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Febrero–marzo de 1999
Una noche, ya pasadas las doce, hora en que suelo estar profundamente dormido, tuve una iluminación.
Todo empezó a la hora de cenar, cuando me encontraba a solas en el piso. Estaba escuchando El anillo del nibelungo —era la tercera noche que lo ponía y en ese momento sonaba Sigfrido— mientras comía tostadas con paté y bebía vino tinto.
Había sido un día duro. Todos los lunes visito las oficinas del canal satélite digital, donde me reúno con los principales accionistas, almuerzo con el director gerente y, por regla general, voy de un lado a otro pensando cómo mejorar nuestro índice de audiencia, incrementar beneficios y aumentar nuestra base de consumidores. No suele ser una experiencia del todo desagradable, aunque no podría soportarla más de una vez por semana. La verdad, no concibo cómo logra sobrevivir la gente que tiene un empleo. Es una soberana lata pasarse la vida trabajando y dejar sólo el fin de semana para relajarse, cuando uno está demasiado ocupado en recuperarse del estrés de los cinco días anteriores como para pasarlo bien. Lo siento, pero esa vida no va conmigo.
Sin embargo, aquel día había problemas concretos que resolver. Al parecer, nuestra presentadora principal de las noticias de las seis, la señorita Tara Morrison, había recibido una tentadora oferta de la BBC y estaba planteándose aceptarla. La señorita Morrison es uno de nuestros mayores atractivos y no podíamos permitirnos perderla. Ha encabezado nuestra campaña de publicidad con entusiasmo; su rostro y (me avergüenza admitirlo) su cuerpo han embellecido carteleras, autobuses y las paredes del metro durante los últimos doce meses, y gracias a su considerable atractivo físico hemos incrementado la cuota de mercado casi un tres por ciento en ese período. Aparece en revistas de moda opinando sobre el orgasmo femenino; en su condición de especialista del período cretáceo participa en programas concurso de la televisión, e incluso publicó un libro las navidades pasadas, en el que explicaba con lujo de detalles cómo combinar las relaciones sentimentales con la maternidad y una carrera profesional exitosa, titulado Tara dice: ¡Puedes tenerlo todo! «Tara dice»: ésa es su muletilla, y al parecer está en boca de todo el mundo.
En ese momento le pagábamos una barbaridad, y James Hocknell, el director gerente de la emisora, insinuó en la reunión de la junta directiva que no creía que el dinero tuviera nada que ver con su intención de abandonarnos.
—No es más que una cuestión de publicidad, caballeros —aclaró James, que personifica cierto tipo de reportero de Fleet Street reconvertido en magnate de la televisión: traje de raya diplomática, camisa de tono pastel con cuello blanco, manos repletas de anillos y cabello largo por un lado y peinado de forma concéntrica a fin de cubrir la calva de la coronilla.
Tiene el rostro permanentemente enrojecido y se limpia la nariz con el dorso de la mano, pero, pese a sus defectos, debo reconocer que sin él estaríamos perdidos. Lo contratamos por sus muchas aptitudes, no por su apostura. No es la clase de persona que un diseñador invitaría para que exhibiera su colección de primavera en la pasarela. Tiene un control absoluto sobre sus empleados, es hábil como nadie en lo que hace y su compromiso con el canal está fuera de toda duda. En el mundillo de la televisión es vox pópuli que se ha tirado a la mitad de las mujeres y ha dejado tirados a la mitad de los hombres. Carece de conciencia y ha escalado muy alto. Además, conoce el negocio mejor que mis dos socios inversores y yo. Nosotros tres no somos más que negociantes; James es un hombre de la televisión: ahí está la diferencia.
—Tarada quiere que la vean en la BBC; no hay más misterio —prosiguió James. La llamaba «Tarada» siempre que se sentía en confianza—. Dice que es un sueño de la infancia o algo así. No tiene nada que ver con la cantidad que le han ofrecido, que, puedo asegurarles, caballeros, no dista mucho de la que le abonamos nosotros. Sólo quiere celebridad, nada más. Es adicta a la fama. Encima, quiere tener la oportunidad de producir documentales de investigación, como si los peces gordos de la BBC fueran a permitírselo. Lo más probable es que dentro de dos semanas esté presentando el Top of the Pops y cinco minutos después de la emisión del programa salga en la prensa sensacionalista por haber echado un polvo con el cursi cantante de un grupo pop que vestía pantalones cortos hasta fecha reciente. No obstante, me he enterado de que pronto habrá una vacante de copresentador de Tomorrow’s World. Es un puesto muy bien pagado, caballeros. El mundo universitario está pidiéndolo a gritos.
—De acuerdo, James, pero sabes que no podemos perderla —intervino P. W., el envejecido productor discográfico mundialmente conocido que invirtió los ahorros de toda su vida en este negocio y vive atormentado por el miedo de perderlos, algo harto improbable—. Es nuestra única baza.
—Tenemos a Billy Boy Davis —apuntó Alan, otro rico inversor. Ronda los ochenta años y todos sabemos que padece cáncer de páncreas, aunque no habla de su enfermedad con nadie, ni siquiera con sus amigos más íntimos. Había oído el rumor de que esperaba una oferta de Oprah Winfrey, pero no se ha confirmado—. Aún tenemos a Chico.
—A nadie le interesa Chico —protestó P. W.—. Su momento pasó hace veinte años. Aquí prácticamente lo hemos jubilado, no es más que un comentarista deportivo de quinta fila. Y mientras tanto procuramos olvidar lo que sabe el país entero: que le gusta ponerse pañales y que le azoten el trasero escolares adolescentes. Además, ¿por qué narices insiste en que lo llamemos Chico? ¡Es un puto cincuentón! Por favor, no hay quien lo tome en serio.
—Aún tiene cierto nombre.
—Te diré el nombre que le va al pelo —dijo P. W.—: gilipollas. La animosidad entre P. W. y Alan crece semana tras semana y se remonta a un comentario despectivo que este último incluyó en una biografía no autorizada y publicada diez años atrás. Aunque intentan mantener una relación cordial y estrictamente profesional, está claro que no se aguantan. En las reuniones semanales, los dos esperan que el otro haga un comentario para saltarle a la yugular y ridiculizarlo.
—No es momento de aclarar lo que Billy Boy es o deja de ser, ¿no creen, caballeros? —dije, apoyando las manos en la mesa, para interrumpir su riña trivial—. Imagino que hay cosas prioritarias, como el hecho de que la señorita Morrison está a punto de abandonarnos en busca de nuevos horizontes y nosotros preferiríamos que no lo hiciera. ¿Tengo razón o no?
Hubo una ronda de reticentes asentimientos con la cabeza y un coro de «Sí, Matthieu».
—En ese caso, la pregunta es muy simple: ¿cómo la convencemos de que se quede?
—Tarada afirma que no podemos ofrecerle nada que le interese —informó James.
Me retrepé en mi asiento y negué con la cabeza.
—Tara no para de decir cosas —repliqué—. Prácticamente ha forjado su carrera profesional diciendo cosas. Lo que ahora nos está diciendo en realidad es que todavía no le hemos hecho la oferta adecuada. Créanme, es eso, pero ninguno de ustedes la escucha. Me sorprendes, James.
James, P. W. y Alan se miraron desconcertados, hasta que al primero se le escapó una sonrisa.
—De acuerdo, Mattie —dijo, empleando un diminutivo que siempre me da escalofríos al recordarme a un viejo amigo muerto hace doscientos años—, ¿qué sugieres?
—Hoy mismo llevaré a la señorita Morrison a comer —propuse—, averiguaré sus verdaderas intenciones y trataré de satisfacerlas. Es así de simple.
—Debo decir que por mi parte, caballeros, sabría qué darle para satisfacerlas —apuntó James entre risitas.
Fui con la señorita Morrison, «Tara dice», a comer a un pequeño restaurante italiano del Soho. Es un lugar acogedor y familiar al que suelo llevar a personas relacionadas con el trabajo cuando quiero conseguir algo de ellas. Conozco a la dueña y siempre que voy allí se acerca a saludar.
—¿Cómo estás? ¿Y la familia? —preguntó como de costumbre mientras nos conducía a un reservado lejos de la puerta—. Todos bien, ¿no?
—Todos estupendamente, Gloria, gracias —contesté, a pesar de que no tenía más familia que Tommy—. ¿Y tú?
Los cumplidos se prolongaron unos minutos; Tara aprovechó para ir al lavabo, del que volvió fresca como una rosa, con los labios ligeramente retocados y un suave perfume que se mezcló con el aroma de los crostini. Avanzó entre las mesas como si se encontrara en una pasarela de Milán, los camareros fueran clientes de los modistos y los demás comensales fotógrafos. Uno de sus rasgos más característicos es su cabello cortado a lo paje, rubio, lacio y perfecto como recién salida de la peluquería; en cuanto a su rostro, es perfectamente simétrico: cualquier elemento se reproduce exactamente al otro lado de una invisible línea divisoria. Resulta imposible contemplarla sin maravillarse. Sería la mujer perfecta si se le pudiese encontrar un solo defecto.
—Bueno, Matthieu —dijo tras beber un sorbo de vino con cautela, cuidando de no dejar ninguna marca de carmín en el borde del vaso—, ¿seguimos charlando un rato más o pasamos a hablar directamente de negocios?
Solté una risita.
—Sólo pretendía comer contigo tranquilamente, Tara —repuse en tono ofendido—. Según tengo entendido, en un futuro próximo no te veremos tanto por la oficina y quería disfrutar de tu compañía mientras aún fuera posible. Podrías haberme contado que te habían hecho ofertas de trabajo, ¿no? —añadí con una voz dolida completamente natural.
—Tuve que mantenerlo en secreto. Lo siento, quería decírlelo, pero no sabía qué iba a ocurrir. Bueno, tampoco es que haya ido a buscar trabajo. La BBC ha venido a buscarme, te lo juro. Me han hecho una oferta muy generosa, y tengo que pensar en mi futuro.
—Sé exactamente la cantidad que te ofrecen y hay que admitir, en honor a la verdad, que no es muy superior a la que ya cobras. Creo que tendrías que pedirles un poco más. Seguro que aceptan.
—¿De verdad lo crees?
—No es que lo crea: estoy convencido. Calculo que podrían ofrecerte… un diez por ciento más sin pensárselo dos veces. Quizá me quedo corto. Eres una verdadera mina, Tara. He oído que tal vez te den Live and Kicking.
—Pero vosotros no podéis pagar ese dinero —dijo, pasando por alto la indirecta—. Conozco los presupuestos, no lo olvides.
—No tengo ninguna intención de subir tanto —repliqué, enrollando unos cuantos espaguetis con el tenedor—. No voy a pujar por ti, querida, ni que fueras ganado. Además, de momento nuestro contrato aún no ha vencido. Por mucho que quieras, eso no lo puedes cambiar, ¿verdad?
—Sólo quedan ocho semanas, Matthieu; lo sabes muy bien, y ellos también.
—Vale, dentro de ocho semanas hablamos. Hasta entonces no quiero oír ni una palabra sobre despidos, dimisiones, traslados o cosas desagradables por el estilo. Ah, y por lo que más quieras, esta vez mantengamos a la prensa al margen, ¿de acuerdo?
Tara me miró y depositó los cubiertos sobre el plato.
—Vas a dejar que me marche así, sin más —comentó con naturalidad—, después de todo lo que hemos pasado juntos.
—No dejo que hagas nada, señorita Morrison —protesté—. Sólo te pido que cumplas tu contrato hasta el final, y si después de esas semanas quieres dejarnos porque tienes una oferta mejor, entonces haz lo que creas conveniente para ti y tu carrera. Hay quien me consideraría un jefe generoso, ¿no crees?
—¿Siempre tienes que hablar así? —murmuró, bajando la vista con cara de pocos amigos.
—¿Cómo?
—Como un jodido abogado. Como si temieras que esté grabando cuanto dices para utilizarlo en los tribunales de aquí a seis meses. ¿No puedes hablarme en un tono normal? Pensaba que entre nosotros había algo más.
Suspiré y miré por la ventana, sin saber si me apetecía dejarme arrastrar de nuevo por ese sendero.
—Tara —dije tras una pausa, inclinándome y tomando una de sus pequeñas manos en la mía—, por lo que te conozco, no me parece ningún disparate pensar que estás grabando esta conversación. No es que tengas un historial de honestidad intachable para conmigo, ¿verdad?
Supongo que llegados a este punto debería aclarar algunas cosas sobre mi relación con Tara Morrison. Más o menos un año atrás habíamos asistido juntos a una ceremonia de entrega de premios… bueno, en realidad formábamos parte de la comitiva que representaba a nuestro canal. A Tara la acompañaba su novio de entonces, un modelo de ropa interior de Tommy Hilfiger, mientras que yo había contratado para la velada a una señorita de compañía —nada sexual, sólo una mera acompañante—, ya que acababa de poner fin a una relación y no me apetecía empezar otra. Teniendo en cuenta que alcancé la pubertad hace nada menos que doscientos cuarenta años, puede entenderse que esté más que harto del círculo sin fin que empieza con una cita, prosigue con una separación o una boda y acaba en divorcio o viudedad. Después de vivirlo durante unas décadas, necesito pasar un tiempo solo.
La noche a la que me refiero, Tara riñó con su amigo modelo —al parecer le recriminó su homosexualidad y, como era de esperar, la relación se fue al garete— y aceptó mi ofrecimiento de acompañarla a su casa. Tras dejar a la señorita de compañía en su domicilio, tomamos una copa en mi club y pasamos la noche hablando, sobre todo de sus ambiciones, que nunca se acababan, de su vocación como periodista y de nuestro canal, del que decía que era «el futuro de la televisión en Gran Bretaña» (ni yo mismo me lo creía). Citó varios ejemplos de personas responsables y no pude por menos de admirar sus conocimientos de la historia de la profesión, la conciencia del modo en que en nuestro oficio pueden convivir el profesional y el oportunista, y de lo difícil que resulta a veces distinguir a uno del otro. Recuerdo que mantuvimos un diálogo particularmente interesante sobre las preferencias del público. Más tarde fuimos a mi piso, donde nos dimos las buenas noches y dormimos en la misma cama sin siquiera besarnos, siguiendo un acuerdo tácito que en ese momento me resultó tan extraño como encantador.
A la mañana siguiente preparé el desayuno y la invité a cenar esa misma noche, si bien al final preferimos volver a la cama, donde pasaron muchas más cosas que durante la víspera. Después de eso mantuvimos una discreta relación durante unos meses; no le conté a nadie que salía con Tara y que yo sepa ella tampoco. Le tenía cariño y me inspiraba confianza, pero me equivoqué.
El hecho de que Tommy DuMarqué fuera mi sobrino la fascinaba (no le comenté que mi verdadero sobrino había sido su tataratataratataratataratatarabuelo; me parecía una información a todas luces innecesaria). Tara llevaba años viendo la serie de televisión y estaba loca por Tommy desde su primera aparición como un guapo adolescente. Cuando le dije que éramos parientes, se ruborizó, como si la hubiera pillado en falta, y a punto estuvo de atragantarse con un trozo de melón. Me rogó que se lo presentara, cosa que hice una agradable noche del verano pasado, y pareció que iba a arrancarle los pantalones ante mis propias narices. A él no se lo veía interesado —en ese momento mantenía una inestable relación con una actriz que en la serie interpretaba el papel de su abuela y al parecer era una amante muy celosa—, e incluso creo que la encontró un poco tonta, aunque para ser justo debo aclarar que esa noche se había pasado con la bebida, y el exceso de alcohol saca a la luz la colegiala que hay en ella. Tara lo llamó al día siguiente y le propuso tomar una copa juntos, pero Tommy se las ingenió para excusarse. Así que le mandó un fax y lo invitó a cenar; Tommy no hizo caso. Entonces le envió un e-mail con su dirección y la promesa de que si se presentaba «AHORA» encontraría la puerta abierta y a ella tumbada desnuda sobre una alfombra persa delante de la chimenea, añadiendo que mientras escribía el mensaje tenía una botella de champán enfriándose en el congelador. Esa vez Tommy se echó a reír y me llamó para contarme lo que mi novia estaba tramando. Decepcionado, aunque nada sorprendido, decidí suplantar a mi sobrino, y cuando llegué al apartamento encontré a Tara en la posición exacta que había descrito. Al verme se quedó sin habla, pero enseguida se repuso y fingió que, imaginándose que me disponía a visitarla, había querido darme una sorpresa. Le dije que estaba mintiendo, que no me importaba especialmente, pero que todo había acabado entre nosotros y que sería mejor que volviéramos a nuestra relación profesional del pasado.
El domingo siguiente publicó en un importante periódico dominical un artículo titulado «Tara dice: ¡Di que no!», en el que explicaba que acababa de dejar una relación con un actor de telenovela (no daba su nombre, pero por su descripción era evidente a quién se refería). Afirmaba que sus relaciones sexuales habían rozado lo prohibido y que había disfrutado al satisfacer todas las fantasías del joven y obligarlo a representar las suyas. Había decidido poner fin a la aventura, decía, al ver que él intentaba arrastrarla a su mundo de alcohol, heroína y cocaína. «Cuando me fijé en su mirada al ofrecerme la cucharilla de plata y el mechero Bunsen de la ignominia —escribió en tono histérico—, supe que nunca podría ser la mujer que él quería que fuese: una piltrafa humana como él, alguien que, con tal de conseguir la siguiente dosis, haría cualquier cosa, prostituirse, robar a ancianas, vender drogas a niños, una mujer insignificante y despreciable. Lo miré fijamente y negué con la cabeza. “Tara dice: Hasta aquí hemos llegado”, le espeté».
El lunes siguiente por la mañana, Tommy, la parte inocente de esta historia (si bien todo lo que Tara imagina de su vida privada es, sin duda, verdad), fue llamado a presencia del productor ejecutivo, quien le advirtió que si la señorita Morrison hubiese dado su nombre en el artículo habría sido despedido de inmediato. Como no lo había hecho, y era imposible probar que se refería a él, al menos debía darse por amonestado oficialmente. Añadió que tenía una responsabilidad con sus admiradores, las jóvenes que soñaban con casarse algún día con él y los chicos que seguían con pavor la lucha que Sam Cutler libraba contra el cáncer de testículo. Aun reconociendo que era el personaje más popular de la serie, declaró que, si reincidía, él, el productor ejecutivo, no tendría ningún escrúpulo en hacer que sufriera un accidente de tráfico, lo matasen o le contagiaran el sida.
—Supongo que se refiere a mi personaje —tanteó Tommy—. Haría que todo eso le pasara a Sam Cutler, ¿no?
—Sí, claro —murmuró el productor.
Ese incidente fue el preludio de un par de meses desastrosos en la vida de Tommy, durante los cuales los paparazzi no lo dejaron en paz, interesados en averiguar qué se metía, inhalaba, fumaba o se inyectaba, a quién besaba, tocaba, acariciaba, importunaba o se tiraba, exagerando en lo posible los problemas que mi sobrino había adquirido por el tipo de vida que la misma prensa le había impuesto a fin de vender más periódicos. Aunque me esperaba algo así tratándose de uno de los Thomas, me sentía más molesto con la señorita Morrison por haber echado leña al fuego, y así se lo comuniqué en una turbulenta reunión que tuvo lugar unos días más tarde. No suelo perder los estribos, pero ese día no pude contenerme. Desde entonces nos hemos mantenido distantes, y no sólo no me preocupa su inminente marcha en busca de nuevos horizontes, sino que estoy encantado con la idea. Con nosotros Tara ha sido un tuerto en el país de los ciegos. La convertimos en una estrella. Tal vez una de poca categoría y de la pequeña pantalla, pero una estrella al fin y al cabo. La vida le resultaría mucho más difícil en la BBC.
De modo que esa noche, mientras comía paté, bebía vino y escuchaba a Wagner, no deseaba otra cosa que relajarme y olvidarme de los acontecimientos del día. No volvería al canal en una semana, y hasta entonces tenían órdenes estrictas de no llamarme, salvo que se tratara de una verdadera emergencia. Así que cuando sonó el timbre me sobresalté, y mientras me dirigía a abrir la puerta recé en silencio para que no fuera más que un fallo eléctrico y no hubiese nadie en el rellano.
Era mi sobrino, que se pasaba la mano por el oscuro pelo mientras esperaba a que le abriese la puerta.
—Tommy —dije en tono de sorpresa—. Es muy tarde. Estaba…
—Tengo que hablar contigo, tío Matt —anunció antes de empujarme y entrar.
Cerré la puerta con un suspiro mientras él se dirigía instintivamente a la habitación donde tengo las bebidas alcohólicas.
—¡Me dijiste que me darías el dinero! —gritó; se le quebró la voz y por un instante pensé que iba a llorar—. Me prometiste que…
—Siéntate y cálmate, por favor, Tommy —le rogué, obligándolo a acomodarse en el sofá—. Me olvidé, lo siento. Quedamos en que te lo enviaría, ¿verdad? Se me fue de la cabeza.
—Pero me lo darás, ¿no? —suplicó, levantándose y agarrándome por los hombros, de modo que me vi incapaz de empujarlo de nuevo al sofá—. Si no me lo das, tío Matt, van a…
—Te firmaré un talón ahora mismo —dije al tiempo que me zafaba y me refugiaba detrás de mi escritorio, en un rincón de la estancia—. Te lo aseguro; me despisté, Tommy. No tenías por qué presentarte aquí a estas horas a perturbar mi paz. Bueno, ¿cuánto dinero acordamos? ¿Mil?
—Dos mil —contestó sin apenas respirar; observé su rostro brillante de sudor e iluminado por el resplandor del fuego—. Quedamos en dos mil libras, tío Matt. Me prometiste dos…
—Por Dios bendito, te firmaré un talón por tres mil y no se hable más. ¿Qué te parece? ¿Te bastará con tres mil?
Asintió con la cabeza y escondió la cara entre las manos un instante antes de mirarme con una amplia sonrisa.
—Lo siento… mucho —balbució.
—No te preocupes.
—Detesto la idea de pedirte nada… pero es que tengo muchas facturas que pagar.
—Me lo imagino; la electricidad, el gas, el impuesto municipal.
—Exacto, el impuesto municipal. —Asintió con la cabeza como si ése fuese un pretexto tan bueno como cualquier otro.
Arranqué el talón y se lo di. Lo examinó antes de meterlo en la cartera.
—Tranquilo —dije. Me senté frente a él, le serví una copa de vino, que aceptó entusiasmado, y añadí—: Lo he firmado.
—Gracias —murmuró—. Debería irme. Me esperan.
—Quédate un rato, hombre. —No quería saber quién lo esperaba ni para qué—. Dime cuánto has gastado ya de ese dinero.
—¿Cuánto he gastado?
—Sí, cuánto dinero debes a esa gente, y no me refiero a la compañía telefónica ni la del gas. ¿Cuánto hay que repartir apenas abran los bancos mañana?
—Todo —admitió tras un titubeo—. Pero entonces ya estará. Habrán acabado mis quebraderos de cabeza.
Me incliné hacia él.
—¿A qué te dedicas exactamente, Tommy?
—Ya lo sabes, tío Matt. Soy actor.
—No, me refiero a cuando no estás en el plató. ¿En qué lío te has metido?
Soltó una carcajada y negó con la cabeza; ahora que había conseguido el dinero, se lo veía ansioso por marcharse.
—No estoy metido en ningún lío. He hecho unas malas inversiones, eso es todo. Gracias a este dinero saldaré las deudas y saldré adelante. Te lo devolveré.
—No, no lo harás —repuse con indiferencia—. Pero no importa, no voy a perder el sueño por tres mil libras. El que me preocupa eres tú.
—No te creo.
—Pues deberías —protesté—. Recuerda que presencié la muerte de tu padre, y también la de tu abuelo. —Me detuve en esa generación.
—Mira, tío Matt, no pudiste hacer nada por salvarles la vida, y tampoco lo conseguirás conmigo. De modo que déjame tranquilo. Me las apaño muy bien solo.
—No me dedico a salvar vidas, Tommy. No soy sacerdote, sino socio de un canal de televisión vía satélite. Pero no me gusta que la gente muera tan joven. Lo encuentro sumamente ridículo.
Se puso de pie y oí sus pesados pasos dar vueltas por la estancia; de vez en cuando me miraba y abría la boca como si fuera a decir algo, pero luego se arrepentía.
—No… voy… a morirme —articuló al fin, apuntando al techo con los dos índices—. ¿Entiendes? No… pienso… palmarla.
—Claro que vas a morir —repliqué, rechazando su afirmación con un ademán desdeñoso—. Es evidente que te persiguen unos criminales. Sólo es cuestión de tiempo.
—¡Y una mierda!
—¡Cállate! —grité—. No soporto las palabras soeces y menos en mi casa. Recuérdalo la próxima vez que vengas a pedir dinero.
Tommy negó con la cabeza y se dirigió hacia la puerta.
—Mira —murmuró atropelladamente, ansioso porque nos separáramos como amigos; no sabía cuándo me necesitaría de nuevo—. Agradezco tu preocupación, de verdad. Quizá pueda devolverte el favor algún día. Nos vemos la semana que viene, ¿vale? Quedemos para comer. En algún restaurante tranquilo donde no haya gilipollas perforándome con la mirada y preguntándose si en realidad tengo cáncer de testículo. ¿De acuerdo? Y perdona. Y gracias.
Me encogí de hombros y esperé a que se marchara antes de dejarme caer en el sillón con un suspiro, esta vez aferrado a una copa de brandy bien colmada como premio de consolación. Y en ese instante tuve una iluminación. Con doscientos cincuenta y seis años cumplidos, me he pasado la vida observando de brazos cruzados cómo morían nueve Thomas. Los he ayudado cuando me lo han pedido pero he aceptado su suerte como si estuviesen destinados a acabar de manera trágica, como si no estuviera en mi mano cambiar nada. Y así he vivido durante todos esos años, viéndolos morir uno tras otro en la flor de la juventud. Y en su mayoría eran buenas personas, un poco problemáticos, es verdad, pero merecedores de ayuda. Merecían que les echara una mano, merecían vivir. Ahora volvía a encontrarme con un Thomas a punto de cumplir su destino, y, como siempre, lo sobreviviría y esperaría el nacimiento del siguiente. Que seguiría el camino de sus antecesores: se metería en líos, conocería a una chica, la dejaría embarazada y luego se mataría. «Esto no puede seguir así», pensé.
La iluminación consistía en lo siguiente: me propuse hacer lo que debería haber hecho mucho tiempo atrás: salvaría a uno de los Thomas. En concreto, a Tommy.