9

Abril de 1999

A medianoche sonó el teléfono, y enseguida me temí lo peor. Abrí los ojos en medio de la oscuridad, con la imagen de Tommy grabada en la mente. Imaginé el cuerpo de mi sobrino tirado en una alcantarilla del Soho: sus ojos ciegos miraban al cielo, aterrorizados por su última visión antes de morir, tenía la boca muy abierta, los brazos retorcidos de forma antinatural, y de la oreja izquierda le salía un hilo de sangre mientras la rigidez y la frialdad se adueñaban del cadáver. Una vez más topaba con la muerte de un sobrino, de un chico a quien me había sido imposible salvar. Al coger el teléfono se confirmaron mis peores presagios. En efecto, había muerto una persona —¿por qué razón si no se despertaría a alguien a esas horas?—, pero no se trataba de Tommy.

—¿Matthieu? —inquirió una voz nerviosa y asustada al otro lado de la línea.

De inmediato pensé que, debido al tono de pánico y urgencia, no podía tratarse de un policía. La voz me resultaba ligeramente familiar, pero no sabía de qué, como si el deje de temor añadido la volviera irreconocible.

—¿Sí? ¿Quién es?

—Soy P. W., Matthieu. —Era mi amigo, el productor discográfico y socio inversionista de nuestro canal satélite—. Tengo una noticia terrible que darte. No sé cómo empezar. —Hizo una pausa, como si reuniese fuerzas para articular las tres palabras que pronunció a continuación—: James ha muerto.

Me incorporé y negué con la cabeza, aturdido. He presenciado muchas muertes en mi vida, algunas naturales, otras no tanto, pero nunca dejarán de sorprenderme. En el fondo, no acabo de entender por qué los otros cuerpos fallan tanto cuando el mío me es tan fiel.

—¡Dios mío! —exclamé, sin saber qué se esperaba de mí—. ¿Cómo ha sido?

—No soy capaz de entrar en detalles por teléfono, Matthieu. ¿Puedes venir?

—¿Adónde? ¿En qué hospital estáis?

—No estoy en ningún hospital, y James tampoco. Estamos en su casa. Y necesitamos que nos eches una… mano.

Entorné los ojos; lo que decía no tenía sentido.

—¿James ha muerto y tú estás en su casa? Vale. Entonces, habrás llamado a un médico, o a la policía, ¿no? Tal vez no esté muerto, después de todo. Quizá sólo le…

—Está muerto, Matthieu, créeme. Tienes que venir, te lo pido por favor. No suelo pedirte nada, pero ahora…

De pronto se puso a divagar sobre los años que hacía que nos conocíamos, lo mucho que significaba yo para él; las típicas tonterías que un hombre dice cuando va a casarse, cuando ha bebido demasiado o cuando está en la ruina. Aparté el auricular de mi oído y tendí la mano para coger el despertador de la mesilla de noche: las 3.18. Suspiré, volví a sacudir la cabeza con fuerza para librarme del sueño, me pasé una mano por el pelo y me humedecí los labios con la lengua; tenía la boca seca. La cama estaba caliente y era acogedora. P. W. seguía hablando al otro lado de la línea y no había visos de que fuera a callarse, de modo que no tuve otro remedio que interrumpirlo.

—Estaré contigo dentro de treinta minutos. Y, por el amor de Dios, no hagas nada hasta que llegue, ¿de acuerdo?

—¡Gracias a Dios! Gracias, Matthieu. No sé cómo podré…

Colgué.

Había conocido a James Hocknell años atrás durante una cena celebrada en el Guildhall en homenaje de un respetable hombre de negocios. Consagrado al mundo de la prensa, había hecho una pequeña fortuna con una reciente autobiografía, sobre todo porque en ella aludía a las relaciones —algunas muy jugosas y otras no tanto— entre políticos prominentes en los últimos cuarenta años y personajes de la familia real. Sin embargo, como conocía las leyes inglesas contra la difamación, se cuidaba mucho de relatar un hecho cuando bastaba con una insinuación, y nunca citaba una fuente concreta, sino que recurría a la proverbial expresión «unos amigos de… me contaron que…». Compartí mesa con el ministro de Asuntos Exteriores, su esposa, una joven actriz que acababa de ser nominada para un Oscar, su novio madurito —un famoso personaje del mundillo de la hípica—, un par de jóvenes parlamentarios que hablaron sobre la drogadicción de una conocida modelo, y mi pareja del momento, cuyo nombre he olvidado aunque recuerdo que tenía el cabello corto, labios carnosos y desempeñaba un cargo importante en el banco Lloyd’s.

Al acercarme a la barra en busca de unas copas me fijé en James, a quien no conocía personalmente. Hocknell había dejado el puesto de subdirector de un prestigioso periódico tiempo atrás, acababa de cumplir cincuenta años y dirigía un diario sensacionalista. Últimamente la tirada del tabloide había descendido de forma espectacular, sobre todo después de que su director decidiera suprimir las fotos de pechos femeninos en las páginas interiores. Su mirada delataba el temor de un hombre que está convencido de que todo el mundo conspira contra él; lo cierto es que lo dejaban beber en paz y casi nadie lo miraba. Aunque nunca le había dirigido la palabra, me acerqué y comenté que su trabajo en The Times —en especial el relacionado con un escándalo político destapado a finales de los años ochenta— había sido admirable. Mencioné un artículo sobre De Klerk que Hocknell había publicado en la revista Newsweek, me había impresionado su habilidad a la hora de condenar sin que pareciera tomar partido, un talento poco común en un comentarista. Mi familiaridad con su trabajo lo complació, y se mostró comunicativo.

—¿Y lo de ahora qué? —preguntó frunciendo el entrecejo al tiempo que aceptaba mi invitación a un brandy—. Piensa que lo que hago ahora no vale nada, ¿verdad?

Me encogí de hombros.

—Estoy seguro de que es excelente —repuse en un tono quizá demasiado condescendiente—. Lástima que me falte tiempo para leer todos los periódicos. Si lo hiciera tendría una opinión más formada sobre la nueva oeuvre.

—Ah, ¿sí? ¿Y a qué se dedica usted?

Medité un instante antes de contestar. Era una pregunta difícil de responder. En ese momento no hacía gran cosa, más bien descansaba y disfrutaba de la vida. Para una década o dos no estaba mal.

—Soy un rentista acaudalado —respondí con una sonrisa—. La clase de persona que probablemente usted desprecie.

—En absoluto. Toda mi vida he querido pertenecer a esa clase.

—¿Y ha tenido suerte?

—No mucha. —Abrió la boca y abarcó con un ademán al grupo de personas que se agolpaban en el vestíbulo y que en ese instante se lanzaban besos entre sí con entusiasmo y se estrechaban la mano; rezumaban riqueza y privilegios por cada poro y cada arruga de la piel: pechos exuberantes, diamantes pequeños, hombres mayores, mujeres jóvenes; un despliegue de trajes de etiqueta y vestidos negros cortos para todos los gustos.

Entorné los ojos y fue como si la estancia se llenase de puntos negros y blancos que se unían y separaban a una velocidad vertiginosa; de pronto me vinieron a la cabeza algunas escenas de las viejas películas de Chaplin. James parecía a punto de pronunciar alguna frase ocurrente sobre los demás invitados, les mots justes que habrían definido a ese absurdo grupo de personas y su fatuidad generalizada, pero al final se dio por vencido y negó con la cabeza.

—Estoy un poco borracho —admitió en el tono de autosatisfacción de un colegial a quien han pillado in fraganti con una chica del instituto.

Solté una carcajada. Me presenté y nos dimos un firme apretón de manos; acto seguido, James llamó la atención de la camarera chasqueando los dedos con arrogancia.

—¿Sabes lo que detesto de los ricos?

Negué con la cabeza.

—El hecho de que uno sólo los ve en lugares como éste, luciendo su glamour a la vista de todos; ¡además, siempre parecen tan felices! ¿Has visto otra clase social que sonría tanto como los ricos? Claro, son ricos, de ahí su nombre, eso debe de explicarlo…

Su voz se fue apagando, como si se perdiese en la obviedad de sus comentarios.

—Hasta los ricos tienen problemas —murmuré—. La vida no es un lecho de rosas para nadie.

—¿Eres rico?

—Mucho.

—¿Y feliz?

—Bueno, me siento satisfecho.

—Deja que te diga algo sobre el dinero. —Se inclinó y me dio unos golpecitos en el hombro—. Llevo treinta años en este negocio y no tengo un penique. Ni un puto penique, te lo juro. Vivo al día y me cuesta llegar a fin de mes. Poseo una casa bonita, ¡sólo faltaría!, pero he de mantener a tres ex mujeres, y cada una de ellas, las muy jodidas, tiene al menos un hijo a quien también debo soltar la pasta. Así que no puedo contar con mi dinero, Mattie…

—Matthieu.

—Lo ingresan en mi cuenta bancaria el primer día del mes y unas horas más tarde ha desaparecido, chupado por esas sanguijuelas con las que tuve la mala suerte de casarme. Nunca más, te lo aseguro. No hay mujer en este planeta que consiga llevarme al altar. Ni una. ¿Estás casado?

—Lo estuve.

—¿Viudo? ¿Divorciado? ¿Separado?

—Digamos que he pasado por todos los estados civiles.

—Entonces sabes de lo que estoy hablando. Son unas jodidas sanguijuelas. No se salva ni una. Hay días en que apenas puedo pagarme tres comidas decentes mientras esas tías se dan la gran vida. ¿Te parece justo? Contesta.

Iba a responder cuando me interrumpió.

—Escucha —ordenó como si, ahora que se había enfrascado en lo que más tarde sabría que era su tema favorito, yo dispusiese de otra opción—. Cuando con apenas veinte años empecé en este negocio, no vivía de otro modo, pero no me importaba, porque tenía toda la vida por delante. Nunca llevaba un penique en el bolsillo y a final de mes me alimentaba a base de queso, galletas saladas y té poco cargado; una noche tras otra, y lo llamaba cena. Pero entonces no me afectaba, porque sabía que llegaría lejos en mi profesión y que acabaría ganando un dineral. Estaba seguro, y no me equivoqué. Lo que nunca preví fue que tendría que repartir todo el maldito dinero que ganara cada mes.

En la época en que conocí a James empezaba a cansarme de mi vida ociosa y buscaba nuevas inversiones. No trabajaba desde que había dejado California con Stina, en los años cincuenta, después del asunto de Buddy Rickles, y aunque el saldo de mi cuenta bancaria era más que sustancioso y los ingresos anuales podrían sufragar los gastos de una ciudad como Manchester durante un año, estaba un poco harto de mí mismo y necesitaba insuflar un poco de emoción en mi vida. Había asistido a la cena en el Guildhall a instancias de un amigo banquero que me asesoraba sobre algunas de las vías que podría tomar para volver al mundo de los negocios. Por entonces ya me había presentado a P. W. y a Alan, quienes me habían expresado su intención de fundar un canal de televisión por satélite, una idea que me atrajo desde el primer momento. Mi anterior experiencia en la televisión había sido como productor, y si bien había acabado mal, guardaba muy buenos recuerdos de esa época; ahora me interesaba el papel de directivo desvinculado de la gestión, algo parecido a lo que era Rusty Wilson en la Peacock. El concepto de transmisión vía satélite estaba a la orden del día y representaba un factor determinante a la hora de decidirme por apoyar algún proyecto. No obstante, tanto P. W. como Alan carecían de experiencia en dirigir un gran negocio, y yo rehuía ese tipo de responsabilidad y deseaba mantenerme al margen en la medida de lo posible. Tras consultarlo con mis socios, resolví, después de una pésima cena en San Paolo’s, ofrecer el puesto a James.

—Vayamos al grano, James. —Al acabar de cenar, los cuatro nos habíamos desplazado al bar exterior, y en ese momento estábamos sentados en unos sofás de cuero junto a un fuego de leña con sendos puros y copas de brandy—. Tenemos una propuesta que hacerte.

—Ya lo imaginaba, caballeros. —Esbozó una sonrisa y se arrellanó en el sofá al tiempo que daba una chupada al puro, como una estrella de cine a punto de firmar un contrato multimillonario—. No pensaba que me hubieran traído aquí sólo para ver cómo me ponía morado.

Alan se estremeció, y carraspeé para no reírme.

—Los tres —dije señalando a P. W., a Alan y a mí mismo— estamos pensando en emprender un negocio y creemos que tal vez te interesaría participar.

—No tengo dinero —se apresuró a declarar, y una vez más atacó su tema favorito—: No entiendo cómo pueden pensar en mí para invertir cuando esas sanguijuelas me están…

—Espera, James —lo interrumpí—. Escucha primero nuestra oferta, es lo único que te pido. No estamos buscando inversores.

—He puesto los ahorros de toda mi vida en este negocio —declaró P. W., nervioso. Le dirigí una mirada de furia, pues odio perder el hilo de la conversación, sobre todo cuando pretendo obtener un resultado—. De modo que tiene que funcionar como sea —añadió al reparar en mi expresión, y guardó silencio.

—Estamos pensando en emprender un negocio —repetí, alzando la voz para evitar más interrupciones—. El asunto de la financiación ya está resuelto; de hecho, hemos empezado a contratar a gente. Se trata de un canal de televisión vía satélite, especializado en noticias y programas de variedades, con alguna serie estadounidense. De calidad, y para abonados, por supuesto. Y buscamos a un director gerente. Alguien que gestione el día a día, que aporte experiencia al negocio y tome decisiones en la producción, por así decirlo. Los tres queremos mantenernos al margen, aunque no desentendernos por completo, y necesitamos a alguien en quien confiar y que conozca el mundo de la comunicación actual. Alguien capaz de lograr que el canal funcione. Resumiendo, James, nos gustaría que aceptaras ese puesto.

Me recliné en el sofá sonriendo, satisfecho con mi sencilla exposición y feliz al ver la reacción de James. A medida que yo hablaba iba entusiasmándose, sobre todo al oír expresiones como «director gerente», «tome decisiones» y «mantenernos al margen». Se produjo un silencio mientras James se inclinaba con una sonrisa en los labios y se sacaba el puro de la boca.

—Caballeros —dijo al tiempo que se le iluminaban los ojos de pura dicha—, hablemos de números.

Al final, tras un ligero retoque, llegamos a un acuerdo satisfactorio para todos. James hizo una inesperada petición del cinco por ciento de los beneficios brutos en lugar de las primas, cosa que le concedí encantado por un período inicial de tres años. Al cabo de un mes llegaba al trabajo antes que las mujeres de la limpieza y se iba después que los conserjes nocturnos. A lo largo de los dos años siguientes tomó decisiones de enorme trascendencia para el canal. Aprobé varias de esas medidas, otras me produjeron algún quebradero de cabeza; pero en todos los casos se demostró que no me había equivocado al contratar a mi amigo. Incorporó un sólido equipo de presentadores y locutores, entre los que destacaba Tara Morrison —que debe muchísimo a James—, y reorganizó los horarios una y otra vez a fin de promocionar a un presentador u otro poniéndolos y sacándolos de la programación, planeada hasta el último detalle. La cuota de mercado creció considerablemente, y todos ganamos dinero. Juntos, alcanzamos el éxito.

Además, James y yo nos hicimos buenos amigos. Aunque éramos muy diferentes, nos respetábamos y disfrutábamos de nuestra mutua compañía. Sentados en la sala de juntas, nos enzarzábamos en largas discusiones, pero nunca dejamos de apreciar el punto de vista del otro y de priorizar el bien de la empresa. Una vez al mes quedábamos, a solas, para comer y tomar unas copas; en esas ocasiones conversábamos sobre política, historia y arte, pues establecimos la norma de no mencionar ningún asunto relacionado con el canal de televisión. También hablábamos de nuestras respectivas vidas. (Él era más sincero que yo, claro, pero así son la mayoría de las relaciones humanas aceptables; aparte de eso, uno tiende a ser un poco económico con la verdad, en especial cuando no se gana nada con revelarlo todo). James se llevaba bastante bien con P. W. y Alan, aunque no eran amigos; y era precisamente ese hecho el que me confundía más cuando me dirigía en taxi a su casa a través de la fría y brumosa madrugada de marzo. ¿Qué diablos hacía P. W. allí? ¿En qué circunstancias había muerto James? Debería haber esperado lo peor, pero no tenía ni idea de en qué podía consistir. Tras pagar al taxista y bajar del coche, me detuve unos instantes en la calle, desierta y silenciosa. La mayor parte de las casas estaban a oscuras, pero las farolas brillaban con intensidad. El piso de James también permanecía envuelto en sombras, a excepción de las ventanas del salón delantero, pues las pesadas cortinas no estaban echadas del todo y dejaban pasar un resquicio de luz. Respiré hondo y subí corriendo las escaleras.

Dos días más tarde, cuando los agotadores acontecimientos de las últimas cuarenta y ocho horas habían quedado atrás, me senté a mi escritorio y marqué el número desconocido con cuidado. Me pareció que tardaban una eternidad en contestar, hasta que por fin alguien lo hizo a viva voz; sonaba como una joven de clase trabajadora que sostuviera alfileres entre los dientes.

—¡Doce! —chilló al auricular; enarqué una ceja sorprendido. ¿Me habría equivocado de número? ¿Se llamaba «Doce» mi interlocutora? ¿Se trataba de la grabación de un contestador automático?—. ¡Plató doce!

—¡Plató doce! —repetí, y extrañamente sonó como si diera una orden.

—¡Plató doce! —confirmó la muchacha—. ¿Quién es?

—Perdón —repuse al darme cuenta de que había una persona al otro lado de la línea—. Me gustaría hablar con Tommy DuMarqué, por favor.

—¿Quién es? —preguntó de nuevo, esta vez con desconfianza—. ¿Cómo ha conseguido este número?

—Me lo dio él, por supuesto —respondí, asombrado por su agresividad—. ¿Cómo quiere que…?

—No estará acosando a DuMarqué, ¿verdad?

Me quedé sin habla. No sabía qué decir.

—¿O es un periodista? —escupió la palabra con la aversión de quien sabe que jamás verá aparecer su propio nombre en un periódico—. En este momento Tommy está rodando —añadió con un tono menos suspicaz, como si de pronto temiera que yo fuese alguien con poder para despedirla—. No acabará hasta dentro de… ah, espere, no… aquí está. Aunque no sé si podrá ponerse al teléfono. ¿Quién es usted?

—Dígale que soy su tío Matthieu —contesté, y de pronto me sentí agotado—. Si es usted tan amable.

La joven dejó de golpe el auricular sobre una mesa y oí un murmullo de fondo y la voz de Tommy destacándose sobre las demás cuando dijo: «De verdad, no pasa nada», y luego, antes de coger el auricular: «Cinco minutos, ¿de acuerdo?».

—¿Tío Matt?

Suspiré aliviado.

—Por fin. Qué chica más desagradable. ¿Quién es?

—Nadie, una auxiliar. Olvídala. Debe de creerse que es la directora. A saber. Además, es el número privado.

—Bien, no pasa nada. Sólo quería darte las gracias por lo que hiciste la otra noche. Estoy en deuda contigo.

Tommy rió como si fuera una nimiedad, como si esa clase de cosas le ocurrieran continuamente, lo que me preocupó.

—No faltaba más, tío Matt; me has ayudado en muchas ocasiones, ¿no? Me alegro de haber podido recompensarte un poco todos tus favores.

—Admito que me remuerde la conciencia. ¿No crees que hicimos algo inmoral?

—Tonterías. —Hizo una pausa y esperé a que fuera él quien rompiera el silencio.

Me habría gustado que me tranquilizara, que me dijese que mi actuación había sido correcta y responsable. He vivido mucho tiempo y, aunque tal vez no siempre haya sido un santo, desearía pensar que, desde Dominique, jamás he hecho daño a nadie de forma intencionada, y menos a un amigo.

—Tal como yo lo veo, el tipo ya estaba muerto, de modo que no hicimos más que solucionar un problema. Nadie podía mejorar o empeorar la situación: ni tú ni yo ni cualquiera de tus siniestros amigos. Te metieron en un lío que no tenía nada que ver contigo. Deberías escoger mejor a tus amigos, tío Matt.

—No son amigos míos exactamente —señalé.

—No dejes que te remuerda la conciencia. Tú no lo mataste.

—No, supongo que tienes razón.

—Así que cálmate; ya ha pasado todo. Hemos solucionado un problema, no le des más vueltas. Olvídalo y sigamos adelante, ¿de acuerdo?

Hablaba como un personaje de su serie de televisión. Asentí, aunque no del todo convencido.

—Gracias, Tommy —concluí, consciente de que no había nada que añadir sobre ese tema. A partir de entonces me guardaría mis escrúpulos para mí—. Hablamos pronto, ¿vale?

—Espero que sí. Supongo que te alegrará saber que el cáncer de testículos está en fase de remisión. Dentro de poco me darán el alta. De modo que por lo que parece no tendré que buscar otro trabajo durante un tiempo, y menos mal, pues sólo me faltaba un problema de falta de liquidez.

—¿Qué dices? —pregunté incorporándome de un salto—. ¿Cáncer de testículos…? ¡Ah! —Solté una carcajada de alivio y me dejé caer en la silla de nuevo—. Te refieres al tipo de la serie.

—Sam.

—¡Y dale! No deberías identificarte con tu personaje.

—¿Por qué? Toda Inglaterra piensa que soy él. Ayer me atacó una loca en el supermercado y me dijo que me lo tenía merecido por ligar con Tina a espaldas de Carl. Añadió que mi problema en los cojones era un castigo de Dios.

—Un castigo de Dios, caray. —Suspiré—. La verdad es que no sé nada de esa gente. Debería ver tu serie.

—No te molestes —dijo como si diera una respuesta preparada a un periodista—. Cierto, hay en ella un retrato crudo de los barrios bajos que refleja el deterioro del tradicional entorno familiar londinense, es decir, de la memoria histórica compartida, a favor de una búsqueda de placeres y gratificaciones personales propia de la época contemporánea; así que los temas universales para explorar no escasean, pero el argumento es una mierda y en general las interpretaciones son apresuradas y repetitivas, porque no hay tiempo para ensayar y la producción exige que se hagan las menores tomas posibles. Todo el mundo lo sabe.

Me quedé en silencio, impresionado.

—¿Qué has dicho? —pregunté al fin; no podía creer que mi sobrino drogadicto y juerguista hubiera sido capaz de soltar toda esa parrafada—. ¿Qué acabas de decir?

—Olvídalo. No es más que una serie de televisión —adujo entre risas—. Sólo es ficción; pura invención. —Vaciló un instante y esperó por si yo tenía algo que añadir. Pero ¿qué podía decir después de eso?—. Nos vemos, tío Matt —añadió, y acto seguido colgó.

Permanecí unos instantes con el auricular en la mano, escuchando el tono, y después lo coloqué en su base; cerré los ojos e hice memoria. No había duda: ésa era la primera vez que un Thomas me ayudaba. Y había que admitir que no era desagradable del todo.

P. W. abrió la puerta y me agarró por los hombros con dramatismo. El cabello, que normalmente llevaba peinado y pegado al cráneo para tapar la calva, le caía en mechones como una cortina por encima de la oreja izquierda. No estaba muy atractivo que digamos. Llevaba una camisa azul pálido, con sendas manchas de sudor en las axilas, e iba descalzo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó con ansiedad; me arrastró hacia el interior y se apresuró a cerrar la puerta—. No sé cómo ha podido ocurrir una cosa así. Estábamos… sólo estábamos…

—Cálmate. —Me llegó una tufarada de alcohol, y retrocedí—. Dios santo, ¿cuánto has bebido esta noche?

—Mucho. Demasiado. Pero ahora estoy sobrio, te lo juro.

Era verdad. Parecía el hombre más sobrio del país, pero estaba muy pálido y temblaba. Me dirigí hacia la puerta del salón e iba a accionar el pomo cuando me cogió la mano y me detuvo. Lo miré.

—Antes de entrar —dijo atropelladamente— quiero que sepas que no ha sido culpa mía. Te lo juro.

Asentí, sobrecogido. Me aterraba lo que podía haber al otro lado de la puerta. Cuando al fin entré, la escena que encontré, aunque era tan terrible como había imaginado, poseía al mismo tiempo un aspecto familiar. James se hallaba sentado en el suelo, completamente vestido, con la espalda apoyada contra el sillón, las piernas ligeramente separadas y una gran copa de whisky entre ellas. Tenía los brazos extendidos a los costados con las palmas hacia arriba; los ojos, abiertos como platos, miraban a la pared de enfrente. Aunque enseguida supe que estaba muerto, instintivamente eché un vistazo al otro lado de la habitación, para ver a quién estaba mirando. Allí, envuelta en sombras, acurrucada en un sofá y con una copa de whisky como única compañía, había una joven que no tendría más de dieciocho años. Tiritaba con violencia y se abrazaba el cuerpo con los ojos fijos en James; sus miradas se cruzaban como si estuvieran enzarzados en una lucha sin sentido.

—Ve a buscar una manta —dije a P. W., que se había quedado detrás de mí y esperaba mi reacción con los nervios a flor de piel—. Mejor trae dos.

Al cabo de unos segundos apareció con dos gruesas mantas; cubrí el cuerpo de James con una. De pronto la chica volvió en sí y me miró de hito en hito. Al acercarme a ella con la otra manta se hizo un ovillo y se cubrió la cabeza con las manos, aterrorizada.

—Tranquila, no temas —musité mientras hacía un ademán amigable con la mano—. Es para que te abrigues. He venido para ayudar.

—No he sido yo —balbució—. No tengo nada que ver. Me aseguró que aguantaría, que ya lo había hecho.

Hablaba muy bien para ser una prostituta adolescente, como si hubiese estudiado en una escuela de pago y fuese de buena familia. Sin lugar a dudas era el tipo de chica que le gustaba a James. Era bonita y llevaba poco maquillaje, aunque el rímel se le había corrido.

—¿Cuántos años tienes? —susurré al tiempo que me arrodillaba y la cubría con la manta.

—Quince —repuso con la sinceridad, la presteza y la cortesía que demostraría ante un tutor o un padre.

—¡Por Dios, lo que nos faltaba! —exclamé volviéndome para dirigir una mirada de asco a P. W.—. ¿Qué coño habéis estado haciendo los dos? —No suelo ser tan malhablado, pero la respuesta de la chica me había afectado—. ¿Qué cojones ha pasado aquí esta noche?

—Lo siento, Matthieu —dijo P. W. mientras se mordía las uñas, los ojos velados por las lágrimas—. No teníamos ni idea. Ella dijo que era mayor. Nos dijo…

Algo destelló en el suelo y, al fijarme, vi una cucharilla de plata con el óvalo un poco marrón y una burbuja brillando en el borde. La recogí y la examiné un instante antes de dejarla caer.

—¡Me cago en la puta! —bramé. Fui hacia el cadáver de James y levanté la manta. Cuando le subí la manga de la camisa y dejé a la vista la jeringuilla vacía clavada en una vena, la niña soltó un grito estremecedor—. ¿Qué había dentro? ¿Qué se ha metido?

—¡Ha sido ella! —chilló P. W.—. Lo ha traído la chica. Ha dicho que así disfrutaría más.

—¡Mentira! —exclamó ella—. Me pedisteis que lo trajera. Me dijisteis que queríais pasar un buen rato y hasta me disteis dinero para que lo comprara, cabrón.

P. W. se abalanzó hacia ella hecho una furia, pero lo detuve a tiempo y lo empujé; cayó en el sofá y a punto estuvo de hacerlo sobre el cadáver de James.

—¡Siéntate! —ordené en tono enérgico; me sentía como intercediendo en una pelea de patio de colegio y no deteniendo a un hombre de mediana edad que se disponía a golpear a una niña cuarenta años menor que él—. Ahora contadme lo ocurrido, por favor.

Esperé en silencio. Finalmente, P. W. se encogió de hombros y me miró como pidiendo disculpas.

—Sólo queríamos pasar un buen rato. Salimos a tomar unas copas y terminamos ciegos; ya sabes cómo le gustaba empinar el codo a James y la capacidad que tenía para arrastrar a todo el mundo. Íbamos a subir a un taxi cuando vimos a esta putita.

—¡Que te jodan! —espetó la chica.

—James se acercó a ella, le preguntó si le gustaría… bueno, ya sabes, y ella dijo que vale y…

—¡Está mintiendo otra vez! —rugió la joven.

Me volví y la fulminé con la mirada, tras lo cual se recostó en el sofá con un sollozo y pareció enmudecer para siempre.

—Sigue —dije a P. W.—. Cuéntame exactamente cómo ha ocurrido. Quiero la verdad.

—En fin, que llegamos aquí, y estábamos preparados para… bueno, ya sabes. Yo sería el primero; luego le tocaría a James. Entonces él dijo que últimamente le costaba un poco, ya me entiendes, le fallaba la minga, que necesitaba tomar algo para que se le levantara. Así que le preguntó a la chica si tenía algo y entonces ella sacó la heroína.

—¡Claro! Lo mejor que podías darle para que perdiera el conocimiento —protesté, y me volví hacia la chica—. ¿En qué estabas pensando?

—No me grites, ¿eh? —chilló—. No es culpa mía. ¿Acaso crees que me apetecía tener a ese gordo cabrón encima dale que te pego? Le mostré lo que traía, me dijo que quería heroína, le pregunté si había tomado antes y me juró que sí, y se la di. ¡A mí qué me importa lo que le pase a ese tío, mientras me pague! No soy su madre, ¡joder!

—¡Míralo! —rugí—. Está muerto, por el amor de Dios.

—Se clavó la jeringuilla —prosiguió P. W.— y empezó a temblar de pies a cabeza. Se puso a babear y tuvo una especie de ataque epiléptico. Se cayó al suelo y un minuto después se quedó inmóvil. Entonces lo arrastré y lo apoyé contra el sofá. Nadie tiene la culpa. No pueden acusarnos de su muerte. Se mató él solito.

—Por Dios, P. W. —dije mirándolo fijamente—. Habéis contratado a una prostituta, que para colmo es menor de edad. Añade posesión de drogas, drogas duras, por si fuera poco, y un cadáver. No suena muy legal, ¿no crees?

Ocultó la cara entre las manos y empezó a sollozar otra vez. Eché un vistazo a la chica, que lo miraba con desprecio; había sacado una lima del bolsillo y estaba arreglándose las uñas.

—Me voy —anunció la joven—. Esto no tiene nada que ver conmigo.

—Siéntate —ordené—. Nadie se va a ninguna parte, al menos hasta que haya decidido qué hacer. No abandonaremos la habitación hasta que yo lo diga y no quiero oír ni un murmullo, ¿entendido?

Salí al vestíbulo, como el padre que acaba de reñir a sus hijos por haberlos pillado hablando cuando deberían estar durmiendo, y cerré la puerta con firmeza. Incluso pensé en echar la llave, pero estaba puesta por dentro. Me senté en los escalones a reflexionar sobre la situación. Podía largarme sin más de aquella casa y dejarlos para que se las apañaran solos. Después de todo, era su problema. «Claro que he venido en taxi —pensé—, y mis huellas dactilares están por todas partes, incluida la jeringuilla, pero, en cuanto oigan mi historia, nadie me relacionará con esto. ¡Qué me importa lo que pueda pasarles a esos dos! No es mi problema». Pero no me fui. Era demasiado arriesgado. En mi caso la cadena perpetua podía significar muchos años a la sombra. Le di vueltas y más vueltas al asunto buscando una solución; no era experto en las drogas actuales, ni sabía dónde se compraban, ni cómo se consumían, ni el efecto que tenían sobre el organismo. Debía hablar con alguien que supiera del asunto. Saqué la agenda del bolsillo y empecé a pasar hojas hasta que di con un nombre; marqué su número con el aparato del vestíbulo. Respiré hondo y crucé los dedos con la esperanza de haber tomado la decisión correcta.

Tommy llegó veinte minutos más tarde, vestido de negro, como siempre; en esta ocasión llevaba, además, una gorra de lana oscura. No conocía a nadie más experto en drogas que mi sobrino. Sin duda había probado todo lo habido y por haber y vivido situaciones parecidas a ésa. Sabría cómo actuar.

—Estás metido hasta el cuello —afirmó tras escuchar la historia—. La cosa ya no tiene remedio. Para empezar, ese cabrón jamás debería haberte llamado, y tú no deberías haber venido. Pero ya que estás aquí tendrás que solucionar el problema.

—Veamos —mientras esperaba a mi sobrino había estado cavilando—: fue el propio James quien se administró la dosis, ¿no? Y cuando la gente se droga a veces la palma, ¿verdad? Sólo tenemos que conseguir que parezca que fue él quien lo hizo. Nada que no sea cierto, pero no podemos permitir la menor sombra de duda al respecto. Tenía un trabajo muy estresante; estas cosas pasan a menudo. No puedes imaginarte la cantidad de gente que he visto matarse delante de mis narices por motivos parecidos. Incluso presencié el suicidio de un amigo —añadí recordando a Denton Irving, de Wall Street.

—Podemos llevarlo a su despacho —propuso Tommy, excitado—. Tienes la llave. Lo llevamos al despacho, lo sentamos a su escritorio y cuando entres a primera hora de la mañana te lo encuentras allí sentado. Llamas a la policía. Nadie pensará nada extraño. Creerán que ha sido culpa suya.

—Buena idea, me gusta. —Asentí—. ¿Y qué hacemos con esos dos?

En ese instante se abrió la puerta y salió la chica. Tommy se volvió de inmediato, pero demasiado tarde; la chica lo reconoció.

—¿Sam? Eres…

—¡Vuelve dentro! —rugí. La chica dio un respingo y se puso a chillar—. Vuelve a la habitación y siéntate hasta que te avise. ¡O llamo a la policía ahora mismo!

Obedeció y cerró de un portazo. Tommy me miró furioso.

—¿Ves lo que te decía? —exclamó desesperado.

Seguimos el plan que él había propuesto. Metimos el cadáver de James en el coche y lo llevamos a su despacho, donde por la mañana lo «descubriría». Cuando regresé, la chica se había marchado y P. W. se comportaba como si no hubiera ocurrido nada. La noticia apareció en los periódicos del día siguiente con grandes titulares:

ENCUENTRAN A UN PRODUCTOR DE TELEVISIÓN MUERTO EN SU DEPACHO.

EJECUTIVO DE CANAL SATÉLITE FALLECIDO POR SOBREDOSIS.

La información seguía en las páginas 5 y 6 de los tabloides, donde se mencionaba la defección de Tara Morrison a favor de la BBC como una de las probables razones del prolongado estrés a que había estado sometido James Hocknell en los últimos tiempos. Tara misma escribió una columna —«Tara dice: Simplemente di no»— sobre su antiguo jefe en la que elogiaba su inmenso talento y se confesaba desesperada —«Me desespera, queridos lectores»— por el modo en que estaba cambiando el país. Repetí varias veces ante la policía la historia que había preparado y por suerte se la creyeron palabra por palabra. Al cabo de una semana el caso fue declarado «muerte accidental» y pudimos dar sepultura a nuestro antiguo director gerente. Al funeral asistieron unas veinte personas. La ausencia de P. W., que adujo tener gripe, fue muy sonada.

Después de lo sucedido, me reafirmé en mi propósito de salvar la vida de Tommy; si había albergado alguna duda, tras lo ocurrido se había desvanecido. No dejaría que mi sobrino acabara de ese modo; no permitiría que desapareciese de la faz de la tierra igual que James o muchos de sus propios antepasados. Él me había echado una mano, y yo me proponía ayudarlo.

«Tal como yo lo veo, el tipo ya estaba muerto, de modo que no hicimos más que solucionar un problema». Pese a que Tommy había intentado quitar hierro al asunto, no conseguí acallar la voz de la conciencia. Si bien no había hecho daño a nadie, había encubierto los hechos y ahora sólo podía rezar para que no tuviera que responder a más preguntas en el futuro.