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Con los capitostes de la «gran sociedad»

En 1921, tras la muerte de mi octava mujer en Hollywood, decidí mudarme lejos de California, pero sin abandonar Estados Unidos. El fallecimiento de Constance me había sumido en el abatimiento. Desde aquel absurdo accidente automovilístico ocurrido justo después de nuestra boda, y en el que también habían perdido la vida su hermana Amelia, mi sobrino Tom y una aspirante a estrella adolescente, mi vida iba a la deriva. A la edad de ciento setenta y ocho años no encontraba sentido a nada. Por primera y quizá única vez dudé de mi facultad física para permanecer con el aspecto y el vigor de un hombre de mediana edad. Me habría gustado dejarlo todo, abandonar esa miserable existencia en la que al parecer había quedado atrapado para siempre, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no ir a un médico, explicarle mi situación y pedirle que me ayudara a envejecer o a acabar con mi vida de una vez.

Sin embargo, con el tiempo superé la depresión. Como he afirmado en otras ocasiones, en general no considero que mi condición sea negativa ni mucho menos. De hecho, sin ella habría muerto a principios del siglo XIX y jamás habría tenido las vivencias con que he sido bendecido a lo largo de esta larga existencia. Cumplir años puede ser una experiencia cruel, pero, si te conservas bien y tienes dinero, siempre encuentras cosas que hacer.

Permanecí en California hasta finales de año, pues no tenía sentido empezar una nueva vida antes de las navidades. En enero de 1922 me mudé a Washington D. C., compré una pequeña casa en Georgetown e invertí en una cadena de restaurantes. El dueño del negocio, Mitch Lendl, era un inmigrante checo que había llegado a Estados Unidos en la década de 1870 y, como muchos de sus compatriotas, había modificado su nombre, Miklôs, para que sonase americano. Deseaba abrir otros restaurantes en la periferia de la ciudad, pero le faltaba capital. Podría haber recurrido a los bancos, pero temía que éstos le reclamaran la devolución del préstamo en un mal momento y le arrebataran su imperio, de ahí que decidiera buscar un inversor. Llegué a conocerlo bastante por el simple hecho de que me gustaba cenar en sus establecimientos, y desde el primer momento nos entendimos a la perfección. Al final acepté entrar en el negocio, que resultó muy rentable. De la noche a la mañana empezaron a aparecer restaurantes a lo largo y ancho del estado, y como Miklôs (nunca lo llamaba Mitch) siempre contrataba a buenos cocineros, enseguida disfrutamos de una excelente reputación. Así pues, nuestro negocio iba viento en popa.

La cocina nunca me ha interesado mucho; me gusta comer bien, claro, pero imagino que como a todo el mundo. No obstante, durante esa época, mi única incursión en el negocio de la restauración, aprendí algunas cosas, sobre todo respecto a la importación de exquisiteces y productos exóticos, un mundo en el que la cadena Lendl estaba especializada. Comencé a interesarme por la materia prima que empleábamos en nuestros establecimientos y enseguida nos impusimos la norma de servir alimentos sanos, premisa que casi se convirtió en un lema de la casa. Gracias al talento y las habilidades de Miklôs servíamos las hortalizas más frescas, la mejor carne y los pasteles más deliciosos del estado. Teníamos lleno todas las noches.

En 1926 fui invitado a participar en un comité del Departamento de Alimentación. Mientras analizábamos los hábitos alimentarios de la población de Washington y diseñábamos una política para mejorarlos, conocí a Herb Hoover, quien años atrás, durante la presidencia de Wilson, había formado parte de ese mismo comité. A pesar de que ahora era secretario de Comercio, el trabajo de aquél seguía importándole, pues siempre le había atraído el tema de la alimentación. Trabamos amistad muy pronto y cenábamos juntos a menudo, aunque nuestra conversación se veía continuamente interrumpida por toda clase de gente, que lo abordaba para comentarle algún asunto personal de vital importancia.

—Todos creen que puedo ayudarlos de una manera u otra —me confió una noche, sentados a una mesa apartada del restaurante, con sendas copas de brandy en la mano tras una cena copiosa y de altos vuelos preparada por el mismo Miklôs—. Piensan que si entablan amistad con un secretario de Comercio conseguirán una rebaja fiscal o algo por el estilo.

No podían ir más desencaminados: Herb tenía fama de ser uno de los hombres más estrictos e incorruptibles del gobierno. Se me escapaba cómo había alcanzado un puesto tan importante de esas características, sobre todo teniendo en cuenta su historial humanitario e incluso diría filantrópico. Cuando los alemanes invadieron los Países Bajos tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, Herb estaba en Londres. Los aliados le encomendaron la misión de proveer a los belgas de alimentos, tarea que cumplió con gran éxito; sin su labor la población habría muerto de hambre. Unos años más tarde, en 1921, se impuso el reto personal de extender esa ayuda a la Unión Soviética, que sufría una de sus peores hambrunas. Cuando le criticaron que tendiera la mano al enemigo bolchevique, los rugidos de Herb estremecieron los cimientos de la Cámara de Representantes: «Veinte millones de seres humanos están muriéndose de hambre. Con independencia de su ideología política, ¡hay que darles de comer!».

—La verdad es que ni siquiera yo sé cómo he llegado hasta aquí —admitió refiriéndose a su alto cargo en la administración—. ¡Aunque no parece que lo esté haciendo mal! —añadió con una amplia sonrisa que le resaltó las patas de gallo.

Tenía toda la razón: el país vivía una etapa de prosperidad y su ascenso en el gobierno parecía asegurado.

Por mi parte disfrutaba gratamente de su compañía, y cuando a finales de 1928 fue elegido presidente me llevé una gran alegría, no sólo porque hacía mucho que no tenía relación con un miembro del poder, sino porque la Casa Blanca jamás había acogido a un inquilino tan bondadoso como Herbert Hoover. Asistí a su investidura en marzo de 1929, un día antes de mudarme a Nueva York. Hoover expresó lo orgulloso que se sentía de sus conciudadanos, que habían logrado levantar el país tras la Gran Guerra y ahora disfrutaban de unos años de paz bien merecida. Aunque largo, farragoso y plagado de detalles que a los americanos les traían sin cuidado, su discurso fue optimista y estuvo lleno de buenos augurios para los siguientes cuatro años. Como es natural, después apenas tuve tiempo de hablar con él, pero le deseé lo mejor, en la creencia de que el respeto que Hoover despertaba en sus compatriotas, su naturaleza filantrópica y la prosperidad y la paz que vivíamos pronosticaban un mandato tan bueno como el de sus predecesores. Qué poco imaginaba yo que a finales de ese mismo año el país estaría sumido en una gran depresión y la presidencia de Hoover se malograría prácticamente en el inicio de su andadura.

Y aún esperaba menos que muchos de mis conocidos fueran a pagar un precio tan alto por esa hecatombe.

A Denton Irving le gustaba correr riesgos. Su padre, Magnus Irving, había dirigido hasta hacía poco CartellCo, una gran sociedad de inversiones neoyorquina heredada de su difunto suegro, Joseph Cartell. A los sesenta y un años de edad, Magnus sufrió un derrame cerebral que lo dejó incapacitado para seguir al frente de la empresa, y Denton, que había pasado la mayor parte de sus treinta y seis años trabajando como especialista inversor, cogió el relevo. Herb nos había presentado unos años antes y desde entonces éramos amigos. En cuanto aterricé en Nueva York fui a verlo para contarle mis proyectos y pedirle consejo.

Miklôs y yo habíamos recibido una generosa oferta por nuestra cadena de restaurantes. Decidimos aceptarla, lo que precipitó mi marcha de la capital. La oferta, que procedía de un consorcio de inversores, no sólo estaba muy por encima de lo que habríamos podido esperar de un único comprador, sino que excedía en mucho el dinero que podríamos ganar entre los dos durante toda una vida (normal). Además, Miklôs estaba envejeciendo y ninguno de sus hijos poseía su instinto para la hostelería, de modo que nos pareció un buen momento para vender. Como consecuencia de ello, ahora yo era dueño no sólo de las acciones y las cuentas habituales, sino de una pequeña fortuna. Si quería invertirla con inteligencia, debía consultar a Denton.

Corría marzo de 1929. Al cabo de una semana Denton me había preparado una cartera de inversiones bastante fiables, repartiendo mi dinero entre empresas consolidadas como US Steel y General Motors, compañías recientes como Eastman Kodak y varias empresas innovadoras que quizá despegasen si encontraban inversores dispuestos a apostar por ellas. Denton era un hombre muy listo pero extraordinariamente impaciente, un rasgo de carácter que no compartíamos. En cuanto le informé de mi intención de invertir una suma considerable, empezó a llamar a sus contactos para dar con las mejores opciones y las empresas más solventes, como si él mismo fuera a disfrutar de los beneficios. Yo no podía por menos de encontrar divertido su entusiasmo; confiaba plenamente en sus habilidades y disfrutaba mucho de su compañía.

En esa época una joven desconocida entró en mi vida. Se llamaba Annette Weathers, tenía treinta y tres años y era empleada de correos en Milwaukee. Una tarde lluviosa de abril llamó a la puerta de mi apartamento cerca de Central Park. Llevaba a un niño de unos ocho años de la mano, mientras con la otra asía un par de bolsas grandes. Estaba empapada, a duras penas lograba contener las lágrimas y apretaba la mano del niño con desesperación. Estupefacto, me pregunté quién sería y qué querría de mí; sólo tuve que echar un vistazo al niño para averiguarlo.

—Señor Zéla —dijo al tiempo que dejaba las bolsas en el suelo para tenderme la mano—, siento molestarle, le escribí varias veces a California pero nunca me respondió.

—Hace mucho tiempo que no vivo allí —aclaré, todavía de pie en el umbral—. Me trasladé a…

—Washington, lo sé —me interrumpió—. Perdone que haya venido, pero es que no sabía qué hacer. Es que estamos… estamos… —balbució, pero la tensión acabó por vencerla y se desplomó a mis pies hecha un mar de lágrimas.

El chico me miró con recelo, como si yo fuese la causa del llanto de su madre. No sabía qué hacer. Mi última experiencia con un chico de esa edad había sido un siglo y medio antes, con mi propio hermano Thomas. Y desde entonces me había mantenido alejado de los niños. Abrí la puerta del todo y los hice pasar. Acompañé a la joven hasta el cuarto de baño a fin de que recobrase la compostura con un poco de dignidad y senté al niño en un gran sillón, desde donde siguió mirándome con una mezcla de temor e indignación.

Una hora después, Annette se encontraba sentada tranquilamente ante el fuego. Se había dado un baño y llevaba una gruesa bata de lana. Empezó a explicar el motivo de su visita y a hablarme de su vida como si pidiera perdón por ambas; pero yo ya sabía quién era.

—Se puso en contacto conmigo después de la boda, ¿recuerda? Cuando murió su pobre mujer.

—Lo recuerdo. —De pronto caí en la cuenta del tiempo que llevaba sin dedicarle un pensamiento a Constance, y me desprecié por ello.

—Mi pobre Tom también murió ese día. La vida sin él no me ha resultado fácil, ¿sabe?

—Lo imagino. Lamento no haberle sido de ayuda.

Annette era la viuda de Tom, a quien yo apenas había tratado antes de mi boda con Constance y que no viviría para contarlo. Lo recuerdo muy bien ese día, todavía me parece verlo caminando entre los invitados, abordando a Charlie, Doug y Mary, a quienes había visto en la gran pantalla y las revistas de cine. Luego, mientras intentaba congraciarse con una joven actriz que había aparecido en unos cortos de Sennett, desgraciadamente el coche de Amelia y Constance le aterrizó encima. Al día siguiente el nombre de mi sobrino apareció en los periódicos. Annette no se encontraba en el lugar de los hechos: en ese momento estaba embarazada y, según Tom, no había querido viajar de Milwaukee a California, aunque yo sospechaba que era él quien le había prohibido que lo acompañase. Dado el comportamiento de Tom, deduje que su matrimonio no era feliz.

Era una joven de aspecto dulce, de cabello rubio, rizado y corto y mejillas pálidas, la clase de chica a la que unos viejos malvados atarían a la vía del tren en las películas de aquel tiempo. Tenía los ojos muy grandes, pero el resto de sus facciones eran suaves y poco llamativas, y poseía la piel más impoluta que yo había visto en todo un siglo. En cuanto la vi despertó en mí un deseo instintivo de protegerla, no sólo a causa de su hijo o por los lazos que me habían unido a su difunto marido, sino por ella misma. Durante ocho años Annette no había cedido a la tentación de comunicarse conmigo, aunque sabía que yo tenía dinero, así que imaginé que su visita no obedecía a la codicia sino a la necesidad y la desesperación.

—Lo lamento muchísimo —dije levantando las manos en gesto de consternación—. Debería haber mantenido el contacto contigo, aunque sólo fuera porque el niño es mi sobrino. Por cierto, ¿cómo estás, Thomas?

—Lo llamamos Tommy… Pero ¿cómo ha sabido su nombre? —Annette pareció repasar toda la conversación para descubrir si había mencionado el nombre de su hijo en algún momento.

Me encogí de hombros y sonreí.

—Pura casualidad —repuse, y al advertir que el niño permanecía en silencio, añadí—: Es un chico de pocas palabras, ¿eh?

—Está cansado. Le iría bien descansar un rato. ¿Tiene una cama de sobra?

Me levanté de un brinco.

—Claro. Ven conmigo, Tommy.

El chico se inclinó hacia su madre con cara de espanto. Miré a Annette sin saber qué hacer.

—Si no le importa, yo misma lo acompañaré. —Se puso en pie y levantó a su hijo del suelo con facilidad, aunque era un niño de estatura normal para su edad y no necesitaba que nadie lo cogiera en brazos para llevarlo a la cama—. Los desconocidos le ponen nervioso.

Lo entendía perfectamente. Le mostré la habitación y se quedó con él un cuarto de hora, hasta que el niño se durmió.

Cuando volvió le ofrecí un brandy y la invité a pasar la noche en el apartamento.

—No quisiera molestarle —dijo, y vi que se le llenaban los ojos de lágrimas otra vez—. Pero se lo agradezco mucho. Voy a serle sincera, señor Zéla…

—Matthieu, por favor.

Annette sonrió.

—Voy a serte sincera, Matthieu. He venido a verte porque eres mi último recurso. Llevo mucho tiempo sin conseguir trabajo. Hace un año despidieron a algunos empleados y desde entonces he sobrevivido con mis ahorros. Me atrasé en el pago del piso y nos echaron. Mi madre murió el año pasado. Esperaba heredar algo, pero la casa estaba hipotecada y el banco se la quedó, además de todo el dinero. No tengo más familia. Sé que no debería haber venido, pero Tommy… —Miró hacia la puerta, se llevó una mano a los labios y se sorbió la nariz.

—Es natural que el niño necesite una casa —dije—. Escucha, Annette. No debes preocuparte. Deberías haber venido a verme mucho antes, o yo debería haberme puesto en contacto contigo, da igual. En cualquier caso, Tommy es mi sobrino y tú, en cierto modo, también eres mi sobrina, de modo que estaré encantado de ayudaros. —Titubeé—. Lo que quiero decir —añadí como si fuera necesaria una aclaración— es que haré lo que pueda por vosotros.

Me miró en silencio, como si mi respuesta fuese mucho más generosa de lo que se había atrevido a imaginar, colocó su vaso sobre la mesa y me abrazó.

—Gracias… —musitó e, incapaz de seguir conteniendo las lágrimas, se abandonó al llanto.

El destino logra unir a las personas más insospechadas. Concerté una cita con Denton para plantearle ciertas cuestiones referentes a mis inversiones, pero unas horas antes me llamó para cancelar la reunión porque tenía que asistir a un funeral.

—El de mi secretaria —me contó por teléfono—. Resulta que la han asesinado. ¿Puedes creerlo?

—¿Qué dices? ¿Asesinada? ¿Qué ha pasado? —Recordé a la mujer de las ocasiones que había ido al despacho de Denton: era una joven poco agraciada que siempre olía a crema hidratante.

—Bueno, todavía no es seguro. Al parecer se había ido a vivir con un tipo, un aspirante a actor, con el que pensaba casarse. Una noche llegó a casa rabioso porque no lo habían elegido en una prueba para actuar en Broadway y se le fue la mano con la pobre mujer. Después de eso, ella ya no despertó.

—¡Qué horror! —murmuré con un escalofrío.

—Y que lo digas.

—¿Lo han detenido?

—Sí. Ahora mismo está entre rejas. Tengo que dejarte. El funeral empieza dentro de una hora y voy a llegar tarde.

No me gusta aprovecharme de la desgracia ajena, pero más tarde pensé que Annette era la persona idónea para ocupar el puesto dejado vacante por la secretaria. Había trabajado varios años como empleada de correos, por lo que debía de estar familiarizada con las tareas administrativas. Además, era inteligente, amable y atenta, la típica persona insustituible en cualquier empresa. Llevaba conmigo un par de semanas y había conseguido un trabajo de camarera mientras Tommy estaba en el colegio. Cobraba una miseria, y aun así insistió en darme parte de su sueldo en concepto de mantenimiento. Traté por todos los medios de disuadirla, en vano.

—No lo necesito, Annette, créeme. Más bien tendría que ser yo quien te diera dinero.

—Pero si ya lo haces, Matthieu, permitiendo que vivamos en tu casa sin pagar alquiler. Por favor, acéptalo. Me sentiré mejor.

Aunque no me gustaba que me diese dinero, comprendía lo importante que era para ella sentir que contribuía a los gastos de la casa. Desde el nacimiento de su hijo había sido autosuficiente; había cuidado y educado al niño ella sola, y con buenos resultados. Aunque silencioso, era un chico inteligente y agradable. Cuando nos conocimos un poco más, me tomó confianza, como yo a él. Descubrí que me gustaba volver al apartamento por la noche y encontrármelos allí, Annette preparando la cena para los tres y Tommy leyendo tranquilamente un libro. Nuestra vida doméstica pronto se asentó en una rutina sencilla y relajada; me parecía que los dos habían estado siempre allí. En cuanto a mi relación con Annette, aunque la encontraba muy atractiva no podía verla sino como una sobrina, y nos tratábamos con cordialidad y franqueza.

Cuando Denton aceptó entrevistarla como posible secretaria, ella se puso contentísima, pues para entonces ya había descubierto que el trabajo de camarera no era ninguna maravilla. El encuentro entre los dos debió de ser un éxito, pues obtuvo el puesto. Annette me agradeció efusivamente mi ayuda y cuando cobró su primer sueldo semanal me compró una pipa.

—Quería regalarte algo que te gustara mucho y, aunque creo que deberías dejar de fumar, te he comprado una pipa para engrosar tu colección. ¿Puedo preguntarte cuántos años hace que fumas?

—Demasiados —contesté, recordando la ocasión en que Jack Holby me había iniciado en los placeres de la pipa—. Hace muchos, muchísimos años. Pero mírame: sigo vivo.

En esa época estaba al corriente de las fluctuaciones de la economía. Atento a mis inversiones, me pasaba la mayor parte del tiempo leyendo la prensa financiera y escuchando a los especialistas. Tenía mucho dinero invertido en varias empresas, y aunque Denton me asesoraba muy bien, siempre he pensado que nadie cuida mejor lo que le pertenece que uno mismo. Una tarde asistí a una conferencia organizada por la Asociación Nacional de Crédito en la sala de actos de TriBeCa. El orador lanzó una advertencia respecto al estado de las finanzas públicas, afirmando que el crédito a las inversiones estaba en el nivel más alto de la historia de Estados Unidos. Aconsejaba actuar con pies de plomo, no sólo a los hombres de negocios como yo sino a las instituciones bancarias, pues un alza súbita del crédito podría traer consecuencias devastadoras.

—No te preocupes —dijo Denton—. Es verdad que el nivel de crédito está demasiado alto, pero eso no conducirá a la bancarrota al país, tranquilo. Mira a Herb, por el amor de Dios. Tiene tan agarrado por los cojones el sistema de la Reserva Federal que se necesitarían diez toneladas de dinamita para arrancárselo.

—Me interesaría liquidar algunas acciones —repuse, divertido por su peculiar forma de hablar—. Sólo unas pocas aquí y allá. Últimamente cuentan unas historias que no me gustan. Por ejemplo, el asunto ese de Florida…

Denton se echó a reír y propinó un golpe tan fuerte a la mesa que di un brinco y Annette apareció corriendo desde recepción para ver qué había ocurrido.

—No pasa nada, cielo —se apresuró a decir Denton con una cálida sonrisa—. Ya sabes que a veces me comporto como un energúmeno para resultar más convincente.

Annette rió y lo señaló con un lápiz antes de abandonar la estancia.

—Si no va con cuidado, el día menos pensado sufrirá un ataque de corazón —dijo en tono jocoso, dio media vuelta y cerró la puerta tras de sí. Miré a Denton, intrigado por la intimidad que delataba aquel breve intercambio de palabras, y advertí que se había quedado contemplando la puerta, embobado.

—Denton —dije con cautela, tratando de atraer de nuevo su atención—, estábamos hablando de Florida, ¿recuerdas?

Me miró como si no me reconociera y no supiese qué hacía en su despacho. Por fin, sacudió la cabeza igual que un perro mojado por la lluvia y continuó hablando.

—Florida, Florida, Florida —repitió ensimismado como si intentara recordar el significado de esa palabra, y de repente gritó—: ¡Florida! Ya te he dicho que no te preocupes por Florida. Lo que ha ocurrido allí es la quiebra financiera más grande de la historia del sur del país. ¿Sabes a quién le importa eso aquí, en Nueva York, donde está el dinero de verdad?

—¿A quién? —inquirí, aunque conocía perfectamente la respuesta.

—Pues a nadie.

—No estoy tan seguro —repuse, frunciendo el entrecejo—. He oído decir que aquí podría suceder lo mismo. —No iba a dejarlo estar así como así cuando se hallaba en juego mi estabilidad financiera.

—Escucha, Matthieu —murmuró con voz pausada, como si hablara con un niño. Una de las cosas que me gustaba de Denton era su absoluta confianza en sí mismo y la arrogancia con que rebatía los argumentos de cualquiera que lo cuestionase—. ¿Quieres saber lo que ocurrió en Florida? Pues te lo diré. Desconozco cuáles son tus fuentes ni de dónde sacas la información, pero te aseguro que no tienen ni puta idea. En los últimos años Florida ha experimentado un incremento espectacular de demanda de parcelas que recuerda la fiebre de tierras que hubo en Oklahoma a finales del siglo pasado. Cualquiera que tuviese diez centavos compró un terreno. —Hizo una pausa—. Te voy a contar algo, pero, ojo, no lo divulgues, pues me lo explicó un conocido mío de Washington, ya sabes a quién me refiero, así que, por favor, que no salga de estas cuatro paredes. El hecho es que en los últimos años los promotores han delimitado más solares para viviendas en Florida que el número de familias que hay en todo Estados Unidos. ¿Qué te parece?

—Bromeas —dije entre risas. Jamás había oído nada parecido, y no me convencía en absoluto.

—Hablo en serio, amigo mío. Florida es uno de los estados más atrasados de la Unión, y sólo hace diez años que la gente ha empezado a percatarse de esa realidad. Aun así vendieron, vendieron, vendieron y vendieron, hasta que no les quedó un palmo de tierra por vender. Entonces, ¿sabes qué hicieron? Volvieron a venderlo todo. Se han vendido millones y millones de solares sin suficiente espacio para construir ni una vivienda. Y no sólo eso, sino que ni siquiera con toda la población de este maldito país se ocuparían todas esas parcelas, en el caso improbable de que toda la gente se trasladara a Florida. —Resopló y dio un bote en su asiento—. ¿Sabes lo que pasaría si todos los hombres, mujeres y niños viajaran de pronto a Florida? Te lo diré: el planeta se desequilibraría e iríamos a la deriva por el espacio.

—Vale, Denton —repuse, poniendo los ojos en blanco—. No lo sabía.

—¡Y…! ¡Y…! —vociferó, golpeando la mesa otra vez presa de la excitación—. Te diré algo más. Si toda la población de China diera un salto a la vez, ocurriría lo mismo. El eje de la Tierra, o lo que sea, se iría a hacer puñetas, no habría gravedad y saldríamos disparados hacia Marte. ¿Sabes lo que pienso? Que China podría ser el país más poderoso del planeta si cayera en la cuenta de esa posibilidad. Sólo tendrían que amenazar con dar un bote de pocos centímetros para poner al mundo entre la espada y la pared. ¡Piénsalo!

Lo pensé y rogué que hubiera terminado con ese asunto.

—Todo lo que me explicas es muy interesante, Denton —dije con firmeza para dejar claro que daba por zanjado el tema de las estrategias chinas de dominación mundial—; pero me parece que nos estamos alejando del asunto. Desearía liquidar algunas acciones. Lo siento, es lo que me dice el corazón.

—Muy bien, al fin y al cabo se trata de tu dinero —repuso sonriendo—. Tus deseos son órdenes para mí, amigo mío —añadió con elegancia.

—Bien —dije, y no pude evitar soltar una carcajada—. Averigua qué puede hacerse. Un poco aquí, otro poco allá… Tampoco te pases. Ya me dirás qué se te ocurre.

—De acuerdo —repuso.

Me levanté y, tras estrecharnos la mano, me dispuse a marchar, cuando añadió:

—Una última cosa, Matthieu. Luego dejaré que te vayas.

Sonreí y enarqué una ceja inquisitiva.

—Ese asunto de Florida… Supongo que sabes que el problema no fue la especulación desmedida.

—Ah, ¿no? —Me sorprendí, pues siempre había pensado lo contrario—. Entonces, ¿qué fue?

—El huracán. Así de sencillo. El año pasado un terrible huracán arrasó Florida y provocó pérdidas valoradas en varios millones de dólares. Al contabilizar los daños, la realidad de la especulación inmobiliaria salió a la luz. Si no hubiese sido por eso, aún seguirían dale que dale. Fue culpa del huracán. Y yo, la verdad, no veo ningún huracán avanzando por la Quinta Avenida, ¿tú sí?

Me encogí de hombros, sin saber qué responder.

—¿Sabes cuál es la moraleja de la historia? —preguntó cuando ya tenía un pie fuera del despacho.

—Adelante —respondí, contento de haber pagado una hora de puro entretenimiento, aunque no fuera más que eso—. Dime, Denton, ¿cuál es la moraleja?

—La moraleja de la historia —dijo, inclinándose y apoyando las manos en el escritorio— es que cada cierto tiempo sobreviene un desastre natural o, lo que es lo mismo, un acto divino, y retira el polvo de modo que la gente descubre que lo que había debajo no es demasiado bonito. ¿Entiendes?

Denton pertenecía a una familia adinerada. El padre había heredado la sociedad de su suegro, pero la fortuna familiar de los Irving se remontaba a varias generaciones, casi hasta la época de los primeros colonos. Aunque desde que había sufrido el derrame cerebral Magnus Irving no podía enfrentarse al día a día en la firma, seguía dirigiendo entre bastidores y espiaba todos los movimientos de su hijo, sobre los que luego hacía comentarios despectivos.

Yo no ignoraba que Denton vivía atemorizado por su padre, un gigante que había ido al gimnasio todos los días de su vida (mucho antes de que esa clase de hábitos saludables se pusieran de moda). Supe que Denton había tenido un padre estricto el día que lo vi enderezarse en su asiento y ponerse tenso cuando Magnus lo llamó por teléfono.

En el transcurso de 1929 continué liquidando buena parte de mi cartera de valores, mientras Denton se metía en una espiral interminable de inversiones apostando por opciones que según él no podían fallar, como las solventes empresas Union Pacific o Goodrich. Antes del verano la economía cayó en picado al reducirse la producción industrial y bajar los precios. El presidente Hoover forzó a la Reserva Federal a alzar la tasa de descuento a fin de evitar la especulación en el mercado bursátil, pero, como otras de sus medidas, ésa tampoco pareció funcionar. El capital invertido en el mercado bursátil subió y subió hasta que estuvo a punto de alcanzar su punto de saturación. Para tranquilizar los ánimos, Hoover y el gobernador de Nueva York, Franklin Delano Roosevelt, se mostraron optimistas en relación con la Bolsa. Hoover llegó a decir que la «gran sociedad» nunca sería vencida. No sé si se refería al país o a Wall Street.

Al mismo tiempo descubrí que Denton y Annette estaban viviendo un idilio. A menudo ella llegaba a casa eufórica después de que su jefe la hubiera llevado a cenar o a bailar. Parecía feliz y entusiasmada con esa relación, que alenté, pues Denton me gustaba y, si llegaban a casarse, podría darles a Annette y a su hijo una vida confortable.

—Qué poco pensaba yo que acabaría actuando de casamentero —dije una de las raras noches en que Denton no nos acompañaba. Estaba leyendo la nueva novela de Hemingway, Adiós a las armas, que acababan de publicar, mientras Annette cosía botones a las camisas de Tommy—. ¡Mi intención era conseguirte un trabajo, no un marido!

Annette se echó a reír.

—No sé cuánto durará esta historia —admitió—, pero Denton me encanta. Sé que es un poco fanfarrón y que siempre hace como que controla la situación, pero en el fondo es mucho más tranquilo de lo que parece.

—Ah, ¿sí? —Me costaba creerlo.

—Es verdad. Sin embargo, su padre… —Negó con la cabeza y volvió a su labor—. No debería hablar de ello —añadió con voz suave.

—Como prefieras, pero recuerda que no estás liada con el padre, sino con el hijo.

—Siempre está entrometiéndose —prosiguió; estaba claro que quería hablar sobre ello a pesar de todo—. No lo deja respirar ni un segundo, pobre Denton. Se diría que sigue siendo el jefe.

—Tiene mucho dinero invertido ahí —apunté haciendo de abogado del diablo—. Por no hablar de que ha consagrado toda su vida a esa firma, así que es natural que…

—Sí, pero fue él quien le propuso que se pusiese al frente de la sociedad cuando sufrió el derrame cerebral. Y no puede decirse que Denton desconozca su trabajo. ¡Dios mío! Lleva allí desde que tenía diecisiete años.

Asentí; seguramente tenía razón. Magnus era prácticamente un desconocido para mí. Lo había visto un par de veces a lo sumo, y entonces no era ni la sombra de lo que había sido. Pero poco después, el sábado 5 de octubre, se celebró una gran fiesta en la propiedad de los Irving, y cuando hubieron llegado los invitados —cualquiera que tuviese un mínimo poder en el mundo financiero de Nueva York así como numerosos amigos y parientes—, se anunció el compromiso entre mi amigo y mi sobrina. Me alegraba por los dos, pues se los veía exultantes, y los felicité calurosamente.

—Menos mal que asesinaron a mi secretaria, ¿eh? —comentó él, y de pronto se le ensombreció el rostro—. ¡Dios mío! Pero ¿qué estoy diciendo? Me refería a que si no hubiera…

—Vale, Denton —lo tranquilicé, un poco impresionado—. Te entiendo. Supongo que ha sido el destino, el azar, ese tipo de cosas.

—Exacto. —Miró hacia la pista de baile, donde Annette brillaba entre una cohorte de banqueros—. Fíjate en ella —añadió al tiempo que negaba con la cabeza, impresionado—. No puedo creer que me haya aceptado. ¡Qué suerte la mía!

Magnus Irving, vestido con el esmoquin de rigor, estaba sentado a una de las mesas en su silla de ruedas. Lo señalé con un gesto de la cabeza.

—¿Qué piensa tu padre de este matrimonio? ¿Ha dado su aprobación?

Denton se mordió el labio inferior y puso cara de enfado, pero enseguida se serenó: nada le echaría a perder la velada.

—Está un poco preocupado por el niño.

—¿Por Tommy? —pregunté boquiabierto—. ¿Por qué? ¿Qué problema tienes con él?

—Ninguno —se apresuró a responder—. Nos llevamos muy bien. Cuanto más lo conozco más me gusta. No, el problema es que mi padre piensa que, como Annette estuvo casada y tuvo un hijo (no te importa que te lo diga, ¿verdad?, siendo de su familia), pues…

—Tu padre cree que es una cazafortunas —concluí.

—Sí, por decirlo de alguna manera. Le preocupa que…

—Bueno, quiero que sepas que no es el caso —lo interrumpí, resuelto a salvar el honor de mi sobrina—. Por favor, si cuando llegó ni siquiera me permitió…

—Matthieu, cálmate —dijo Denton apoyando una mano en mi hombro—. Sé perfectamente la clase de mujer que es. La quiero y ella me quiere. Lo sé. No hay nada que temer.

Asentí con la cabeza y me serené; por su sonrisa supe que era sincero, y por mis conversaciones con Annette sabía que los sentimientos de ésta hacia Denton eran muy profundos.

—Muy bien —concluí—. En fin, entonces no hay ningún problema.

—¿Y tú, qué? ¿Cuándo nos presentarás una novia joven y encantadora? ¿Nunca has pensado en volver a casarte? —preguntó, convencido de que Constance era mi primera mujer.

—No, ya lo he probado bastantes veces. Al parecer no estoy hecho para el matrimonio.

—Bueno, todavía hay tiempo. —Rió, con el orgullo satisfecho del que ha encontrado el amor de su vida—. Todavía eres joven.

Al oír eso fui yo quien soltó una carcajada.

A mediados de octubre, cuando apenas me quedaban opciones de compra de acciones en CartellCo, descubrí que lo que me unía a Denton ya no eran los negocios sino la amistad. Aún quedábamos para comer y discutíamos acaloradamente sobre política, economía, el estado de la Bolsa. Criticábamos a Herb porque hacía mucho que no nos llamaba, aunque supongo que tendría la cabeza demasiado ocupada para pararse a pensar en los sentimientos heridos de un par de viejos amigos. Disfrutaba de mi relación con la pareja feliz y Tommy, y me encantaba representar el papel de tío cariñoso y atento. No obstante, el 23 de octubre las cosas empezaron a torcerse.

Aunque unos días antes el mercado había cerrado al alza, ese día hubo una repentina e inesperada avalancha de ventas. Al día siguiente, que pasó a la historia como el Jueves Negro, los precios se desplomaron a su nivel más bajo y no daban ninguna señal de mejora. Esa tarde me encontraba en Wall Street en compañía de Denton. En la Bolsa, los operadores se desgañifaban intentando vender y no se daban cuenta de que con su histeria sólo conseguían que el mercado cayera cada vez más. Denton estaba fuera de sí y no sabía qué hacer, pero la tarde aún nos reservaba una sorpresa.

A nuestros pies se extendía un mar de chaquetas rojas. Hombres de todas las edades sostenían en alto sus acciones como si quisieran librarse de ellas a cualquier precio, pero ninguno lo conseguía. De pronto, un joven —no podía tener más de veinticinco años— se abrió paso desde un lado de la sala hasta el centro del parquet y levantó una mano. Por encima del alboroto, que había ido menguando debido al aplomo que emanaba, gritó que deseaba comprar veinticinco mil acciones de US Steel al precio de 205 dólares cada una. Eché un vistazo al tablero.

—Pero ¿qué hace? —preguntó Denton, angustiado, agarrándose a la barandilla con tanta fuerza que sus nudillos palidecieron—. Las acciones de US Steel han bajado a ciento noventa y tres.

Negué con la cabeza. Yo tampoco lo entendía.

—No estoy seguro —murmuré mientras el joven gritaba otra vez su oferta a uno de los operadores, que de inmediato le vendió lo que había pedido con la mirada avariciosa de quien no da crédito a su buena suerte—. Está normalizando el mercado. —Volví a negar, incrédulo—. Es lo más audaz… —Dejé la frase sin concluir, tan impresionado estaba por la actuación de aquel joven. Al cabo de unos minutos había realizado varias ventas provisionales y logrado una ligera subida de los precios.

Media hora después la situación se había estabilizado y parecía que el pánico había pasado.

—¡Ha sido increíble! —exclamó Denton al cabo de un rato—. Por un instante he pensado que estábamos acabados.

Yo no habría puesto la mano en el fuego. Me mantenía a la espera, seguro de que aún no habíamos visto lo peor. Durante los días siguientes la Bolsa estuvo en boca de todo el mundo. Denton sufría el asedio de su padre, que lo bombardeaba a preguntas sobre qué medidas estaba tomando para salvar la fortuna de la sociedad. Sin embargo, mientras los inversores iban asimilando las consecuencias del Jueves Negro, mucha gente intentó recuperar sus pérdidas, y de nuevo empezaron las ventas dramáticas. El martes 29 de octubre, el día del crac de Wall Street, se pusieron en venta más de dieciséis millones de acciones en una sola tarde. En unas horas en la Bolsa de Nueva York se perdió la misma suma de dinero que el gobierno estadounidense había gastado durante toda la Primera Guerra Mundial. Fue un verdadero desastre.

Annette me llamó desde CartellCo para decirme que Denton había enloquecido. Su padre había estado llamándolo todo el día pero él no había querido ponerse al teléfono, y al final se había encerrado en su despacho. Como me temía desde hacía tiempo, la firma estaba en bancarrota. Denton se había quedado sin nada, como la mayoría de sus inversores. Mi caso era el de un hombre afortunado en una ciudad sacudida por terribles tragedias. Cuando llegué a las oficinas de la sociedad y subí al piso más alto, donde Denton ocupaba una suite, encontré a Annette presa de la angustia. Denton no abría la puerta, pero lo oíamos romper cosas y arrojar lámparas y otros objetos al suelo, mientras el teléfono no dejaba de sonar.

—Debe de ser Magnus —dijo Annette, y arrancó el cable del teléfono de la pared. Al fin se hizo el silencio—. Cree que Denton tiene la culpa de todo el jodido asunto.

Abrí los ojos como platos, pues nunca la había oído emplear esa clase de palabras, pero el momento sin duda lo requería.

—Habría que echar la puerta abajo, Matthieu —añadió.

Tenía razón, de modo que retrocedí unos pasos para coger carrerilla y embestí contra la puerta de madera de roble una y otra vez. Noté el hombro magullado cuando la puerta empezó a moverse. Finalmente, tras un último topetazo y una patada, la cerradura cedió y Annette y yo entramos para encontrar a Denton junio a la ventana abierta. Se volvió y vimos su expresión perturbada, su rostro demudado, la ropa destrozada y los ojos enloquecidos.

—¡Denton! —gritó Annette; las lágrimas le resbalaban por las mejillas y parecía a punto de abalanzarse sobre él. La sujeté del brazo para frenarla, pues temí la reacción de mi amigo—. Saldremos adelante, no hagas nada que…

—¡No os acerquéis! —rugió Denton, subiéndose al alféizar de la ventana.

Me dio un vuelco el corazón, pues al ver su expresión supe que no había nada que hacer. Miró hacia abajo, se pasó la lengua por los labios y al instante había desaparecido de nuestra vista. Annette gritó, fue corriendo hasta la ventana y se asomó. Por un instante pensé que seguiría a su prometido. Cuando miré hacia la calle apenas distinguí su cuerpo destrozado sobre el asfalto.

Con el tiempo, la desdichada Annette empezó a recuperarse de la tragedia. Magnus Irving, en cambio, sufrió otro derrame cerebral cuando se enteró de lo sucedido a su hijo y murió poco después. Tuve mucha suerte: mi fortuna sobrevivió a la crisis, y cuando esas navidades me trasladé a Hawái (donde permanecería los siguientes veinte años) le regalé una bonita suma a Annette y Tommy, que rehusaron acompañarme y regresaron a Milwaukee.

Annette y yo nos mantuvimos en contacto casi hasta su muerte. No volvió a casarse, y después del fallecimiento de su hijo en Pearl Harbor se fue a vivir con su nuera y su nieto hasta que los tres se mudaron a Inglaterra. El hijo de ese chico, su bisnieto, se convertiría años después en un famoso actor de serie de televisión y cantante. Un día recibí una carta de una vecina de Annette en la que me explicaba que ésta había muerto serenamente tras una larga enfermedad. Me remitía una misiva de agradecimiento escrita por Annette, en la que me daba las gracias por cuanto había hecho por ella en Nueva York en 1929 y adjuntaba una foto de los tres, Denton, Annette y yo, en el baile en que, unos meses antes de la caída de Wall Street, habían anunciado su compromiso. Se nos veía muy felices, y confiados en el futuro.