24
Digo adiós a Dominique
Esperé a que Tomas se fuera a la calle a jugar con sus amigos para poner al corriente a los Amberton. No me hacía mucha gracia tener esa conversación, así que entré en la casa con un nudo en el estómago. Nos sentamos a la mesa de la cocina; el fuego siseaba y crepitaba en la pequeña chimenea atiborrada de leña como si coreara los carraspeos y expectoraciones del señor Amberton. Referí el incidente protagonizado por Jack Holby. Al principio no fui muy pródigo con la verdad, pues no quería que contemplaran al herido Nat Pepys con una luz benévola y, por otro lado, deseaba revestir la figura de Jack de un tenue halo heroico. Amberton no dijo nada, y pareció prestar más atención a su whisky que a mí, mientras que su mujer suspiraba una y otra vez, y cuando llegué al momento del derramamiento de sangre, se llevó una mano a la boca, asustada. Al final la expresión se le descompuso y negó con la cabeza, como si hubiéramos atacado al mismo Dios.
—¿Qué le pasará? —preguntó—. Es espantoso. ¿A quién se le ocurre pegar a Nat Pepys? ¡Al hijo de sir Alfred! —Para ella, Nat era tan importante como su padre, y el que un miembro de una clase inferior hubiera atacado a otro de una superior constituía un crimen horrendo—. De todos modos, nunca me he fiado de ese Jack Holby —añadió, y se sorbió la nariz antes de cruzar los brazos.
—No fue culpa suya —insistí, haciendo esfuerzos por no gritar pero consciente de que no había presentado debidamente el argumento de la defensa—. Se lo estaba buscando, señora Amberton. Nat Pepys lo provocó. Es un matón, un libidinoso y…
—Hay algo que no entiendo —me interrumpió—. ¿Cómo es que Jack defendió a Dominique? No sabía que la conociera tanto.
—Bueno, todos trabajamos juntos. En realidad no la defendió a ella, sino a mí.
Me miró a los ojos, desconcertada, y me vi obligado a aclarar:
—La verdad —tragué saliva antes de admitir ante aquellas buenas personas que había estado mintiéndoles durante un año— es que Dominique y yo no somos hermanos. De hecho, no nos une ningún parentesco.
—¿Lo ves? Ya te lo decía yo —saltó Amberton en tono triunfal, y dio un golpe a la mesa de la cocina antes de esbozar una amplia sonrisa.
Su mujer lo mandó callar y me instó a que continuara.
—Pensamos que tendríamos más posibilidades de encontrar un trabajo juntos si decíamos que éramos hermanos. Cuando tuvimos la suerte de que nos acogieran en su casa el engaño ya había llegado demasiado lejos, y después de un tiempo pensamos que era mejor seguir así. Todo el mundo nos creía hermanos, de modo que no valía la pena desdecirse.
—¿Y Tomas? —preguntó la mujer con un hilo de voz—. ¿Quién es? Ahora me dirás que lo recogiste en las calles de París, claro. Los tres tenéis el mismo acento. Los pobres inocentes como nosotros somos fáciles de engañar. —Estaba ofendida; en su tono se traslucía el orgullo herido.
—No. —Rehuí su mirada, muerto de vergüenza—. Es mi hermano… Bueno, en realidad medio hermano. Somos de la misma madre, pero de padres distintos.
—¡Ja! —resopló—. ¿Y dónde está vuestra madre, si se me permite la pregunta? ¿Vive en el pueblo? ¿Trabaja en la mansión?
Tenía los ojos velados por las lágrimas, imaginé que más por Tomas que por mí. De pronto se me ocurrió que en todo el tiempo que llevábamos en Cageley apenas habíamos contado nada a los Amberton de nuestra vida, aparte de la mentira de los tres hermanos que viajaban juntos. Aunque, en honor a la verdad, tampoco los Amberton habían preguntado mucho más y habían acabado por aceptar nuestra versión.
Pero la verdad había acabado por salir a la luz. Sin apartar la vista del fuego, referí mis primeros años en París; les hablé de mi madre, Marie, y de la absurda muerte de mi padre, Jean; recordé al autor dramático que nos ayudaba dándonos un poco de dinero todos los meses; les hablé de cómo un niño había robado el bolso de mi madre un día que salía del teatro, y cómo a raíz de ese incidente había conocido al que sería su segundo marido y padre de Tomas, Philippe. Referí las pretensiones de creatividad que resultó tener Philippe, tanto en el escenario como fuera de él, y para concluir relaté la tarde fatal en que mató a mi madre de una brutal paliza y cómo yo había corrido en busca de ayuda. Después de describirles la ejecución de mi padrastro y nuestra partida de París, les conté mi encuentro con Dominique Sauvet en el barco de Calais y cómo habíamos vivido robando durante un año en Dover hasta que decidimos trasladarnos a Londres para probar fortuna. Por el camino los habíamos conocido a ellos, de modo que ya sabían el resto de la historia. Les ahorré el episodio de nuestro horrible encontronazo con Furlong, cuyo cadáver habíamos dejado pudriéndose entre la maleza; no tenía sentido añadir detalles escabrosos a una historia ya traumática. Tardé bastante en concluir mi relato, pero los Amberton me escucharon sin interrumpirme y, al final, guardaron unos minutos de respetuoso silencio.
—Vaya, pues no entiendo por qué tenías que mentirnos —dijo al cabo la señora Amberton, reacia a abandonar su posición de autoridad moral. Aunque su tono de justa indignación había desaparecido, seguía decepcionada—. Pero supongo que al final todo se arreglará.
—¿Que se arreglará, dice? —inquirí asombrado—. ¿Cómo podría arreglarse? Piense que por culpa de ese incidente Jack Holby está preso y todo su porvenir se ha malogrado. ¡Tenía tantos planes para el futuro, señora Amberton! Pensaba dejar Cageley pronto.
—Pues ahora no podrá ir a ninguna parte durante una buena temporada —replicó, y se removió con un dedo el cartílago que tenía entre sus dos incisivos, los únicos dientes que conservaba en la mandíbula superior—. Le echarán cinco años, y cuando salga de la cárcel no encontrará trabajo. Pero ya puede considerarse afortunado por no haber matado a Nat, pues en ese caso habría ido directo a la horca.
—¡A eso me refiero! —protesté. Su falta de compasión por la triste suerte de mi amigo me descorazonaba y enfurecía, a tal punto que tenía ganas de levantarme y lanzar la vajilla al suelo para que comprendieran cómo me sentía—. El engaño… Si no hubiéramos mentido nada de esto habría sucedido. Dominique y yo habríamos arreglado nuestra relación y la gente se habría enterado de lo nuestro. Y Nat Pepys no nos habría preocupado. Tal como se han desarrollado los acontecimientos, Jack ha acabado con sus huesos en la cárcel por mi culpa. ¡Es mi amigo! —insistí.
Seguía asombrado del sacrificio que había hecho Jack por nuestra amistad. A decir verdad, en los dos siglos y medio que me ha tocado vivir jamás he presenciado un acto más desinteresado; su recuerdo me ha hecho valorar la amistad como pocas cosas en este mundo. Desde entonces siempre he creído en la importancia de la lealtad. Existen pocas experiencias más maravillosas que la amistad, de ahí que traicionarla constituya una de las peores vilezas. Un amigo de verdad es una rareza, y quizá por ello muchas veces llamamos amigo a alguien por el mero hecho de pasar mucho tiempo en su compañía.
—Siempre pensé que entre Dominique y tú había algo raro —intervino Amberton—. Me fijé en cómo la mirabas; no del modo en que un chico miraría a su hermana —musitó, pero apenas lo oí, pues su mujer lo interrumpió, y lo que dijo me perturbó tanto que me levanté de un brinco.
—Bueno, la verdad es que nunca me ha gustado esa chica —afirmó y, al observar la reacción que sus palabras provocaban en mí, añadió—: No me mires así, Matthieu. Lo digo como lo siento. No me fío de ella, qué quieres que te diga. Mira cómo nos paga todo lo que hemos hecho por ella; la hemos traído a vivir aquí, hemos dado un techo a sus hermanos (ah, bueno, no sois sus hermanos, pero ya me entiendes), y ella como si nada. Últimamente ni siquiera nos visita. Y cuando me encuentra en la calle sólo me dirige la palabra por cortesía, deseosa de seguir su camino cuanto antes.
—¡Por el amor de Dios, señora Amberton! —exclamé.
—No, déjame acabar —me interrumpió levantando una mano—. Si quieres saber mi opinión, te diré que no ha hecho otra cosa que esperar sentada a que sucediera lo que tenía que suceder. Por lo que me has contado, parecía alentar las insinuaciones del señor Pepys.
—A ella Nat le importa un bledo.
—Es a él a quien le importa un pepino, entérate de una vez, pues hará una buena boda, aunque no con ella. Pero la chica es lista, claro que sí. Por el momento ha conseguido tener a todo el pueblo peleándose por ella…
—¡No es todo el pueblo!
—Y debe de estar pasándolo en grande. Nat Pepys medio tullido, Jack Holby arruinado para el resto de su vida y en la cárcel, y tú… No quiero imaginar lo que estarás planeando.
—Me marcho —repuse en voz baja, y esperé a que asimilaran mi decisión antes de añadir—: Me voy a Londres, adonde pensaba ir al principio.
La señora Amberton resopló y puso los ojos en blanco, como si se las tuviera con un idiota.
—Y Dominique viene conmigo —añadí.
—¡Mira que eres ingenuo! —exclamó.
Estaba tan furioso, y tenía tantas ganas de herir a esa inofensiva y bondadosa mujer que siempre se había mostrado caritativa conmigo, que agregué:
—¡Y me llevo a Tomas!
Los dos levantaron la vista como movidos por un resorte. La señora Amberton se llevó la mano a la garganta y emitió un sollozo ahogado; su marido la miró ceñudo.
—No serás capaz.
—Ya lo creo que sí.
—Pero ¿por qué?
—¡Pues porque es mi hermano! ¿Qué esperaba usted? ¿Realmente pensaba que iba a abandonarlo aquí? Eso no lo haría jamás.
De pronto la señora Amberton se echó a llorar y dijo con voz entrecortada:
—Pero no es más que un niño. Debe ir a clase, necesita a sus amigos. Ahora que le iba tan bien en la escuela… No puedes privarlo de todo esto, no nos lo quites —gimió.
Me encogí de hombros y la miré. No me daba ninguna pena, a tal punto se había endurecido mi corazón con los acontecimientos de los últimos días.
—Por favor, Matthieu —suplicó, cogiéndome la mano con sus dedos fuertes y nudosos—. Por favor, no lo hagas. Vete a Londres con Dominique si eso es lo que quieres, establécete, conviértete en un hombre importante y entonces mándalo llamar. Pero deja que se quede aquí mientras tanto…
La miré y suspiré.
—No puedo. Lo lamento pero no puedo irme sin mi hermano.
—¡Pues entonces quédate! —rogó—. Quedaos los dos en Cageley House. Tenéis un buen empleo, ganáis un buen…
—¿Después de lo que ha pasado? No soy capaz. Lo siento por los dos, lo siento muchísimo. Les estoy muy agradecido por todo lo que han hecho por nosotros pero ya he tomado una decisión. Y Dominique está de acuerdo conmigo. Nos marchamos a Londres, los tres. Y volveremos a ser una familia. Me siento… me siento en deuda con ustedes, claro está, pero a veces… —No se me ocurría cómo terminar; apenas fui capaz de pronunciar las últimas palabras.
Guardamos silencio y tras unos minutos el ambiente se hizo tan irrespirable que me dispuse a marcharme. Fui a mi habitación para recoger el abrigo, pues tenía que hacer un recado, y cuando salí de la casa oí unos sollozos procedentes de la cocina. Por mucho que lo intenté no conseguí descubrir si quien lloraba era la señora Amberton o su marido.
La prisión de Cageley no era más que un pequeño edificio construido a las afueras del pueblo para ese cometido. Nunca había estado allí y tenía miedo de que me arrastraran dentro y me encerraran por mi implicación en los hechos. Delante de la entrada había unos niños jugando con una pelota, que se arrojaban unos a otros y echaban a correr cuando golpeaba a alguno. De pronto la pelota cayó demasiado cerca de la cárcel y ellos parecieron angustiados por decidir quién iría a recogerla. Se la devolví de un puntapié y subí los escalones que me separaban de la entrada. Temerosos, los niños se dispersaron.
Nunca había estado dentro de una prisión. Cuando habían arrestado a mi padrastro, me había quedado en casa con Tomas; al día siguiente volvió un policía y dijo que faltaban más de dos semanas para el juicio. Entonces me planteé ir a visitarlo a la cárcel, no para ofrecerle consuelo o apoyo, claro está, sino para satisfacer una repentina y extraña necesidad de ver por última vez al hombre que había asesinado a mi madre. A pesar de que habíamos compartido la misma casa durante años y en apariencia nos conocíamos muy bien, en aquel momento me resultaba un completo desconocido. Pensé que si lo veía en su celda, sobre todo después de que lo juzgaran y condenaran a muerte, comprendería más el tipo de hombre que era en realidad; que podría ver su lado malvado, que hasta entonces había permanecido oculto para mí. Sin embargo, al final no fui, y preferí unirme a la muchedumbre el día de su ajusticiamiento.
La cárcel tenía forma de T. El pasillo principal, donde estaba la mesa del celador, conducía a un par de celdas en un extremo, una enfrente de la otra. Desde la entrada no se veían las celdas, sólo el largo pasillo, así como la bifurcación a derecha e izquierda al final. Me presenté al carcelero, que alzó la mirada sorprendido.
—¿Qué haces aquí, chico? Vienes a ver a tu amigo, ¿eh?
Era alto y enjuto, tenía una abundante cabellera oscura y una gran cicatriz en el mentón; no sé por qué, pensé que se enorgullecía tanto de una como de la otra.
—Me gustaría hablar con él. —Habría preferido mostrarme más agresivo, pero no quería arriesgarme a que, sólo por demostrar que no me daba miedo, no me dejara entrar—. Si es posible —añadí respetuosamente.
Tamborileó en el escritorio con un lápiz y balanceó la silla hacia atrás, tanto que temí que perdería el equilibrio y caería de espaldas al suelo, pero al parecer tenía años de práctica, pues conservó el equilibrio.
—Puedes entrar a verlo —gruñó al fin—. Pero no mucho rato. Te doy quince minutos, ¿de acuerdo?
Asentí y miré hacia el final del pasillo, preguntándome en cuál de las dos celdas estaría Jack. No había avanzado un metro cuando el hombre me cortó el paso y me apretó el brazo con sus nervudos y sucios dedos.
—¡No tan rápido! Tengo que comprobar que no traes nada ahí.
Lo miré sorprendido. Llevaba pantalones, botas y una camisa holgada por todo atuendo. Era casi imposible que escondiera una navaja u otra clase de arma.
—¿Acaso tengo aspecto de llevar algo encima? —repuse impulsivamente, y al punto me mordí la lengua para no estropearlo todo.
—En este trabajo hay que andarse con tiento —dijo mientras me empujaba contra la pared y me separaba las piernas con la punta de la bota.
Apreté los dientes y me esforcé por no devolverle el puntapié, como habría hecho un caballo bajo presión, mientras me cacheaba.
—¿Satisfecho? —pregunté sarcástico cuando hubo terminado.
Él se encogió de hombros y señaló las celdas con un movimiento de la cabeza. Le importaba un bledo lo que yo pudiera pensar.
—Al final del pasillo a la derecha. Allí está.
Avancé respirando hondo a fin de prepararme para la visión de las dos celdas. No sé por qué, primero miré la de la derecha. Estaba vacía, lo que me alegró. Me volví con una sonrisa, que se esfumó rápidamente cuando vi a Jack.
La celda sólo tenía un pequeño catre y un agujero en un rincón que hacía las veces de retrete. Jack estaba sentado en el suelo de espaldas al catre y de cara a la pared. El pelo, alborotado y sucio, más que rubio parecía castaño. Iba descalzo y un desgarrón de la camisa dejaba al descubierto un hombro magullado. Se volvió hacia mí, pálido y con los ojos enrojecidos por falta de sueño. Tragué saliva y me acerqué a los barrotes.
—Jack —lo saludé, consternado—. ¿Cómo estás, amigo mío?
Se encogió de hombros, pero pareció alegrarse de verme.
—Estoy metido en un buen lío, Mattie —repuso, arrastrándose hasta el camastro para sentarse—. Esta vez he metido la pata hasta el fondo.
—Oh, Dios mío —gemí al verlo en ese estado—. Ha sido por mi culpa.
—No es verdad —replicó y me miró irritado, como si lo único que le faltara fuese lamentar que yo me sintiera culpable—. Nadie tiene la culpa más que yo. Podría haberme limitado a apartarte para que no le pegaras. Por cierto, ¿cómo está? ¿Lo he matado? Aquí no me cuentan nada.
—Por desgracia, no. Le rompiste la mandíbula y un par de costillas. La verdad, no tiene muy buen aspecto.
—De todos modos nunca lo ha tenido —dijo encogiéndose de hombros—. ¿Y tú qué? ¿Qué te ha pasado a ti?
—Todavía no me han despedido, si te refieres a eso. Estaba seguro de que lo harían, pero aún no me han dicho nada.
Me pareció que se sorprendía, pero finalmente dijo:
—Supongo que necesitan a alguien que les cuide los caballos. Te mantendrán hasta que encuentren a otro mozo de cuadra que te reemplace, y que me sustituya a mí. Ni tú ni yo tenemos nada que hacer allí.
Asentí y bajé la mirada. No sabía si pedirle perdón o no. Dudaba que quisiera oír palabras de disculpa, de modo que decidí no hacerlo. En cambio, le conté la conversación que había mantenido con los Amberton sin omitir detalle. Le referí cómo me había enterado de lo poco que les gustaba Dominique y lo mal que me había sentado.
—Pues a mí no me sorprende —dijo rehuyendo mi mirada—. Dominique te trata fatal, Mattie, y eres el único que parece no darse cuenta.
—¿Qué dices? —pregunté, boquiabierto.
—No importa. Ahora no tengo ganas de hablar de ella.
Me dispuse a decir algo, pero Jack me indicó con una seña que me callara.
—No quiero hablar de ella, Mattie, ¿me has oído? Ya tengo bastantes preocupaciones para que discutamos sobre tu vida amorosa. Por ejemplo, que faltan tres días para que me condenen a tirar a la basura los próximos años de mi vida. Necesito que me ayudes, Mattie. Quiero que me hagas un favor.
Asentí con la cabeza y miré alrededor, aunque desde donde me encontraba no podía ver más que las paredes. Me aproximé a los barrotes y susurró:
—Tengo un plan —anunció con una sonrisa.
—Soy todo oídos.
—¿Puedo confiar en ti? —preguntó tras una pausa, mirándome a los ojos.
—Por supuesto. Sabes que sí…
—Bien —me interrumpió—, porque en este momento eres la única persona en que puedo confiar, así que espero no equivocarme. Ese celador —añadió, señalando con la cabeza hacia el pasillo—, Musgrave, no es amigo mío. Tuvimos unos cuantos altercados en el pasado y le encantaría verme colgado de una cuerda.
—Pero eso es improbable. Sólo tendrás que cumplir una condena de…
—Lo sé, lo sé. Lo único que digo es que no va a ayudarme ni en broma. Pero hay otro celador, llamado Benson. ¿Sabes quién es?
Asentí. Lo conocía de vista. Era joven y gozaba de gran popularidad entre los aldeanos. Su madre regentaba una posada, y al funeral de su padre, celebrado a principios de año, habían asistido todos los habitantes de Cageley, incluido el mismísimo sir Alfred.
—Tiene menos escrúpulos que Musgrave —continuó—. Y está hasta la coronilla de vivir a costa de su madre. Está abierto al diálogo.
Negué con la cabeza confuso, y una vez más me cercioré de que no nos escuchaba nadie.
—¿Quieres que lo convenza de que te deje marchar? —pregunté.
—Escucha, Mattie. Te conté que pensaba irme de Cageley, ¿verdad? —Sí.
—Y que durante años había ahorrado dinero para largarme, ¿recuerdas?
—Lo recuerdo.
—Bien, he reunido un total de trescientas libras.
—¿Trescientas…? —repetí asombrado, pues me parecía una suma enorme. Apenas era capaz de imaginar tanto dinero, y pensé que debía de haber fraguado grandes planes de futuro para esperar a reunir esa cantidad antes de marcharse.
—Ya te dije que llevo ahorrando desde que tenía doce años, y tampoco es que haya muchos sitios donde gastar el dinero en Cageley. Me había propuesto llegar a trescientas libras, y luego largarme. La semana pasada lo conseguí. Fue cuando te comenté que iba a anunciar que dejaba el trabajo. Bien, ahora quiero que vayas a buscar ese dinero.
Se me paró el corazón. Me daba miedo pensar en lo que iba a pedirme. Peor aún, al recordar las palabras de Dominique de la noche anterior, «Cinco años es mucho tiempo», temí por mi propia honradez.
—De acuerdo —contesté a regañadientes.
—Me consta que Benson me dejará marchar si le doy una parte.
—No lo creo. —En ese momento creía más en la honradez del tal Benson que en la mía propia.
—Puedes tenerlo por seguro —insistió—. He hablado con él. Me dejará marchar por cuarenta libras. Hace el turno de noche solo, de modo que no será necesario hacer tratos con nadie más, te lo aseguro. Sólo tendremos que fingir que ha habido una fuga. Y aquí es donde entras tú.
Sentimientos encontrados pugnaban en mi interior. Quería ayudar a Jack, de verdad, pero por otro lado me maldecía por haber ido a visitarlo a la prisión. Estaba a punto de complicarme la vida cuando podría haber huido hacía horas. Cavilé sobre mi situación, consideré las distintas posibilidades y asentí con la cabeza. No me haría daño escuchar lo que tenía que decirme.
—Sigue.
—Coges el dinero, lo traes aquí por la noche y le entregamos una parte a Benson, que me dejará en libertad. Le daremos un golpe para dejarlo inconsciente, de modo que parezca que irrumpiste en la cárcel y lo atacaste para liberarme.
—¿Seguro que dejará que le des un golpe?
—Sí, dejará que tú lo golpees —me corrigió—. Cuarenta libras es mucho dinero.
—Muy bien —repuse, dispuesto a seguir escuchando su plan aunque no necesariamente fuera a ejecutarlo. Una cosa era la amistad, pero verme involucrado en un crimen y separado de Dominique y Tomas a saber por cuánto tiempo era otra—. ¿Dónde está el dinero?
Permaneció unos instantes en silencio, consciente de que había llegado el momento de la verdad para los dos. Estaba a punto de poner en mis manos el fruto del trabajo de toda su vida, los ahorros que había ido reuniendo durante años de palear excrementos o almohazar caballos. Iba a revelarme su escondite y a confiar en mí. De todas formas, no tenía alternativa: o elegía ese camino o lo perdía todo.
—Está escondido en el tejado —dijo por fin, y soltó un profundo suspiro, como si acabara de quitarse un peso de encima.
—¿En el tejado de Cageley House?
Asintió.
—Ya has subido allí, ¿verdad?
—Un par de veces —respondí.
En el ala este, donde estaban ubicadas las habitaciones del servicio, había un pasillo que conducía a una ventana desde la que podía accederse al tejado de la casa. Justo antes del ascenso a las tejas y las chimeneas, había una parte plana donde, durante el verano, había visto a Mary-Ann, a Dominique y al mismo Jack tumbarse y descansar a la sombra.
—Cuando llegues arriba —prosiguió mi amigo—, tuerce a la derecha y verás un desagüe con una tapa cuadrada. Ábrela, mete la mano y encontrarás una caja. Ahí guardo el dinero. Nadie lo sabe. Es un escondite seguro como pocos. Nunca me he fiado de nadie de la casa. Excepto de ti, ahora. Eso es todo. No se te ocurra decírselo a nadie, ¿me oyes?
—De acuerdo —dije, cerrando los ojos y asintiendo lentamente—. Sí, te he oído.
—¿Puedo confiar en ti, Mattie?
—Sí.
—Es todo lo que tengo, dime que puedo fiarme de ti, por favor. —Pasó una mano entre los barrotes y me agarró la muñeca con fuerza—. Dímelo —siseó, entornando los ojos.
—Confía en mí, Jack. Te lo prometo. Te sacaré de aquí.
Traicionar a un amigo… Me enfrentaba a un dilema difícil: puesto que no podía salvar a otro, al menos me salvaría a mí mismo. Nat Pepys estaba sentado ante la puerta principal de la casa, bajo una sombrilla para protegerse del sol. Mientras me dirigía hacia las cuadras me observó volviendo la cabeza ligeramente, no sé si a propósito o por el dolor que sentía. Al pasar por delante me detuve y me encaminé hacia ese hombre que nos había causado tantos problemas. Tenía los labios apretados y el rostro tumefacto; su aspecto no podía ser peor. Sabía que muchas de las heridas eran superficiales y que sanarían pronto, pero aun así no ofrecía una imagen muy agradable.
—¿Cómo se encuentra? —pregunté antes de recordar que no podía contestarme.
Emitió un breve gruñido y empezó a sacudir la cabeza con movimientos espasmódicos. Me encogí de hombros —los tipos como él me traían sin cuidado— y seguí mi camino mientras oía sus gruñidos cada vez más fuertes a mi espalda. No sé si me llamaba para que volviera a su lado o sencillamente me insultaba.
Dominique estaba sentada junto a la puerta de la cocina, pelando guisantes. Al oír que me acercaba miró en mi dirección, pero al principio no dijo nada. Me senté en el suelo a su lado y me puse a juguetear con unas piedrecitas, preguntándome quién de los dos hablaría primero y si estaría pensando lo mismo que yo.
—¿Y? —dijo al final—. ¿Has visto a Jack?
—Sí.
—¿Y qué?
—¿Y qué, qué? —pregunté exasperado. Llevaba el cabello recogido en la nuca y un vestido escotado que acentuaba la tersura y blancura de su cuello de cisne. Suspiré, rabioso conmigo mismo, y arrojé lejos las piedrecitas.
—¿De qué hablasteis? —preguntó sin perder la paciencia.
—Bueno, Jack está muy angustiado. No hace falta decirlo; la cárcel es un lugar espantoso, y sabe que pasará en ella mucho tiempo. El pobre está hundido.
—Es normal, ¿cómo va a estar? Pero ¿de qué más hablasteis?
Vacilé al tiempo que sentía su mano en la nuca; de pronto empezó a masajearme con fuerza los nudos de tensión que se habían ido acumulando, y por fin me sentí mejor.
—Ha ahorrado más de trescientas libras —dije.
—¿Trescientas…? —repitió a viva voz, reproduciendo la reacción que yo había tenido dos horas antes—. ¿En serio?
—En serio.
—Es mucho dinero. Piensa lo que podría haber hecho con esa suma: dejar este lugar atrás y empezar una nueva vida en otra parte. Cualquiera podría hacer lo mismo. El dinero llama al dinero.
Me pregunté si no estaría refiriéndose veladamente a nosotros en vez de a Jack. Ambos sabíamos lo que estaba pensando el otro, pero hasta ese momento ninguno de los dos había dicho nada. Al final Dominique no aguantó más y dijo con voz grave:
—No le sirve para nada, Matthieu.
Me levanté y me puse a caminar de un lado a otro delante de ella.
—Entonces, ¿qué propones? —pregunté en tono de indignación—. ¿Coger el dinero y escapar? ¿Dejar a Jack pudriéndose en su celda mientras nos largamos con sus ahorros?
—No puedes hacer nada para ayudarlo. Él se lo ha buscado. Y por el amor de Dios, baja la voz. ¡No hace falta que se entere todo el mundo, caray!
Estaba hecho una furia; detestaba encontrarme en esa situación.
—Pero… ¿y si puedo ayudarlo? —murmuré, aunque me habría gustado no tener que tomar una decisión—. ¿Y si empleo ese dinero para sacarlo de la cárcel? ¿Qué me dices, eh? Al fin y al cabo son sus ahorros. Es él quien ha trabajado para conseguirlos, no tú ni yo. Y en el caso de que pasara a la sombra los próximos años, al salir siempre tendría ese dinero esperándolo. De ese modo habría una oportunidad de que reconstruyera su vida.
Dejó en el suelo el cuenco de guisantes y se puso de pie. Se acercó, tomo mi cara entre sus manos y me miró a los ojos.
—Escúchame, Matthieu —dijo con una serenidad que yo estaba muy lejos de tener—. Ya no eres un niño, puedes tomar decisiones por ti mismo. Piensa en lo que voy a decirte: ésta es nuestra oportunidad, tuya, mía, de Tomas. Es la ocasión que siempre hemos buscado. Podemos hacerlo; Jack no es tu amigo; piensas que lo es, pero te equivocas de medio a medio. No le debes nada, de verdad.
Me eché a reír.
—No es cierto. Sí que es mi amigo. Mira lo que hizo por mí. Fue a la cárcel por evitar que yo corriera esa misma suerte. Si yo no le importara, no habría pegado a Nat.
—¿Acaso crees que estaba defendiendo tu honor? —preguntó con los brazos en jarras. Abrió y cerró la boca varias veces como si dudara si seguir por ese camino—. ¿Piensas que lo que estaba en juego era tu honor? Pues te equivocas: era el mío. Jack defendía mi honor. ¡Abre los ojos, Matthieu!, ¡no entiendes nada!
Di un paso atrás, sorprendido. No entendía de qué me estaba hablando.
—¿Tu honor? —musité frunciendo el entrecejo—. No… —De pronto caí y miré a Dominique azorado—. Pero ¿qué insinúas?
No respondió enseguida, sino que bajó la vista al suelo, avergonzada.
—Entre él y yo nunca ha pasado nada, por supuesto —aclaró al fin—. No he dejado que ocurriera. Ya sabes que te quiero a ti, Matthieu.
La cabeza me daba vueltas. Tuve ganas coger un caballo y marcharme de allí al galope, dejarlo todo atrás, Jack, Dominique, el dinero.
—Mientes —dije con tono cortante.
—Piensa lo que te dé la gana. Yo sólo digo que Jack Holby no es más amigo tuyo que mío, y que tiene algo que podemos tener nosotros, algo que podemos coger para luego marcharnos. Tú sabrás lo que haces. Por cierto, ¿dónde lo esconde?
Negué con la cabeza, aturdido.
—Espera. Espera un momento. Quiero saber a qué te refieres cuando dices que Jack defendió tu honor.
Suspiró y miró alrededor, secándose las manos en el delantal.
—No pasó nada. No tienes por qué ponerte así.
—¡Dime lo que ocurrió! —grité.
—Pues a veces, cuando tú volvías a casa por la noche, Jack y yo charlábamos. Después de todo, vivíamos bajo el mismo techo. Lo veía más que a ti.
—¿Qué pasó? —insistí.
—Yo le gustaba —repuso sencillamente—. Sabía que no eras mi hermano, se había dado cuenta, y así me lo dijo, y me preguntó qué había ocurrido entre nosotros, si éramos amantes.
Al oír esa palabra me dio un vuelco el corazón y esperé a que continuara sin apartar la vista de ella.
—Le dije que no —prosiguió—. ¿Qué ganaba con explicarle la verdad? Además, no era asunto suyo. Le dije que tú sentías algo por mí, pero que yo pensaba que la farsa de que éramos hermanos se acercaba bastante a la realidad.
Tragué saliva y noté que las lágrimas resbalaban por mis mejillas. No me atrevía a preguntarle si lo creía de verdad o sencillamente se lo había dicho para contentarlo. Y en el fondo, una parte de mí, la más infantil e inmadura, quería que Dominique reconociera que éramos amantes. El hecho de que lo hubiera negado ante Jack me dolía, y no sabía por qué.
—Bueno, ¿y qué hizo entonces?
—Intentó besarme. Pero lo rechacé. Podía traerme problemas, y además es un crío.
Reí para disimular la rabia que me provocaba su arrogancia. Jack era mayor que yo —y que Dominique—, por lo que el hecho de que hubiese sido rechazado de ese modo me sacaba de quicio. Estaba hecho un lío. ¿Decía Dominique la verdad sobre Jack o mentía? ¿Y qué tenía que decir de Nat? Era mayor que nosotros, mucho más feo, pero rico. Muchísimo más rico. Sacudí la cabeza para expulsar esos pensamientos y le dirigí una mirada de encono.
—No pienso decirte dónde está el dinero —mascullé—. Pero lo cogeremos. Esta noche lo cogeremos.
Sonrió.
—Es lo mejor que podemos hacer, Matthieu —dijo en voz baja.
—Cállate de una vez, Dominique —repliqué con brusquedad, cerrando los ojos mientras libraba una batalla interna contra el amor desconfiado y la codicia—. Esta noche, hacia las doce, volveré. Entonces cogeremos el dinero y nos largaremos, ¿de acuerdo?
—¿Y Tomas?
—Después de coger el dinero iremos a casa de los Amberton a buscarlo. Esta misma tarde hablaré con él.
Di media vuelta y eché a andar. Dominique me gritó algo que no oí. Seguía sin saber qué pensar. No, no es verdad, claro que lo sabía. Nada de lo que había dicho Dominique era cierto. Lo había sabido desde el primer momento. Era imposible que hubiese ocurrido algo indecoroso entre los dos por la sencilla razón de que Jack jamás lo habría permitido. Era demasiado buen amigo para eso. Nunca me habría traicionado. No dudé ni por un instante de que Dominique mentía, pero aun así preferí simular que la creía, pues de ese modo obtenía una disculpa para obrar como me proponía.
Si fingía creer que Jack Holby me había traicionado, entonces tenía carta blanca para traicionarlo a mi vez. Antes de emprender el camino a casa, ya había tomado una decisión: cogería el dinero y me fugaría con Dominique y Tomas.
Mi hermano me pidió una y otra vez que no me marchase y, todavía peor, se negó en redondo a abandonar Cageley.
—Pero piensa en la nueva vida que llevaremos en Londres —dije, esforzándome por transmitir un entusiasmo que estaba lejos de sentir—. Recuerda que es lo que teníamos planeado antes de venir aquí.
—Sí, me acuerdo de que planeabais ir allí —me corrigió—, pero no recuerdo que me preguntarais mi opinión. Los que queríais vivir en Londres erais Dominique y tú, no yo. Ahora soy feliz aquí.
Se volvió enfurruñado y pareció plantearse soltar unas lágrimas. Dejé escapar un gemido de impotencia. Nunca había contado con que Tomas encontraría en Cageley su lugar en el mundo, y la situación me sobrepasaba. Pues aunque yo había sido bastante feliz en ese pueblo, siempre había pensado que algún día lo dejaría. Envidié a mi hermano por haber encontrado algo que yo apenas había conocido en toda mi vida: un hogar.
—Señora Amberton —dije para que me ayudara a convencerlo, pero la buena mujer se apartó de mí con los ojos arrasados en lágrimas.
—Conmigo no cuentes. Sabes lo que opino de este asunto.
—No podemos separarnos —aduje con firmeza; cogí a Tomas de la mano, pero se zafó de mí—. Somos una familia, Tomas.
—Nosotros también somos una familia —dijo la señora Amberton, sollozando—. ¿Acaso no os acogimos cuando no teníais adónde ir? Entonces sí que os interesó quedaros.
—Ya lo hemos hablado, señora Amberton —repuse, agotado al ver cómo se estaba complicando todo. Su renuencia a ayudarme a convencer a Tomas me impresionaba cada vez más; no pensaba que lo quisiera tanto—. He tomado una decisión y no voy a desdecirme.
—¿Cuándo se supone que nos iríamos? —preguntó Tomas sin dar su brazo a torcer, pero ansioso por conocer los detalles de lo que se avecinaba.
Me encogí de hombros.
—Dentro de un par de días. Quizá antes.
Puso los ojos como platos y miró horrorizado a la señora Amberton y a su marido. Le temblaba el labio inferior y se esforzaba por contener las lágrimas. Pareció que quería protestar otra vez, pero no encontró las palabras y permaneció callado.
—Todo irá bien, ya lo verás —lo consolé—. Confía en mí.
—¡No irá bien! —gritó sin poder reprimirse más y entregándose al llanto—. ¡No quiero ir!
Me levanté hecho una furia y recorrí la habitación con la mirada. Amberton estaba sentado junto al hogar, y por una vez se había olvidado de la botella de whisky, que se hallaba en la repisa de la chimenea, mientras su mujer y mi hermano se abrazaban y trataban de consolarse mutuamente. Me sentí el hombre más despiadado del mundo, cuando mi único propósito era mantener unida a mi familia. Era más de lo que podía soportar.
—Lo siento muchísimo —dije con enfado antes de salir de la habitación—, pero está decidido y no voy a cambiar de opinión. Tomas, vendrás conmigo tanto si quieres como si no.
Era una noche de luna llena, que de vez en cuando ocultaban unas nubes finas y tenues. Me interné en el bosque y esperé, oliendo el aroma de la vegetación que me rodeaba y temblando presa de los nervios. Al filo de la medianoche apareció Dominique procedente de la mansión y se detuvo en nuestro punto de encuentro habitual, junto a las cuadras. La observé por un instante. Había sido uno de los días más largos de mi vida y ahí estaba, arrastrándome sin ninguna necesidad hacia el siguiente mientras me disponía a robar a un amigo que se había sacrificado por mí. Contemplé a mi antigua amante e intenté imaginar la vida que compartiríamos en Londres cuando fuéramos ricos. A pesar de las expectativas que me había creado en torno a ese día, de pronto ya no le veía el sentido. El dinero me había cegado. Trescientas libras. Con esa suma podríamos establecernos cómodamente, pero era un precio demasiado alto por perder el honor.
—Ah, estás ahí —dijo Dominique, sonriendo con alivio cuando salí de mi escondite y fui caminando hacia ella—. Empezaba a pensar que no vendrías.
—Sabías que no te fallaría —repliqué.
Dominique alargó la mano y me frotó el brazo.
—Estás helado. Todo saldrá bien. He dejado mi equipaje ahí mismo. —Movió la cabeza en dirección a la cuadra y vi una pequeña maleta apoyada contra la pared—. Llevo muy pocas cosas. He pensado que una vez en Londres podremos comprar lo que necesitemos.
—Voy a buscar el dinero —murmuré. No estaba de humor para charlas, especialmente si estaban relacionadas con el gasto de una suma conseguida con malas artes. Eché a andar hacia la entrada de la mansión, y Dominique me siguió.
—Voy contigo.
—No hace falta. Puedo ir solo.
—Pero quiero ir —insistió, fingiendo jovialidad, como si estuviéramos embarcados en una gran aventura—. Así vigilaré que no venga nadie.
Me detuve y la miré. A la luz de la luna su tez blanca cobraba tonos azulados. Me sostuvo la mirada sin parpadear.
—¿O más bien quieres vigilarme? ¿Qué crees que voy a hacer? ¿Huir solo con el dinero?
—¡Claro que no! —protestó. Apretó los labios mientras intentaba descifrar mi estado de ánimo. Tras una pausa, tiró de mi camisa y añadió—: Te acompaño.
Me encogí de hombros y seguí caminando. Al llegar a la puerta me detuve y, agarrándome a las verjas con pinchos que separaban el lavadero del sótano del nivel del suelo, miré hacia el tejado. Desde donde me encontraba no parecía muy alto, pero sabía por experiencia que desde arriba la impresión era mucho mayor. Debía de haber unos diez metros de altura, si bien creía poder salvarlos fácilmente escalando el muro, como un Romeo del siglo XVIII.
—Vamos allá —dije al tiempo que abría la puerta y me sumía en las sombras.
La cocina estaba a oscuras, y me encaminé hacia la escalera que conducía a las dependencias del servicio. Con Dominique detrás, empecé a subir y alargué la mano para ayudarla. En el alféizar de la ventana del siguiente rellano había una vela encendida. Hice una pausa con la intención de cogerla, pero al final decidí que no valia la pena. La vela proyectaba un pasillo estrecho y ascendente de luz y a duras penas distinguía los escalones para apoyar los pies. Por desgracia, Dominique dio un traspié, y si no hubiera ido cogida de mi mano habría caído con gran estruendo.
—Lo siento —dijo, y se mordió el labio inferior.
La miré. El miedo me atenazaba el estómago; no por el riesgo que corríamos (en realidad, poco), sino por lo que estaba a punto de hacer. ¿Y por qué lo hacía? ¿Por Dominique? ¿Por nosotros?
—Ve con cuidado —susurré, y continué subiendo—. Despacio.
En la siguiente planta vi las puertas de varias habitaciones. Una de ellas era la de Mary-Ann y otra la de Dominique. En el recodo de la escalera, seis peldaños más arriba, había una puerta entreabierta. Vacilé y miré hacia atrás en señal de respeto. Era la habitación de Jack. No sé por qué, empujé la puerta, que se abrió de par en par emitiendo un crujido que podría haberse oído en toda Inglaterra. Contuve la respiración, esperando que dieran la voz de alarma, pero no ocurrió nada. Entré y eché un vistazo. Había un catre en un rincón, un armario cuya puerta colgaba del gozne inferior, una alfombrilla raída, un hogar lleno de ceniza, una estantería atestada de libros, una jofaina y un jarro. Por supuesto, nada era nuevo para mí, pero en ese momento me sentí como si hubiese visto un fantasma, sobre todo al pensar que el hombre que hasta hacía poco ocupaba ese cuarto estaba en una celda y seguramente pasaría mucho tiempo antes de que pudiera salir. Seguimos subiendo.
Un largo pasillo terminaba en una ventana que a su vez daba al tejado. Abrí una hoja suavemente y salí al exterior, donde el frío aire nocturno me estremeció. Me volví para ayudar a Dominique a cruzar la ventana; se le enganchó la falda con una esquirla de la madera pero conseguimos soltarla. Nos encontramos en una plataforma de unos cuatro metros por tres, y a nuestra derecha se extendía el ascendente tejado de pizarra. Me dirigí hacia el borde, ligeramente inclinado hacia delante, sin dejarde mirar abajo, a las verjas de pinchos. El vértigo me paralizó y sentí que perdía el equilibrio, hasta que Dominique me agarró del brazo y tiró de mí con fuerza. Caímos sobre el tejado y contra la pared, y nuestros labios quedaron a un palmo de distancia. Dominique me empujó al tiempo que me miraba como si me hubiera vuelto loco.
—Pero ¿qué haces? —rezongó—. ¿Acaso quieres romperte la crisma? Si te caes desde esta altura te matas.
—No iba a caerme —murmuré—. Sólo estaba mirando.
—Bueno, pues no vuelvas a mirar. Limítate a buscar el dinero y larguémonos de aquí cuanto antes.
Asentí y miré alrededor. Jack me había dicho que había un desagüe con una tapadera, dentro de la cual ocultaba el dinero. Aunque continuaba un poco desorientado, vi el desagüe que corría por el tejado y al seguirlo con la mirada divisé un panel cuadrado y negro a un lado.
—Allí —dije, señalándolo—. Allí está. —Me acerqué, me puse de rodillas e intenté abrir la tapadera haciendo palanca con un dedo, pero el agujero era demasiado pequeño.
—Ten, usa esto —dijo Dominique al tiempo que se quitaba una horquilla del pelo, que cayó sobre sus hombros.
La contemplé unos instantes antes de intentarlo de nuevo y al final levanté la tapa sin esfuerzo. Metí la mano y saqué una caja. Nos sentamos junto a la pared y nos quedamos mirándola maravillados. En ese momento supe que sería capaz de robar aquel dinero. Nunca lo había visto, y mucho menos había tenido la oportunidad de contarlo, todo lo que sabía era que estaba escondido en una caja que podía llevarme.
—Ábrela —murmuró Dominique con voz grave.
Era una caja de puros que Jack debía de haber comprado en el pueblo o, más probablemente, robado en un cuarto de huéspedes en la época en que había empezado a ahorrar. El olor a humedad del dinero invadió mis fosas nasales y me eché a reír, anonadado de tener semejante suma ante mis ojos. Saqué los enormes billetes y me asombré de su tamaño y grosor. Rara vez había tenido un billete en las manos; mis magros ahorros consistían en una bolsa de monedas que solía contar con enorme placer en mi habitación en casa de los Amberton. Calculé que la caja debía de contener la suma que Jack me había dicho, si no más.
—Mira, Dominique. Es impresionante.
—Nuestro futuro depende de esto —afirmó ella mientras se levantaba y luego me ayudaba a ponerme en pie.
Metí los billetes en la caja, la cerré y eché el pestillo, no fuera a arrancármela de las manos la brisa de un Dios proveedor y se la llevara volando por encima de los árboles de Cageley antes de desparramar su contenido sobre las casas. Estaba listo para cruzar la ventana de nuevo y largarme de Cageley para siempre y ya veía la buena vida que me esperaba: ropa cara, buena comida, una casa decente, un trabajo, dinero. Y amor, sobre todo amor.
Al volverme hacia la ventana no pude evitar echar un vistazo por encima del hombro. Hay momentos, simples escenas que se te quedan grabadas para toda la vida. Después de doscientos cincuenta y seis años en este mundo, siempre que pienso en mi niñez y adolescencia, la imagen de esos primeros tiempos irreflexivos termina junto a esa ventana de Cageley House en el momento de volver la vista atrás antes de marcharme definitivamente. Siento que me remuerde la conciencia y se me encoge el corazón ante lo que me dispongo a hacer, y al mismo tiempo sé que ese desconsuelo me perseguirá todos los días de mi existencia. Y es en ese instante cuando, en un abrir y cerrar de ojos, diviso los establos más allá del patio. Aunque la luna no los ilumina y permanecen en sombras, los distingo perfectamente. Los conozco tan bien como la palma de mi mano, y también a los caballos. Los oigo relinchar; un par de yeguas gimen en sueños. Veo el muro exterior y la esquina donde está la bomba de agua junto a la que solía sentarme con Jack a beber una cerveza al finalizar la jornada de trabajo, el punto desde el que se contemplaba mejor la puesta de sol. Recuerdo el sentimiento de placer que me invadía al tumbarme allí después de nueve o diez horas de trabajo, con toda una noche llena de promesas por delante. Recuerdo las horas que pasamos allí sentados, hablando tranquilamente, aunque llevábamos todo el día deseando estar en otra parte, cuanto más lejos mejor. Rememoro las bromas, las risas, los insultos, las burlas cordiales.
Tomó conciencia de que aunque viviera cien años jamás me perdonaría el crimen que estaba a punto de cometer.
Nunca íbamos a ningún otro sitio ni hablábamos con nadie más. Éramos amigos. Cerré los ojos para pensar. En ese momento no sabía lo que es estar dolido con aquellos que uno ha considerado amigos, si bien desde entonces lo he sufrido repetidas veces en carne propia, y allí estaba yo, disponiéndome a cometer un acto horrendo. Todo ese dinero… Jack lo había ganado con el sudor de su frente. Había pasado por incontables sufrimientos y maltratos, había paleado mierda y almohazado caballos muchas más veces de las que podía recordar. Se lo había ganado a pulso. Ahora yo lo robaba. No podía soportarlo.
—Lo siento mucho —dije mirando a Dominique a los ojos y moviendo la cabeza con pesar—. No puedo hacerlo.
—¿Qué no puedes hacer?
—Esto, lo que estamos haciendo: robar. Soy incapaz, en serio.
—Matthieu —dijo con voz serena, acercándose a mí despacio, como si se las viera con un niño travieso al que tuviera que prevenir de algún peligro—. Lo que pasa es que estás nervioso. También yo lo estoy. Ese dinero nos hace falta. Si vamos a…
—No, el que necesita el dinero es Jack. Es su dinero y lo necesita para salir de la cárcel. Así podrá irse a…
—¿Y nosotros qué? —gritó, lanzando una mirada encendida a la caja de puros, lo que hizo que yo la aferrase con mayor fuerza aún—. ¿Qué pasará con los planes que teníamos?
—¿Acaso no te das cuenta? Esto no cambia nada. No tenemos más que ponernos en camino de nuevo y…
—Escucha, Matthieu —me interrumpió con voz enérgica, y di un paso atrás temiendo que se abalanzara sobre la caja—. No pienso ponerme en camino, ni lo sueñes. Cogeré el dinero y…
—¡No! —grité—. ¡No lo cogerás! ¡No lo robaremos! Se lo llevaré a Jack. ¡Y lo sacaré de la cárcel!
Suspiró y se llevó una mano a la frente antes de cerrar los ojos y sumirse, al parecer, en profundos pensamientos. Tragué saliva y parpadeé hecho un manojo de nervios, expectante. Aguardé a que dijera algo. Cuando apartó la mano, en lugar de la mirada airada que había previsto, Dominique sonreía. Se acercó un poco más; le temblaban los labios ligeramente y no apartaba la mirada de mí.
—Matthieu —dijo con calma—, debes considerar lo mejor para nosotros, para ti y para mí, para que podamos estar juntos.
Ladeé la cabeza ligeramente mientras calibraba el alcance de sus palabras. Arrimó su rostro al mío y, al rozarme los labios con los suyos, cerró los ojos y presionó suavemente con la lengua mis labios apretados, que se abrieron un poco por instinto. Apoyó una mano en mi espalda y fue descendiendo hasta la cintura, y más abajo, justo donde sabía que yo era más vulnerable. Solté un gemido y me puse a temblar, excitado por lo que pensaba que iba a ocurrir. La tomé de la nuca para besarla con pasión, pero de pronto apartó sus labios de los míos y empezó a besarme el cuello.
—Podemos hacerlo —susurró—. Podemos estar juntos.
Yo continuaba debatiéndome. La quería. Pero al final me negué.
—Tenemos que salvar a Jack —murmuré, y Dominique se apartó con expresión de furia.
Desvié los ojos para no ver la codicia reflejada en su semblante y cogí aquella caja llena de dinero que la obsesionaba.
De pronto se arrojó sobre ella.
Instintivamente, di un salto a un lado.
Y un segundo después, Dominique ya no estaba allí.
Parpadeé aturdido. Había ido acostumbrándome a la oscuridad y veía claramente que había desaparecido, y aun así no me moví, agarrando la caja de puros como si me fuera la vida en ello, sin saber qué debía hacer a continuación. Sentí náuseas y se me doblaron las rodillas. Me dejé caer sobre el tejado y vomité. Cuando hube vaciado el estómago, volví la cabeza para observar el resultado de mi reacción de hacía unos instantes: allá abajo, a diez metros de distancia, en la noche oscura y fría, estaba Dominique empalada en la verja como una muñeca de trapo.
Antes de echar a caminar hacia la prisión, liberé el cadáver y lo deposité con cuidado sobre la hierba. Tenía los ojos abiertos y de su boca manaba un hilo de sangre que le manchaba la barbilla. La limpié con la mano y le retiré el cabello de la cara. No lloré; por curioso que parezca, todo cuanto quería era huir de allí. Las recriminaciones y las noches de insomnio en que reviviría la escena una y otra vez vendrían después. De hecho, tenía por delante dos siglos y medio para recordar. En ese momento estaba demasiado aturdido y lo único que me interesaba era marcharme de esa casa lo más rápido posible.
Aun así, llevé a Dominique a la cocina y desde allí la arrastré por las escaleras hasta su habitación, que olía a cerrado. Abrí la ventana después de tenderla en el lecho, y cuando iba a salir reparé en que tenía la camisa y las manos ensangrentadas. Me llevé un susto de muerte, pues me daba más miedo la sangre que el cadáver, que me resultaba extrañamente ajeno, como si no fuera Dominique sino una mera representación de ésta, una imagen falsa, y su verdadera personalidad yaciera en lo más profundo de mi ser, a años luz de la muerte.
En esa ocasión no volví la vista atrás antes de salir de la habitación. Fui al dormitorio de Jack y me cambié la camisa ensangrentada. Una vez fuera, me lavé las manos en la bomba y observé el agua roja escurrirse por el desagüe, y con ella la esencia última de mi amada. A continuación fui a la cuadra y desaté dos caballos, los dos más rápidos y resistentes que poseía sir Alfred, y sin hacer ruido los conduje por el camino hasta la verja de la propiedad. Allí monté uno y, sosteniendo las riendas del otro, me dirigí a toda prisa a la prisión, en las afueras del pueblo. Até los caballos y caminando como un sonámbulo entré en la cárcel. El celador —que no era el mismo que en mi visita anterior— echaba una cabezada sobre el escritorio, pero dio un brinco cuando carraspeé y se agarró a la mesa muy nervioso.
—¿Qué quieres? —preguntó antes de fijarse en la caja de puros que yo llevaba. Sin duda Jack lo había puesto al corriente de nuestro plan, pues se le iluminó la mirada. Recorrió con los ojos la habitación desierta y, al tiempo que señalaba con la cabeza en dirección a la celda, añadió—: Eres su amigo, ¿eh?
—Sí. ¿Puedo verlo?
Se encogió de hombros, así que anduve hasta el final del pasillo. Jack estaba en su celda, caminando de un lado a otro como un animal enjaulado. Sonrió al verme, pero al observar mi expresión se quedó de piedra.
—¡Joder! ¿Qué te ha pasado? Cualquiera diría que has visto un fantasma. —Hizo una pausa—. Esa camisa es mía, ¿no?
En lugar de responder, le mostré la caja de puros.
—Aquí la tienes.
El celador se acercó y Jack lo miró.
—¿Y bien? ¿Sigue en pie el trato?
—Sí, me das cuarenta libras y te dejo ir —repuso, haciendo girar la argolla de las llaves para encontrar la que necesitaba—. Todo el mundo sabe que ese Nat Pepys se merecía una buena tunda —murmuró a modo de justificación ante dos jóvenes que no la necesitaban, pues habían hecho algo peor que lo que él se disponía a hacer.
En cuanto estuvo libre, Jack entregó el dinero al carcelero, que se preparó para recibir el golpe con que perdería el conocimiento.
—Acaba de una vez —dijo, volviéndose hacia el escritorio.
Jack cogió una silla y la descargó en el cogote del hombre, que se desplomó en el suelo sin sentido. Aunque el daño no era ni mucho menos tan grave como el que había presenciado apenas dos horas antes —al fin y al cabo el guardia sobreviviría—, volví a sentir náuseas y pensé que iba a desmayarme.
—Vamos —me apremió Jack, y acto seguido me llevó fuera y miró alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca—. ¿Has traído los caballos?
—Sí —respondí, señalando el lugar donde los había atado, pero no me moví.
—¿Qué te pasa? —Era evidente que mi actitud lo confundía.
Guardé silencio, sumido en un mar de dudas.
—¿Puedo hacerte una pregunta? —dije al fin—. Quiero que me contestes la verdad, sea cual sea.
Me miró sin comprender y abrió la boca para responder, pero cambió de parecer y asintió con la cabeza.
—¿Hubo algo entre tú y Dominique?
Vaciló un instante antes de responder:
—¿Qué te ha contado?
—¡Dímelo tú! —vociferé—. ¿Pasó algo entre vosotros o no? ¿Te… insinuaste a Dominique?
—¿Yo? —exclamó, y se echó a reír—. Qué va. —Sacudió la cabeza—. Jamás. Si te ha dicho eso, es una mentirosa.
—Sí, me lo ha dicho.
—Más bien fue al revés. Una noche se coló en mi habitación y «se me insinuó», como dices. Te lo juro.
Sentí una punzada en el corazón.
—Y tú no hiciste nada —musité.
—Claro que no.
—¿Por mí? ¿Debido a nuestra amistad?
Soltó un bufido.
—Quizá un poco por eso —respondió—, pero para ser sincero, Mattie, te diré que nunca me ha gustado. Siempre me horrorizó el modo en que te trataba, ya te lo dije. Es una mala persona.
Me encogí de hombros.
—Pero yo la quería. ¿No te parece raro?
Frunció el entrecejo y alzó la mirada. Empezaba a clarear y hacía rato que deberíamos habernos marchado.
—Por cierto, ¿dónde está Dominique? —preguntó.
No supe qué responder. ¿Le contaría la verdad? ¿Me atrevería a explicarle lo que me había ocurrido esa noche?
—No viene con nosotros. Se queda.
Asintió lentamente, un poco sorprendido, pero decidió no insistir.
—¿Y Tomas?
No dije nada. Se produjo un largo silencio.
—Bien —dijo al cabo, montando en un caballo—. Larguémonos de aquí.
Puse un pie en el estribo del otro caballo, me encaramé a su lomo y me puse en camino detrás de Jack. No miré atrás ni una sola vez, y aunque ahora me gustaría describir el viaje que hicimos hasta el sur de Inglaterra y la travesía a bordo de un barco que nos condujo al continente y nuestra libertad, no conservo ningún recuerdo de esos momentos. Mi infancia había terminado. Y aunque todavía me quedaban muchos años por vivir —muchos más de los que podía imaginar entonces—, en el momento en que mi caballo franqueó las puertas por las que un año antes había entrado en Cageley, me convertí en un adulto.
Y, por primera vez en mi vida, me sentí completamente solo.