20

La cuentista

Cuando llegué a Londres en 1850 era un hombre acaudalado y ambicioso. Para mi sorpresa, el gobierno de Roma había acabado por pagarme la mayor parte de lo estipulado por la construcción del teatro de la ópera, que al final quedaría sin terminar. Pero la temporada romana me había dejado recuerdos muy tristes; el innecesario asesinato de Thomas a manos de Lanzoni no me dejaba dormir por las noches, y cada vez que pensaba que las maquinaciones de una mujer —Sabella, mi esposa bígama— habían provocado dos muertes, la de su otro marido y la de mi sobrino, me enfurecía. Antes de dejar Roma había entregado a Marita, la prometida de Thomas, una generosa suma y después había escapado lo más rápido que pude.

Al recordar mi estancia en Roma me abrumaban la frustración y el desánimo. Me había consagrado a mi trabajo a fin de dotar a la ciudad de un teatro lírico, pero todos mis esfuerzos habían sido en vano. Ahora los conflictos internos imposibilitaban mi regreso y la conclusión de las tareas que se me habían encomendado. Quería emprender alguna obra de la que me sintiera orgulloso, crear algo de lo que un siglo después, al volver la vista atrás, pudiera decir «hice esto». Tenía dinero y no me faltaba talento, de modo que decidí mantener los ojos bien abiertos por si surgía alguna oportunidad interesante.

En 1850, en Inglaterra estaba en pleno apogeo lo que más tarde se conocería como Revolución Industrial. Desde el fin de las Guerras Napoleónicas, treinta y seis años atrás, la población habia crecido de forma espectacular; la innovadora maquinaria de reciente creación trajo consigo métodos agrícolas más efectivos, lo que condujo a una mejora en la calidad de los alimentos y a un nivel de vida más alto. La esperanza media de vida se elevó a cuarenta años, aunque no para mí, por supuesto, que estaba a punto de cumplir ciento nueve, por lo que demostraría ser una inesperada excepción a esa regla. Al mismo tiempo, se dio un gradual abandono del campo en favor de la ciudad, donde todos los meses se abrían nuevas fábricas. Cuando llegué a Londres, había más gente viviendo en la ciudad que en el campo por primera vez en la historia. De modo que llegué con las masas.

Alquilé unas habitaciones cerca de los tribunales. El piso de abajo lo ocupaban los Jennings, una familia con la que trabé amistad en el curso de los meses posteriores. Richard Jennings era ayudante de Joseph Paxton, el artífice del Palacio de Cristal, y en ese momento estaba consagrado a la inminente Gran Exposición de 1851. Una vez hubimos vencido la timidez inicial, nos hicimos amigos y pasamos muchas veladas divertidas charlando y bebiendo whisky en su cocina o en la mía. Me encantaba escuchar sus historias sobre los objetos exóticos que traían a Hyde Park para lo que parecía que iba a ser el más absurdo y ostentoso alarde de consumo de la historia de la humanidad.

—¿Qué intención esconde todo este despliegue de medios? —pregunté a Richard la primera vez que hablamos de la Exposición, que para entonces estaba en boca de todo el mundo, aun cuando todavía faltaban varios meses para la inauguración. El edificio, su misma construcción, era objeto de burlas, y la gente se preguntaba por qué se gastaba el dinero de los contribuyentes en algo que no era mucho más que un escaparate donde se exhibirían los logros nacionales. Se cuestionaba qué utilidad tendría cuando la Exposición finalizase.

—La idea es que conmemore todas las cosas buenas que hay en el mundo —explicó—. Será una enorme construcción repleta de obras de arte, maquinaria, fauna, todo lo que puedas imaginar, tanto que será imposible verlo en un solo día. Habrá algo de todos y cada uno de los rincones del Imperio. Será el museo vivo más grande que el mundo haya contemplado jamás, un símbolo de nuestra unidad y maestría, de lo que somos, en definitiva.

El museo vivo más grande del mundo: en cierto sentido ya lo era el sitio donde vivía. Jamás había visto una casa tan abarrotada de objetos decorativos ni había conocido a un hombre tan dispuesto a exhibirlos. A lo largo de las paredes había estantes repletos de libros, adornos, tazas extrañas, teteras. Cualquier objeto coleccionable estaba allí. Una repentina ráfaga de viento en la habitación habría causado el caos. Por increíble que parezca, no había una mota de polvo en toda la casa. Advertí que Betty Jennings, la mujer de Richard, se pasaba la vida limpiándola. Su existencia giraba en torno a un plumero y una escoba, y su razón de ser consistía en mantener aquel lugar impoluto. Cuando entraba en su casa, Betty me recibía con el acostumbrado delantal, secándose el sudor de la frente mientras se levantaba del suelo de la cocina, que estaba fregando, o dejaba de barrer la escalera. Aunque siempre me trataba con cordialidad, mantenía una distancia cortés, como si lo que teníamos entre manos su marido y yo —por lo general nos limitábamos a beber unas copas y a charlar— fuera cosa de hombres y conviniese que ella se mantuviera al margen. Por mi parte, me habría gustado disfrutar de su compañía en ocasiones, pues sospechaba que tras esa máquina de limpiar se escondía una gran mujer.

Richard y Betty eran los orgullosos padres de lo que llamaban sus «dos familias». En ese momento formaban un matrimonio de mediana edad, pero habían tenido tres niños a los diecinueve años, una hija y dos mellizos, y once años después un par de gemelas más. Por la diferencia de edad se habría dicho que las dos pequeñas constituían una segunda familia, y que los tres primeros representaban con las gemelas más el papel de tíos que el de hermanos.

Aunque los niños nunca me han interesado mucho, mientras viví en esa casa llegué a conocer bastante bien a Alexandra, la hija mayor. Los Jennings albergaban grandes ambiciones para sus hijos, como podía deducirse de los nombres que les habían puesto; los gemelos se llamaban George y Alfred, y las niñas Victoria y Elizabeth. Tenían nombres de la monarquía, pero como tantos descendientes de las casas reales de ese tiempo eran niños enfermizos que se pasaban el día tosiendo y con fiebre y se hacían magulladuras y cortes continuamente. Rara era la ocasión en que los visitaba y no encontraba a algún hijo en la cama, afligido por alguna enfermedad o dolencia. Las vendas y los bálsamos estaban a la orden del día, a tal punto que más que una casa aquello parecía una clínica.

A diferencia de sus hermanos, Alexandra nunca cayó enferma en la época que la traté, al menos en un sentido físico. Era una chica obstinada de diecisiete años, delgada y más alta que sus padres, con una figura que hacía volverse a la gente en la calle a su paso. Su larga y oscura melena presentaba tonos castaño rojizo cuando estaba al aire libre. Imagino que debía de cepillársela unas mil veces todas las noches a fin de conseguir aquel brillo perfecto que semejaba una aureola. Tenía la cara pálida pero no enfermiza, y la habilidad de controlar el sonrojo, y siempre parecía esperar la oportunidad de impresionar y cautivar a propios y extraños con sus encantos naturales.

Al advertir que me interesaba por su trabajo, Richard me invitó a Hyde Park para ver el Palacio de Cristal, donde continuaban los preparativos para la inauguración. Acordamos que recorrería la pequeña distancia que me separaba del parque en compañía de Alexandra, que también estaba interesada en visitar la construcción. Había oído tantas veces hablar a su padre de los objetos exóticos que se exhibirían allí, que me sorprendió que no hubiera ido antes. Así pues, una hermosa mañana de febrero, las calles cubiertas de una fina capa de escarcha y el aire cortante como un cuchillo, pasé a recogerla por su casa.

—Dicen que es tan inmenso que caben dentro los grandes robles de Hyde Park —dijo Alexandra mientras caminábamos cogidos del brazo como si fuéramos padre e hija—. Al principio pensaron en talar algunos árboles, pero luego decidieron elevar el techo del palacio.

El hecho en sí me pareció impresionante. Algunos árboles llevaban allí cientos de años, la mayoría eran mucho más viejos que yo.

—Veo que te has informado bien —comenté—. Tu padre debe de estar orgulloso de ti.

—Deja los planos por todas partes —repuso con aire altivo—. Sabe que se ha entrevistado varias veces con el príncipe Alberto, ¿no?

—Algo me dijo, sí.

—El príncipe consulta con él todo lo relacionado con la Gran Exposición.

Richard me había comentado que, aparte del príncipe consorte, a las reuniones también asistía el arquitecto jefe, Joseph Paxton. Aunque era evidente que le gustaba hablar de sus contactos con la realeza, nunca presumía de ellos, e insistía en que su papel en el proyecto, aunque importante y de responsabilidad, consistía sobre todo en supervisar los planos que Paxton había diseñado. Hubo algún desacuerdo sobre el lugar en que deberían emplazarse los objetos ingleses según la luz, el espacio y la visibilidad. Alberto había consultado con diferentes personalidades, y al final se escogió el sector occidental del edificio.

—El día de la inauguración serás su invitada, claro. —Como es natural, no estaba al corriente de la serie de acontecimientos que se sucederían durante los próximos meses—. Ese día tu padre se sentirá orgulloso de tener a la familia a su lado. También yo espero asistir al gran evento.

—Entre usted y yo, señor Zéla —me confió Alexandra, inclinándose con aire cómplice mientras cruzábamos las grandes verjas de Hyde Park—, le diré que aún no estoy segura de que vaya a asistir. Estoy prometida con el príncipe de Gales, ¿sabe usted?, y probablemente debamos fugarnos antes de que acabe el verano, pues sabemos que su madre siempre se opondrá a nuestra boda.

Doscientos cincuenta y seis años son demasiados años. En una vida tan larga uno tiene ocasión de tratar a muchos tipos de gente. He conocido a hombres honestos y a maleantes; a personas virtuosas que sufren severos ataques de locura que las conducen a la perdición, y a truhanes embusteros que realizan excepcionales actos de generosidad o integridad gracias a los cuales logran salvarse; he tratado a asesinos y a verdugos, a jueces y a criminales, a vagos y a trabajadores; me he relacionado con personas cuyas palabras han hecho mella en mí y me han empujado a actuar, cuya convicción en sus propios principios han prendido la chispa en otros espíritus para luchar por el cambio o en favor de los derechos humanos elementales, y he escuchado a charlatanes recitar sus discursos preparados, proclamando a los cuatro vientos proyectos grandiosos que eran incapaces de llevar a cabo; he conocido a hombres que mentían a sus esposas, a mujeres que engañaban a sus maridos, a padres que maldecían a sus hijos, a niños que renegaban de sus mayores; he ayudado a dar a luz a parturientas y consolado a moribundos, he socorrido a personas necesitadas y he matado; he conocido a toda clase de hombres, mujeres y niños, todos y cada uno de los aspectos de la naturaleza humana, y los he observado y escuchado; he oído sus palabras y visto sus acciones; me he alejado de ellos llevándome nada más que mis recuerdos a fin de transcribirlos en estas páginas. Pero el caso de Alexandra Jennings no encajaba en ninguna de estas descripciones, pues se trataba de un ser original y excepcional para su época, la clase de muchacha que uno sólo conoce una vez en su vida, incluso si ésta dura doscientos cincuenta y seis años. Era una auténtica cuentista, en toda la extensión del término: cualquier palabra o frase que salía de sus labios era pura invención. No mentía, pues Alexandra no era embustera ni deshonesta; más bien sentía la necesidad de crearse una vida paralela diametralmente opuesta a la que tenía en realidad y la compulsión de presentarla a los demás como si se tratase de la pura verdad. Y es por ello, a despecho de la brevedad de nuestra relación, por lo que su recuerdo aún se mantiene vivo en mí, un siglo y medio después.

«Estoy prometida con el príncipe de Gales», me había dicho Alexandra, literalmente. Corría el año 1851 y por entonces el príncipe, que al subir al trono recibiría el nombre de Eduardo VII, tenía diez años, una edad muy temprana para contraer matrimonio, si bien es probable que su madre ya hubiera tomado alguna disposición con vistas al futuro. (Por esas ironías de la vida, el príncipe se casó con otra Alexandra, la hija del rey de Dinamarca).

—Vaya —repuse, atónito ante su declaración—. No sabía que hubierais llegado a ese compromiso. Quizá no he prestado suficiente atención a la Circular de la Corte.

—Bueno, es imprescindible que lo mantengamos en secreto —dijo como de pasada. Mientras paseábamos por el parque empezamos a ver el gran edificio de cristal y hielo a lo lejos—. Su madre tiene muy mal carácter, ¿entiende usted? Si nos descubriera se enfadaría muchísimo. Es la reina, ya sabe.

—Sí, lo sé —repuse, mirándola con suspicacia a fin de dilucidar si estaba convencida de lo que me decía o se divertía a mi costa con un curioso juego adolescente—. Pero ¿y la diferencia de edad?

—¿Entre la reina y yo? —preguntó frunciendo ligeramente el entrecejo—. Sí, hay diferencia, pero…

—No; me refiero al príncipe y tú —le aclaré—. ¿No es un niño? ¿Qué edad tiene? ¿Nueve, diez años?

—Ah, sí —se apresuró a responder—. Pero ha decidido hacerse mucho mayor. Este verano espera cumplir quince, y quizá para Navidad ya cuente veinte. Por mi parte, no tengo más que diecisiete, y debo admitir que me atrae mucho la idea de un hombre mayor que yo. Los chicos de mi edad son estúpidos, ¿no le parece?

—La verdad es que no conozco a muchos —admití—, pero te creo.

—Si quiere —añadió tras una pausa, con la actitud de quien no está seguro de lo que va a decir pero que de todos modos se ve obligado a soltarlo—, podría asistir a la boda. Mucho me temo que no será un evento muy solemne, a ninguno de los dos nos gustan, sino una ceremonia sencilla seguida de un banquete en la intimidad. Sólo la familia y unos pocos amigos. Pero nos encantaría contar con su presencia.

¿Dónde habría aprendido esa manera de hablar que emulaba a las damas de sociedad casi a la perfección? Sus padres, personas relativamente acomodadas que de pronto se habían visto introducidas en círculos elevados, procedían de familias humildes de Londres, como podía apreciarse por su acento. Era gente corriente que había tenido suerte; gracias al talento del señor Jennings y su habilidad para los negocios poseían una casa hermosa y un nivel de vida más alto que muchos de sus coetáneos. Y ahí estaba Alexandra, su hija, esperando ascender unos peldaños más en la escala social.

—Eso significa que algún día seré reina consorte, y no me hace mucha gracia, la verdad —dijo cuando al fin llegamos a la cúpula de cristal—. Pero cuando el deber te llama…

—¡Alexandra! ¡Matthieu! —la estentórea voz de su padre alcanzó las grandes puertas del Palacio de Cristal unos segundos antes que él mismo y, presa de la excitación, nos invitó a entrar.

Yo estaba encantado de verlo de nuevo, pues a esas alturas empezaba a preguntarme cuántos desvarios más podría soportar antes de estallar en carcajadas o alejarme con cautela de Alexandra.

—Cuánto me alegra que hayáis venido —añadió al tiempo que extendía los brazos para señalar la majestuosidad del espectáculo que se desplegaba ante nuestros ojos—. Decidme, ¿qué os parece?

Yo no sabía qué iba a encontrarme, y aquella enorme estructura de paredes de hierro y cristal era sin duda una de las maravillas más impresionantes que había visto en mi vida. Al mirar dentro advertí que aún quedaba mucho trabajo por hacer; parecía más una obra en construcción que el gran museo universal que sin duda acabaría siendo.

—De momento es difícil formarse una idea —afirmó Richard mientras nos guiaba por un pasillo flanqueado por enormes vitrinas de cristal, aún vacías, cubiertas de fundas para preservarlas del polvo—. Éstas se quedarán aquí —agregó señalando las vitrinas—. Me parece que irán a la sección india para exhibir la cerámica local, aunque no estoy seguro, debería consultar los planos. Aquí estará la sección dedicada a la astronomía. Desde que descubrieron ese nuevo planeta hace unos años, ¿cómo se llama?…

—Neptuno —dije.

—Eso. Ese descubrimiento ha despertado un gran interés en el público. De ahí que la sección de astronomía ocupe este lugar. Aunque primero tiene que llegar… Aún hay mucho por hacer —añadió, negando con la cabeza con preocupación—. Y sólo nos quedan tres meses.

—No esperaba que fuera tan grande —comenté al divisar a lo lejos los grandes árboles de los que me había hablado Alexandra por el camino, y que daban al Palacio de Cristal el aspecto de un invernadero—. ¿Qué aforo tiene?

—Unas treinta mil personas. Que es sólo una pequeña fracción del número de visitantes que se prevé.

—¡Treinta mil! —exclamé, asombrado por una cifra que en ese tiempo podía representar gran parte de la población de cualquiera de las ciudades más importantes de Inglaterra—. ¡Es increíble! Y toda esa gente… —Miré la cuadrilla de obreros que iban de un lado para otro con herramientas y materiales de construcción, maderas, cristales y hierros. Hacían tanto ruido que teníamos que gritar para hacernos oír.

—Al menos debe de haber mil personas trabajando aquí, ¿verdad, papi? —preguntó Alexandra, la futura reina de Inglaterra.

—Unos cuantos cientos, por lo menos —respondió Richard—. No lo sé exactamente. Yo…

En ese momento un obrero moreno y jorobado, con gorra de paño, se acercó a él y le susurró algo al oído; malas noticias, sin duda, pues Richard se dio una palmada en la frente con expresión de disgusto y puso los ojos en blanco histriónicamente.

—Tengo un asunto que atender —anunció, y haciendo bocina con las manos vociferó—: Seguid paseando por aquí, pero id con cuidado. Os veo dentro de media hora, y, por favor, ¡no se os ocurra tocar nada!

Al cabo de poco tiempo me ofrecieron un trabajo en el departamento de protocolo y, aunque el sueldo era insignificante, lo acepté, pues todo el asunto de la Gran Exposición me parecía fascinante. El día de la inauguración, una nutrida delegación de representantes extranjeros desfilaría ante la reina y el príncipe consorte, y uno de mis cometidos consistía en asegurarme de que todos los invitados asistieran a la ceremonia y tuvieran un alojamiento apropiado durante su estancia en Londres. Gracias a ese trabajo estreché mi amistad con Richard, pues era el responsable de que el espacio entre las diversas filas de objetos expuestos fuera lo bastante amplio para que pudieran pasar las delegaciones.

Tras mi primera visita al Palacio de Cristal procuré evitar a Alexandra en la medida de lo posible, pues temía que, si manifestaba mi desconcierto, se diese cuenta de su desvarío. Me pregunté cómo se comportaría en casa, si también allí daría rienda suelta a sus fantasías como había hecho conmigo ese día, y decidí hablar con su padre. Lo más sorprendente no era lo que había dicho, sino la total convicción que mostraba en cuanto afirmaba, como si se lo creyera de verdad, y la seriedad con que me había implorado que mantuviese en secreto sus planes de matrimonio.

—¿Cómo está Alexandra? —le pregunté en el tono más despreocupado de que fui capaz—. Parecía tan interesada en tu trabajo que creí que la vería más por aquí.

—Bueno, es típico de esa hija mía —repuso él, y rió ligeramente—. Se encapricha con algo y al instante siguiente ya se ha olvidado. Siempre ha sido así, desde pequeña.

—Pero ¿a qué se dedica? Ya ha dejado la escuela, ¿verdad?

—Estudia para maestra —contestó mientras estudiaba un detallado plano de la planta baja de la Exposición—. Está bajo la tutela de los mismos profesores que le enseñaron cuando era niña. ¿Para qué quieres saberlo? —preguntó receloso, como si temiera que fuese a hacerle alguna proposición deshonesta a su hija.

—Para nada —repuse—. Para nada en absoluto. Es sólo que no entendía por qué hacía tanto que no la veía.

No tuve que esperar mucho tiempo. Era de noche cuando llamaron a mi puerta. Abrí un poco para ver quién era (entonces había muchos robos y asesinatos en Londres y había que andarse con cuidado) y allí estaba Alexandra, de pie en el descansillo, mirando alrededor con ansiedad.

—Déjeme entrar, señor Zéla, por favor —pidió con voz angustiada—. Tengo que hablar con usted.

—¡Alexandra! —exclamé, abriendo la puerta, y ella irrumpió en el recibidor—. ¿Qué pasa? Pareces muy…

—¡Cierre la puerta! —imploró—. Me está siguiendo.

Eché la llave y luego la miré atónito. Aunque normalmente pálida, estaba sonrojada, y mientras se arrellanaba en el sillón se llevó una mano al cuello y respiró hondo para recuperar el aliento.

—Siento molestarlo, pero no sabía a quién acudir.

Teniendo en cuenta que su familia vivía en el piso de abajo, sus palabras me extrañaron, pero no dije nada y le serví una copa de oporto para que se calmara. Después tomé asiento delante de ella guardando una prudente distancia.

—Será mejor que me cuentes qué ha pasado —dije.

Negó lentamente con la cabeza, bebió un sorbo de oporto con cuidado y cerró los ojos mientras notaba sus efectos. Llevaba un vestido azul y un chal gris perla en torno al cuello, y no pude evitar, una vez más, admirar su belleza.

—Es Arthur —señaló al fin—. Creo que se ha vuelto loco. ¡Quiere matarme!

—Arthur… —repetí pensativo, repasando mentalmente a todos los miembros de su familia. Pero sus hermanos se llamaban John y Alfred, y ni su padre ni yo teníamos por nombre Arthur—. Perdona, ¿quién es Arthur?

Al oír esas palabras se echó a llorar, cubriéndose la cara con las manos hasta que me levanté para buscar un pañuelo, que aceptó agradecida. Se sonó ruidosamente antes de enjugarse las lágrimas que le corrían por las mejillas y a continuación, al tiempo que se servía más oporto, dijo:

—Es una historia espantosa. Me temo que no tengo a nadie a quien contar mis secretos.

—Bueno, me tienes a mí —titubeé—. A menos que prefieras que vaya a buscar a tu madre, claro.

—¡No, ella no! —exclamó, y me hizo dar un respingo—. Ella no debe saber nada de esto. Si se enterara me echaría de casa a patadas.

De pronto temí que hubiera fijado otro matrimonio o, aún peor, que ya se hubiera casado y tuviese un hijo. Fuera lo que fuese, habría preferido permanecer al margen.

—Dime qué quieres que haga —dije, conmovido no obstante por su evidente desdicha.

Antes de hablar, asintió con la cabeza y respiró hondo.

—Arthur dirige la escuela a la que asisto —dijo al fin—. Se apellida Dimmesdale.

—Dimmesdale, Dimmesdale… —El nombre me sonaba, pero no sabía de qué.

—Hemos tenido un idilio ilícito —prosiguió—. Al principio era algo inocente nacido de un afecto mutuo, de un sentimiento completamente natural. Disfrutábamos de la compañía del otro, a veces cenábamos juntos… Los primeros meses de nuestro noviazgo me llevó a una merienda campestre.

—¿Los primeros meses? —inquirí sorprendido—. Entonces, ¿desde cuándo existe la relación?

—Desde hace unos seis meses.

Eso era antes de que yo la conociese y coincidía con su supuesto noviazgo con el príncipe de Gales.

—Entonces, ¿el joven príncipe…? —pregunté con cautela.

—¿Qué joven príncipe?

—Bueno… —Solté una risita, inseguro de haber mantenido esa conversación en el pasado, tan absurda me parecía ahora—. Me comentaste que estabas prometida al príncipe de Gales. Que planeabais fugaros porque sabíais que su madre se opondría a vuestra unión.

Me miró con los ojos muy abiertos, como si estuviese loco de atar, y estalló en carcajadas.

—¿Prometida al príncipe de Gales? —repitió entre risas—. Pero ¡si no es más que un niño!

—Bueno, sí —admití—. Eso mismo te dije yo, pero parecías tan convencida que…

—Debe de confundirme con otra persona, señor Zéla.

—Llámame Matthieu, por favor.

—Debes de tener un verdadero harén de jóvenes que acuden a contarte sus problemas —añadió con una sonrisa coqueta.

Me retrepé en mi asiento, sin saber qué decir. Había mantenido esa conversación, lo recordaba perfectamente, y ahora estábamos enfrascados en otra. Ésa fue la primera vez que la vi como una cuentista nata.

—Bueno —prosiguió—, aunque me da un poco de vergüenza, debo confesar que Arthur y yo nos hemos convertido en algo más que amigos. Él me ha… —Hizo una pausa teatral, miró a un lado y después a otro como si se encontrara en un escenario y agregó—: Me ha conocido, señor Zéla.

—Matthieu —insistí.

—Me ha quitado algo que nunca podrá devolverme o restituirme, pero he de admitir que yo permití que lo hiciese. Así de intensa era la pasión que me inspiraba. Estoy enamorada de él, pero me temo que él no me quiere.

Asentí y me dije si, llegados a ese punto, se esperaba de mí que formulara una pregunta. Alexandra me miraba con expresión de loca, y advertí que, en efecto, esperaba que yo dijera algo, de modo que le hice algunas preguntas sobre Arthur mientras trataba de averiguar de qué me sonaba.

—Es el director de nuestra escuela —respondió—. Peor aún… es un clérigo.

—¿Qué? —dije, y contuve las carcajadas al ver que la bola iba aumentando ante mis ojos.

—Un pastor —puntualizó—. Para ser exactos, un pastor puritano. —Se echó a reír, como si el puritanismo de Arthur le hiciera mucha gracia—. Ha intentado negar nuestra historia, pero los otros profesores lo sospechan. Pretenden quitarme de en medio. El resto del profesorado me considera una ramera, una mujer sin decoro, y dado que temen sufrir un castigo divino si critican a Arthur, se han vuelto contra mí. Exigen mi expulsión, y si Arthur no accede informarán del asunto a toda la escuela y me acusarán de libertina. Cuando mis padres se enteren, me matarán. En cuanto a Arthur… bueno, toda su carrera podría arruinarse.

De repente una luz se encendió en mi mente como un relámpago. Me levanté, en apariencia para ir a buscar otra botella de oporto, pues de la que estábamos bebiendo ya no quedaba ni una gota. Me dirigí hasta el extremo opuesto de la estancia, saqué una botella del armario que había debajo de la librería y, aprovechando que Alexandra estaba de espaldas, alcé la mano para alcanzar un tomo. Tenía la corazonada de que en él encontraría una explicación a tan inverosímil historia. Era una obra reciente, publicada tan sólo un año atrás por el escritor estadounidense Nathaniel Hawthorne, que había tenido mucho éxito de público. La ojeé en busca de un nombre, que encontré en la página 35; pertenecía a un personaje cuyas insidiosas aventuras habían causado un escándalo en los círculos literarios en el momento de su publicación: «Buen maestro Dimmesdale —dijo—, la responsabilidad del alma de esta mujer recae en gran medida sobre usted. Le incumbe a usted, por consiguiente, exhortarla a arrepentirse y confesarse, como prueba y consecuencia de lo mismo». Arthur Dimmesdale, el pastor puritano amante de Hester Prynne. Suspiré, devolví el libro a la estantería y metí la botella en el armario; me pareció que a Alexandra no le convenía beber más.

—Lo he visto esta noche —dijo la joven mientras volvía a sentarme; apoyé el codo en el brazo del sillón y descansé la mejilla en la mano—. Me ha seguido por la calle, me busca para matarme, señor Zéla. Matthieu, quiero decir. Me degollará para que no pueda contar a nadie mi versión de nuestra historia.

—Alexandra, no estarás imaginándotelo, ¿verdad?

Se echó a reír.

—Bueno, es cierto que las calles están oscuras, pero…

—No, no —sacudí la cabeza—, me refiero a toda la historia, a Arthur Dimmesdale. Ese nombre… ¿de qué me suena?

—¿Lo conoce? —inquirió abriendo los ojos como platos mientras se enderezaba en la silla—. ¿Es amigo suyo?

—Sé quién es. De hecho, he leído un libro sobre él. ¿No es un personaje de…?

—¿Qué ha sido eso? —dijo al oír un ruido procedente del pasillo, un crujido del suelo de madera provocado seguramente por el viento—. ¡Arthur está aquí! ¡Me ha seguido! ¡Debo marcharme! —Se levantó de un salto y se puso el abrigo a toda prisa antes de dirigirse hacia la puerta.

La seguí, sin saber qué hacer.

—Pero ¿adónde vas?

Alexandra me tocó el brazo en señal de gratitud.

—No te preocupes por mí. Iré a casa de mis padres. Con un poco de suerte todavía no sabrán nada de mi comportamiento. Dormiré ahí esta noche y mañana decidiré lo que voy a hacer. Gracias, Matthieu, me has sido de gran ayuda.

Me besó en la mejilla y se marchó. Así era Alexandra Jennings, la supuesta portadora de la letra escarlata, la única habitante de un mundo que se creaba para sí misma todos los días.

El primero de mayo llegó, y con él la inauguración de la Gran Exposición de los Trabajos de la Industria de Todas las Naciones. Fui al Palacio de Cristal a las cinco de la madrugada para supervisar los últimos preparativos y asegurarme de que todo el mundo esperaba en sus puestos el inicio de la ceremonia. Aunque hacía bastante calor, lloviznaba un poco, y confiaba en que despejase a media mañana, cuando la mayor parte de los carruajes estarían en camino. Se calculaba que medio millón de personas se darían cita ese día en Hyde Park para presenciar la llegada de los dignatarios extranjeros en compañía de la joven reina Victoria y su familia. Se habían dado los últimos toques al enorme edificio apenas unas horas antes. Hasta donde alcanzaba la vista el espacio estaba ocupado por filas de vitrinas con objetos de todo tipo, desde piezas de porcelana, máquinas de vapor y bombas hidráulicas hasta trajes nacionales, mariposas y mantequeras. Los colores y los ornamentos se extendían como un arcoíris bajo el cristal de las vitrinas y se oían constantes exclamaciones de admiración mientras los visitantes recorrían los pasillos, atónitos por el maravilloso espectáculo que se les ofrecía. La reina en persona llegó a la hora del almuerzo y declaró inaugurada oficialmente la Exposición. Después de que le fueran presentados los delegados extranjeros, sir Joseph Paxton la guió por la sección británica y más tarde ella elogió en su diario la habilidad demostrada en los preparativos.

Cuando regresé a casa era casi medianoche, pero me parecía que sólo había pasado una hora desde que la había abandonado por la mañana. Apenas recordaba haber vivido un día tan lleno de excitación y belleza como el que acababa de pasar. La Exposición fue un éxito. Al final la visitaron unos seis millones de personas, y valió la pena el arduo trabajo que supuso. Aunque yo era consciente de que mi papel en los preparativos había sido insignificante, me sentía satisfecho por mi trabajo y por haber participado en uno de los grandes acontecimientos de la época.

Me arrellané en un sillón con una copa de vino y un libro; estaba agotado, pero decidí relajarme un poco antes de meterme en la cama. A la mañana siguiente tenía que volver al Palacio de Cristal, de modo que debía descansar un poco. De pronto se oyó un alboroto procedente de la planta baja, donde vivían los Jennings, pero no le presté atención hasta que oí unos pasos subir presurosos por la escalera y luego que forcejeaban con la puerta, que había cerrado con llave al entrar en casa.

Me acerqué y, cuando iba a preguntar quién era, Richard me llamó a gritos desde el otro lado (reconocí su voz a pesar de la furia que la dominaba) y empezó a aporrear la puerta.

—¡Richard! —exclamé abriendo al instante, temiendo que estuvieran atacándolo, y antes de que pudiera pronunciar otra palabra me empujó hacia la pared y me cogió por el cuello.

En mi aturdimiento la habitación empezó a dar vueltas y tardé unos segundos en percatarme de lo que ocurría. Me revolví, pero Richard estaba tan rabioso que me apretó con más fuerza, y fue sólo gracias a la sensata intervención de su mujer que al fin logré quitármelo de encima. Me desplomé, tosiendo, escupiendo y palpándome el cuello magullado.

—¿Qué diablos pasa? —balbucí, postrado en el suelo, antes de que me propinara una patada y me maldijese llamándome perro y traidor.

—¡Richard, déjalo en paz! —gritó Betty, y lo empujó hasta hacerlo caer en el sofá.

Aproveché ese momento para levantarme.

—¡Pagarás por esto, Zéla! —rugió.

Lo miré boquiabierto. ¿Qué crimen había cometido para merecerme semejante castigo de manos de quien hasta ese momento había considerado mi amigo?

—No entiendo nada —farfullé, dirigiéndome a Betty para que me diera alguna explicación, esperando que estuviese más abierta a razones que su marido—. Pero ¿qué ocurre? ¿Qué he hecho mal?

—Es sólo una niña, señor Zéla —dijo Betty, rompiendo a llorar, y por un instante pensé que me pegaría una bofetada—. ¿Era mucho pedir que la dejase en paz? ¡Es una niña!

—¿De quién habla? —pregunté, y observé que Richard, aunque me miraba con rabia, parecía más calmado y no daba señales de que fuera a atacarme otra vez.

—Te casarás con ella —dijo antes de mirar a su esposa y añadir, como si yo no estuviera en la habitación—: ¿Me escuchas, mujer? Se casará con ella. No hay otra solución.

—¿Casarme con quién? —pregunté, seguro de no haber causado ofensa alguna a nadie que mereciera un castigo semejante—. ¿Con quién demonios he de casarme?

—¡Con Alexandra! ¿Con quién si no? —exclamó Betty lanzándome una mirada de irritación que decía: deje de negar los hechos y vayamos al grano—. ¿De quién cree que estamos hablando?

—¿Alexandra? ¿Por qué habría de casarme con Alexandra?

—¡Porque has mancillado su reputación! —vociferó Richard—. Pero ¡qué cara tiene! Y encima lo niega. ¡Sinvergüenza!

—¡Pues claro que lo niego! Ni siquiera la he tocado.

—Embustero… —Richard se levantó de un brinco, pero en esa ocasión yo estaba alerta y lo repelí propinándole un puñetazo en la nariz.

Aunque no era mi intención darle muy fuerte (sólo esperaba frenar el ataque), oí el espeluznante crujido del hueso al romperse y el grito que soltó mientras se desplomaba con la cara ensangrentada.

—¿Qué ha hecho? —balbució Betty entre sollozos mientras se agachaba a toda prisa junto a su marido y le apartaba las manos del rostro para ver el río de sangre que brotaba de su nariz rota—. ¡Oh, llamen a la policía! —gritó a nadie en particular—. ¡La policía! ¡Que venga la policía! ¡Asesino! ¡Asesino!

Hasta las tres de la mañana no conseguimos aclarar la historia. Richard Jennings nos convocó a Alexandra y a mí a su cocina, donde permanecimos de pie frente a frente mirándonos con hosquedad. Previamente había mantenido una conversación aparte con Betty durante la cual le referí mis charlas anteriores con su hija, y no se mostró sorprendida. Había acudido un médico para curar la nariz de su marido, que se quedó ahí enfurruñado, con la cara púrpura y cubierta de moratones y los ojos tumefactos e inyectados en sangre.

—Alexandra —murmuré mirándola a la cara—, debes decirles la verdad. Por nuestro propio bien, haz el favor.

—La verdad es que él me prometió que se casaría conmigo. Dijo que si yo… si le permitía hacer conmigo lo quisiera me llevaría lejos de aquí. Me juró que tenía todo el dinero del mundo.

—¡Hace un par de meses estaba prometida al príncipe de Gales! —exclamé, perdiendo la paciencia—. ¡Y después tuvo un lío con un personaje salido directamente de la Letra escarlata! Está loca, Betty, loca de atar.

—¡Me lo prometió!

—No te prometí nada.

—¡Y ahora debe casarse conmigo!

—¡Cállate, niña! —vociferó la señora Jennings, sin duda harta de aquel embrollo—. ¡Se acabó! Alexandra, quiero que me cuentes la verdad; no saldremos de aquí hasta que me hayas explicado lo que ocurrió. Señor Zéla, vuelva a su apartamento, que yo iré a hablar con usted dentro de un rato. —Al ver que yo abría la boca para decir algo, no me lo permitió—: Le he dicho dentro de un rato, señor Zéla.

La tarde siguiente encontré a Richard mientras supervisaba una zona ocupada por la Asociación de Fabricantes de Edredones de Cornualles. Seguía igual que la noche anterior, si no peor, pero me saludó avergonzado y se disculpó por su comportamiento.

—Alexandra ha sido igual desde que era niña, ¿sabes? No sé por qué siempre me lo creo. Pero cuando un hombre cree que han abusado de su hija, entonces…

—No te preocupes, lo entiendo. Sin embargo… te das cuenta de que tu hija no está bien, ¿verdad? Los últimos meses me ha contado historias a cual más disparatada. Al principio también la creía. Si sigue así acabará metiéndose en un buen lío.

—Lo sé, lo sé —repuso con abatimiento—, pero no es tan sencillo. Dios la ha dotado de una imaginación desbordante.

—Hay que distinguir entre una imaginación desbordante y una mentira peligrosa —señalé—. Sobre todo cuando la persona que la presenta como verdad empieza a creerse lo que dice.

—Tienes razón —admitió.

—Entonces, ¿qué vas a hacer? —pregunté tras un silencio incomprensible e irritante—. ¿Eres consciente de que debido a las circunstancias tendré que mudarme? Alexandra necesita ayuda, Richard. Ayuda de un especialista.

—Bueno, si quieres que te sea sincero —respondió Richard, apretándome el brazo como si aún entonces, y a pesar de las disculpas, le hubiera encantado tumbarme de un puñetazo—, te diré que es mejor ser la niña inofensiva que cuenta historias que el idiota crédulo que se las cree.

Solté un gemido ahogado de asombro: ¡estaba excusando el comportamiento de Alexandra!

—Esa hija tuya debería dedicarse a escribir novelas —le espeté, y me zafé de su mano—. Es probable que encontrara un modo de inventarse una nueva historia en cada página. Se encogió de hombros y no dijo nada.

Unos años después, mientras pasaba las vacaciones estivales en Cornualles, volví a saber de Alexandra Jennings. Su nombre se mencionaba en una breve noticia aparecida en The Times, el 30 de abril de 1857:

Una familia londinense falleció trágicamente al quemarse su casa durante la noche. El señor Richard Jennings, la señora Betty Jennings y cuatro de sus hijos, Alfred, George, Victoria y Elizabeth, murieron después de que un trozo de carbón ardiendo cayera sobre una alfombra provocando que toda la vivienda fuera pasto de las llamas. La única superviviente fue otra hija, Alexandra, de veintitrés años, que relató a nuestro cronista que en el momento del incendio no se encontraba en el lugar de los hechos sino en compañía de unos amigos. «Me siento la chica más afortunada del mundo —se dice que afirmó al enterarse de la noticia—, aunque, claro, he perdido a mi familia».

Tal vez estuviera convirtiéndome en un viejo cínico, pero me pareció que la coartada de Alexandra era muy poco convincente. Aunque no recordaba que fuese violenta, no pude dejar de imaginar las historias que habría fabulado en los últimos tiempos y qué cuentos se inventaría después de ese desastre. Continué leyendo, pero el texto se ceñía a los detalles de la investigación, hasta el último párrafo, que rezaba lo siguiente:

La ex señorita Jennings, viuda y maestra de una escuela local, se ha comprometido a reconstruir la casa donde nació. «Todos mis recuerdos de infancia están ahí enterrados. Por no mencionar el hecho de que fue allí donde mi difunto marido Matthieu y yo fuimos felices durante nuestro breve matrimonio». Por desgracia, el marido de Alexandra murió de tuberculosis seis meses después de la boda. No dejó descendencia.

Quizá fuera una cuentista, quizá una rematada embustera, pero consiguió algo que ni Dios ni hombre alguno había conseguido ciento catorce años antes ni ciento veinte años después: matarme.