13
Trabajo con Dominique
A menudo me propuse averiguar, sin éxito, el origen del nombre del pueblo donde fuimos a parar, Cageley, palabra derivada de «jaula». No obstante, sigue siendo uno de los lugares que conozco cuyo nombre se ajusta más a la realidad: puedo asegurar que en mis doscientos cincuenta y seis años rara vez he estado en una población donde me sintiera tan enjaulado, tan atrapado, como en esa pequeña aldea. Al llegar, lo primero con que uno topaba era la verja de hierro levantada en los límites del pueblo, por la que tenía que pasar todo el tráfico rodado. Era una vista inusual y extrañamente innecesaria, pues la verja estaba sólidamente plantada en el suelo a un lado y otro del camino y siempre abierta, aunque tampoco habría cambiado nada si la hubiesen cerrado, pues uno podía rodearla y entrar en el pueblo por ambos lados.
Era una población autosuficiente, de quinientos o seiscientos habitantes, todos los cuales parecían contribuir en algo al bien común. Había varias tiendas de ultramarinos, un herrero y, en el centro, un mercado donde los niños de los granjeros se pasaban el día vendiendo sus productos a otras familias del lugar. También contaban con una iglesia, una escuela pequeña y un ayuntamiento donde se representaban obras de teatro y se celebraban conciertos y diversas actuaciones.
Los señores Amberton nos invitaron a pasar la primera noche en su casa. Estábamos tan agotados que nos fuimos directos a la cama. Se trataba de una vivienda muy grande para dos personas solas, y para mi decepción tenían una habitación lo bastante espaciosa para que Tomas y yo durmiéramos juntos, y otra más pequeña para Dominique. A la mañana siguiente, la señora Amberton se ofreció a enseñarnos el pueblo por si decidíamos quedarnos a vivir allí en lugar de continuar viaje a Londres. En cuanto di una vuelta por la aldea y contemplé ese entorno supuestamente idílico, lleno de familias felices y satisfechas que gozaban de relativa prosperidad, me entraron ganas de quedarme. También Dominique, a juzgar por su expresión, parecía embelesada por el porvenir de insospechada estabilidad que se abría ante sus ojos.
—¿Qué piensas? —pregunté mientras avanzábamos por una callejuela; la señora Amberton iba unos pasos por delante con mi hermano pequeño de la mano—. No se parece en nada a Dover.
—Es verdad. Aquí no podrías continuar con tu antiguo estilo de vida. Todos parecen conocerse, y si robaras seguro que nos ahorcarían.
—Hay otras formas de ganarse la vida. En este pueblo hay trabajo, ¿no crees?
No contestó, pero yo estaba seguro de que le gustaba lo que veía. Al final convinimos en que nos quedaríamos un tiempo y empezaríamos a buscar trabajo enseguida. Los Amberton se mostraron encantados cuando les comunicamos la noticia —me sentí un poco como un pardillo al que intentaran captar en una secta— y nos ofrecieron vivir en su casa y empezar a pagarles en cuanto encontráramos un empleo. Aunque ambos me parecían tan repulsivos como sus modales y costumbres, y aunque ya entonces intuía que estaba llamado a vivir otras experiencias, no tenía más remedio que aceptar. Al fin y al cabo, su propuesta era muy generosa, pues no podíamos saber cuándo empezaríamos a cobrar un sueldo. Las dos primeras noches los cinco nos sentamos juntos frente a la chimenea de la casa; Tomas dormía mientras Dominique pensaba en sus cosas y yo escuchaba a nuestros anfitriones relatar con lujo de detalles su vida en común. Amberton amenizaba la conversación con continuas toses, escupitajos al fuego y largos tragos de whisky. Me pareció que se estaban encariñando con nosotros y empezaban a tratarnos como a los hijos que nunca habían tenido; lo notaba en el modo en que nos miraban, sobre todo a Tomas, y para mi sorpresa sentí que me gustaba esa sensación. Hasta entonces no había conocido una familia tan unida y feliz como la que formamos la breve temporada que pasamos con los Amberton, y en toda mi larga vida no he vuelto a experimentar nada parecido.
—El padre de mi mujer no quería que me casase con ella —nos contó Amberton una noche—. Tenía muchas pretensiones, ¿sabéis?, y no siempre se cumplieron.
—Pero era un buen hombre —intervino ella.
—Quizá lo fuera, querida, pero tenía unas aspiraciones desmedidas para haberse pasado media vida ordeñando vacas; recuerda que cuando recibió la pequeña herencia que le dejó la anciana tía de Cornualles ya estaba en la cincuentena.
—¡Mi tía abuela Mildred! —rememoró la señora Amberton—. Vivió sola toda su vida y siempre vistió igual. Llevaba un vestido negro y zapatos rojos, y cuando tenía compañía se ponía guantes. Dicen que estaba un poco trastornada, al parecer por un triste episodio que había vivido en su juventud, pero yo, si queréis saber mi parecer, siempre he pensado que le gustaba ser el centro de atención.
—Como quiera que fuese, el caso es que dejó todo su dinero al padre de mi esposa —continuó Amberton—, y desde entonces cualquiera que lo viese habría jurado que era un miembro de la aristocracia rural. «¿Y cómo piensas mantener el nivel de vida al que está acostumbrada mi hija?», me preguntó la noche en que fui a pedirle la mano de mi mujer. «Pero si acabas de salir del cascarón, chico». Entonces le conté mis planes y que me proponía entrar en el mundo de la construcción en Londres; pensad que por entonces podía ganarse mucho dinero en ese negocio, y él va y se pone a olisquear el aire como si yo hubiera soltado alguna ventosidad, cosa que no había hecho, y luego me dice que no soy un buen partido y que mejor me busque la vida en otra cosa, y que vuelva cuando tenga un porvenir más halagüeño.
—¡Igual que si hubiera ido a pedir trabajo! —exclamó la señora Amberton, como si la respuesta de su padre aún la sulfurara al cabo de tantos años.
—Al final nos escapamos, nos casamos y marchamos a Londres. Durante un tiempo su padre apenas nos dirigió la palabra, pero después pareció olvidarlo todo. Bueno, no todo, porque se acordaba del jamón que se había zampado en nuestro banquete de bodas; solía decir que le había ocasionado un terrible dolor de estómago.
—Al final se volvió un poco… —murmuró la señora Amberton, dándose golpecitos en la sien con un dedo para no pronunciar la odiosa palabra—. A veces se creía Jorge II; otras, Miguel Ángel, y no sé cuántos personajes históricos más. Siempre pienso que cualquier día va a pasarme lo mismo.
—No digas eso, querida —dijo su marido—. Es una idea terrible, de verdad. En caso de que ocurriera me vería obligado a abandonarte.
—De modo que cuando mi padre pasó a mejor vida —continuó ella—, heredamos un poco de dinero y vinimos a vivir a Cageley, donde mi marido montó la escuela. Mi hermana vive con su esposo en el pueblo vecino, y yo quería estar cerca de ellos. Mi marido goza de una enorme popularidad entre los niños, ¿verdad, cariño?
—Me gusta pensar que es así —repuso muy orondo el señor Amberton.
—Ahora tiene cuarenta alumnos. Esos niños están recibiendo la mejor educación posible al tenerlo a él como profesor. Qué buen futuro les espera, ¿eh?
En esa alegre cháchara transcurrieron nuestras primeras noches; era como si al contarnos su vida los señores Amberton nos facilitaran nuestra adaptación a una vida familiar que acabábamos de estrenar. Y por mucho que me horrorizaran ese parloteo sin fin y las toses, las ventosidades, los escupitajos y eructos del hombre, no podía negar que cada vez me encontraba más a gusto con aquel matrimonio. Ahora pienso que si no fuera porque al final ocurrió lo que tenía que ocurrir, me habría quedado allí para siempre. Con dieciocho años cumplidos conseguí un empleo y me inicié en el inhóspito mundo del trabajo legal.
A las afueras de Cageley se alzaba una gran mansión propiedad de sir Alfred Pepys. Él y su mujer, lady Margaret, constituían la aristocracia local y eran muy respetados en el pueblo, pues la familia llevaba más de trescientos años allí. Eran banqueros muy acaudalados y, aparte de la propiedad de Cageley, que tenía ciento veinte hectáreas, poseían una mansión en Londres y una casa en las Tierras Altas de Escocia, además de un sinfín de pequeñas propiedades en otras partes de Inglaterra. Pocos años antes de nuestra llegada al pueblo, sir Alfred y su mujer se habían trasladado a la casa solariega después de dejar sus negocios en Londres en manos de sus tres hijos varones, quienes los visitaban de vez en cuando. La pareja disfrutaba de una vida tranquila en la que la caza y la equitación constituían sus únicas actividades extravagantes. En cuanto a su relación con los lugareños, ni los trataban de forma despótica ni establecían vínculos más allá de la mera cortesía.
El señor Amberton consiguió sendos trabajos para Dominique y para mí en la mansión como ayudante de cocina y mozo de cuadra respectivamente. No cobraríamos mucho, pero al menos tendríamos un sueldo, y nos alegramos de poder ganarnos la vida honradamente. Mi supuesta hermana se alojaría en las dependencias del servicio, mientras que yo seguiría viviendo en casa de los Amberton. A diferencia de mí, a quien este arreglo no podía disgustar más, Dominique estaba encantada de conseguir un grado de independencia que ansiaba desde hacía tiempo. Tomas empezó a asistir a la escuela del señor Amberton y demostró tener gran facilidad para la lectura y el teatro, lo que me consoló un poco de todo lo demás. Amenizaba la velada contándonos lo que había ocurrido durante el día y acompañaba sus relatos con perfectas caricaturizaciones no sólo de sus condiscípulos, sino también de su profesor y casero. Al parecer poseía el talento para el teatro que a su padre desgraciadamente le había faltado.
El día empezaba a las cinco de la mañana, cuando me levantaba y recorría los veinte minutos que había entre la casa de los Amberton y los establos de Cageley House. Junto con otro palafrenero de mi edad, Jack Holby, preparábamos el desayuno de los ocho caballos antes de dar cuenta del nuestro, y a continuación pasábamos unas horas almohazando y cepillando a los animales hasta que les dejábamos el pelaje brillante. Sir Alfred salía a cabalgar por la mañana y exigía que sus caballos estuvieran impecables. Nunca sabíamos cuál escogería ni si llegaría acompañado de algún invitado, así que nos esforzábamos porque todos y cada uno de ellos tuviera un aspecto inmejorable. Creo que en la época que Jack y yo trabajamos allí no había un caballo mejor cuidado en toda Inglaterra. Hacia las once teníamos una hora libre para comer algo en las cocinas y después nos sentábamos al sol y fumábamos una pipa durante veinte minutos, un hábito afectado en el que Jack me había iniciado.
—Cualquier día ensillaré un caballo, lo montaré y me largaré de aquí —dijo Jack en una ocasión, apoyado contra una bala de heno con una taza de té humeante en las manos. Dio una calada a su pipa y añadió—: Será la última vez que vean a Jack Holby por aquí.
Tendría unos diecinueve años y exhibía una melena dorada y lacia que le ocultaba buena parte de la cara, por lo que, en un gesto instintivo de acicalamiento, debía quitarse el pelo de los ojos continuamente. No entendía por qué no se cortaba el flequillo y acababa de una vez.
—Pues a mí me gusta estar aquí —repuse—. Todo esto es nuevo para mí. Nunca había trabajado hasta ahora, y la verdad es que no está tan mal.
Era sincero: la rutina diaria, la conciencia de que debía realizar las mismas tareas todos los días y que a cambio me pagarían, me reconfortaba. El viernes por la tarde, el día de la paga, era el ser más feliz de la tierra.
—Lo dices porque todavía es una novedad para ti. Yo no he hecho otra cosa desde los doce años, y ya he ahorrado lo suficiente para largarme de aquí. Te lo advierto, Mattie, en cuanto cumpla veinte me las piro.
Los padres de Jack trabajaban en la mansión, el señor Holby como segundo mayordomo y su madre de cocinera. Ambos eran personas muy agradables, pero apenas los veía. Jack, por su parte, me tenía fascinado. Aunque sólo me llevaba un año o dos y había vivido en un ambiente protegido, parecía mucho más maduro que yo y consciente de adonde quería llegar. Eso era lo que nos diferenciaba fundamentalmente: Jack era muy ambicioso debido a la existencia apacible y sin cambios que había tenido durante tantos años, mientras que yo carecía de objetivos. Holby había vivido en Cageley House lo suficiente para saber que no quería trabajar en una cuadra el resto de sus días; yo, en cambio, llevaba demasiado tiempo dando tumbos para valorar un poco de estabilidad. Nuestras diferencias nos acercaron en lugar de alejarnos, y pronto nos hicimos muy amigos. Jack era el primer chico de mi edad que conocía que no robaba, y sólo por eso merecía toda mi admiración. En lugar de dejarse arrastrar por la pereza y la avaricia como mis antiguos compinches y yo, él soñaba.
—Te diré cómo es este lugar en realidad —prosiguió—. Por un lado hay treinta personas trabajando como burros para mantener la casa y la finca en perfectas condiciones, y por el otro están los dos señores, sir Alfred y su mujer. ¡Treinta personas trabajando para dos! ¿Qué te parece? Ah, y de vez en cuando viene de visita cualquiera de sus estirados hijos, que nos tratan como si fuéramos bosta de caballo… No los soporto.
—Aún no he visto a ninguno.
—Ni falta que te hace, créeme. El mayor, David, es un tipo larguirucho que está siempre en la luna; va de un lado a otro y jamás se rebaja a hablar con el servicio. El mediano, Alfred Junior, es todavía peor, pues es religioso. Nunca he conocido a nadie que te hable de una forma tan condescendiente; es como si pensara que lo suyo es conversar con el Altísimo y no con simples pecadores. Y en cuanto al menor, Nat, es el más impresentable, un auténtico canalla. Lo he comprobado en más de una ocasión. Una vez se encaprichó con mi Elsie y no dejó de molestarla hasta que ella cedió. Después la dejó y ahora ni siquiera le dirige la palabra. Ella lo odia, pero ¿qué quieres que haga? No tiene adonde ir y no puede dejar el trabajo. Más de una vez he pensado en matarlo, pero he decidido que no voy a sacrificar mi vida por la suya, no señor, eso sí que no. Me gusta Elsie, pero no tanto. Uno de estos días el señorito recibirá su merecido, ya lo verás.
Elsie, que trabajaba como chica de la limpieza en la mansión, había sido novia de Jack. Según me contó mi amigo, Nat Pepys se había insinuado a la joven en una de sus visitas a Cageley; y durante varios fines de semana había regresado con regalos para engatusar a la joven, hasta que al fin logró salirse con la suya. Todo ese asunto había hecho mella en Jack, no porque estuviera enamorado de Elsie —en realidad no lo estaba— sino porque le asqueaba ver que Nat podía conseguirlo todo gracias al dinero, mientras que él estaba atascado en un establo paleando mierda de caballo. Pero lo que más rabia le daba era que el hijo de su patrón ni siquiera sabía que existía. El rencor lo consumía, a tal punto que no podía dormir pensando en el día que dejaría Cageley para empezar una nueva vida.
—Y entonces nunca volverán a darme órdenes.
Por mi parte rezaba para que no se fuese, pues empezaba a valorar mucho nuestra amistad. Trabajaba con ahínco y ahorraba un poco cada semana por si algún día me sentía tan mal como Jack y necesitaba marcharme; no quería verme obligado a empezar de cero una vez más.
Echaba de menos a Dominique; era la primera vez que no vivíamos bajo el mismo techo desde nuestro encuentro en el barco rumbo a Dover. El domingo por la noche venía a cenar a casa de los Amberton, y me parecía que a medida que pasaban las semanas nos distanciábamos más y más, pero no sabía cómo evitarlo. Sin embargo, raro era el día que no nos veíamos, pues Jack y yo siempre comíamos en la cocina y muchas veces era la misma Dominique quien nos preparaba el almuerzo, dado que formaba parte de su trabajo. Recuerdo que siempre procuraba servirnos raciones generosas. Trabó amistad con Jack, aunque creo que éste encontraba intimidante su belleza y un poco extraño el hecho de que ella y yo fuésemos «parientes».
—Tu hermana es muy guapa —me confió un día—, aunque un poco delgada para mi gusto. No os parecéis mucho…
—No, la verdad es que no —repuse, dando por terminada la conversación.
Los Amberton estaban fascinados por la vida que llevábamos en la mansión; de hecho, les cautivaba la mera presencia de unos aristócratas en la vecindad. A Dominique y a mí nos asombraba comprobar que dos aldeanos podían albergar semejante temor reverencial hacia un hombre y su mujer. Por muy absurdo que nos pareciera, el domingo por la noche siempre respondíamos al interrogatorio a que nos sometían en relación con nuestros patrones, como si cada dato que les proporcionáramos los acercara un poco más al paraíso.
—Me han contado que en su habitación lady Margaret tiene una alfombra de más de cinco centímetros de grosor y ribeteada en piel —dijo la señora Amberton.
—Nunca he entrado en su habitación —respondió Dominique—, pero, por lo que sé, la señora prefiere el entarimado desnudo.
—No sé quién me dijo que sir Alfred posee una colección de armas tan amplia como la del ejército británico —comentó el señor Amberton—, por no mencionar la de un museo de Londres, y que ha contratado a un hombre sólo para que las limpie y pula todos los días.
—Pues la verdad es que no lo sé —repuse—. Nunca la he visto.
—También he oído decir que cuando sus hijos los visitan, hacen que les preparen un cochinillo a cada uno y que sólo beben vinos añejos de más de un siglo.
—David y Alfred Junior apenas comen —dijo entre dientes Dominique—. Y los dos afirman que el alcohol es obra del demonio. Al hijo menor todavía no lo conozco.
Después de cenar en casa de los Amberton, acompañaba a Dominique de vuelta a la mansión; ése era el único rato de la semana que pasábamos a solas. Caminábamos despacio y en las noches cálidas nos deteníamos a descansar en la orilla del lago. Para mí era el mejor momento de la semana, pues podíamos ponernos al corriente de nuestras vidas sin preocuparnos de que alguien nos oyera ni tener que mirar el reloj continuamente.
—No recuerdo haber sido tan feliz en toda mi vida —me contó una noche mientras caminábamos con el perro de los Amberton, Brutus, que correteaba alrededor produciendo el mismo ruido que sus dueños—. Es un lugar tan tranquilo… Nunca pasa nada, todo es agradable. Podría quedarme aquí para siempre.
—Al final las cosas cambiarán, ya lo verás. Aunque queramos no podemos quedarnos aquí para siempre. Después de todo —añadí, repitiendo las ideas que Jack había logrado inculcarme—, no queremos ser lacayos el resto de nuestra vida, ¿no? Podríamos hacer fortuna en otra parte.
Suspiró y no respondió. Me di cuenta de que a menudo pensaba en Dominique, Tomas y yo como «nosotros». El sólido núcleo familiar que habíamos formado en el pasado se había deshecho un poco debido a la nueva situación en Cageley. Sabía que había aspectos de la existencia de Dominique que yo ignoraba. A veces me hablaba sobre las nuevas amistades que había entablado en la casa y en el pueblo y de los ratos que pasaban juntos; como es natural, al no ser yo más que un simple palafrenero, quedaba excluido de esa vida. Le conté cosas acerca de Jack y le propuse que organizáramos una merienda campestre con éste y Elsie. Aunque se mostró conforme, advertí que en el fondo la idea no la atraía. Nos estábamos distanciando y eso me angustiaba. Temía llegar una mañana a Cageley House y descubrir que la noche anterior Dominique se había ido para siempre.
Una luminosa tarde de verano, mientras limpiábamos los establos, se presentó el señor Davies, el mayoral de la cuadra, de quien Jack y yo recibíamos órdenes. Era un hombre insípido de mediana edad, pasaba la mayor parte del día —o al menos eso me parecía— sentado a la mesa de la cocina escribiendo pedidos, y rara vez nos dirigía la palabra. Dejaba que Jack se encargara de la cuadra como mejor le parecía y, aunque mantenía el control nominal, toda pregunta o duda pasaba por mi amigo.
El desdén que sentía hacia todos los empleados de la casa saltaba a la vista, aunque él también era un simple asalariado. Siempre que podía evitaba hablar con nosotros, y cuando lo hacía era para señalar nuestros errores. En una ocasión se desató un fuego en la cocina que echó a perder todos los platos que se habían cocinado. El señor Davies no nos quitó el ojo de encima durante lodo el día, hasta que al final se acercó y murmuró «Al menos no ha sido culpa mía», como si a Jack o mí nos importase. Su mayor deseo era que lo consideráramos un superior, un mayoral competente, y no podía estar más lejos de esa aspiración. Por tanto, nos sorprendió que esa tarde se acercara y nos ordenase que dejáramos la horca un instante porque tenía algo importante que comunicarnos.
—La próxima semana vendrá el hijo de sir Alfred a pasar unos días con unos amigos. Van a organizar una cacería y durante su estancia deberéis cuidar unos cuantos caballos más. Ha dejado bien claro su deseo de que tengan un aspecto inmejorable por la mañana, de modo que tendréis que trabajar aún más duro.
—Es imposible que tengan un aspecto mejor que el que tienen ahora —replicó Jack con aspereza—. Así que no pida más, porque no puede mejorarse. Si no le gusta como están, pruebe usted mismo.
—Bueno, pues entonces tendrás que quedarte más rato trabajando para que los otros caballos también reciban el fantástico trato que les das, ¿no crees, Jack? —dijo el señor Davies sarcásticamente, esbozando una sonrisa y enseñando sus dientes rotos—. Porque ya sabes cómo se pone el señorito cuando insiste en algo, sobre todo si viene con sus amigos. Y, además, él es el amo. Quien paga manda, no lo olvides.
«También es tu amo», pensé. Jack gruñó y negó con la cabeza como si la palabra «amo» lo ofendiera.
—¿Cuál de ellos es? —preguntó—. ¿David o Alfred Junior?
—Ninguno de los dos —respondió Davies—. Es el menor, Nat. Al parecer cumple veintiún años o algo así y por eso ha decidido organizar la cacería.
Jack maldijo entre dientes y dio una patada al suelo de pura frustración.
—Ya sé yo lo que le regalaría a ése para su cumpleaños —masculló, pero Davies fingió no oír nada.
—Más tarde os daré vuestro horario para la semana que viene —dijo—. Y no os preocupéis, que el viernes os pagarán un poco más. De modo que nada de acostarse tarde, ¿eh? Necesitaremos que estéis bien despiertos.
Cuando se marchó me encogí de hombros. No tenía ninguna objeción. Disfrutaba con mi trabajo y estaba encantado con lo que había mejorado mi cuerpo gracias al esfuerzo físico: mi pecho era más ancho y mis brazos más fuertes. Los Amberton habían comentado mi transformación y admiraron lo guapo que me había vuelto. Ya no era el muchacho esquelético que había llegado allí unos meses antes, y hasta algunas chicas del pueblo me dirigían miradas coquetas. Ahorrar unas libras más no me haría ningún daño. Además, era la primera vez en mi vida que me sentía realmente adulto y desde luego la sensación me gustaba. Fue una suerte que me sintiese así, porque comportándome de forma infantil no habría conseguido sobrevivir a mi primer encuentro con Nat Pepys.