartamento. Ministro durante el reino del terror de Margaret Thatcher, había sido destituido a raíz de una discusión que mantuvo con su jefa sobre el futuro de las minas de carbón. Martin pensaba que había que cerrarlas todas y aguantar como fuese el subsiguiente chaparrón. La Dama de Hierro estaba de acuerdo en lo primero, pero temía las consecuencias. De modo que planeó anunciar la clausura de gran parte de las minas, y luego, tras el inevitable escándalo, cedió un poco permitiendo que algunas se mantuvieran abiertas mientras cerraba las que tenía previsto clausurar en primer lugar. Por extraño que pueda parecer considerando su posición en el gobierno, Martin se indignó por esa muestra de cinismo político y en una entrevista en televisión hizo un comentario mordaz sobre los planes de la señora Thatcher. Esa misma noche, una hora después de la emisión, la primera ministra le telefoneó para despedirlo y lo amenazó con castrarlo. A partir de ese momento, y hasta que Margaret Thatcher abandonó el poder, Martin se convirtió en su bestia negra. Estuvo entre quienes en 1990 apoyaron el nombramiento de John Major como primer ministro, a pesar de que no se soportaban, en la esperanza de conseguir un escaño en la Cámara de los Lores. Por desgracia, los favores no siempre se pagan, y un buen día Martin se encontró escribiendo mordaces artículos contra el gobierno. Desarrollando una habilidad hasta entonces desaprovechada para la viñeta de sátira política, empezó a ilustrar sus artículos con caricaturas de los ministros a las que añadía el cuerpo de un animal ad hoc: John Major se contoneaba como un pato, Michael Portillo abría los brazos para mostrar el plumaje de un pavo real, y Gillian Shepard correteaba por la página como un pequeño rottweiler. Con el tiempo se juzgó que los artículos de Martin eran demasiado negativos, ya que lo criticaba absolutamente todo sin que le importara el que una idea fuese buena o no. Lo suyo era la descalificación por sistema. Ya nadie lo consideraba capacitado para la política, y en todos lados le reprochaban su increíble parcialidad y su absurda animadversión hacia cualquiera que ocupase una posición de poder. Incluso llegó a decirse que estaba un poco desequilibrado. Naturalmente, le había llegado la hora de entrar en la televisión.
Llegué a conocerlo bastante bien después de mudarme al apartamento de Piccadilly. De vez en cuando me invitaba a cenar a su casa en compañía de la pareja que hubiera logrado convocar para la noche y de su joven y malhumorada esposa, Polly. La velada solía ser absurdamente divertida. Defendía unas ideas ultraderechistas tan extremistas que no podían ser sino fingidas. Parecía deleitarse escandalizando a la gente con las barbaridades que decía. Polly apenas le prestaba atención. Como lo conocía, yo no caía en sus trampas, al contrario que la mayoría de mis acompañantes femeninas, quienes iban sulfurándose progresivamente a medida que transcurría la noche hasta que no aguantaban más, se levantaban de la mesa y se marchaban. Lo peor era cuando optaban por rebatir las disparatadas afirmaciones de Martin y se lanzaban a discutir. Entonces se veía a mi amigo en su salsa, pues esa reacción era lo que pretendía provocar desde un principio.
Poco después de la inauguración del canal tuve la inspirada idea de trasladar a la televisión la atmósfera desquiciada y provocadora de esas veladas, y le propuse a Martin que dirigiera y presentase un programa de entrevistas. El formato era simple: treinta minutos de duración, veinticuatro sin contar anuncios y créditos, dos invitados por noche, tres noches por semana. Los invitados serían una figura política del momento y un liberal escandalizado. El primero no se apartaría de su guión, pues no querría perjudicar su carrera política, en tanto que el liberal escandalizado —actor, cantante, escritor, intelectual, etcétera— asumiría la postura políticamente correcta. Martin sería el encargado de sembrar cizaña y sacarlos de quicio. A medida que avanzara el programa se haría patente que el político se esforzaba por no salirse ni un milímetro de la linea marcada por su partido sin llegar a condenar los desatinados puntos de vista de Martin, mientras que el liberal escandalizado se indignaría cada vez más y pronunciaría frases como: «Todo esto me repugna» o «Dios, ¿cómo puedes pensar así a estas alturas?», y cabía la posibilidad de que acabara lanzando el vaso de agua light, sin hielo ni limón, al odioso monstruo sentado frente a él. Resultó un programa muy divertido y una de mis mejores ideas.
Aunque al cabo de un tiempo ya no hacía gracia a nadie. Martin Ryce-Stanford había dejado de ser una figura polémica y provocadora para convertirse en un auténtico memo, y sus ideas ultraderechistas, un ejemplo de su anacronismo. Fue desbancado por otros programas de actualidad serios y cada vez le costaba más atraer a personajes solventes. Tocó fondo la noche en que entrevistó a la mujer del secretario de un recientemente elegido portavoz de Salud Pública del Partido Demócrata Liberal como figura política, y, en calidad de liberal escandalizado, a un joven cantante pop que había conseguido el tercer puesto en las listas de ventas de hacía seis años y del que nadie había oído hablar desde entonces (aunque se había reciclado y convertido en autor de libros infantiles sobre un duende dotado de múltiples poderes mágicos). A partir de ese momento la cuota de pantalla no sólo cayó en picado, sino que se evaporó. El programa era ruinoso y todos lo sabíamos. Aun así, Martin seguía siendo mi amigo, me lo pasaba muy bien con él y la idea de despedirlo me desagradaba profundamente.
—Habrá que despedirlo, Matthieu —insistió Caroline—. Su programa es una mierda.
—Tiene razón —convino Roger Tabori, y asintió con gravedad.
—¡Pensaba que ya no existía! —exclamó Alan, asombrado.
—Necesitamos un cambio —dijo Marcia Goodwill, directora de programas de variedades, mientras daba golpecitos con el bolígrafo sobre su carpeta.
—Algo que atraiga a los jóvenes —propuso Cliff Macklin, director de programas importados, sumándose al oráculo.
—Tienes que despedirlo cuanto antes —concluyó Caroline.
Me encogí de hombros. Tenía razón, pero…
—¿No podríamos cambiar el formato del programa? —tanteé—. ¿Actualizarlo un poco?
—Claro —replicó Caroline—. Podríamos despedir al presentador.
—Pero ¿no existe otra posibilidad? Aparte de despedirlo, quiero decir.
Caroline fingió reflexionar.
—Bueno —dijo al cabo—, quizá podríamos enviarlo al paredón; seguro que recuperaríamos audiencia. Y al conseguir publicidad, tendríamos dinero para contratar a otro presentador, alguien un poco sexy.
La miré sorprendido. A esas alturas ya no sabía cuándo hablaba en serio y cuándo no.
—¡Es broma! —exclamó al ver mi aturdimiento—. Caray, parece que estés en un casting de liberales escandalizados.
—Si queréis oír mi opinión —intervino Roger Tabori—, os diré que el problema no radica tanto en el programa como en el presentador. Las entrevistas políticas tienen una larga vida por delante, sólo hemos de encontrar a alguien que las presente, alguien con más… no sé… atractivo para el público. Alguien con un par de cojones, por decirlo claramente.
—Y tetas —apuntó Caroline—. Si conseguimos a alguien con un par de cojones y tetas nos meteremos al público en el bolsillo.
—Perfecto —dije, y solté una carcajada—. Cojones y tetas. Y ahora, ¿qué hacemos? ¿Nos desplazamos a Amsterdam para buscar el fenómeno capaz de cumplir con esos requisitos?
—No creo que tengamos que ir tan lejos, Matthieu —comentó Cliff Macklin.
—Sobre todo cuando ya conocemos a esa persona que nos meterá en el bolsillo a los telespectadores —dijo Marcia Goodwill, uniéndose a la ofensiva.
Para entonces empezaba a sentirme atrapado en una emboscada, como si previamente hubieran ensayado la reunión a mis espaldas, utilizando a un actor para representar mi papel.
—¿Y en quién estáis pensando, si puede saberse? —pregunté, dándome por vencido mientras clavaba la mirada en Caroline, sin duda la cabecilla del complot. De pronto comprendí que era más capaz de lo que había creído.
—Es bastante obvio —repuso—. Debemos recuperarla como sea. No importa lo que cueste, tiene que volver. Habrá que pagarle lo que pida, concederle las condiciones que imponga. Todo el canal tiene que girar alrededor de ella si así lo quiere. Tara dice: Es hora de volver a casa.
Negué con la cabeza y suspiré con los ojos cerrados. Quería borrarlos de mi vista, aunque sólo fuera un momento, y deseé con todas mis fuerzas que James estuviera vivo.
—Estoy impresionado —dije en el camerino de Tommy al finalizar el rodaje—. Nunca habría imaginado que para una serie como la tuya hiciera falta tanta gente. Antes todo era más sencillo.
Jamás le hablaba de mi época en la NBC, como es lógico, pero las diferencias entre los dos canales de televisión no podían ser más llamativas.
—Cuando estás en tu emisora nunca sales del despacho, ¿eh? —ironizó Tommy con una sonrisa.
—La mayor parte de nuestros programas son importados. Series dramáticas, comedias, ya sabes. En el canal sólo producimos noticiarios y programas de actualidad, un par de personas o más sentadas a una mesa y hablando de diferentes temas. Para eso no hace falta tanta parafernalia.
Contemplé a Tommy mientras se quitaba el maquillaje sentado ante un espejo estilo Broadway, con una hilera de bombillas enmarcando el rostro de la estrella. Al descubrir mi mirada me sonrió y, dirigiéndose a mi reflejo, comentó:
—El año pasado Madonna utilizó este camerino antes de salir en el programa de la Lotería Nacional. —Esbozó una mueca de disgusto—. Cantó Frozen y se dejó una maqueta de su nuevo álbum. Más tarde se la envié y ni siquiera me dio las gracias.
—Vaya. Me dejas de piedra.
—Antes de que viniera me obligaron a sacar todas mis cosas. Ella, en cambio, me dejó su mierda para que la limpiara. De paso me quedé con algunas cosas suyas, pero no se lo digas a nadie.
Me encogí de hombros y miré alrededor. Por todas partes se veían fotos, posters, cintas, carretes y guiones desperdigados por el suelo, impresos en colores diferentes para señalar versiones actualizadas; en conjunto parecía una escuela de Montessori. Imaginé que un hombrecito rodeado de papeles decidía en algún lugar del edificio el color de cada día y rellenaba un enorme gráfico, y que esas actividades daban sentido a su existencia. Escogí un guión al azar y le eché un vistazo, pero el diálogo me pareció tan elemental que enseguida lo dejé caer al suelo.
—¿Te gusta trabajar aquí, Tommy? —pregunté al cabo de un momento.
—¿Qué quieres decir?
Solté una carcajada.
—Pues eso, si te gusta tu trabajo. ¿Disfrutas? ¿Te gusta venir aquí todos los días?
—Creo que sí —respondió tras reflexionar un instante—. Por cierto, vuélvete si no quieres ver esto. —Y se puso a cortar un montoncito de cocaína en un espejo roto con gesto de suma concentración.
—De verdad, Tommy, cuántas veces te he dicho que…
—No empieces —me interrumpió—. Lo estoy dejando, te lo prometo. No seas pesado, ¿vale? Un hermanastro furioso que piensa que me estoy tirando a su mujer acaba de darme una paliza. Necesito algo para relajarme.
Suspiré y permanecí en silencio mientras Tommy se inclinaba para esnifar la raya sirviéndose de un cilindro de papel que guardaba en un cajón del tocador. Acto seguido empezó a temblar como si sufriera un ataque epiléptico; tenía los brazos extendidos, los puños apretados y los ojos cerrados con fuerza.
—¡Mierda! —exclamó sujetándose la nariz violentamente y abriendo y cerrando repetidamente los ojos—. Qué asco de día. —Empezó a guardarlo todo.
Me volví; ya había tenido suficiente. No pude evitar preguntarme qué pasaría si entraba alguien justo en ese momento y si a Tommy le importaría.
—Por cierto, se me olvidaba —dijo cuando hubo recuperado su apariencia de Tommy DuMarqué y se disponía a salir del camerino—, tenemos que hablar.
Lo miré. ¿Hablar? ¿De qué? Tal vez no había conseguido ingresar alguno de mis talones a tiempo para pagar sus deudas.
—Esta semana recibí un guión. Al parecer, de un autor que tú recomiendas.
Di un paso hacia atrás, perplejo.
—¿Qué? ¿Qué tipo de guión?
Se encogió de hombros y empezó a buscar por el caótico camerino.
—Ni idea. Como comprenderás, no lo he leído; no quiero arriesgarme. Aquí tenemos normas muy estrictas al respecto. Si recibimos un guión, tenemos que devolverlo el mismo día junto con una declaración estándar de la BBC según la cual ni el firmante ni el agente ni nadie que represente a éste, así como ningún agente nombrado por el firmante, ningún representante de la BBC o agente del mismo, han abierto el guión ni leído siquiera la primera página. Un manuscrito no solicitado puede desencadenar una verdadera pesadilla legal, te lo aseguro.
—¿Y yo qué tengo que ver con todo eso?
—Pues no lo sé. —Dio con sus llaves entre el revoltijo de cosas esparcidas por el suelo y recogió el abrigo—. Bueno, la verdad es que antes de devolver el guión leí la carta que lo acompañaba. Era de un tío que te conoció en una fiesta. Al parecer hablasteis del guión y tú le recomendaste que me lo enviase, por si me interesaba.
—Eso es absurdo. No recuerdo nada de lo que dices. Un tipo que habló conmigo en una fiesta… ¿Cómo se llamaba?
Hizo una pausa para recordar.
—No lo sé… Según él, hace poco estabais en una fiesta y te gustó lo que…
—Ya caigo. —De pronto recordé—. ¿No se llamaría Lee Hocknell por casualidad?
Tommy chasqueó los dedos y me señaló.
—Exacto. Lo recuerdo porque se apellidaba igual que aquel pobre tipo que la palmó de sobredosis hace un par de meses y organizó todo ese lío.
—Es su hijo —dije. Y añadí indignado—: ¡Y no nos conocimos en una fiesta, sino en el funeral de su padre, joder!
—Eso es lo que ponía en la carta.
—No es verdad que le recomendara que te enviase el guión. Qué raro. Recuerdo que estaba escribiendo una historia policíaca o algo así para televisión. Tu nombre salió a colación no sé cómo, pero jamás pensé que te la mandaría.
Tommy se encogió de hombros y apagó las luces del camerino antes de salir.
—No importa —repuso con indiferencia—. Ya te he dicho que lo he devuelto.
—No entiendo cómo ha podido enviarlo. Qué caradura. Te juro que en ningún momento se me ocurrió aconsejarle que lo hiciera.
Soltó una carcajada.
—No te preocupes, de verdad. Cambiemos de tema. ¿Qué me cuentas de nuevo?
Ahora fui yo quien se echó a reír.
—Cuando te diga a quién debo engatusar la semana que viene, no me creerás.