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Vivo con Dominique
Dominique, Thomas y yo pasamos en Dover la mayor parte del año. Perfeccioné mi inglés y aprendí a hablar con un ligero acento, que podía exagerar o eliminar a voluntad. Me convertí en carterista profesional, y deambulaba por las calles desde las seis de la mañana hasta altas horas de la noche mangando billeteras y monederos. Se me daba bastante bien. Nadie notaba mi mano deslizarse por el bolsillo del abrigo de un transeúnte, el modo en que identificaba con los dedos algo de valor, un reloj, algunas monedas, que desaparecían como por ensalmo. De vez en cuando, sin embargo, me despistaba y no advertía que estaba siendo observado por algún probo ciudadano, que daba la voz de alarma. Acto seguido se iniciaba una persecución —divertidísima, la mayor parte de las veces— de la que casi siempre salía bien librado, pues tenía dieciséis años y me hallaba en plena forma. Gracias a mis turbias actividades no vivíamos mal del todo en la trastienda alquilada de una taberna, por suerte ni muy sucia ni demasiado infestada de ratas. En la habitación había dos camas; una la ocupaba Dominique y la otra Tomas y yo. Habían pasado seis meses desde nuestro encuentro y no habíamos vuelto a disfrutar de una noche como la primera. Los sentimientos de Dominique hacia mí eran de una naturaleza cada vez más fraternal. Por la noche permanecía despierto en el lecho, atento al sonido de su respiración, y en ocasiones me deslizaba sigilosamente hasta su cama y dejaba que su aliento me acariciara el rostro. La contemplaba dormir, devorado por el deseo de compartir de nuevo el lecho con ella.
Dominique sentía por Tomas un leve afecto maternal; cuando me marchaba a robar, lo cuidaba, pero, en cuanto yo entraba por la puerta, se daba prisa en devolvérmelo, como si fuese una simple niñera contratada para hacerse cargo de la criatura. Tomas era un niño tranquilo que apenas daba guerra, y en las raras ocasiones en que pasábamos la velada juntos en la habitación solía quedarse dormido pronto, lo que nos permitía sentarnos a charlar hasta tarde; Dominique hablaba de sus planes para el futuro, mientras yo seguía empeñado en seducirla. O en permitir que ella me sedujera a mí; me daba igual quién fuera el primero.
—Deberíamos irnos de Dover —dijo una noche cuando estaba a punto de cumplirse un año de nuestra llegada—. Llevamos demasiado tiempo en este lugar.
—Me gusta estar aquí. Todos los días tenemos suficiente para vivir. No comemos mal, ¿verdad?
—El problema no es sólo comer bien o mal —replicó, irritada—. Quiero comer bien y también vivir bien. Aquí nunca lo conseguiremos. No tenemos futuro. Hemos de marcharnos.
—Pero ¿adónde? —Aunque había viajado de Francia a Inglaterra, una vez establecido en ésta no concebía que existiera un mundo fuera de las cuatro paredes de esa pequeña habitación y del calidoscopio de calles de Dover. Allí era feliz.
—No podremos vivir de tus hurtos siempre, Matthieu. Al menos, yo.
Reflexioné sobre esas palabras y bajé la mirada al suelo.
—¿Te gustaría regresar a Francia?
Negó con la cabeza.
—No volveré allí. Jamás.
Casi nunca hablaba de las razones que la habían inducido a dejar su país de nacimiento, pero no se me escapaba que se trataba de algo que tenía que ver con su padre, un alcohólico. No era la clase de muchacha que abre su corazón. En los pocos y breves años que nos tratamos, nunca volvió a mostrarse tan sincera conmigo como el día que nos conocimos. Al contrario que la mayoría de las personas con las que me he relacionado a lo largo de mi vida, Dominique se distanciaba más con el trato.
—Podríamos vivir en el campo —sugirió—. Allí podría encontrar trabajo.
—¿Haciendo qué?
—Pues colocándome en una casa, por ejemplo. He hablado con algunas personas sobre el asunto. Las casas solariegas siempre necesitan criados. Podría trabajar en una durante un tiempo. Ahorrar un poco de dinero y, a lo mejor, montar un negocio en alguna parte.
Me eché a reír.
—No seas ridícula. ¿Cómo se te ocurre? Eres una chica. —La sola idea resultaba disparatada.
—Podría montar un negocio —repitió—. No pienso quedarme en este cuchitril hediondo para siempre, Matthieu. No voy a envejecer y morir aquí. Y tampoco me imagino el resto de mi vida de rodillas y fregando suelos. Estoy dispuesta a sacrificar unos años de mi vida si con ello mejoro mi situación. La nuestra, si quieres.
Pensé en ello, pero no me convencía. Dover me gustaba. La vida de delincuente de poca monta me producía una emoción perversa. Incluso había encontrado formas de divertirme a espaldas de Dominique. Me había unido a una banda de rapaces cuya existencia era muy parecida a la mía y cometían diversos delitos para comer. De edades comprendidas entre los seis y los dieciocho o diecinueve años, algunos vivían en la calle; se apropiaban de algún rincón y allí caían rendidos todas las noches, abrigados con cualquier cosa que encontraran para taparse. El joven organismo de esos chicos se había vuelto inmune al frío y las enfermedades, y aún figuran entre las personas más sanas que he conocido en doscientos cincuenta y seis años. A veces se juntaban y compartían habitación, ocho o nueve en un espacio no mayor que una celda. Otros vivían en habitaciones mejores con hombres que se llevaban parte de sus ganancias y, cuando les venía en gana, abusaban sexualmente de ellos: los amenazaban acercándoles una navaja a la garganta mientras su boca lujuriosa les recorría el suave cuello.
Juntos planeábamos delitos más elaborados, que a menudo no nos procuraban beneficios económicos pero constituían una forma emocionante de pasar la tarde, pues éramos jóvenes y nos gustaba el comportamiento temerario. Robábamos cabriolés, empujábamos barriles de cerveza para sacarlos rodando de las bodegas, atormentábamos a viejas damas inofensivas. A todo ello nos dedicábamos los de mi calaña y yo un día cualquiera. Como mis ganancias se incrementaron, empecé a apartar pequeñas sumas sin que se enterara Dominique y dediqué ese dinero a desahogar mi sexualidad. Intentaba no repetir con ninguna prostituta, pero la certeza nunca era absoluta, pues cuando estaba en un tugurio, desnudo y con una chica cuyo hedor a sudor y mugre se percibía bajo el perfume barato, sólo podía ver el rostro de Dominique, sus ojos almendrados, su naricita bronceada, su cuerpo delgado con la fina cicatriz en el hombro izquierdo, por donde deseaba volver a pasar la lengua. Para mí, todas esas chicas eran Dominique, mientras que para ellas no era más que un rato de monotonía que les reportaría unos pocos chelines. La vida era bella. Y yo joven.
También estaban las chicas de la calle, jóvenes que no protegían su virtud con el mismo celo que Dominique en esos días. En muchos casos se trataba de las hermanas y primas de mis compinches, y en su mayoría también delinquían. Alguna me cautivaba durante una semana, en ocasiones dos, pero a la larga nuestra unión dejaba de interesarme y la chica se iba con otro muchacho sin pensárselo dos veces. Al final, o acababa pagando, o prescindía de tener relaciones con una mujer, pues si pasaba por alto la cuestión del dinero podía fingir que compartía el lecho con la pareja que más deseaba.
Era evidente que tarde o temprano me pillarían. Una oscura noche de octubre de 1760 se decidió nuestro destino en Dover. Me encontraba apostado en una esquina frente al Tribunal de Justicia a la espera de que apareciera alguna posible víctima. De pronto lo vi: un caballero alto, de edad avanzada, con un sombrero negro y un fino bastón de roble. Se detuvo en medio de la calle y se palpó el abrigo para comprobar que llevaba la billetera. Al tocarla, prosiguió la marcha con una sonrisa de alivio. Me calé la gorra para ocultar el rostro, lancé una ojeada alrededor por si había alguien mirando y eché a andar lentamente en pos del anciano.
A fin de que no me oyera acercarme por la espalda, acompasé mis pisadas a las suyas. Por fin deslicé la mano en su bolsillo, cogí la gruesa billetera de cuero y la saqué. Acto seguido me volví y empecé a alejarme con paso firme; las pisadas seguían acompasadas a las de él, y cuando iba a echar a correr en dirección a casa, una voz gritó a mi espalda.
Me volví. El anciano, en medio de la calle, miraba desconcertado a un hombre corpulento de mediana edad que corría hacia mí. También yo me pregunté por qué correría, hasta que recordé la billetera y supuse que me había visto y se disponía a cumplir con un ridículo sentido de responsabilidad cívica. Giré sobre los talones y salí disparado maldiciendo mi suerte, aunque sin dudar de que burlaría sin problemas a aquel gigante, pues la barriga seguramente le restaría rapidez. Corrí con todas mis fuerzas, mis largas piernas saltaban sobre los adoquines mientras procuraba divisar una vía de escape. Mi intención era alcanzar la plaza del mercado, donde, según creía recordar, confluían cinco callejuelas, cada una de las cuales daba a otros callejones. Dado que siempre estaban abarrotadas, podría perderme en medio de la multitud sin dificultad, pues iba vestido como cualquier niño de la calle. Pero como era una noche muy oscura perdí el sentido de la orientación; al cabo de unos instantes me di cuenta de que me había equivocado y empecé a inquietarme. El hombre acortaba distancias y gritaba que me parara —lo que no dejaba de ser increíble—, pero cuando eché un vistazo por encima del hombro vi su expresión resuelta y algo peor, el bastón que blandía, y por primera vez el pánico se apoderó de mí. Más allá de lo que tomé por Castle Street vi dos calles, una a la derecha y la otra a la izquierda; torcí por la última, que para mi gran consternación fue estrechándose cada vez más. Con desazón advertí que se trataba de un callejón sin salida y que ante mí se levantaba un muro, demasiado alto para trepar por él y demasiado sólido para atravesarlo. Me volví y permanecí quieto mientras el hombre doblaba la esquina. Al ver que estaba acorralado, se detuvo a su vez, jadeando.
Aún tenía una posibilidad. Yo era un chaval de dieciséis años, fuerte y en plena forma. El gigantón debía de andar por los cuarenta como mínimo. Tenía suerte de estar vivo. Si era capaz de pasar por su lado sin que me cogiera, seguiría corriendo todo el tiempo que hiciera falta. Él se hallaba casi sin aliento, mientras que yo podría haber corrido otros diez minutos sin sudar siquiera; y reduciendo la marcha, más. El truco estaba en conseguir sortearlo.
Nos miramos a los ojos; me maldijo, me llamó sucio ladronzuelo, rata de alcantarilla, y me amenazó con darme una lección en cuanto me atrapara. Esperé a que se aproximara a la izquierda del callejón y me lancé hacia la derecha al tiempo que soltaba un grito, decidido a burlarlo, pero él se abalanzó en el último instante y chocamos; caí al suelo y él encima de mí con un grito ahogado. Intenté ponerme de pie, pero el otro fue más rápido y me sujetó por el pescuezo con una mano mientras con la otra palpaba mis bolsillos en busca de la billetera del anciano. La sacó, se la metió en el bolsillo y, cuando forcejeé debajo de su corpachón, me soltó un bastonazo en la cara, cegándome y rompiéndome la nariz. Sentí el sabor de la sangre y las mucosidades en la garganta, y ante mis ojos estalló una luz blanca. A continuación se levantó y yo me llevé las manos a la cara para mitigar el dolor, pero entonces volvió a la carga con el bastón y no paró de golpearme hasta que me hice un ovillo en el suelo. Tenía la boca hecha un amasijo de flema y sangre, y sentía el cuerpo como una entidad separada de mi mente; me había pateado y atizado en las costillas, notaba la mandíbula hinchada y magullada. Por el cuero cabelludo me corría un hilo de sangre, y no sé cuánto tiempo permanecí allí acurrucado antes de advertir que el hombretón se había marchado y que al fin podía reunir las partes de mi descoyuntado cuerpo y levantarme.
Pasaron horas antes de que encontrara el camino a casa, medio ciego como estaba por la sangre que anegaba mis ojos. En cuanto entré por la puerta, Dominique se puso a chillar. Tomas rompió a llorar y se escondió debajo de la sábana. Dominique llenó un cubo de agua tibia, me quitó la ropa y me curó las heridas; tenía el cuerpo tan castigado y me sentía tan agotado que sus cuidados no despertaron mi excitación. Dormi tres días seguidos y cuando desperté, limpio pero magullado y dolorido en todas partes, Dominique me comunicó que ya podía dejar atrás mis días de carterista.
—Despídete de Dover, Matthieu —dijo en cuanto abrí mi ojo sano—. Nos iremos cuando puedas levantarte.
Me sentía demasiado débil para discutir, y cuando, al cabo de unas semanas, me repuse por completo, la suerte ya estaba echada.