8

El teatro de la ópera

En 1847, unas semanas antes de cumplir ciento cuatro años, recibí una carta sorprendente que me indujo a abandonar mi casa de entonces en París —adonde había vuelto un par de años antes tras una breve temporada en los países escandinavos— y viajar a Roma, ciudad que no conocía. Estaba pasando por una época especialmente tranquila de mi vida. Carla había muerto por fin de tisis, librándome del tormento que nuestro tortuoso y duradero matrimonio me había infligido. Mi sobrino Thomas (IV) se había reunido conmigo unas semanas después del funeral —dando pie a un alegre reencuentro en el que me emborraché con brandy y me deshice en elogios a La feria de las vanidades, de Thackeray, que ese año aparecía por entregas mensuales— y yo había aceptado que permaneciese un tiempo en casa, ya que su aprendizaje de tramoyista en un teatro local apenas le daba para comer y el cuchitril que alquilaba era indigno de un ser humano. Su compañía no era del todo desagradable; con diecinueve años cumplidos, era el primer Thomas rubio de la saga, un rasgo heredado de la familia de su madre. Algunas noches volvía a casa tarde con amigos y se quedaban hablando sobre las últimas obras de teatro. Se servían alegremente de mis provisiones de alcohol, y, aunque no se me escapaba la atracción que Thomas ejercía sobre un par de actrices del grupo, me parecía que sus jóvenes compañeros se arrimaban a él más por la riqueza de su pariente que por el placer de su compañía.

Durante años yo había trabajado como administrador de fondos municipales, un cargo muy bien retribuido. Había existido un proyecto de construir unos teatros en los alrededores de París, y sobre mí había recaído la responsabilidad de seleccionar las ubicaciones adecuadas y calcular los costes y el tiempo de construcción. De las ocho propuestas detalladas que presenté, sólo se llevaron a cabo dos, pero ambas fueron muy celebradas, y mi nombre llegó a despertar admiración en la sociedad parisina. Por otra parte, llevaba una vida disoluta y, ahora que mi condición de soltero me permitía frecuentar a las damas de la ciudad sin escandalizar a nadie, salía casi todas las noches.

De algún modo las noticias de mis habilidades administrativas habían cruzado la frontera, y en la carta se me ofrecía un puesto de administrador de las artes en Roma. La misiva, que firmaba un funcionario ministerial de alto rango, era imprecisa y sugería grandes planes para el futuro, aunque apenas explicaba la naturaleza de los mismos. En cualquier caso, la proposición despertó mi interés, por no hablar de la cantidad de dinero que mencionaba, en lo referente no sólo al presupuesto sino también a mis honorarios, y dado que hacía tiempo que quería alejarme de París, decidí aceptar. Una noche hablé con Thomas y le dije que, si bien estaba en su derecho de quedarse en París, me alegraría mucho que me acompañase a Roma. Como tras mi marcha se vería obligado a buscar un nuevo alojamiento, eso inclinó la balanza a mi favor, al tiempo que trazó el destino de todo un linaje; el caso es que el joven decidió recoger sus escasas pertenencias y emprender el viaje conmigo.

A diferencia de la primera vez que había dejado París, unos noventa años atrás, ahora era un hombre rico y más o menos exitoso, lo que me permitió alquilar un coche privado que nos conduciría de una capital a otra en no más de cinco días. Era un dinero bien gastado, pues las alternativas no podían ser más espantosas. Aun así, el viaje resultó fatigoso; hizo muy mal tiempo, recorrimos caminos salpicados de baches y tuvimos que soportar a un cochero maleducado y arrogante a quien parecía ponerle de mal humor la mera idea de tener que llevar a alguien a alguna parte. Cuando al fin llegamos a Roma juré que ése sería mi hogar en adelante, aunque llegara a cumplir mil años, a tal punto me horrorizaba pensar en emprender otro viaje tan espantoso.

Nos alojaríamos en un apartamento en el centro de la ciudad, y allí fuimos. Comprobé con satisfacción que había sido amueblado con gusto, y me encantó la vista que se dominaba desde mi habitación sobre la plaza y el pintoresco mercado, que me trajo recuerdos de mi niñez en Dover, donde para mantener a mi familia había tenido que robar a tenderos y viandantes.

—Nunca he pasado tanto calor —se quejó Thomas al tiempo que se dejaba caer sobre una silla de mimbre, en el salón—. Y yo que pensaba que París era muy caluroso en verano… Esto no hay quien lo aguante.

—Bueno, qué remedio nos queda —repuse encogiéndome de hombros; no quería empezar nuestra nueva vida en Roma de una forma tan negativa, menos aún tratándose de un asunto que escapaba a nuestro control como la meteorología—. Nunca llueve a gusto de todos, ya se sabe. Además, pasas demasiado tiempo en casa y estás más pálido que un muerto; un poco de sol te sentará bien.

—La palidez está de moda, tío Matthieu —replicó de forma pueril—. ¿No lo sabías?

—Lo que está de moda en París no tiene por qué estarlo en Roma. Sal, descubre la ciudad, conoce gente. Busca trabajo.

—Vale, vale, lo haré.

—Ya que estamos aquí, debemos aprovechar las oportunidades que se nos presenten. No esperarás que te mantenga toda la vida, ¿verdad?

—Pero ¡si acabamos de llegar! ¡No hace ni un segundo que hemos entrado por la puerta!

—Pues sal por esa misma puerta y busca trabajo —insistí con una sonrisa.

No pretendía fastidiarlo, al fin y al cabo le tenía cariño, pero no quería verlo holgazanear en casa un día tras otro, confiado en que yo le traería la cena y la cerveza, mientras se le escapaba la juventud y la belleza. A veces pienso que mi generosidad ha sido perjudicial para los Thomas. Tal vez si hubiese sido menos caritativo, si me hubiese mostrado menos dispuesto a echarles una mano cuando caían, quizá alguno de ellos habría superado los veinticinco años de edad.

—Descubre el encanto de ser autosuficiente —le rogué siete años después de Emerson.

Al día siguiente me dirigí a las oficinas de la agencia ministerial para hablar con el signor Alfredo Cariati, el caballero que me había escrito a París invitándome a llevar a Italia cualquier conocimiento que yo pudiera atribuirme. Localizar el sitio donde trabajaba Cariati me costó lo mío, y cuando por fin di con el ruinoso edificio, ubicado en uno de los barrios menos prósperos de la ciudad antigua, me quedé de piedra. La puerta principal colgaba abierta de par en par —sin duda, el hecho de que el gozne superior hubiera perdido todos los tornillos que lo sujetaban al quicio tenía algo que ver con el asunto—, y al cruzar el umbral oí nítidamente, procedente de una oficina a mi derecha, una fuerte discusión que mantenían un hombre y una mujer en lo que para mí era una cháchara sin sentido. Como es natural, hablo un francés fluido, pero en ese momento mi conocimiento del italiano dejaba mucho que desear y pasarían unos meses antes de que me sintiera seguro con ese idioma. La inclinación natural de los nativos a hablar a toda velocidad tampoco ayudaba. Me acerqué a la puerta con intención de averiguar lo que me esperaba al otro lado y apliqué el oído a la hoja para saber de qué iba aquel alboroto. Fuera lo que fuese, parecía que la mujer tenía las de ganar; mientras seguía gritando a un ritmo de cien palabras por minuto, el tono del hombre había ido menguando de forma audible y todo lo que lograba emitir era un lánguido «sí» cuando la mujer hacía una pausa para respirar. Por su parte, la voz femenina se oía cada vez más clara, hasta que caí en la cuenta de que se había acercado a la puerta y se encontraba a pocos pasos de mí. De pronto abrió de golpe y enmudeció en mitad de una frase al verme dar un saltito hacia atrás, sonriendo como un besugo.

—Perdón —me apresuré a decir.

—¿Quién es usted? —preguntó, y se inclinó para rascarse de un modo impropio de una dama mientras yo sostenía el sombrero humildemente ante ella—. ¿Ricardo?

—No, señora, no soy Ricardo —hube de admitir.

—Entonces, ¿Pietro?

Me encogí de hombros y miré a su interlocutor, un hombre bajo y grueso que llevaba el oscuro y engominado cabello peinado con raya en medio, que se acercó a mí en actitud nerviosa.

—Cara, por favor —dijo al tiempo que la apartaba suavemente y cruzaba el umbral; la actitud deferente de la mujer, que lucía un vestido rojo intenso, ahora que había un desconocido presente, me sorprendió. Retrocedió unos pasos y lo dejó hablar—. ¿En qué puedo ayudarle? —preguntó muy sonriente, sin duda encantado de que hubiera aparecido alguien para detener la tremenda invectiva que estaba recibiendo de la mujer.

—Perdón, no quería molestar…

—Molestia ninguna —me interrumpió, dando una palmadita—. Estamos encantados de verlo. Es usted Ricardo, ¿no?

—No soy Ricardo ni Pietro —repuse encogiéndome de hombros—. Estoy buscando a…

—Ah, entonces lo ha mandado alguno de ellos.

Negué con la cabeza.

—Soy nuevo en la ciudad. Estoy buscando al signor Alfredo Cariati. ¿Es usted? —pregunté, con la esperanza de que no lo fuera.

—Aquí no hay ningún Cariati —replicó con desdén mientras la sonrisa desaparecía de su rostro, ya sabedor de que no estaba ante Ricardo ni Pietro, sus esperados socios—. Se ha equivocado de sitio.

—Pero es esta dirección, ¿no?

Echó un vistazo a la carta y acto seguido señaló las escaleras.

—Será el piso de arriba. No conozco a ningún Cariati, pero quizá lo encuentre ahí, es posible.

—Gracias. —Di media vuelta y me alejé.

El hombre cerró la puerta bruscamente y acto seguido la mujer reanudó su griterío. En ese momento pensé que Roma no iba a gustarme.

En la puerta del piso superior había una placa de cobre que rezaba «Oficina ministerial», y al lado una reluciente campanilla de plata. La hice sonar una vez mientras me alisaba el cabello con la mano izquierda. En esta ocasión abrió la puerta un hombre alto y delgado de pelo entrecano y nariz prominente. Me miró con cara de angustia, y el esfuerzo de preguntar «¿Qué desea?» pareció agotarlo por completo. Por un momento pensé que se desmoronaría allí mismo.

—¿Señor Cariati? —pregunté, procurando sonar franco y educado.

—Yo mismo —respondió tras soltar un suspiro, y se masajeó las sienes.

—Soy Matthieu Zéla. Recibí una carta suya sobre…

—¡Hombre, señor Zéla! —exclamó, y de repente el rostro se le iluminó; me estrechó entre sus brazos y me plantó tres besos con sus labios resecos y agrietados, primero en la mejilla izquierda, luego en la derecha y de nuevo en la izquierda—. Claro, no podía ser otro. ¡Cuánto me alegra que haya venido!

—Es difícil dar con usted —comenté mientras me hacía pasar a su despacho—. No esperaba encontrarlo en un lugar tan… —iba a decir «mísero» pero lo pensé mejor— tan informal.

—Querrá usted decir que esperaba un ministerio espléndido —sugirió con amargura—, con sirvientes por todas partes, vino y bella música interpretada por una orquesta de cuerda con los músicos encadenados entre sí en un rincón, ¿no es así?

—Bueno, tampoco es eso. Sólo que…

—Al contrario de lo que parece pensar todo el mundo, señor Zéla, Roma no es una ciudad rica. Los fondos que administra el gobierno no están para despilfarrarlos en ridículas ornamentaciones. En la actualidad, la mayor parte de los ministerios se encuentran en pequeños edificios como éste repartidos por toda la ciudad. No son perfectos, pero de este modo estamos más concentrados en nuestro trabajo que en lo que nos rodea.

—Por supuesto. —Ese punto de vista filantrópico me conmovió sinceramente—. No pretendía ofenderlo, de verdad.

—¿Le apetece una copa de vino? —preguntó para cambiar de tema.

Tomé asiento en una butaca frente a su escritorio, donde una torre de Pisa de papeles se erguía amenazadora, y respondí que tomaría lo mismo que él. Me sirvió una copa de vino con mano temblorosa y derramando unas gotas en la bandeja de la botella. Acepté la bebida con una sonrisa y el señor Cariati se sentó al otro lado de la mesa y se puso y se quitó las gafas sin dejar de observarme; aún no tenía claro si le gustaba o no mi aspecto.

—Qué raro —dijo al cabo de un momento, y negó con la cabeza—. Me esperaba a alguien mayor.

—Soy más viejo de lo que aparento.

—Por lo que oí decir de su trabajo, me imaginaba a un hombre muy distinguido.

Hice amago de protestar, pero Cariati me detuvo con un ademán.

—No quiero parecer ofensivo. Para decirlo lisa y llanamente: dada su reputación cualquiera habría pensado que se había pasado toda la vida consagrado al estudio de las artes. ¿Qué edad tiene? ¿Cuarenta años? ¿Cuarenta y uno?

—Ya me gustaría —respondí sonriendo—. Pero a lo largo de mi vida he acumulado mucha experiencia, se lo aseguro.

—Creo que debería saber —continuó Cariati— que la idea de invitarlo a Roma no surgió de mí.

—Entiendo…

—En mi humilde opinión, la administración de las artes en Italia debería estar en manos de italianos, igual que la administración de los fondos gubernamentales en Roma tendría que ser supervisada por un romano.

—¿Como usted? —pregunté educadamente.

—La verdad es que soy de Ginebra —repuso, enderezándose para tirarse suavemente de la chaqueta.

—De modo que no es usted italiano…

—Eso no significa que no tenga mis principios. Pensaría lo mismo de un extranjero que tomara decisiones de gobierno en mi país. ¿Ha leído usted a Borsieri?

—No demasiado. Algunas cosas aquí y allá. Nada importante.

—Según Borsieri, los italianos deberían abandonar sus inclinaciones artísticas y fijarse en la literatura y el arte de otras naciones para adaptarlas a su país.

—Lo que dice no me parece muy exacto —murmuré, puesto que estaba simplificando las ideas de Borsieri de forma considerable.

—Quiere convertirnos en un país de traductores, señor Zéla —continuó Cariati, dirigiéndome una mirada de incredulidad—. A Italia, el país que ha dado al mundo un Miguel Ángel, un Leonardo, los grandes escritores y artistas del Renacimiento. Y nos pide que olvidemos nuestra idiosincrasia y nos limitemos a importar ideas del resto del mundo. Lo mismo que Madame de Staël. —Tras pronunciar ese nombre escupió al suelo, acto que me sorprendió tanto que corrí la butaca hacia atrás—. ¡L’Avventure Litterarie di un Giorno! —añadió a gritos—. Usted, signore, no es sino la encarnación de esa obra. Ésa es la razón de su presencia aquí. Ha venido a privarnos de nuestra cultura a fin de introducir la suya. Todo ello forma parte del imparable proceso tendiente a denigrar al italiano y desposeerlo de su autoestima y su talento natural. Así Roma se convertirá en un pequeño París.

Medité unos instantes y me planteé si valía la pena señalar la inconsistencia de su argumento. Después de todo, él mismo constituía un claro ejemplo de aquello que desaprobaba. No había nacido en Italia sino en Suiza. Sus ideas, en teoría discutibles, no merecían una defensa tan apasionada por su parte, pues en caso de ponerse en práctica habría tenido que trasladarse al otro lado de los Alpes y dedicarse a montar relojes o dirigir alguna asociación consagrada al canto tirolés. Tenía todo aquello en la punta de la lengua, pero al final opté por callar. Yo no le gustaba. Acabábamos de conocernos, pero no le había caído en gracia, de eso estaba seguro.

—Me encantaría que me hablara un poco más de mis responsabilidades —dije para cambiar de tema—. El cometido que menciona en la carta, aunque parece fascinante, no deja de ser un poco impreciso. Supongo que ahora podrá profundizar al respecto. Dígame, por ejemplo, quién es mi superior; quién me dará instrucciones; de quién son los proyectos que debo llevar a cabo.

El signor Cariati se reclinó en su asiento y sonrió con amargura mientras juntaba las puntas de los dedos ante la nariz, creando una figura triangular. Se tomó su tiempo antes de contestar y esperó ver mi sorpresa cuando me aclaró quién había propuesto mi nombre al gobierno de Roma y de quién iba a recibir instrucciones en adelante.

—Si está usted en Roma —declaró tajante—, es a instancias y por deseo expreso del mismísimo papa. Se reunirá con él mañana por la tarde en sus aposentos del Vaticano. Por lo que parece, su reputación ha llegado a oídos del pontífice. Es usted un hombre con suerte.

Aquello me sorprendió tanto que no pude evitar soltar una carcajada, una reacción que, a la vista de su cara de indignación, Cariati debió de juzgar típica de un papanatas francés como yo.

Sabella Donato acababa de cumplir treinta y dos años cuando la conocí. Llevaba el cabello, castaño oscuro, peinado hacia atrás y recogido en un moño, y sus grandes ojos verdes constituían su rasgo más cautivador. Tenía la costumbre de mirarte de soslayo, con el rostro medio vuelto mientras observaba todos tus movimientos, y se la consideraba una de las tres mujeres más bellas de Roma. Su tez no era tan oscura como la de sus compatriotas que trabajaban de sol a sol, y toda ella desprendía un aura de refinamiento y misterio muy europea, a pesar de que era hija de un pescador y se había criado en Sicilia.

Me la presentaron en una recepción en casa de los condes de Jorvé, cuya hija, Isobel, amenizaría la velada cantando una selección de Tancredi. Había conocido al conde hacía unas semanas en una de las muchas comidas a las que tenía que asistir debido a mi nuevo cargo y me había caído bien desde el principio. Era un individuo de cara rolliza cuyo orondo aspecto no podía ocultar su pasión por la buena mesa y el vino. En esa ocasión se acercó a mí para hablar del teatro de la ópera que yo proyectaba construir.

—Entonces, ¿es cierto, señor Zéla? Será la ópera más hermosa de toda Italia, ¿verdad? Rivalizará con la Scala de Milán.

—Ignoro de dónde ha sacado esa información, señor conde. —Sonreí mientras giraba la copa de oporto que sostenía—. Como sabrá, todavía no se ha anunciado adónde irán a parar los grandes fondos.

—Venga, hombre. Toda Roma está enterada de que Su Santidad se ha propuesto construirlo. Como sabrá, su obsesión por superar a Lombardia se remonta a antes de alcanzar la tiara. Hasta dicen que compara la relación que mantiene con usted con la que Leonardo tuvo con…

—Por favor, conde —lo interrumpí, tan divertido como halagado por el giro que estaba tomando la conversación—, no diga tonterías. No soy más que un funcionario. Y en caso de que estuviéramos planeando la construcción de un teatro de la ópera, no me ocuparía de su diseño, sino de administrar los fondos de la forma más adecuada. De la creación artística se ocuparán hombres más talentosos que yo.

Se echó a reír y me hincó en las costillas un regordete dedo índice.

—De modo que es imposible sonsacarle un secreto, ¿eh? —dijo, cada vez más picado por la curiosidad.

—Lo siento. —Negué con la cabeza.

La construcción de un teatro lírico no tardó en anunciarse oficialmente, y a partir de ese momento me convertí en el blanco de todos los ciudadanos que tuvieran alguna idea sobre cómo debía edificarse, el tamaño del escenario y la profundidad del foso. ¡Llegaron a opinar hasta del estampado del telón! Las sugerencias del conde eran las que más merecían mi atención. Trabé amistad con él y aprecié su carácter discreto, pues no divulgaría el contenido de nuestras conversaciones. Sólo lamentaba que su hija Isobel no fuese mejor cantante, pues había esperado corresponder a su amistad ayudándola en su carrera. Entonces era una joven de veinticinco años y escaso atractivo, soltera y sin un porvenir muy halagüeño.

—Canta fatal, ¿no le parece? —me susurró Sabella al oído— tras situarse a mi lado. Isobel acababa de ejecutar su tercera pieza de la velada y al fin podíamos ir en busca de un refrigerio bien merecido.

—Si practica mucho, tal vez mejore —murmuré, intentando sonar caritativo. La visión de ese rostro sonriente me atrajo de inmediato, pero no quería ser desleal con mi amigo sólo por congraciarme con una mujer—. En el segundo movimiento se ha desenvuelto bastante bien, ¿no cree?

—Más bien parecía que fuese la cantante quien necesitaba un movimiento —repuso Sabella con voz queda al tiempo que cogía una galleta salada y la observaba con desconfianza—. Por otro lado, hay que convenir en que es buena chica. He hablado con ella antes y me ha advertido que no me hiciera muchas ilusiones respecto de sus habilidades operísticas.

Sonreí.

—Sabella Donato —se presentó tras una pausa, y me tendió una mano enguantada.

La tomé y al rozarla con los labios percibí el calor que emanaba del raso. Al mismo tiempo, me incliné ligeramente y di un paso atrás.

—Matthieu Zéla.

—El gran administrador de las artes. —Respiró hondo y me miró de arriba abajo como si llevara mucho tiempo esperando conocerme—. Ha creado muchas expectativas, signor. La ciudad habla de sus proyectos noche y día. Ha llegado a mis oídos que en un futuro no muy lejano tendremos un nuevo teatro de la ópera.

—Bueno, no hay nada confirmado todavía.

—Será beneficioso para la ciudad —prosiguió como si no me hubiera oído—, aunque espero que su amigo el conde no pretenda que su hija cante la noche de la inauguración. Será mejor que la joven honre con su presencia uno de los numerosos palcos.

—Confío en que usted también lo haga, señora Donato.

—Llámeme Sabella, por favor.

—¿Cantará usted para nosotros si acaba por llevarse a cabo ese gran proyecto? Su reputación es anterior a la mía, no lo olvide. He oído que a veces canta en fiestas particulares.

Soltó una carcajada.

—Y no salgo barata, ¿sabe? ¿Está seguro de que podrá pagarme?

—Su Santidad es un hombre con recursos.

—Que mantiene bajo siete llaves, según tengo entendido.

Moví las manos para indicar que no tenía nada que comentar al respecto y se echó a reír.

—Es usted una persona muy discreta, señor Zéla —añadió—, una cualidad muy loable en los tiempos que corren. No me importaría conocerlo más a fondo. Hasta ahora sólo he oído rumores y, aunque tienen la fastidiosa costumbre de atenerse a la verdad, es una tontería fiarse de ellos.

—Lo mismo digo respecto a usted —repuse—, aunque las historias que he oído contar de Sabella Donato destacan sobre todo su belleza y su talento, ambas cualidades innegables. Ignoro lo que le habrán contado sobre mí.

—Los halagos no lo son todo en esta vida. —De pronto parecía irritada—. Vaya a donde vaya, la gente no deja de lisonjearme, mañana, tarde y noche. O al menos lo intentan. Aseguran que mi voz es un instrumento de Dios, que mi belleza es incomparable, que mi sola existencia hace que el mundo sea maravilloso, que si esto, que si aquello. Piensan que oír esas cosas me hace feliz, que así seré más parecida a ellos. ¿Usted cree que sirve de algo?

—Lo dudo. Una persona segura de sí misma reconoce su talento y no necesita que se lo recuerden constantemente. Y me parece que usted ya posee esa clase de confianza.

—Entonces, si usted quisiera halagarme, ¿qué diría? ¿Qué haría para causarme una buena impresión?

Me encogí de hombros.

—La verdad es que no trato de impresionar a nadie, Sabella. No va con mi naturaleza. Cuanto mayor me hago, menos me interesa la popularidad. No es que quiera despertar antipatías, claro, pero cada vez me importa menos lo que la gente piensa de mí. Es mi opinión lo que me importa de verdad. Y mi respeto. Y me merezco respeto, se lo aseguro.

—¿De modo que nunca intentaría causarme una buena impresión como hacen todos? —Sonrió con coquetería.

Me sentía muy atraído por ella y me habría gustado llevarla a algún sitio donde hablar tranquilamente, pero me cansé de mantener ese ritmo de agudezas algo forzadas, el tipo de lenguaje que emplean dos personas que desean causarse mutuamente buena impresión, pues, pese a mis protestas, eso era exactamente lo que estaba haciendo.

—Creo que señalaría sus defectos —dije al tiempo que me apartaba un poco y dejaba mi copa encima de una mesa—. Le diría dónde le falla la voz, le recordaría que su belleza se marchitará algún día y le explicaría por qué nada de eso importa realmente demasiado. Hablaría de todo aquello que la gente no suele mencionar.

—En el caso de que quisiera impresionarme, claro.

—Por supuesto.

—Bueno —dijo sonriendo—, pues esperaré con impaciencia el momento en que reúna el suficiente valor para hablarme de mis defectos. —Y se alejó, no sin dedicarme una última sonrisa.

La seguí con la mirada mientras se mezclaba entre la multitud, y habría ido tras ella si Isobel no hubiera atacado otro movimiento con un sorprendente si bemol que me obligó a quedarme respetuosamente plantado donde estaba durante un cuarto de hora por lo menos. Cuando terminó, la bella y famosa cantante había desaparecido.

Esta historia sobre la construcción del teatro de la ópera me retrotrae a la tarde que siguió a mi turbulenta entrevista con el signor Cariati. Cuando al fin abandoné su desvencijado despacho me había dado instrucciones precisas acerca de cómo debía comportarme en presencia de Giovanni María Mastai-Feretti, el vicario de Roma, conocido también como el papa Pío IX, a todas luces mi nuevo patrón.

La reunión se celebraría en sus aposentos privados del Vaticano a las tres de la tarde. Mientras recorría el antiguo y majestuoso palacio en compañía de un secretario sacerdotal que cada poco me recordaba que debía dirigirme al papa como «Santidad» y que por nada del mundo lo interrumpiese cuando hablaba, pues eso le provocaba migraña y se ponía irascible, admito que estaba nervioso. El secretario añadió que no se me ocurriera llevar la contraria a Su Santidad ni ofrecer otras alternativas a las peticiones que me hiciera. Era como si la Santa Sede desaprobara el cambio de pareceres.

Durante las veinticuatro horas de que dispuse entre las dos entrevistas me dediqué a recabar información sobre aquel papa. Con cincuenta y seis primaveras —todo un niño comparado conmigo, que ya había cumplido ciento cuatro—, sólo llevaba en el cargo dos años. Al leer diversos periódicos la personalidad de Pío IX me confundió, pues a la hora de analizar lo que los autores consideraban su verdadero carácter resultaban cuando menos contradictorios. Algunos lo consideraban un peligroso liberal cuyas opiniones de amnistiar a presos políticos y permitir seglares en el gobierno de la Iglesia podían significar el fin de la autoridad del Pontificado en Italia. Otros lo veían como la fuerza de cambio potencialmente más poderosa del país, capaz de unir las antiguas facciones conservadoras y liberales, dando voz a la prensa y redactando constituciones para los Estados Pontificios. Tratándose de un hombre que prácticamente acababa de empezar su mandato, parecía dominar el arte del auténtico político, puesto que nadie, fuera amigo o adversario, parecía capaz de definir sus verdaderas convicciones ni planes respecto a su persona o su país.

La sala a la que me condujeron era más pequeña de lo que esperaba y tenía las paredes forradas de libros: gruesos tratados teológicos, enormes libros de historia, algunas biografías, obras de poesía e incluso alguna novela contemporánea. Me habían dicho que era el despacho privado del papa, el lugar donde se recluía para descansar y aliviar la carga de sus obligaciones en sus ratos libres. Según me dijo el nervioso sacerdote, podía considerarme afortunado de que el pontífice me recibiera allí; nuestra reunión sería informal, incluso divertida, y tal vez vería el lado menos oficial de Pío IX.

Cuando entró al fin por una puerta lateral me sorprendió ver que llevaba una botella de vino en la mano. Si no hubiera caminado en línea recta, me habría parecido la viva estampa del borracho.

—Santidad —lo saludé con una leve inclinación, inseguro después de todo lo que me habían dicho sobre el protocolo—. Es un placer conoceros.

—Siéntate, por favor, Zéla. —Suspiró como si ya se le hubiese agotado la paciencia y señaló una silla junto a la ventana—. Supongo que beberás conmigo una copa de vino.

Ignorando si se trataba de una orden o una invitación, me limité a sonreír e inclinar la cabeza. En cualquier caso, apenas me miró, sirvió las dos copas despacio y al acabar alzó con brío la botella como un camarero experto. Pensé que tal vez había trabajado de camarero en su juventud, antes de sentir la vocación. Era un poco más bajo que yo —debía de medir un metro ochenta—, y tenía una cabeza grande y redonda; nunca había visto a un hombre con las pestañas y los labios tan finos. Del solideo le salía una punta de cabello oscuro, una irónica manifestación de su carácter diabólico, y no pude dejar de observar que esa mañana se había hecho un corte en el cuello al afeitarse, un fallo humano que uno no esperaría del Supremo pontífice; era obvio que su infalibilidad no entrañaba un pulso firme.

Pasamos un buen rato charlando de cosas sin importancia: se interesó por mi viaje a Roma, quiso saber dónde me hospedaba y le conté unas cuantas mentiras sobre mi pasado, no tanto en relación con los hechos como con su cronología. Lo último que yo deseaba era que el papa convocara un cónclave de cardenales para declararme milagro contemporáneo. Hablamos sobre las artes —citó La ópera del mendigo en el campo de la música, las Reflexiones sobre la Revolución francesa en el del ensayo, el Carro de heno en el de la pintura y El conde de Montecristo en el de la literatura; afirmó que había leído esta novela cinco veces desde su publicación pocos años antes.

—¿La has leído, Zéla?

—Todavía no. Últimamente no tengo mucho tiempo para leer ficción, aunque me gusta la literatura consagrada a la pura imaginación más que al comentario social. En mi opinión, muchos novelistas contemporáneos prefieren predicar a entretener. No me interesan demasiado. Lo que quiero es que me cuenten una buena historia.

—El conde de Montecristo es una novela de aventuras —repuso el papa entre risas—. Es la clase de novela que uno habría querido leer de niño pero que entonces aún no se había escrito. Te daré un ejemplar antes de que te marches y ya me dirás qué te parece.

Se lo agradecí, pero en mi fuero interno lamenté mi suerte, pues tragarme quinientas páginas de Dumas no se contaba entre mis proyectos inmediatos; en ese momento me apetecía más pasear y conocer la ciudad. Me preguntó si vivía solo y le hablé un poco de Thomas; añadí que esperaba encontrar un trabajo apropiado durante mi estancia en Roma, durara el tiempo que durase.

—¿Y cuánto tiempo te gustaría quedarte entre nosotros? —preguntó, esbozando una sonrisa.

—El que sea necesario. Todavía no sé en qué consiste vuestro encargo, Santidad. Quizá si vos…

—Me gustaría hacer tantas cosas… —De pronto se dirigió a mí como si estuviera hablando a un concilio de cardenales—. Sabrás por los periódicos que me acusan de promover ciertas reformas. Tarde o temprano pretenderán involucrarme en la guerra con Austria y, sinceramente, las consecuencias políticas del asunto no me hacen ninguna gracia. Pero también quiero crear algo de lo que estar orgulloso. Aquí, en Roma. Algo que el ciudadano corriente pueda visitar, disfrutar y celebrar. Algo que sacuda a la ciudad. Quiero que Roma vuelva a sentirse viva. La gente es más feliz si su ciudad posee un centro de interés. ¿Has estado en Milán o en Nápoles?

—La verdad es que no.

—Milán tiene el gran teatro de la ópera, la Scala; en Nápoles está el San Carlo. Incluso la pequeña ciudad de Venecia posee La Fenice. Mi intención es construir un teatro aquí, en Roma, capaz de rivalizar con esas maravillas y que traiga de nuevo un poco de cultura a la ciudad. Y ésa es la razón por la que te he mandado llamar. Asentí lentamente con la cabeza y bebí un trago de vino.

—No soy arquitecto —dije tras una pausa.

—Ya lo sé; eres administrador —repuso, y, señalándome con el dedo, añadió—: Me han hablado de la labor que desempeñaste en París; la gente se deshace en elogios al hablar de ti. Tengo amigos en todas las ciudades de Europa, y más lejos, y estoy bien informado. Dispongo de cierta cantidad de fondos y, dado que carezco del tiempo y el talento para buscar a los mejores artistas y arquitectos italianos, he pensado encargarte a ti ese trabajo. A cambio de una generosa recompensa, por supuesto.

—¿Cómo de generosa? —inquirí con una sonrisa.

Por más que se tratase del papa, pero entonces yo todavía era joven y tenía que trabajar para ganarme la vida. Mencionó una suma más que cuantiosa y señaló que recibiría la mitad al inicio del proyecto y el resto en sucesivos pagos que se efectuarían durante la construcción del teatro, que duraría alrededor de tres años.

—Bueno —dijo al cabo de un rato, sonriendo—, ¿puedo contar con tu aprobación? ¿Aceptas mi encargo de construir el teatro de la ópera de Roma? ¿Qué me dices, signor Zéla? La decisión es tuya.

¿Qué podía decir? Ya me habían advertido que no se me ocurriera llevarle la contraria.

—Acepto.

Ese verano mi idilio con Sabella llegó a su punto culminante, juntos asistíamos a fiestas, al teatro y a conciertos de salón. Nos dedicaron una crónica en un periódico de la corte y todas las miradas estaban puestas en Sabella, una belleza de orígenes inciertos y talento envidiable que había aparecido en la sociedad romana de repente. Nos convertimos en amantes cuando la ciudad se sumió en el calor abrasador del verano y los jóvenes empezaron a abandonarla discretamente rumbo a la guerra con Austria, de la que Pío IX se mantenía al margen. Corrían rumores de que había estallado una insurrección y que el mismo papa había tenido que abandonar la ciudad; los comentaristas estaban divididos entre los que pensaban que el pontífice debía involucrarse en el motín —y en consecuencia involucrar a la Santa Sede— y los que no.

La situación no despertaba el menor interés en mí. Hacía décadas que no vivía una guerra y en ese momento sólo deseaba disfrutar de Roma, de Sabella y de mi encargo. Desde que acepté construir la ópera de Roma me convertí en un hombre acaudalado y, aunque me propuse vivir bien conforme a mis posibilidades, pronto descubrí que en ocasiones éstas tendían al despilfarro.

Sabella estaba encantada con mi compañía y aprovechaba cualquier oportunidad para declarar lo mucho que me amaba. Al poco tiempo de nuestro primer encuentro ya estaba diciéndome que era el hombre de su vida, el único amor verdadero que había tenido desde su juventud, y que se había enamorado de mí aquella primera tarde en casa del conde de Jorvé y de su hija sin oído musical.

—A los diecisiete años tuve una relación con un joven granjero de Nápoles —me contó—. No era más que un niño; habría cumplido dieciocho o tal vez diecinueve. Lo nuestro apenas duró, pues al poco el muchacho se prometió con otra. Me rompió el corazón. Unas semanas después abandoné el pueblo, pero nunca lo he olvidado. Nuestra relación fue breve, tal vez no durara más de un mes, pero la impresión que me dejó pervive. Pensaba que nunca me recuperaría.

—Sé de lo que hablas —afirmé, pero me abstuve de entrar en detalles.

—Más tarde descubrí que se me daba bien cantar y que podía ganar un poco de dinero viajando y actuando en los pueblos de la costa. Una canción me llevó a otra, y a otra, y pronto empezaron a lloverme los contratos. Así fue como llegué a Roma y te conocí.

Sabella me gustaba mucho, pero no estaba enamorado de ella. Sin embargo, nos casamos al cabo de poco tiempo, casi por casualidad. Tras acompañarme a visitar al papa aseguró que se sentía más católica que nunca y que no volvería a acostarse conmigo hasta que contrajéramos matrimonio. Al principio dudé —en los últimos cincuenta años el matrimonio no me había reportado ninguna alegría— y hasta me planteé romper la relación, pero en cuanto le insinuaba mis intenciones, Sabella sufría un desagradable ataque de histeria. Esos repentinos e inexplicables estallidos de rabia se veían recompensados por los gestos de afecto que me prodigaba en la intimidad, de ahí que al final aceptara volver a casarme. A diferencia de algunas de mis otras bodas, decidimos celebrar una ceremonia sencilla en una pequeña capilla; sólo asistieron al evento Thomas y su nueva amante, una joven de cabello oscuro llamada Marita, en calidad de testigos.

En lugar de emprender el viaje de novios, volvimos a nuestros aposentos, donde Sabella se me entregó como si fuera la primera vez. Thomas se mudó a otro piso y se prometió con Marita, si bien aseguró que aún tardaría en casarse, pues no estaba preparado, y así nos quedamos solos al fin, si bien no por mucho tiempo. Una vez más, aunque sin comerlo ni beberlo, era un hombre casado.

Tras una fase inicial de concurso, contraté a un arquitecto llamado Girno para diseñar el teatro, y en el verano de 1848 ya pudo enseñarme algunos planos. Constituían unos bocetos de lo que parecía un gran anfiteatro con un enorme escenario. La platea tenía capacidad para ochenta y dos filas de butacas de cara a la orquesta, y los lados estaban ocupados por cuatro pisos de palcos —un total de setenta y dos—, cada uno de los cuales podía acoger a ocho personas sentadas cómodamente, o doce apretadas. Al correr el telón se vería estampado el sello del papa Pío IX. Eso me pareció un tanto adulador, de manera que le pedí que pensase otra cosa, como representar a los gemelos fundadores de la ciudad, Rómulo y Remo, separados durante la función y unidos antes y después. Girno era un hombre inteligente y estaba encantado de participar en un proyecto tan ambicioso, aunque estuviera en ciernes y acabase en nada.

Poco antes de nuestra llegada a la ciudad, y a lo largo del año, los levantamientos habían ido encarnizándose, y todas las mañanas leía los periódicos para informarme sobre los disturbios. Una de esas mañanas, mientras tomaba café tranquilamente en una terraza cerca de la plaza de San Pedro, leí una noticia que me sorprendió. Cuatro dirigentes italianos —Fernando II, Leopoldo de la Toscana, Carlos Alberto y Pío IX— habían promulgado sendas constituciones a fin de pacificar a la población y prevenir futuras insurrecciones, visto que la revolución de Palermo de enero había causado tantas dificultades. Los disturbios, promovidos por los elementos más radicales de la sociedad, continuaron por todo el país, amenazando a los gobiernos conservadores. Los periodistas italianos se mostraban minuciosos al describir cómo Carlos Alberto había declarado la guerra a Austria desde Lombardia. A continuación, el país fue devastado debido a la decisión papal de no apoyar a sus compatriotas, un paso que podría haber «unificado» Italia contra el enemigo común. En lugar de eso denunció la guerra, gesto que fortaleció la posición austriaca y condujo a la derrota final de Lombardia. Más tarde lo responsabilizarían de ese fracaso.

—No es que discrepe del punto de vista lombardo —declaró el papa en una de las frecuentes reuniones que manteníamos por entonces. Me había convertido en una especie de confidente y no era raro que tocase esos temas en mi presencia—. Al contrario, particularmente me preocupan más las amenazas imperialistas de Austria, aunque creo que suponen un peligro menor para Roma que para cualquier otro lugar. Pero lo más importante es que el papa no apoya la causa de un nacionalista en un asunto que podría conducir a la destrucción de los Estados italianos tal como los conocemos.

—¿Estáis en contra de la unificación? —pregunté sorprendido.

—Me opongo a la idea de un gobierno central. Cuando todos los Estados unen sus fuerzas, Italia es un país grande. Si hubiera unificación sólo seríamos diversos elementos dentro de un todo mayor, y a saber quién gobernaría o qué sería de Italia.

—Quizá se convirtiese en un país poderoso —sugerí.

El papa soltó una carcajada.

—Qué poco conoces Italia, hijo. Ante ti no tienes sino un país gobernado por hombres que se consideran los descendientes naturales de Rómulo y Remo. Todos y cada uno de estos presuntos dirigentes nacionalistas pretenden unificar el país para erigirse en soberanos. Algunos hasta han sugerido que yo sea el rey —añadió pensativo.

—Un nombramiento que no deseáis —señalé como si tal cosa. Observé su reacción: se encogió de hombros, hizo un ademán de desdén y cambió de tema.

—Mantendré la independencia de Roma —declaró al fin, subrayando cada una de sus palabras con golpecitos del dedo índice sobre el brazo de la butaca—. En mi opinión no hay nada más importante. No permitiré que desaparezca en favor de un inútil y absolutamente inviable ideal de unidad política. Llevamos aquí demasiado tiempo para contemplar impasibles cómo los mismos italianos, por no hablar de los invasores austríacos, conducen la Ciudad de Dios al desastre.

Imaginé que con el plural se refería a la larga lista de pontífices a la que su propio nombre se había sumado recientemente.

—No sigo vuestro razonamiento —dije, irritado por esa muestra de arrogancia y olvidando por un instante todos los consejos recibidos antes de mi primera entrevista con él—. Si vos consideráis…

—¡Basta! —bramó al tiempo que se ponía de pie, el rostro púrpura de ira. Se acercó a la ventana—. Limítate a construir el teatro de la ópera y déjame gobernar mi ciudad como considere apropiado.

—Perdonadme, no era mi intención molestaros —me disculpé tras un largo silencio.

Me levanté y me dirigí a la puerta. No se volvió para mirarme ni para despedirse, y así, la última imagen que conservo de él es la de un hombre de espaldas, un poco inclinado y apoyado en una ventana estrecha que dominaba la plaza de San Pedro, donde la gente —su gente— se preparaba para la tormenta que se avecinaba.

Los acontecimientos del 11 y el 12 de noviembre de 1848 siguen pareciéndome un tanto increíbles, incluso después de ciento cincuenta y un años. Una tarde Sabella volvió antes de lo habitual a casa; se la veía muy nerviosa y era incapaz de contestar a las preguntas más simples.

—Cariño —dije antes de acercarme para abrazarla. La noté rígida y al apartarme un poco me sorprendió la palidez de su rostro—. Sabella, cualquiera diría que has visto un fantasma. ¿Qué ocurre?

—Nada —respondió; retrocedió y se pellizcó las mejillas para darse un poco de color—. No puedo quedarme. Tengo que salir de nuevo. Volveré más tarde.

—Pero ¿adónde vas? No puedes salir en este estado.

—Estoy bien, Matthieu, de verdad. Es que he de encontrar mi… —Llamaron a la puerta con violencia y Sabella dio un respingo, con el rostro demudado—. Oh, Dios mío. No abras.

—¿Que no abra? ¿Por qué? Seguramente es Thomas, que viene por sus…

—No, Matthieu. Te lo pido por favor.

Pero ya era demasiado tarde. Cuando acabó de pronunciar esas palabras, yo había abierto la puerta y tenía ante mí a un hombre de mediana edad vestido con uniforme de oficial piamontés. Lucía un gran mostacho que pareció curvarse hacia sus labios. Me miró de arriba abajo.

—¿Qué desea, caballero? —pregunté amablemente.

—Al parecer usted y yo deseamos lo mismo —replicó, y cruzó el umbral impetuosamente al tiempo que llevaba la mano a la empuñadura de su espada envainada—; salvo que no es suyo.

Miré a Sabella, que, junto a la ventana, se mecía en un balancín y gemía de desesperación.

—¿Quién es usted? —pregunté desconcertado.

—¿Que quién soy? —bramó—. Dígame mejor quién es usted, señor.

—Matthieu Zéla. Y ésta es mi casa, de modo que le agradecería que se comporte con…

—Y esa mujer… —me interrumpió señalando con brusquedad a Sabella—. No la llamaré señora, porque no lo es. ¿Quién es ésa, si no le importa que se lo pregunte?

—Mi mujer —respondí, bastante enfadado—. ¡Y exijo que la trate con respeto!

—¡Ja! Pues le propongo un acertijo. ¿Cómo puede ser su mujer cuando ya está casada conmigo? ¿Eh? ¿Qué me contesta a eso? Usted, don elegantón —añadió de forma incongruente.

—¿Casada con usted? —pregunté estupefacto—. No sea ridículo. Ella…

Podría seguir describiendo la escena y reproducirla frase por frase, confesión tras confesión, hasta llegar a su lógica conclusión, pero todo sonaría a farsa. Baste decir que mi supuesta esposa, Sabella Donato, había olvidado informarme que en el momento de nuestras nupcias ya tenía un marido, que no era otro que aquel zopenco allí presente, de nombre Marco Lanzoni. Se había casado con él hacía diez años, poco antes de convertirse en una celebridad, e inmediatamente después de la boda Lanzoni se había alistado en el ejército a fin de ganar el dinero suficiente para que el matrimonio tuviese un futuro holgado. Cuando Lanzoni regresó al pueblo, Sabella había desaparecido llevándose consigo gran parte de las pertenencias de su marido, con las que había financiado sus primeras aventuras por Italia. Después de una larga e infructuosa búsqueda, Lanzoni al fin dio con ella en Roma, y ahora venía a reclamarla. Sin embargo, no había contado con la eventualidad de que hubiese otro marido. Como hombre violento que era, enseguida me pidió una satisfacción y me desafió a batirnos en duelo a la mañana siguiente, lo cual me vi obligado a aceptar para que no me tildaran de cobarde. Cuando se hubo marchado, me enzarcé con mi «mujer» en una riña espantosa, perlada de lágrimas y recriminaciones. Nuestra farsa de boda se había celebrado únicamente debido a su autoengaño y su inclinación a enterrar el pasado. Y ahora quien iba a pagar los platos rotos era yo. Lo que no había logrado el paso del tiempo lo conseguiría la espada de Lanzoni.

Mientras tanto, Thomas llegó con la noticia de que el cobarde Pío IX, temiendo que una invasión de Roma terminara con su pontificado o con su vida, o con ambos, había abandonado la ciudad y para refugiarse en Gaeta, al sur de Nápoles (donde permanecería exiliado durante años). Así fue como me vi privado de empleo y sueldo, pues, a falta de patrocinador y de fondos, el proyecto de construcción de la ópera de Roma se hundió en el olvido de la noche a la mañana. Una vez más era un hombre soltero y en el paro. Tras este vuelco de la fortuna pensé si no sería más sensato renunciar a batirme en duelo. Al fin y al cabo, nada me retenía ya en Italia. Podía huir fácilmente de la ciudad y no volver a toparme con Lanzoni nunca más, y debo admitir que en el fondo prefería seguir ese camino. Sin embargo, me parecía un acto deshonroso y, aunque mi carácter quedara incólume, siempre recordaría que había huido de una pelea. Por consiguiente, muy a mi pesar, resolví quedarme y aceptar el desafío de Lanzoni.

El día siguiente amaneció neblinoso. Mientras esperaba en un patio en compañía de Sabella, que permanecía apoyada contra el muro, histérica, y de Thomas, que actuaba de padrino, me sentí muy desdichado; estaba convencido de que mi vida se acercaba a su conclusión.

—¿No te parece absurdo? —dije a mi sobrino, que me sostenía el abrigo y me miraba con aflicción—. No conozco a este hombre, me casé con su mujer sin saber que estaba perjudicándolo, y ahora se supone que voy a morir por un pecado que no he cometido. ¿Por qué no podrá un hombre batirse en duelo con una mujer? ¿Te importaría explicármelo? No tengo nada que ver en esta historia.

—No vas a morir, tío Matthieu —dijo Thomas, y por un instante pensé que se echaría a llorar—. Puedes derrotarlo. Tal vez seas mayor que él, pero tienes mejor condición física. Además, está rabioso, fuera de sí; en cambio, a ti todo este asunto no puede importarte menos.

Negué con la cabeza, sobrecogido por una extraña inseguridad.

—Puede que al final todo sea para bien —dije, y me quité la chaqueta y el chaleco antes de examinar la espada que empuñaba—. Al fin y al cabo, no puedo vivir eternamente. Pese a que todo parece indicar lo contrario.

—No puedes morir ahora. Tienes demasiadas razones para vivir.

—¿De verdad lo crees? —repuse. Si estaba a punto de irme al otro mundo, no me venía mal un poco de compasión.

—Por un lado estoy yo —dijo Thomas—. Y Marita. Y el hijo que esperamos.

Lo miré sorprendido. Cien años más tarde le habría gritado por no haber tenido más cuidado, pero en ese momento sólo pude alegrarme.

—¿Un hijo tuyo? —Me parecía increíble; para mí, Thomas no era más que un niño—. ¿Desde cuándo?

—Hace poco. Hará un par de días que lo sabemos. De modo que ya lo ves: no puedes morir. Te necesitamos.

Asentí con la cabeza y me sentí fortalecido por primera vez.

—Tienes razón, hijo mío. No puede derrotarme. Este asunto no tiene nada que ver conmigo. ¡Adelante, caballero! —grité en dirección al otro extremo del patio—. Acabemos con esto cuanto antes.

Nuestro combate duró apenas cuatro minutos, si bien pareció que pasaban días mientras bailábamos con nuestras espadas de un lado a otro. Sabella gritaba a voz en cuello, pero no le hice caso; entonces ya había decidido que, independientemente de lo que ocurriera, nuestra relación había terminado. Con el rabillo del ojo veía a Thomas, que me animaba y se estremecía cuando la espada de Lanzoni me hería en el brazo o la mejilla. Al final logré desarmar a mi adversario y arrojarlo al suelo de un solo golpe. Y ahí se quedó tendido, con la punta de mi espada cerniéndose sobre su nuez de Adán, mientras me dirigía una mirada suplicante y pedía clemencia. Indignado como me sentía porque las cosas hubieran llegado tan lejos, me habría costado poco atravesarle la garganta y acabar con él de una vez.

—¡Esto no tiene nada que ver conmigo! —grité—. ¡No es culpa mía que ya estuviese casada!

Sostuve la espada sobre su cuello unos segundos más y al final lo ayudé a levantarse y me alejé en dirección a Thomas, intentando serenarme y contento de haber logrado controlar la sed de sangre que todos llevamos en nuestro interior, sustituyéndola por compasión. Me detuve frente a mi sobrino, que me echó el abrigo sobre los hombros.

—Ya lo ves, Thomas —dije eufórico—, hay momentos en la vida de un hombre en que…

Oí unos pasos apresurados a mi espalda y me volví. Thomas se volvió a su vez, pero no lo bastante rápido para apartarse, y ahí se quedó, inmóvil e indefenso. Lanzoni, con la espada en ristre y decidido a acabar con alguno, o con los dos si era posible, se abalanzó sobre mi desdichado sobrino. Al cabo de pocos segundos ambos estaban muertos: mi espada atravesaba el cuerpo de Lanzoni, y la de éste, el de Thomas.

En el patio se hizo el silencio y, antes de llevarle el cuerpo sin vida de mi sobrino a su amante embarazada, dirigí una mirada de reojo a mi ex mujer, que sollozaba en un rincón. Después del entierro abandoné Italia jurando no volver nunca más, aunque viviera mil años.