16
Añoro a Dominique
Nat Pepys no era apuesto, pero su porte confiado delataba a un hombre que se sentía a gusto con su aspecto y posición en el mundo. Andaba dando zancadas por el jardín igual que un pavo real; las piernas iban delante del cuerpo de forma antinatural y su cuello se bamboleaba como el de un pavo tísico. Llegó a Cageley House un martes por la tarde sin compañía. Había castigado tanto al caballo que, al enfilar la entrada y frenar en seco ante los establos, el pobre animal tuvo que hacer un enorme esfuerzo para no caerse. El muy imbécil de Nat podría haber salido despedido y romperse el cuello. Me pareció que el caballo se asustaba, y me dio pena. Aunque no conocía a Nat, Jack me había hablado de un modo tan despectivo de él que enseguida me irritó su comportamiento.
Lloviznaba y al desmontar alzó los ojos al cielo como si con una mirada fría pudiese fulminar las nubes que tenía encima de la cabeza. Se acercó a nosotros más fresco que una lechuga, olfateando el aire como si fuera suyo, contento de volver a Cageley para reclamar sus derechos sobre la propiedad. Era más bajo que Jack y yo —de pie y calzado con las botas de montar no debía de superar el metro setenta—, y aunque aún no había cumplido los veintiuno el pelo empezaba a escasearle y en algunas zonas clareaba. El acné de la adolescencia había dejado huellas en su rostro, pero tenía unos ojos azul turquí que llamaban la atención; quizá constituyeran su único rasgo atractivo. Lucía un fino bigote que se toqueteaba continuamente, como si temiera perderlo.
—Hola, Colby —dijo a Jack como si yo no estuviera allí. Mi amigo había dejado de limpiar el establo por un momento y, apoyado en la horca, miraba de reojo al recién llegado con aversión apenas disimulada—. ¿Todo bien?
—Me llamo Holby, señor Pepys —contestó Jack en tono gélido—. Jack Holby. ¿Recuerda?
Nat se encogió de hombros y sonrió al palafrenero dándose aires. En toda la comarca no había dos hombres de la misma edad más diferentes. Jack era guapo, alto y fuerte, su cabello dorado brillaba al sol y no había más que verlo para saber que se pasaba la mayor parte del tiempo al aire libre. Nat era todo lo contrario: tez cetrina y cuerpo enclenque. Saltaba a la vista que uno había trabajado toda su vida y el otro no. Conociendo lo mucho que Jack lo detestaba, yo no entendía cómo se atrevía Nat a envanecerse de ese modo delante de él. Si se peleaban, la cosa acabaría muy mal, no me cabía duda. Pero entonces me acordé de las ambiciones que albergaba Jack; quería llegar a ser alguien, y si para lograrlo tenía que doblegarse ante un cretino como Nat Pepys durante unos años, no le faltaba fortaleza de carácter para hacerlo.
—Bueno, no pretenderás que recuerde los nombres de toda mi servidumbre, ¿verdad, Holby? —preguntó Nat en tono jovial—. Un hombre de mi posición —añadió tras una pausa.
—No importa, menos aún teniendo en cuenta que no formo parte de su servidumbre. —Mi amigo mantenía un tono cortés, aunque sus palabras se volvían cada vez más insolentes—. El que me paga es su padre, y así ha sido siempre. E imagino que también le paga a usted.
—De modo que imaginas eso, ¿eh? ¿Y quién se encarga de que todos los meses haya dinero suficiente en las arcas? —preguntó Nat sonriendo de oreja a oreja, y a continuación se volvió hacia mí, tal vez para evitar enzarzarse en una discusión.
Ignoraba si en el pasado se las habían tenido alguna vez, pero sabía algo que no debía de escapársele a Nat Pepys: Jack no se andaría con contemplaciones en lo que se refería al hijo del patrón.
—¿Y tú? —preguntó mirándome de arriba abajo. Hizo una mueca mientras decidía si mi aspecto le gustaba y agregó—: ¿Quién diablos eres?
El tono no era tan agresivo como las palabras, pero al no saber cómo dirigirme a él me quedé callado. Nunca había tratado directamente con su padre ni con su madre, y él era lo más cercano a un patrón que me hablaba desde mi llegada a Cageley. Miré a Jack en busca de apoyo.
—Se llama Matthieu Zéla —dijo Jack acudiendo al fin en mi ayuda—. Es el nuevo palafrenero.
—¿Matthieu qué? —Nat parecía sorprendido—. ¿Cómo dices que se llama?
—Zéla.
—¿Zéla? Dios mío, ¿y qué apellido es ése? Pero, chico, ¿de dónde provienes, con semejante nombre?
—Nací en París, señor —respondí en voz baja, sonrojándome—. Soy francés.
—Ya sé dónde está París, gracias —replicó—. Lo creas o no, estudié un poco de geografía en el colegio. ¿Y qué es lo que te ha traído por estos pagos, si no te importa que lo pregunte?
Me encogí de hombros. No sabía por dónde empezar.
—Es una larga historia. Resulta que…
Indiferente a mis explicaciones, se volvió y se puso a hablar con Jack mientras se quitaba los guantes de cuero y los metía en el bolsillo. Yo aún no había aprendido el significado de la expresión «pregunta retórica».
—Imagino que sabrás por Davies que este fin de semana vienen unos amigos míos.
Jack asintió con la cabeza.
—Es mi cumpleaños y Londres no es el lugar idóneo para celebrarlo —prosiguió Nat—. Serán siete en total y no llegarán hasta mañana, así que tenéis tiempo para hacer los preparativos. Lo quiero todo impecable, ¿entendido? —Miró al suelo con cara de asco, aunque era imposible tener el establo más limpio y ordenado de lo que estaba—. Tú, chico —añadió volviéndose hacia mí—, llévate mi caballo al establo y límpialo.
Asentí obediente y al ir a coger las riendas, el caballo se encabritó presa del pánico.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Nat arrebatándome las riendas con violencia. El animal se quedó petrificado—. Así es como se hace, a ver si aprendes. Debes enseñarle quién manda, y con las personas es lo mismo. —Sonrió y, para mi incomodidad, volvió a examinarme como si fuera un campesino tirado en la cuneta. Bajé la mirada y cogí las riendas—. Supongo que habrá espacio para siete caballos más, ¿no? —preguntó a Jack mientras se alejaba.
—Diría que sí. —Jack se encogió de hombros—. En la tres hay mucho sitio, y podemos meter uno o dos aquí sin problemas.
—Muy bien… —Nat hizo una pausa para pensar—. Con tal de que tengan espacio para respirar… Saldremos de cacería, así que los caballos tienen que estar en buenas condiciones. Si es necesario, deja fuera alguno de mi padre. Esos animales se dan la gran vida; seguro que hasta comen mejor que algunos aldeanos.
Jack no abrió la boca, pero no me cupo duda que por nada del mundo sacrificaría la comodidad de uno de sus queridos caballos en beneficio de las cabalgaduras de los amigos de Nat Pepys.
—Bien, todo arreglado —concluyó finalmente Nat sin dejar de asentir. Desató su maletín de la grupa del caballo y agregó—: Será mejor que vaya a saludar a los viejos. Espero veros luego.
De camino a la mansión, se volvió una vez más y me lanzó una mirada socarrona, negando con la cabeza y murmurando «París» con desprecio. Me pareció que Jack tenía el semblante serio y los dientes apretados mientras seguía con los ojos a Nat. Era la viva imagen del odio.
Los siete amigos de Nat llegaron la tarde siguiente. Jack y yo estábamos allí para recibirlos cuando galoparon por el camino de entrada, mostrando la misma desconsideración a sus caballos reventados que Nat había exhibido la víspera. Desmontaron a toda prisa para saludar a su amigo, que se hallaba de pie unos pasos detrás de nosotros, y echaron a andar confiando en que alguien —concretamente Jack y yo— se ocuparía de sus cabalgaduras. Llevamos los animales a las cuadras para lavarlos y almohazarlos, una tarea larga y agotadora que nos tuvo ocupados el resto de la tarde. Los caballos estaban agotados, sudados y hambrientos, pues habían cubierto la distancia entre Londres y Cageley en un tiempo asombrosamente corto. Mientras yo lanzaba heno en el suelo de los establos, Jack calentó una enorme olla de avena y la echó en el pesebre. Cuando llegó la hora de ir a casa estábamos extenuados.
—¿Qué te parece si vamos a la cocina y bebemos algo? ¡Nos lo hemos ganado! —propuso Jack mientras cerrábamos las puertas de las cuadras y comprobábamos que hubieran quedado bien atrancadas. Si escapaba algún caballo durante la noche estábamos perdidos.
—No sé… —repuse con aprensión—. ¿Qué pasaría si…?
—Vamos, Mattie, no seas cobarde. Mira, han apagado las luces.
Escudriñé las cocinas y, en efecto, todo estaba oscuro y no se veía un alma por los alrededores. Nadie nos había dicho que no pudiéramos ir a comer algo después del trabajo, de manera que al final acepté acompañarlo.
—La puerta está abierta —advirtió Jack con una sonrisa mientras entrábamos en las cocinas—. ¿Acaso tu hermana no sabe que debe cerrarlas con llave antes de irse a la cama?
Me encogí de hombros y me senté mientras Jack iba a la despensa, de la que volvió con dos botellas de cerveza que me mostró encantado.
—Aquí tienes, Mattie —dijo mientras las depositaba sobre la mesa—. ¿Qué te parece?
Cogí una y eché un buen trago. No estaba acostumbrado a la cerveza, y al principio el sabor amargo me provocó arcadas. Tosí un poco y Jack soltó una carcajada cuando se me escurrió un poco de líquido por la barbilla.
—¡Ojo! ¡No la desperdicies! —exclamó sonriendo—. Sólo nos faltaría que nos descubrieran bebiendo cerveza. Así que échatela al coleto, no encima de ti.
—Perdona, Jack. Es que nunca había probado la cerveza.
Encendimos la pipa y nos reclinamos en las sillas de lo más relajados. Qué maravilloso debía de ser tener una vida ociosa, pensé. Abandonarse cuando a uno le viniera en gana, comer, beber y fumar cuando le apeteciera. Hasta los trabajadores se relajaban al final de la jornada y disfrutaban de los frutos de su esfuerzo. En cambio, yo ahorraba cuanto ganaba pensando en el día que Dominique y yo dejáramos Cageley para empezar una nueva vida en otro lugar.
—Este fin de semana voy a necesitar muchos momentos como éste —comentó Jack con actitud pensativa—. La que nos espera, con esta pandilla de gandules todo el día gritando y dando órdenes. Te juro, me entran ganas de… —Su voz se fue apagando, y finalmente se mordió el labio inferior, conteniendo su rabia.
—¿Qué pasó entre Nat y tu Elsie? —pregunté. No es que hubiera notado que Jack y la joven tuvieran algún tipo de relación íntima, pero me pareció adecuado llamarla así porque él siempre se refería a ella como «mi Elsie».
Se encogió de hombros y pareció dudar si le apetecía abordar ese asunto.
—Es que he intentado quitármelo de la cabeza —dijo por fin—. Además, ya han pasado dos años.
Enarqué las cejas para instarle a contármelo, y al final accedió.
—Verás, he vivido en Cageley House desde que tengo cinco años, ya que mis padres llevan mucho tiempo trabajando para sir Alfred. De modo que puede decirse que me he criado en esta casa. Cuando éramos niños, Nat y yo jugábamos a veces. Así que sabe de sobra cómo me llamo. ¡Colby! Si me conoce de toda la vida. Sólo quiere fastidiarme.
—Pero ¿por qué? ¿No erais amigos?
Negó con la cabeza.
—Nunca lo fuimos. Teníamos la misma edad y estábamos aquí. En esa época, sir Alfred vivía en Londres y sólo venían a Cageley algunos fines de semana. Mis padres hacían sobre todo de guardas. El trabajo de verdad empezó cuando sir Alfred se retiró. De manera que entonces veía a Nat muy de tanto en tanto. Y siempre estaba dentro de la casa, mientras que yo siempre estaba fuera. Los problemas no empezaron hasta que mi Elsie llegó a la casa.
—Eso quiere decir que ella no vino cuando era pequeña.
—No, qué va. Sólo lleva aquí unos años, quizá tres. Bueno, el caso es que Elsie y yo congeniamos desde el primer momento. Dábamos paseos y hacíamos cosas, ya me entiendes. Pronto nos convertimos en algo más que simples amigos, pero siempre mantuvimos una relación informal. Estábamos y no estábamos, ya sabes.
Asentí; a fin de cuentas, el asunto no me era del todo desconocido, pues aunque la única relación amorosa de verdad que había conocido estaba lejos de ser informal, mis otras experiencias habían sido con prostitutas o golfillas de Dover.
—El caso es que —prosiguió Jack— un fin de semana viene Nat y se encapricha de mi Elsie en cuanto le echa el ojo. De modo que empieza a cortejarla, y ya sabes el resto de la historia.
—La consiguió.
—Ya lo creo que la consiguió. —Jack asintió—. Y acto seguido la dejó tirada como un trapo. A mi Elsie casi se le rompe el corazón. Ella ya se veía como señora de la casa, la muy tonta. ¿Cómo se dejó engañar por ese cabrón?
Acababa de pronunciar esas palabras cuando la puerta de la cocina se abrió de par en par y el susodicho cabrón entró sosteniendo una larga vela. A punto estuvo de desmayarse del susto. Recé para que no hubiera escuchado nuestra conversación al otro lado de la puerta.
—Hola, muchachos —nos saludó encaminándose hacia la despensa sin apenas mirarnos. Tal vez no hubiera oído nada, o le importara un bledo lo que pensáramos de él—. ¿Qué hacéis aquí tan tarde? Habéis acabado vuestro trabajo, ¿verdad?
Esperé a que contestase Jack, ya que de los dos era él quien llevaba la voz cantante, por decirlo así, pero pasaron unos segundos embarazosos y no abrió la boca. A pesar de la mirada de apremio que le dirigí, se limitó a beber un trago de cerveza y sonreírme en silencio.
—Hemos terminado, señor —dije finalmente—. Los caballos están listos para cabalgar mañana.
Nat salió de la bodega mirando la etiqueta de las dos botellas de vino que había escogido. Se volvió y me inspeccionó de forma parecida. Tardó un poco en reaccionar, como si no entendiera por qué estaba entablando una conversación con alguien que ocupaba un puesto tan inferior en la cadena alimentaria. Entonces dio un paso hacia nosotros. Apestaba a alcohol y tabaco y me pregunté en qué condiciones iría a cazar a la mañana siguiente.
—Saldremos a las once, muchachos. No sé qué instrucciones os habrá dado Davies, pero ésa es la hora de la partida, así que los caballos tienen que estar listos bastante antes.
—Estamos aquí desde las siete, señor —dije.
—De acuerdo, supongo que tendréis tiempo suficiente. —Consultó el reloj de bolsillo—. ¿No deberíais iros a dormir si tenéis que levantaros tan temprano? No quiero que lleguéis tarde.
Nos dirigió una de sus sonrisas de superioridad, que le devolví por cortesía. En cuanto a Jack, ni se inmutó. Observé que Nat lo miraba con una cierta aprensión, como si temiera que de repente volcara la mesa y lo estrangulase. El ambiente estaba tan cargado que podría haberse cortado con un cuchillo.
—Bueno, me voy —concluyó sin saber qué más decir—. Hasta mañana.
Cuando cerró la puerta con suavidad, solté un suspiro de alivio. Había temido que nos riñera por beber la cerveza de su padre, un lujo que teníamos prohibido, pero o no le importaba o no había caído en la cuenta.
—Supongo que no te da miedo, ¿verdad, Mattie? —preguntó Jack al rato, con suspicacia.
Solté una carcajada.
—¿Miedo? —dije—. Es una broma, ¿no?
—A fin de cuentas, no es más que un hombre. Y ni siquiera eso.
Me retrepé en la silla, reflexionando. Jack se equivocaba: Nat no me daba miedo. En mi vida me había cruzado con individuos mucho más amenazadores que Nat Pepys y siempre había salido bien parado. Pero me intimidaba, no estaba acostumbrado a la autoridad y menos viniendo de alguien que tenía sólo dos o tres años más que yo. Nat me ponía nervioso, no sé por qué. El reloj de pared de la cocina dio las doce de la noche.
—Será mejor que me largue. —Acabé la cerveza de un trago, me puse en pie y me metí la botella en el bolsillo para tirarla por el camino de vuelta a casa de los Amberton—. Nos vemos mañana.
Jack alzó la botella en señal de despedida, pero no dijo nada. Al abrir la puerta, el claro de luna inundó la cocina, y salí al frío de la noche. Cuando rodeé la casa en dirección al camino de entrada vi la fiesta de Nat y sus amigos por la ventana. Armaban mucho alboroto y parecían muy animados. Oí que un hombre gritaba, a continuación se hizo el silencio y una joven empezó a cantar. Oculto entre las sombras contemplé la gran casa donde trabajaba. ¿Viviría así algún día? ¿Cómo era posible que hubiese gente tan rica? ¿Qué había que hacer para ser como ellos?
Estaba seguro de que yo nunca lo lograría, pero me equivoqué.
La mañana de la cacería, Dominique y otra ayudante de cocina bastante agraciada se hallaban apostadas a las puertas de los establos con bandejas de oporto en las manos. Nat las había seleccionado entre el servicio y las había provisto de los uniformes más elegantes que pudo encontrar. Era evidente que mi «hermana» atraía la atención de todos los hombres de la partida. Creo que era consciente de ello, que incluso estaba encantada, pero apenas miró a ninguno mientras iba ofreciendo oporto y sonriendo con amabilidad. Al verla salir de la cocina unos minutos antes, yo había sonreído como haría cualquiera que viese a un amigo vestido de punta en blanco, pero Dominique había pasado de largo sin hacerme caso, como si se considerara muy superior a mí profesionalmente.
Sacamos los caballos de las cuadras y los atamos en varios puntos alrededor del patio. Nat y sus amigos iban de un lado a otro bebiendo oporto y felicitaban a los caballos por su buen aspecto, como si hubieran hecho algo para conseguirlo. Actuaban como si Jack y yo no estuviéramos allí. A mi amigo no le importaba (creo que ni lo advirtió), pero yo me sentí ofendido, pues había trabajado mucho y merecía un mínimo de reconocimiento. Era joven.
Por fin dio comienzo la cacería, y caballos y perros cruzaron en tropel las verjas de Cageley House en dirección a una gran extension que había al otro lado de la propiedad.
Durante unos minutos oí los incesantes ladridos de los perros que correteaban por las colinas, así como las profundas notas de los cuernos que iban detrás. Después de que Dominique y Mary-Ann se marcharan a preparar la comida y lavar las copas de oporto, Jack y yo fuimos a almorzar. Al entrar en la cocina las dos amigas estaban riendo, pero enmudecieron de golpe e intercambiaron una mirada de complicidad que nos excluía tanto a Jack como a mí. Como de costumbre, mi amigo fue directo a la despensa para ver qué encontraba, y yo me senté a la mesa esperando que Dominique me dirigiera unas palabras amables, algo que me demostrase que aún le importaba.
—Qué quieres que te diga —comentó Mary-Ann mientras arrastraba un enorme saco desde la despensa. Se dejó caer en una silla junto a la cual había una palangana llena de agua y empezó a mondar patatas—. A mí también me gustaría salir a cazar. Me encantan los trajes que llevan y el modo en que cabalgan de un lado para otro. Ay, eso es mucho mejor que quedarse aquí pelando patatas.
—Te caerías de la montura a la primera y te romperías la crisma —se burló Jack—. ¿Cuándo montaste por última vez?
—Podría aprender, ¿no? Si Nat Pepys es capaz de hacerlo, no puede ser tan difícil.
—Seguro que lleva toda la vida montando a caballo —dije, y al ver que apoyaba a Jack, Dominique me miró asqueada—. Pero quizá no se te diera mal después de todo —murmuré para ganarme su aprobación.
—Supongo que estaréis enterados del compromiso —dijo Mary-Ann después de un rato, y puso cara de «sé algo que vosotros ignoráis».
Me quedé de una pieza.
—¿Nat va a casarse? —Estaba claro que Jack tampoco sabía nada.
—Al parecer ya no —continuó Mary-Ann—. Corrían rumores de que se había comprometido con una joven de buena familia de Londres, creo que era la hija de un amigo del padre. Pero ella se enteró de que una noche de juerga Nat visitó una de esas casas que ningún caballero debería pisar, y rompió el compromiso.
Jack soltó un bufido.
—¡De buena se libró! —exclamó entre risas—. Me pregunto quién en su sano juicio querría casarse con ese adefesio…
—Tampoco está tan mal —dijo Mary-Ann—. Además, un día recibirá un tercio de esta propiedad, lo que no es poco. Un hombre con dinero puede tener la cara más fea del mundo, que nadie se dará cuenta.
—De modo que es eso lo que te gusta de él, ¿eh, Mary-Ann? —preguntó Jack negando con la cabeza, desdeñoso—. En la vida hay cosas más importantes que las propiedades, ¿sabes?
—Vaya, qué raro. —La muchacha se sorbió la nariz y se concentró en las patatas—. Normalmente quienes hablan así son los dueños de propiedades, no los desgraciados que no tienen dónde caerse muertos.
Miré alrededor y pensé en lo maravilloso que sería nacer con dinero, heredar una fortuna y vivir sin trabajar.
—Un hombre como Nat nunca haría feliz a una mujer —apunté, deseoso de contentar a Jack, quien apenas parecía escucharme.
Mary-Ann soltó una carcajada.
—¿Qué sabrás tú de lo que hace o no hace feliz a una mujer? —dijo casi llorando de risa—. Seguro que ni siquiera has hecho manitas con una chica. Eres sólo un criajo —me espetó.
Me quedé mudo, con la mirada fija en la mesa y el rostro encendido, y con el rabillo del ojo vi que Dominique se volvía hacia la pila y nos daba la espalda.
—¿Tú qué dices? —añadió Mary-Ann dirigiéndose a su amiga—. ¿Crees que tu hermano se ha acostado alguna vez con una mujer?
—Ni lo sé ni me importa —contestó Dominique, tajante—. Ya está bien por hoy. Algunas tenemos cosas que hacer.
Advertí que empleaba expresiones típicas de la localidad y me pregunté si me ocurriría lo mismo. Mary-Ann siguió carcajeándose un buen rato, y cuando al final alcé la cabeza advertí que Jack, que había visto que Dominique y yo nos ruborizábamos, nos miraba entre risueño y sorprendido. Me levanté y salí de la cocina en dirección a las cuadras.
Cuando Nat y sus amigos volvieron a Cageley House por la tarde, nos informaron que había habido un accidente. Hacía rato que oía los cascos de los caballos y fui a esperarlos en el camino de entrada a la casa. Unos minutos más tarde irrumpió la jauría, seguida por los caballos agotados con sus jinetes. Nat llevaba a una mujer sobre su montura, una joven de cara pálida con los ojos enrojecidos. Los jinetes descabalgaron y no fue Nat sino uno de los chicos más altos quien ayudó a bajar a la chica y la llevó en brazos a la casa. Estaba preguntándome qué habría ocurrido cuando Nat se acercó a mí con cara de preocupación.
—Hemos sufrido un pequeño contratiempo —dijo mientras sus amigos entraban en la casa, donde los recibía el mayordomo—. Janet… quiero decir la señorita Logan se ha caído del caballo cuando éste se ha plantado delante de una valla. Creo que se ha torcido el tobillo. La pobrecilla no ha parado de quejarse durante media hora.
Asentí con la cabeza y conté los caballos. Habían salido ocho, pero sólo habían vuelto siete.
—¿Dónde está su caballo? —pregunté en voz baja.
—Ah. —Nat apretó los labios y se rascó la cabeza—. El caballo está un poco herido, la verdad. Cuando Janet saltó por los aires se cayó y se dio un fuerte golpe; creo que se ha hecho mucho daño.
Me sentí desazonado. Aunque no fuera uno de los caballos que había cuidado en los últimos meses, el trato diario con los de sir Alfred me había infundido un amor hacia esos animales que hasta entonces desconocía. Admiraba su fuerza bruta, la potencia que controlábamos y utilizábamos para nuestro provecho. Me gustaba todo de ellos: su olor, su tacto, el modo en que me miraban confiados con sus grandes ojos húmedos. Mi ocupación favorita en Cageley House era almohazarlos. Presionaba con el instrumento en el lomo hasta que gemían de placer, y al final el brillo castaño de sus patas daba crédito de nuestra devoción y su belleza. De manera que la sola idea de que hubiese un caballo herido me sublevó.
—¿Han tenido que sacrificarlo? —pregunté expectante.
Nat se encogió de hombros con indiferencia.
—No llevaba escopeta, Zulu —dijo pronunciando mal mi apellido—. He tenido que dejar a la pobre bestia allí tirada.
—¿Que lo ha dejado allí? —pregunté sin dar crédito a mis oídos.
—No ha habido manera de que se levantara. Creo que se ha roto una pata. Como nadie llevaba un arma y no íbamos a machacarle la cabeza con una piedra, lo hemos dejado tal cual. He pensado que lo mejor sería regresar a la casa y pedir ayuda. ¿Dónde diablos se ha metido Holby?
Vi por la ventana de la cocina que Jack estaba hablando con Dominique. Al divisarnos, mi amigo salió lentamente de la casa para encargarse de los caballos. Fui hasta él y le conté lo que había ocurrido. Jack miró a Nat con rabia y, repitiendo lo que yo acababa de decir casi palabra por palabra, preguntó:
—¿Has abandonado el caballo sin más? ¿En qué pensabas, Nat? Deberías llevar un arma de fuego cuando sales a cazar por si surge una emergencia, sea cual sea.
—Para ti, Holby, soy el señor Pepys —dijo Nat con la cara roja de furia ante la insolencia del palafrenero—. Nunca llevo armas de fuego si puedo evitarlo. Por el amor de Dios —añadió—, lo único que tenemos que hacer es volver y matar a ese animal. No tardaremos mucho.
Nos quedamos mirando al pobre imbécil, que parecía empequeñecerse a ojos vistas. Por primera vez me di cuenta de que yo, al igual que Jack, era mucho más hombre que él. En ese momento le perdí el respeto por completo, aunque su posición impidió que me dejase dominar por la cólera.
—Ya voy yo —dijo Jack finalmente, dirigiéndose a la casa en busca de un arma—. ¿Dónde has dejado el caballo?
—¡No! —gritó Nat, decidido a no dejarse intimidar por dos inferiores—. Irá Zulu. Lo acompañaré para enseñarle dónde está. Tú quédate aquí y ocúpate de los caballos. Dales agua y comida, y cuando vuelva quiero verlos limpios, ¿entendido? Rápido.
Cuando Jack abrió la boca para protestar, Nat ya había dado media vuelta y entraba en la casa. Miré a mi amigo y me encogí de hombros. Fui a la cuadra y ensillé dos de los caballos de sir Alfred, pues no quería cansar a los que acababan de regresar de la cacería. Cuando los conducía fuera, Nat salió de la casa con una pistola en la mano. Antes de montar inspeccionó la recámara, tras lo cual se alejó al galope sin siquiera mirar a Jack. Lo seguí lo más rápido que pude, pero era un jinete mucho menos experimentado que él y temí quedarme rezagado.
Tardamos unos veinte minutos en divisar lo que nos pareció el caballo herido. Nos detuvimos a una distancia prudente y nos acercamos con cuidado. Temí encontrarlo agonizante o incluso muerto, y deseé con todas mis fuerzas que no estuviera allí. Quizá la lesión no fuera tan grave como Nat había pensado y había conseguido ponerse en pie; tal vez en ese momento deambulaba perdido por el campo. Pero no tuvimos esa suerte. Se trataba de una yegua color avellana de unos tres años de edad, con un círculo blanco alrededor de un ojo. Tendida sobre un manto de hojas y ramas, temblaba y sacudía la cabeza de forma convulsiva. Tenía los ojos desorbitados y echaba espumarajos por la boca. La recordé enseguida gracias a la mancha blanca: era un animal muy bello y fuerte; al andar se le marcaban los tendones y los músculos de las patas. Nat y yo nos quedamos observando a la pobre yegua unos segundos antes de intercambiar una mirada, en la que me pareció vislumbrar un destello de remordimiento. Me habría gustado gritarle a la cara una vez más «No puedo creer que la haya dejado aquí tirada», pero me dije que no era el momento adecuado para insolentarme y que corría el riesgo de que el hijo del patrón probara su fusta conmigo.
—¿Y bien? —dije finalmente mientras miraba la pistola que asomaba del bolsillo de su chaqueta—. ¿Va a disparar o no?
Sacó el arma y palideció. La miró y se mojó los labios con la punta de la lengua.
—¿Lo has hecho antes? ¿Has tenido que matar un caballo alguna vez?
Negué con la cabeza y tragué saliva.
—No —contesté—. Y no quiero hacerlo ahora, si no le importa.
Resopló y miró al caballo una vez más, contempló la pistola y finalmente me la dio.
—No seas cobarde. Obedecerás las órdenes que te dé. Ya sabes lo que hay que hacer.
Al coger la pistola caí en la cuenta de que él tampoco había matado un caballo en su vida.
—Sólo tienes que apuntarle a la cabeza y apretar el gatillo —dijo, y al oír esas palabras se me encendió la sangre—. Pero, por el amor de Dios, intenta que el disparo sea limpio, Zulu, por favor. Nada de chapuzas, ¿eh?
Se volvió y empezó a limpiarse la punta de la bota como si le fuera la vida en ello, a la espera de que yo descerrajara el tiro mortal. Miré el animal, que seguía temblando. Si quería librarlo de su agonía no había tiempo que perder, de modo que alcé la pistola —mientras me familiarizaba con su extraña forma, ya que nunca había sostenido una— con las dos manos para controlar el temblor y di un paso al frente. Apunté a la cabeza de la yegua y miré hacia otro lado. En cuanto noté las náuseas, disparé. El fuerte culatazo me hizo recular. Durante un buen rato permanecimos en silencio. Me sentía aturdido y me zumbaban los oídos, apenas consciente de lo que acababa de hacer. Cuando al fin miré mi obra, me alegró comprobar que la yegua había dejado de temblar. Por fortuna había disparado limpiamente, y con la excepción del hilo de sangre que brotaba de un humeante círculo rojo, y que descendía hasta el ojo atravesando la mancha blanca, apenas existían diferencias entre la escena de unos minutos antes y la actual.
—¿Ya está? —preguntó Nat, todavía sin volverse.
Miré su espalda y no contesté. Vi que temblaba y, sin saber por qué, alcé la pistola de nuevo y le apunté a la cabeza.
—¿Ya está, Zulu? —repitió.
—Mi nombre es Zéla —dije con serena firmeza—. Zéla, ¿entiendes? Y sí, ya está.
Se volvió, pero evitó mirar el cadáver del animal.
—Bueno —dijo finalmente mientras nos dirigíamos a nuestras monturas—. Supongo que eso es lo que te pasa por no hacer caso de lo que te dicen.
Le dirigí una mirada de extrañeza y sonrió.
—Resulta que ella quería que el caballo saltase la valla —recordó—. Me refiero a la señorita Logan. Quería saltar, pero el caballo se encabritó. Míralo ahora. Ha recibido su merecido. Cuando volvamos a casa, dile a Holby que mande a alguien a recogerlo y que lo lleve al matadero, ¿de acuerdo?
Montó sin mirarme ni pronunciar palabra y cabalgó en dirección a Cageley House. De repente sentí un vahído y me apoyé contra un árbol. Se me doblaron las rodillas y vomité. Cuando me incorporé tenía la frente sudorosa y un sabor de boca terrible. Me eché a llorar. Al principio sólo era un gemido, pero acabé sollozando a lágrima viva. Me acurruqué en el suelo y permanecí hecho un ovillo durante lo que me parecieron horas. Ésa era mi vida, me dije. La única que tenía.
Era de noche cuando regresé a casa de los Amberton, no sin antes haberme deshecho del cadáver de la yegua con la ayuda de Jack.