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Agosto–septiembre de 1999
Londres, 12 de agosto de 1999
Querido señor Zéla:
Desde el funeral de mi padre he deseado llamarlo en varias ocasiones para agradecerle las cariñosas palabras que le dedicó en la iglesia aquel triste día. Debo decirle que saber que nuestro padre era una persona tan querida y respetada en su trabajo ha supuesto para nosotros un gran consuelo.
Me encantó conversar con usted después de la ceremonia; fue una lástima que se marchase de forma tan repentina y no pudiéramos acabar nuestra charla. Quizá recuerde que hablamos sobre mi trabajo, el guión; usted pareció interesado. Mencionó que su sobrino Tommy probablemente conocería mejor los entresijos de la televisión que usted mismo.
Seguí su consejo y, al acabar el guión, lo mandé a la atención de su sobrino, en la BBC. Siento comunicarle que me lo devolvió sin siquiera haberlo leído, adjuntando una escueta nota. ¿Acaso se olvidó usted de avisarle de que iba a recibir un guión?
No he tenido oportunidad de hablar con él ni con usted sobre mi escrito, de modo que he decidido seguir la tradición de los buscavidas hollywoodienses y resumirlo en cuatro líneas. Ahí van:
Una noche, un par de amigos de mediana edad salen de copas; en el camino de regreso recogen a una menor prostituta y se la llevan a casa. Al llegar deciden montárselo con drogas, a las que no están acostumbrados, y uno de los dos hombres se pasa de la raya y muere. El amigo se derrumba y pide ayuda a otro cincuentón; éste no pierde la calma y llama a un joven que le debe unos cuantos favores. Juntos llevan a otro lugar el cadáver. Cuando lo encuentran a la mañana siguiente, todo el mundo piensa que ha sido un accidente y que cuando el tipo murió estaba solo. De ese modo nadie se ve salpicado por el escándalo. Lo que no saben es que durante la noche anterior el jaleo despertó al hijo del muerto, que dormía en la casa, y pudo oír sus planes y ver lo que hacían. Al principio se plantea acudir a la policía y denunciarlos, pero al final descarta esa idea, pues se le ocurre que esos dos tipos pueden echarle un cable en su carrera profesional. Que es lo que acaba ocurriendo, pues son los primeros interesados en que la vida discurra sin problemas. Y así echan tierra felizmente sobre el escabroso asunto.
¿Qué le parece, señor Zéla? ¿Le gusta? Como puede ver, le he mandado una copia del guión entero, y otra a su sobrino con una nota explicativa un poco más clara que la anterior. Estoy seguro de que me ayudarán a sacarlo adelante.
A la espera de sus noticias, aprovecho para saludarlo afectuosamente.
Lee Hocknell
Invité a Martin a tomar una copa en mi apartamento, pues me pareció que para comunicar malas noticias el escenario cálido y familiar de mi casa era mejor que la fría e impersonal atmósfera que se respiraba en las oficinas de la emisora. Tenía que informarle que su programa dejaría de emitirse, y, considerando su situación, no sabía cómo se lo tomaría. Al fin y al cabo, era un hombre acostumbrado a ser el centro de atención, a que la gente escuchara todas y cada una de sus palabras, por muy descabelladas que fuesen, que de pronto, a los sesenta y un años, se encontraría en el paro y abandonado a su suerte. Enloquecería. El dinero no representaba un problema; no le pagábamos mucho, pero vivía con holgura. En su carrera política había ganado lo suficiente para mantenerse el resto de su vida, y era propietario de una casa que había llenado de valiosos cuadros y obras de arte. Llevaba la clase de vida que le encantaba ridiculizar en los demás pero que él no habría abandonado por nada del mundo. Me habría gustado que se tomara bien la noticia, pero no me hacía demasiadas ilusiones.
No había contado con que su mujer lo acompañara; su presencia desbarató el breve discurso que me había preparado. Polly es la segunda esposa de Martin y llevan siete años casados. Huelga decir que es bastante más joven que él, pues sólo tiene treinta y cuatro años. Su primera mujer, Angela, a quien no llegué a conocer, vivió con él la mayor parte de su etapa como parlamentario, pero se separaron en cuanto Martin volvió a convertirse en un ciudadano de a pie. Cuando las presiones de la política cesaron y no hubo necesidad de fingir que el suyo era un matrimonio feliz, Martin se deshizo de su esposa y quedó con las manos libres para ir en pos de la siguiente generación. Enseguida tropezó con Polly, pues es sabido que la celebridad crea una aureola muy atractiva. Aunque apenas sé nada de ella, me he fijado en que posee buen ojo para las obras de arte (trabajaba en Florencia, en una galería cuya construcción ayudé a financiar en la década de 1870) y un oído para la música que no abunda en las damas de su generación. Se casó con Martin por dinero, por supuesto, pero él también ha salido ganando. Le encanta que lo vean en público como un galán entrado en años acompañado de una joven belleza, y, en el supuesto de que Polly le permita acercarse a ella, me atrevería a decir que todavía puede enseñarle algo.
—¡Martin! —exclamé con jovialidad al abrir la puerta—. Polly —murmuré a continuación, y se me congeló la sonrisa—. Me alegra que hayáis venido los dos.
—También yo me alegro de verte —dijo él.
Al entrar recorrió rápidamente la estancia con la mirada por si había alguien más o descubría alguna nueva adquisición. Tiene la mala costumbre de fijarse en un objeto, cogerlo para echarle un vistazo rápido y a continuación informarme que él tiene uno igual pero mejor, o que podría haberme conseguido lo mismo por la mitad de precio. Es uno de sus rasgos de carácter menos atractivos.
Los conduje al salón y les ofrecí una copa. Martin quiso un whisky, pero Polly anunció que le gustaría tomarse un mint julep.
—¿Un qué? —pregunté boquiabierto. No estaba de humor para cócteles, y mucho menos para representar una escena de El gran Gatsby.
—Un mint julep —insistió Polly—. Bourbon, menta fresca, azúcar glas…
—Ya sé lo que lleva, gracias —me apresuré a interrumpirla—. Pero me sorprende que me lo pidas. —De pronto caí en la cuenta de que no tomaba un mint julep desde los años veinte—. La verdad es que no tengo menta.
—¿Y bourbon?
—Eso sí.
—Pues sírveme uno. Solo.
De un cóctel a un simple whisky, qué raro. Fui a la cocina a preparar las bebidas. Al volver, Martin estaba de pie en un rincón; sostenía del revés un candelabro de hierro forjado y lo examinaba con sumo detenimiento; aguantaba las tres velas con cuidado de que no se soltaran mientras pequeñas virutas de cera endurecida caían blandamente sobre la moqueta. Dejé la bandeja sobre la mesa haciendo todo el ruido posible para que Martin devolviera a su sitio el candelabro.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó, dándole la vuelta a la vez que rascaba el hierro para ver si saltaba la pintura—. Tengo uno igual, pero cuando lo rascas se va el color.
—Pues entonces no lo rasques —repuse esbozando una leve sonrisa. Polly se volvió en su asiento para observar a su marido—. ¿Conoces ese chiste del hombre que va al médico y se queja de que cuando se pellizca el brazo le duele?
Por fin dejó el candelabro y se acercó a sentarse con nosotros. Había sido un regalo de boda de mi antigua suegra, Margerita Fleming, con cuya psicótica hija Evangeline había cometido la insensatez de casarme, a principios del siglo XIX. Era uno de los pocos recuerdos que me quedaban de ese desdichado matrimonio en Suiza, que acabó con Evangeline arrojándose desde el tejado del sanatorio donde estaba encerrada. Fui yo mismo quien la ingresó, como es natural, después de que intentara matarme —¡ay!, qué joven más insensata era—, convencida de que yo formaba parte, nada menos, de los conjurados partidarios de Napoleón, con quien nunca había tenido nada que ver. Después de su muerte, ansioso por olvidar a esa arpía amargada, me deshice de la mayor parte de nuestras pertenencias. Pero conservé el candelabro, porque se trataba de una pieza de museo que siempre despertaba la admiración de mis invitados.
—Fue un regalo de boda —respondí cuando volvió a preguntarme dónde lo había conseguido—. De mi antigua suegra, que en paz descanse.
Polly y Martin asintieron con expresión de pesar y bajaron la mirada por respeto a las dos difuntas; por supuesto, ignoraban que éstas habían muerto la friolera de doscientos años atrás. Probablemente creían que me refería a mi más reciente esposa. Fue como si guardáramos un minuto de silencio en memoria de ambas mujeres, de modo que me apresuré a romperlo, pues ninguna de las dos se merecía un homenaje.
—Hace un siglo que no cenamos juntos —dije en tono alegre, recordando nuestras antiguas veladas en su casa—. Por no hablar del tiempo que hacía que no veníais aquí.
—¿Aún sales con Tara Morrison? —preguntó Polly, inclinándose, y no sé por qué me fijé en sus manos, por si llevaba un dictáfono.
—¡Huy, no! —exclamé, y reí—. Hace mucho que lo dejamos. Me parece que no estábamos hechos el uno para el otro.
—¡Qué pena! —repuso.
Así que era una fan de la columna «Tara dice»… Imaginé que seguía a rajatabla y de forma obsesiva sus reglas para la vida. La última vez que cenamos los cuatro, Polly apenas le había quitado los ojos de encima y más tarde la arrinconó para pedirle consejo y acosarla a preguntas sobre las relaciones maritales, precisamente a Tara, una mujer que en su vida había tenido una relación sólida.
—Siempre me pareció que formabais una pareja perfecta —añadió.
—No sé… —Me encogí de hombros, y para mi sorpresa descubrí que el recuerdo de Tara despertaba en mí un sentimiento cercano al arrepentimiento. De pronto caí en la cuenta de lo mucho que pensaba en ella a lo largo del día, de las incontables ocasiones en que me había alegrado la vida y de las no pocas veces que me la había amargado, y de lo que habría dado por que volviera a la emisora. Sentí un escalofrío—. Los dos llevamos una vida muy ajetreada, sobre todo ella. Tiene tantas obligaciones que atender que apenas encontraba tiempo para estar conmigo. Escribir su columna le ocupa muchas horas; no debe de ser fácil. Además, no hay que olvidarse de la diferencia de edad…
—¡Qué tontería! —exclamó Polly. De pronto, al mirar a la inarmónica pareja sentada ante mí, advertí que había metido la pata hasta el fondo—. ¡Qué tendrá que ver la edad! Tampoco eres mucho mayor que Tara, que como mínimo rondará los treinta y cinco. No creo que vivieras la guerra.
Abrí la boca pensando una respuesta.
—Nací en el cuarenta y tres —repuse con precisa sinceridad.
—O sea, que tienes cincuenta y seis, ¿no?
—Exacto, cincuenta y seis —confirmó Martin, como si fuese una calculadora humana.
—Bien —continuó Polly, dispuesta a insistir en su argumento—, ¿ves como no hay tanta diferencia de edad?
Me encogí de hombros y decidí cambiar de tema, pues advertí que a Martin lo incomodaba especialmente. En una ocasión me había confesado que, desde los diecinueve, cada vez que cumplía años se sumía en la depresión. Aborrece los aniversarios; a sus sesenta y un años, cuando recuerda la época de diez, veinte y treinta años atrás y se da cuenta de lo joven que era, nunca piensa que todo es relativo. Debería plantearse lo que significa estar impaciente por llegar a los cuatrocientos años. Entonces sí se sentiría viejo.
Quizá una de las cosas relacionadas con el tema de la edad que más atormentaban a Martin era la posibilidad de que Polly le fuese infiel. Hacía unos meses, una noche en que salimos a beber unas copas, me confió que temía que su mujer tuviese un lío con uno de los recaderos de su programa de televisión. El chico en cuestión, a quien abordé unas semanas después, no tendría más de diecinueve años. Era alto y guapo, arrogante y engreído, y al parecer había embelesado a todos los que trabajaban con él. Martin pretendía que despidiera a Daniel, tal era su nombre, y como me negué, nuestra amistad se resintió por un tiempo. No me veía con fuerzas para echarlo, pues trabajaba bien —en opinión de su supervisor lo hacía todo perfecto—, y además las acusaciones de Martin en aquel momento parecían absolutamente infundadas. Más tarde alguien me refirió que lo de Polly y Daniel no había sido más que un «incidente», pero decidí no chivarme a Martin, quien entonces sólo quería echar tierra sobre el asunto. En cualquier caso, lo que lo sacaba de quicio era la juventud en sí misma.
—Quería hablarte de tu programa —dije cuando hubimos agotado la conversación sobre Tara—. ¿Cómo lo ves? ¿Te parece que este formato tiene continuidad? —Me quedé asombrado por mis propias palabras, pues me había preparado una introducción mucho más acertada, en la cual parecía insinuar que su programa tenía futuro.
—Ya era hora de que habláramos —dijo Martin, siempre dispuesto a comentar sus proyectos—. No sé qué pensarás tú, Matthieu, pero creo que tal como está ahora este programa ya no da más de sí. Debo ser sincero contigo.
—¿Hablas en serio? —pregunté boquiabierto.
—Totalmente. Hace tiempo que deseo hablar contigo de este tema. Polly y yo llevamos discutiéndolo desde hace bastante, y hemos llegado a una conclusión que no está mal, y da un paso adelante. Espero que te guste —añadió con la actitud de quien no duda ni por un instante del acierto de su idea.
«Ha pensado en retirarse —pensé con alborozo—. Ahora me dirá que se retira».
—Debemos trasladarnos a la hora de máxima audiencia —anunció entonces, y sonrió mientras extendía los brazos y mostraba las palmas como si de repente viera su nombre en letras de neón—. Y alargar una hora el programa. Con un debate de invitados diferentes todas las semanas y público en el estudio. —Se inclinó como si se dispusiera a colocar la guinda sobre el pastel—. Podría desplazarme de un lado a otro con un micro —añadió exultante—. Piénsalo, será un éxito.
—Muy bien. Es una idea, desde luego.
—Matthieu —intervino Polly con voz meliflua; no sé por qué me pareció que si accedía a poner en práctica esa idea absurda, ella estaría dispuesta a ocupar el cargo de productora. Puedo percibir que alguien se ofrece para un puesto, por muy encubiertamente que lo haga, en cuanto lo veo—. Hoy por hoy el formato que tenemos está obsoleto… Es más que evidente.
—Es verdad. Tienes razón.
—Pero aún tenemos mucho que ofrecer —prosiguió Polly—. Todavía contamos con audiencia. Sólo hace falta que nos modernicemos. Los políticos que invitamos están cada vez más alejados del poder, y en cuanto al liberal escandalizado… bueno, quiero decir, ¿viste al que sacamos la semana pasada?
Negué con la cabeza. Si podía evitarlo, jamás veía la televisión, y mucho menos mi propia emisora.
—Un presentador de programas infantiles —añadió, negando con la cabeza con tristeza—. Un chico de diecisiete años con hoyuelos y rizos dorados. Parecía salido de Oliver Twist. Cuando le preguntamos qué opinaba sobre el euro se mostró partidario de que lo adoptáramos, si bien propuso cambiar la efigie de la reina por el rostro de una Spice Girl.
«Siempre está hablando de nosotros», pensé.
—Lo digo en serio —agregó—. Martin no debería entrevistar a gente de esa calaña. No es digno de él, Matthieu.
—Lo sé —respondí.
Estaba de acuerdo con ella. En sus buenos tiempos Martin era excelente en su trabajo. Sus programas resultaban divertidísimos y nunca eludía la pregunta mordiente ni evitaba desvelar la actitud hipócrita que se ocultaba bajo el discurso bien estructurado y preparado por la maquinaria estatal del político de turno. Sin embargo, el programa actual no era más que una burda caricatura del de las épocas gloriosas. Martin estaba envejeciendo y no era tan incisivo como antaño. Últimamente había llegado a preguntarme si no creería en todos esos disparates que soltaba, en vez de decirlos para provocar. Se había convertido en un viejo amargado. Una vez más me vi obligado a desechar mi plan de ataque previo, y decidí probar un camino diferente, potencialmente más espinoso.
—¿No te sientes viejo en ocasiones? —murmuré mientras añadía agua a mi copa con gesto despreocupado. Una gota me salpicó la mejilla, y me entretuve en secarla evitando ver su reacción inmediata.
—¿Qué has dicho? —preguntó con los ojos muy abiertos—. ¿Que si me siento qué…?
—En mi caso —lo interrumpí con la mirada perdida—, hay veces que me siento muy viejo y me gustaría dejarlo todo y marcharme, no sé, al sur de Francia, por ejemplo. A la playa, quizá a Mónaco. ¿Sabes?, jamás he estado en Mónaco —añadí pensativo, preguntándome por qué sería—. Claro que aún estoy a tiempo.
—Mónaco —repitió Polly, mirándome como si me hubiera vuelto loco.
—¿Nunca has pensado en vivir más tranquilo? —insistí, mirando fijamente a Martin—. ¿No te gustaría quedarte en la cama por la mañana, hacer lo que te dé la gana durante el día, sin necesidad de estar comprobando los índices de audiencia cada dos por tres, no tener que llevar corbata?
—N… n… no —titubeó Martin, que empezaba a sospechar algo—. Bueno, no, la verdad es que no. Quiero decir que disfruto haciendo lo que… ¿Por qué lo preguntas?
—El programa no funciona, Martin —respondí lisa y llanamente—. Y el problema no son los invitados, ni la franja horaria, ni los chicos de diecisiete años con hoyuelos, ni el formato; ni siquiera tú. Sencillamente, ya lo hemos exprimido bastante. Fíjate en los últimos grandes programas de televisión de los últimos treinta años, Dallas, Cheers, El Show de Buddy Rickles. Tarde o temprano les llegó el final a todos. Y eso no quita que fueran buenos o entretenidos. Uno ha de saber poner el punto final, despedirse a tiempo.
Se hizo el silencio mientras mi amigo y su mujer asimilaban mis palabras.
—¿Quieres decir que vas a cancelar el programa? —preguntó al fin Polly.
Me limité a enarcar una ceja.
—Bueno, tampoco nos pasemos —dijo Martin, enrojeciendo ligeramente, deseoso sin duda de retroceder veinte minutos, hasta el momento en que aún podría haber evitado esa conversación—. Es sólo que me habría gustado animar un poco el cotarro. No pretendía que llegaras a semejantes conclusiones…
—Martin —lo interrumpí—, por eso te he convocado aquí esta tarde… A los dos —añadí, magnánimo, aunque no había sido mi intención hablar con Polly de ese asunto. Confiaba en que fuera Martin el encargado de transmitírselo—. Lamento informarte que no habrá más programas. Hemos hablado y creemos que ha llegado el momento de efectuar una salida decorosa. Ya está decidido.
—¿Y qué voy a hacer? —preguntó Martin mientras se hundía en su asiento, con los hombros encorvados. Había palidecido, lo que resaltaba las manchas del rostro. Me miraba como si yo fuera su padre o su agente, como si de mí dependiese su felicidad futura—. No habrás pensado en darme uno de esos horribles programas concurso, ¿verdad? Y no tengo paciencia para los documentales. Supongo que me pondrás como presentador. Podría salir en las noticias. Dime, Matthieu, ¿qué me daréis? —inquirió, aferrándose a un hilo de esperanza. De pronto temí que fuera a echarse a llorar.
—Nada —intervino Polly, ahorrándome el mal trago de contestar—. No van a darte nada. Acaban de despedirte. ¿Tengo razón o no, Matthieu?
Respiré hondo y clavé la mirada en el suelo. Aborrecía esa clase de situaciones, pero sabía que no era la primera vez, ni sería la última, que me tocaba vivirla.
—Sí —respondí con pragmatismo—. En resumidas cuentas, es eso. Hemos decidido rescindir tu contrato, Martin.
Cualquier cerdo con un mínimo de autoestima se negaría a vivir en el apartamento de mi sobrino.
Hace un par de años, cuando encabezaba las listas de éxitos y triunfaba como actor, Tommy tuvo la sensatez de invertir sus ganancias en una pequeña propiedad y compró un ático de dos habitaciones. Es lo único que posee de valor, y me sorprende que en todo este tiempo no lo haya vendido para costearse sus necesidades químicas en lugar de pedirme prestado dinero cada dos por tres, con la consiguiente reprobación por mi parte. Imagino que ese apartamento le proporciona el mínimo de estabilidad que necesita en la vida.
El salón tiene techos altos y enormes ventanales con vistas al Támesis que ocupan casi toda una pared. Como si fuera un niño retrocedí un paso, me incliné y apoyé las manos en el cristal mientras miraba hacia abajo aguardando la excitante sensación del vértigo. La estancia estaba tan sucia que me pregunté si una ameba sería capaz de vivir allí sin correr a ducharse cada cinco minutos. A un lado había un confortable sofá prácticamente tapado por periódicos y revistas de moda; el suelo estaba cubierto de botellas vacías, latas volcadas y vasos, en general llenos de colillas de cigarrillos y porros. En un rincón, detrás de un sillón con excesivo relleno, había un condón usado. Lo miré asqueado. «Ésta —me dije atónito, recorriendo con la mirada toda la porquería que me rodeaba— es la casa de un hombre».
Abrí la puerta corredera que daba al estrecho balcón con barandilla de hierro. Un barco navegaba por el Támesis y las parejas y las familias paseaban por la orilla. A lo lejos se divisaba la Torre de Londres y el palacio de Westminster, una vista que siempre me ha causado una gran impresión.
—Tío Matt.
Me volví y vi a Tommy, que salía de su dormitorio poniéndose por la cabeza una camiseta que acabó por cubrirle los pantalones cortos del pijama. Se había recogido la larga cabellera en una coleta, dejando sueltas unas greñas que le caían sobre la cara. Parecía un espectro. Tenía ojeras, los párpados hinchados y enrojecidos y la nariz en un estado lamentable. Un tic nervioso delataba su reciente abuso de la cocaína. Negué con la cabeza y sentí lástima. Siempre que creo que estamos estrechando nuestra relación y que quizá Tommy conseguirá sobrevivir pese a todo, ocurre algo, algo grave como en ese momento, y concluyo que no hay que hacerse ilusiones. Parecía la personificación de la Parca.
—¿Cómo puedes…? —le reproché mientras miraba ceñudo aquel campo de batalla.
—No empecemos, por favor —me interrumpió, irritado—. Estoy hecho polvo y sólo me faltan tus broncas. Ayer tuve una fiestecita y me acosté a las tantas.
—Bueno, me alegro de que esto no sea lo normal, porque si así fuera acabarías pillando la peste negra. He visto sus efectos en las personas y te aseguro que dista de ser agradable.
Hizo un poco de sitio en el sofá y el sillón y me senté en el primero mientras él se colocaba en la posición de loto en el segundo, tirando de los pies para darse calor. Iba a cerrar la ventana pero cambié de opinión; mejor respirar aire fresco. Mientras miraba a Tommy, vi de nuevo el preservativo que yacía tristemente marchito en el suelo, no muy lejos de él. Cuando se dio cuenta, cogió un periódico y lo tiró encima, ocultándolo de la vista. Sonrío bobaliconamente. Me pregunté cuánto tiempo seguiría allí aquel condón, reproduciéndose con el papel de periódico, creando quién sabe qué mundos bacterianos en el seno de la alfombra.
—Tenemos un problema —dije.
Tommy bostezó.
—Lo sé. Yo también he recibido una carta.
—¿De Hocknell?
—El mismo.
—¿Con el guión?
—Lo envió, pero aún no he tenido tiempo de leerlo. He estado ocupado con la fiesta, y además la semana pasada trabajé dieciocho horas diarias. Pero leí el resumen. Está bastante claro lo que pretende.
—Yo sí he leído el guión.
—¿Y?
—Es bazofia. —Me eché a reír a mi pesar—. No vale nada, es impensable producir algo tan malo. La idea es buena, supongo, pero el tratamiento es… —Negué con la cabeza, disgustado—, hay partes de diálogo infumables.
Se abrió la puerta de uno de los dormitorios y apareció una joven en bragas y camiseta. No parecía embarazada, de modo que no era Andrea. Pero me resultaba familiar. Quizá fuera una actriz o una cantante de esas que salen en los diarios sensacionalistas o la prensa rosa, su verdadero medio. Al vernos, soltó un gemido y volvió a la habitación. Tommy la contempló marcharse y cogió un paquete de cigarrillos. Al encender uno y llenarse los pulmones con la primera nicotina del día, pestañeó ligeramente.
—Es Mercedes —dijo, señalando con la cabeza hacia la puerta cerrada.
—¿Mercedes qué?
—Simplemente Mercedes. —Se encogió de hombros—. Jamás usa su apellido. Como Cher o Madonna. Seguro que la conoces. Aunque no lo parezca, ha sacado el disco de baile más vendido de este año. Está en la habitación con Carl y Tina, que trabajan en la serie. Los tres se enrollaron anoche. El muy cabrón.
—Bien —dije tras guardar el silencio pertinente, poco dispuesto a verme involucrado en las piruetas sexuales de los jóvenes actuales—. Volvamos a Lee Hocknell…
—¡Que se joda! —exclamó haciendo un ademán de indiferencia—. Dile que su guión es una mierda y que no pensamos ni tocarlo. ¿Qué hará? ¿Ir a la policía?
—Es una posibilidad.
—¿Con qué? No puede probar nada. Recuerda; no mataste a su padre, y yo tampoco. Sólo arreglamos el desaguisado, nada más.
—Pero de forma ilegal —señalé—. Mira, Tommy, no me preocupa lo que vaya a hacer, he conocido a tipos mucho más duros en mi vida, créeme, y he pasado por situaciones mucho peores que ésta. Pero no me gusta que me chantajeen, y quiero olvidarme de él de una vez por todas. No me gustan… las complicaciones. Ya me ocuparé de esto, no te preocupes, sólo quería ponerte al corriente.
—Muy bien, gracias —dijo, y guardó silencio.
Me levanté para marcharme.
—¿Cómo se encuentra Andrea? —inquirí, pues nunca me interesaba por su salud.
—Estupendamente. —Se le iluminó el rostro—. Casi está de seis meses, y se le nota bastante. Se levantará dentro de un rato. Si quieres puedes quedarte, y así la conoces.
—No, no —rehusé, y di un paso hacia la puerta esperando abrirme camino entre la ciénaga de basura que me separaba de ella—. No es necesario. Os invitaré a cenar a casa algún día.
—Estaremos encantados.
—Te llamaré —dije antes de cerrar la puerta y asomarme a la atmósfera relativamente estéril del rellano.
Una vez fuera, respiré hondo, desterré el asunto de Lee Hocknell de mi mente para el resto de la tarde y bajé corriendo las escaleras a fin de salir cuanto antes a la luz del día y el aire libre.
—¿Cómo fue? ¿Rindió las armas con dignidad o presentó batalla?
Suspiré, aparté las notas que estaba preparando para una reunión y levanté la vista. Aunque por lo general dejaba la puerta abierta, Caroline era la única empleada de la emisora que ni siquiera hacía el gesto de llamar antes de entrar. Sencillamente cruzaba el umbral, no sin antes olvidar los modales y el respeto en el otro lado.
—Martin era un buen amigo —repuse en tono de reproche, y al punto me corregí—: Es un buen amigo. Y no se trata de presentar batalla o rendirse, sino de que hemos dejado a un hombre sin su trabajo. Si algún día te pasa lo mismo, no te hará ninguna gracia, te lo aseguro.
—Vamos, hombre. —Caroline se arrellanó en una butaca frente a mí—. Si no era más que una vieja gloria acabada. Sin él estamos mejor. Ahora podremos buscar a alguien con un poco de talento. ¡Renovarse o morir! ¿Qué te parece ese chico, Denny Jones, ese que Martin entrevistó la semana pasada en su programa? El de los hoyuelos, ¿recuerdas? Arrastraría a la audiencia juvenil. Debemos contratarlo como sea. —Al mirarme debió de ver mi expresión de furia, el deseo de cogerla por las orejas y arrojarla por la ventana, porque añadió—: Bueno, vale, lo lamento, en serio. Perdona mi desconsideración. Es tu amigo y te sientes en deuda con él. Vale, dime, ¿cómo se lo tomó? Mal, ¿no?
—Bueno, no se puso loco de alegría precisamente. En todo caso, apenas habló. La que protestó fue su mujer, Polly; parecía más ofendida que él.
Cuando le comuniqué a Martin que a partir de ese momento prescindiríamos de sus servicios, Polly montó en cólera. Mientras su marido se hundía en el asiento llevándose una mano a la frente y parecía pensar en el futuro —o en su ausencia—, Polly se lanzó al ataque. Llegó a acusarme de deslealtad y absoluta estulticia. Añadió que estábamos en deuda con su marido por todos sus años de servicio en la emisora —en ese punto cargó las tintas indebidamente—, y que éramos unos necios por no darnos cuenta de que Martin era una persona insustituible. No pude dejar de advertir que su máxima preocupación residía en el hecho de que su marido dejaría de cobrar un sueldo y probablemente ya no sería un habitual en las fiestas del mundo del espectáculo, las funciones y las ceremonias de entregas de premios. Temía que su estrella se debilitase cada vez más y llegara el día en que, cuando le presentaran a alguien, tuviese que oír la frase inevitable: «¿No era usted…?». Además, Polly todavía era joven y, por si fuese poco, en adelante tendría que aguantar a Martin noche y día.
—¡Que se joda Polly! —exclamó Caroline—. No es nuestro problema.
—Tenía pretensiones de meterse a productora… —señalé. Ella soltó una carcajada—. ¿Qué te hace tanta gracia?
—Dime una cosa, Matthieu: ¿trabaja en la televisión?
—No.
—¿Ha trabajado alguna vez en televisión?
—No que yo sepa.
—¿Ha trabajado alguna vez en su vida?
—Sí, trabajaba en el mundo del arte. Y siempre ha mostrado mucho interés por el programa de Martin —repuse, sin saber por qué me estaba justificando ante Caroline.
—Por su cuenta bancaria, querrás decir. Y por adonde podía llevarla su marido. Conque productora, ¿eh? —se mofó—. ¡Hasta los gatos quieren zapatos!
Rodeé el escritorio hasta situarme frente a ella y me senté en el borde. Le lancé una mirada airada.
—¿Has olvidado nuestra primera conversación? ¿No recuerdas cuánto te esforzaste para convencerme de que te diera el cargo más alto de la organización a pesar de que carecías de experiencia en el sector?
—Tenía años de experiencia como gerente…
—¡Vendiendo discos! —perdí los estribos, algo impropio de mí—. No tiene nada que ver, querida. No sé si cuando te sientas ahí fuera a sintonizar emisoras de todo el mundo has advertido que nosotros no vendemos discos ni libros ni ropa ni equipos de música ni posters de ídolos púberes del pop. Somos una emisora de televisión. Producimos espectáculos televisivos para masas. Cuando empezaste a trabajar aquí no sabías nada de este mundo, ¿verdad?
—No, pero he…
—Me pediste que te diera una oportunidad y accedí. En cambio, te niegas a pagar con la misma moneda a otra persona. ¿Te parece justo? ¿No hay una parábola sobre eso en la Biblia?
Negó con la cabeza y se mordió el labio inferior.
—Espera un momento —dijo por fin—. ¿Qué me estás diciendo? —Me lanzó una mirada de consternación—. Supongo que no habrás… No me estarás diciendo que has despedido a Martin y has contratado a su mujer, ¿verdad? Por favor, Matthieu, no me digas que he acertado.
Sonreí y enarqué una ceja. Dejé que la incertidumbre la torturase un instante.
—Por el amor de Dios —rogó—, ¿cómo diablos vamos a…?
—Claro que no la he contratado —la interrumpí, temiendo que el volcán entrase en erupción y la lava cayese sobre mí—. Créeme, jamás daría trabajo a alguien sin experiencia. A lo sumo a un ayudante, pero nada más. Para desempeñar una tarea de esa responsabilidad debes saber lo que tienes entre manos.
Caroline hizo una mueca de desdén. Me acerqué a la ventana y me quedé contemplando la calle, hasta que la oí marcharse con su enérgico taconeo.