12

Mayo–junio de 1999

En el trabajo todo cambió más deprisa de lo que hubiera deseado. De pronto me encontré en una posición de responsabilidad, cosa que siempre había rehuido, y mi sencilla y solitaria vida se vio completamente alterada. Dos ex esposas de James se presentaron en el funeral vestidas de luto; ninguna soltó una lágrima ni asistió al posterior velatorio, pero parecían confabuladas, lo que no dejaba de ser raro en dos personas que se habían pasado la vida disputándose el dinero de su ex marido y que habían dejado de cobrar la pensión tan de repente. Asistieron también algunos hijos, si bien brillaron por su ausencia aquellos que se habían distanciado de James en los últimos años. En la iglesia pronuncié unas palabras en recuerdo del fallecido, mencionando su extraordinaria profesionalidad y su perfeccionismo en el trabajo, íbamos a echarlo de menos, agregué, y yo personalmente añoraría su amistad. Fui todo lo breve y conciso que pude, pues me sentía un hipócrita al recordar las circunstancias de la muerte del antiguo director gerente, las cuales, obviamente, debía mantener en secreto. Alan hizo acto de presencia, visiblemente nervioso. En cuanto a P. W., se había marchado a su casa en el sur de Francia no sin antes dar poderes a su hija Caroline.

En el velatorio conocí a uno de los hijos de James, Lee, con el que mantuve una breve conversación durante la cual hubo momentos en que deseé que la tierra me tragara. Era un chico alto y desgarbado, de unos veintidós años. Hacía rato que lo observaba, pues se movía entre la gente como pez en el agua, hablando y bromeando con todo el mundo. Su actitud no podía estar más lejos de la de un hijo doliente. Mientras iba de un lado a otro llenando las copas de los presentes, se lo veía animado y divertido.

—Usted debe de ser el señor Zéla, ¿no? —preguntó cuando me llegó el turno de ser entrevistado—. Le agradezco mucho que haya venido. Ha pronunciado un bonito discurso en la iglesia.

—No podía faltar —murmuré mirando con desagrado la melena rubia y lacia y la barba de tres días; qué poco le habría costado ir al peluquero, o al menos afeitarse—. Respetaba mucho a tu padre, ¿sabes? Era un hombre con un gran talento.

—¿En serio? —inquirió Lee como si fuera la primera vez que oía algo así sobre su progenitor—. Me alegra saberlo. Para serle sincero, no lo conocía mucho. Apenas nos tratábamos. Él siempre estaba demasiado liado con el trabajo para interesarse por nosotros, por eso sólo hemos venido dos hijos. —Hablaba con una naturalidad sorprendente, como si se encontrara en una situación y un escenario similares todos los días—. ¿Quiere más vino?

—No, gracias —dije, pero no me hizo caso y rellenó mi copa—. Es una lástima que no llegaras a conocerlo mejor. Siempre duele que un ser querido muera de repente sin que podamos decirle lo que sentimos por él.

Se encogió de hombros.

—Supongo que tiene razón —repuso. Verdaderamente era un modelo de amor filial—. No es que me importe mucho, para qué voy a mentirle. Hay que tomarse estas cosas con estoicismo. Usted lo encontró, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

—Cuénteme cómo fue —pidió tras una pausa en la que pareció librarse una batalla de voluntades para decidir quién de los dos se rendiría el primero.

Por fin, sin mirarlo a la cara, dije:

—Llegué a las oficinas alrededor de las siete de la mañana. Me dirigía a mi…

—¿Su jornada laboral empieza a las siete de la mañana? —preguntó sorprendido.

—Es una hora bastante normal, ¿sabes? —respondí tras vacilar un instante. Un amigo de la clase obrera como él debería haberlo sabido. Lee sonrió con sorna y yo continué—: Me dirigí a mi despacho para leer la correspondencia. Unos minutos más tarde, bajé al despacho de James… de tu padre, y ahí estaba él.

—¿Por qué?

—¿Por qué qué?

—¿Por qué fue al despacho de mi padre? ¿Quería hablar con él?

Cerré los ojos como si recordara.

—Pues en este momento no me acuerdo de la razón exacta. Tu padre siempre llegaba muy temprano, de modo que estaba seguro de que lo encontraría. Quizá me hartara de ver todas esas cartas sin contestar sobre la mesa y me apeteciese una taza de café. James siempre tenía café caliente en el aparador.

—Ah, o sea, que sí se acuerda después de todo —soltó con ironía—. ¿Le apetece algo para comer, señor Zéla? ¿Tiene hambre?

—Llámame Matthieu. No tengo hambre, gracias. ¿A qué te dedicas, Lee? Seguro que James me lo contó en alguna ocasión, pero sois tantos sus hijos que me resulta difícil seguiros la pista a todos.

—Escribo. Y sólo somos cinco; ya ve que mi padre no tenía tantas bocas que alimentar como afirmaba. Oyéndolo cualquiera hubiera pensado que éramos un batallón. Eso sí, somos hijos de tres madres diferentes. La mía es Sara. Soy su único hijo. Y el más joven de los cinco.

—Ya veo. Y los otros cuatro se unen contra ti, ¿no?

—Cabe la posibilidad —repuso, dubitativo.

Nos quedamos callados un instante, y aproveché para echar un vistazo alrededor; de no haber sido porque temía parecer grosero lo habría dejado plantado allí mismo. De pronto me percaté de que me observaba con una sonrisa sardónica. No sabía qué le hacía tanta gracia. Sin saber qué decir, solté lo primero que me pasó por la cabeza.

—¿Qué escribes? ¿Eres periodista como tu padre?

—No, no —contestó, negando con la cabeza—. Dios me libre. Con el periodismo apenas se gana para vivir. Escribo guiones.

—¿De películas?

—En el futuro, quizá. Ahora trabajo para la televisión. Estoy empezando, ¿sabe usted?

—¿Estás en alguna serie?

—No; estoy escribiendo el guión de un telefilme, una comedia negra de una hora de duración. Trata de un crimen. Todavía voy por la mitad, pero será un éxito.

—Suena muy interesante —comenté sin salirme de mi papel. Estoy más que acostumbrado a que en las fiestas se me acerquen escritores para contarme los argumentos de las obras maestras que están escribiendo con la esperanza de que les extienda un cheque en blanco. Casi esperaba que Lee se sacara el manuscrito del bolsillo para enseñármelo, pero de pronto pareció perder interés en el asunto.

—Debe de ser genial trabajar en la televisión todo el día y recibir a cambio un sueldo fijo —comentó, cambiando de tema—. Que te paguen por tener ideas y luego verlas realizadas. Es lo que me gustaría hacer.

—Lo cierto es que soy un simple inversor. Tu padre, en cambio, era un experto en el negocio. El dinero que invertí me permite no tener que trabajar. Vivo bastante bien, no puedo quejarme.

—Ah, ¿sí? —Lee dio un paso hacia mí—. ¿Y fue al despacho a las siete de la mañana? ¿Cómo es que no estaba en la cama tranquilamente, o consultando el estado de sus inversiones en cualquier otro lugar?

Nos miramos a los ojos; Lee se comportaba como un porfiado detective de película americana de serie B. De pronto, pensé que sabía más de la muerte de su padre de lo que decía, pero enseguida lo descarté: tras registrar el lugar a fondo, la policía no había hallado ningún indicio que hiciera sospechar nada y así lo había manifestado.

—Es precisamente lo que estaba haciendo. He invertido mucho dinero en el canal satélite, de modo que una vez por semana voy allí a trabajar todo el día…

—¿Todo el día? Debe de ser durísimo, ¿no?

—… Y como con tu padre. Comía —me corregí—. Lo echaré de menos.

Hizo caso omiso del tópico de la misma manera que yo respecto a su sarcasmo.

—De modo que no soy la persona más adecuada para hablar del día a día en un canal de televisión —añadí—. Tal vez mi sobrino… —Me mordí el labio inferior, pero ya no había marcha atrás.

—¿Su sobrino? —preguntó Lee, súbitamente interesado—. ¿Cómo? ¿Tiene un sobrino que también trabaja en la televisión?

—Es actor. Lleva en el medio un montón de años. Imagino que conoce el negocio a la perfección. Al menos es lo que dice siempre.

Enarcó las cejas y se acercó más; su comportamiento era idéntico al de alguien que de pronto descubre que su interlocutor tiene cierta relación con un personaje célebre.

—¿Así que era actor?

Me extrañó que hablara en pasado, pero se corrigió.

—Quiero decir, ¿es actor? ¿Cómo se llama? ¿Podría conocerlo? Ahora no caigo… Un Zéla que trabaja en televisión.

—No se apellida Zéla sino DuMarqué. Tommy DuMarqué. Actúa en una…

—¡Tommy DuMarqué! —exclamó; la gente se volvió y lo miró con expresión de sorpresa. Tragué saliva y deseé estar lejos de allí—. Tommy DuMarqué, de… —Mencionó el nombre de la serie en que trabajaba mi sobrino—. Un dramón insoportable y repetitivo, con perdón. —Estuve de acuerdo con él—. ¡No me joda! —exclamó, y no pude sino echarme a reír. Era hijo de su padre, no había duda.

—Pues sí.

—No me lo puedo creer. De modo que usted es su tío… —Su voz se fue apagando mientras asimilaba el descubrimiento.

—Por así decirlo.

—¡Es una locura! —Se pasó una mano por el cabello, visiblemente excitado; me miraba con ojos como platos—. Todo el mundo lo conoce. Es famosísimo…

—Perdona, Lee, pero tengo que ir al baño —solté de repente viendo una vía de escape—. No te importa que interrumpamos nuestra conversación un momento, ¿verdad?

—De acuerdo —repuso repentinamente apagado. Sin duda podría haberse explayado hablando de la fama de mi sobrino un par de horas más—. Pero no se vaya sin despedirse, ¿eh? Quiero que me diga cómo encontró a mi padre. Aún no me lo ha contado.

Fruncí el entrecejo y fui a toda prisa al piso de arriba para echarme agua fresca en la cara. A continuación recogí el abrigo y el sombrero y abandoné la casa esperando no volver a tropezarme con Lee nunca más.

Mayo y junio fueron meses de mucho estrés en el canal. Al morir James, el cargo de director gerente quedó vacante, y como P. W. seguía sin dar señales de vida, nos vimos sumidos en una situación un poco caótica. Alan se reunía conmigo una y otra vez, pero, incapaz de brindar algún consejo constructivo, no hacía más que repetir que tenía prácticamente todo su dinero invertido en el canal satélite, que era lo mismo que decía P. W. antes de desaparecer. Volví a trabajar a diario; las horas en el despacho se me hacían eternas, y comencé a temer que si no iba con cuidado empezaría a envejecer. No había trabajado tanto desde el final de la guerra de los Bóers, cuando estuve en un hospital para los soldados que volvían del frente y se sentían incapaces de enfrentarse a la vida civil. Como era el propietario del centro, durante un tiempo me ocupé de contratar a los médicos capacitados para ayudar a esos jóvenes, una responsabilidad que me pesaba tanto que a punto estuve de enfermar de preocupación y acabar como paciente igual que ellos. Al final empleé a otra persona para que me aligerara esa carga y conseguí alejarme de las obligaciones cotidianas. Ahora quería encontrar un sustituto para James que fuera eficaz y asumiera buena parte del trabajo, y cuanto antes mejor, pues de seguir así enloquecería.

A mediados de mayo recibí una llamada de Caroline Davison, la hija de P. W. Quería hablar conmigo. Le propuse cenar en mi club, pero ella prefirió que nos encontráramos en mi despacho durante el día. No se trataba de una visita social sino profesional, aclaró, y por teléfono su tono de voz, seco e impersonal, me llamó la atención. Sin embargo, no pensé más en Caroline hasta unas horas antes de la cita, cuando vi su nombre escrito en la agenda.

Llegó puntualmente a las dos de la tarde: una joven bien vestida, pelo negro cortado a lo garçon. Tenía una cara bonita, ojos castaños, nariz pequeña y pómulos pronunciados bajo una fina capa de maquillaje. Le eché unos veintiocho años, aunque, si alguien debería saber que no se puede juzgar la edad de las personas por su apariencia, ése soy yo. Si Caroline hubiera tenido quinientos cincuenta años no me habría extrañado; hasta podría haber sido la séptima mujer de Enrique VIII, ¿por qué no?

—¿Y bien? —dije en cuanto nos sentamos el uno frente al otro ante una bandeja de té para entablar una conversación educada tratando de medir nuestras respectivas fuerzas—. ¿Tienes noticias de tu padre?

—Al parecer está en el Caribe. Cuando me llamó la semana pasada viajaba de isla en isla y disfrutaba de lo lindo.

—¡Qué suerte tienen algunos!

—Ya lo creo. No he tenido vacaciones en dos años, ojalá pudiera ir al Caribe. Por lo visto ha conocido a una mujer, aunque tal como la describe debe de ser casi una niña. Un bomboncito de dieciocho años con lei y todo.

—Entonces está en Hawái —dije.

—¿Qué?

—Las guirnaldas que se cuelgan alrededor del cuello, los leis, no son del Caribe sino de Hawái. Allí no sé qué tradiciones tienen.

Por un instante me clavó la mirada.

—Bueno, sea lo que sea —repuso—, es evidente que mi padre está pasando por la crisis de los cincuenta, lo típico. ¿Ha sufrido alguna vez una crisis de edad?

Solté una carcajada.

—Sí, pero hace ya unos años; casi la he olvidado. Y crisis de edad no es la expresión más adecuada.

—En cualquier caso, dudo que lo veamos regresar a esta miserable ciudad en los próximos meses. ¿Quién echa de menos el metro y la contaminación? ¿Quién necesita vivir con millones de personas y ver al jodido Richard Branson haciendo el memo en la tele noche tras noche cuando puedes disfrutar de playas tropicales, tomar el sol y beber cócteles a todas horas? Él puede pagárselo; por desgracia, yo no.

Tras este pequeño arrebato de inesperada sinceridad se reclinó en su silla. Me acaricié la barbilla mientras intentaba formarme un juicio de la joven.

—¿A qué te dedicas? —pregunté; no dejaba de sorprenderme que P. W. jamás me hubiera hablado de esa hija que parecía tan segura de sí misma. La mayoría de los padres se sentirían orgullosos de tener una hija como ella.

—Trabajo en tiendas de música. Soy jefa de zona de una cadena que vende al por menor en Londres y en el sudeste de Inglaterra. Cuarenta y dos tiendas en total.

—¡Vaya! —exclamé, impresionado porque asumiera tanta responsabilidad siendo tan joven—. Eso significa…

—Si quiere que le sea sincera, tras salir del colegio no he hecho otra cosa. La universidad, ni pisarla. Y desde entonces he ido ascendiendo; de dependienta pasé a subdirectora y luego a directora de sucursal. Conseguí el puesto de jefa de zona porque los demás candidatos eran unos inútiles perezosos. Ahora me he convertido en su jefaza —agregó.

Sonreí.

—¿Y cómo los tratas?

—Dentro de lo que cabe, con mucha mano izquierda, aunque daría lo que fuera por perder de vista a media docena o que el día menos pensado les cayera un ladrillo en la cabeza. Intento convencerlos de que cambien de profesión, pero no hay manera, no sabe cómo se aferran a su puesto de trabajo. Pero a mí me apetece un cambio. Lo único que tengo, más que una vida, es ambición.

—¿Y no necesitas nada más?

—Ambición y talento. Le seré franca, señor Zéla: estoy buscando trabajo. Siento que en la venta al por menor —añadió con cara de asco— he llegado a mi techo.

—Llámame Matthieu, por favor.

—Y en este momento esto me ha venido como caído del cielo, ¿no cree, Matthieu?

Asentí con la cabeza, me acabé el té y me pregunté en qué instante daría por concluida la conversación, me levantaría y me despediría de la joven, cuando de pronto reparé en el enigmático sentido de sus últimas palabras.

—¿A qué te refieres? —pregunté enarcando las cejas—. ¿Qué te ha caído del cielo?

—Es mi oportunidad —repuso con una sonrisa radiante.

Hubo un silencio.

—Perdona, no te entiendo —dije al cabo.

—Estoy hablando de trabajar en este canal de televisión —aclaró, inclinándose y mirándome como si se las viera con un auténtico imbécil—. Es la oportunidad perfecta en el momento perfecto. Llevo once años en el mismo sitio; es hora de moverse, de empezar en otro lugar. Resulta estimulante. Me muero de ganas de afrontar este desafío.

—¿Quieres trabajar aquí? —No dudaba de que se trataba de la clase de mujer ideal para tener en plantilla, pero aún no se me ocurría qué trabajo ofrecerle—. Pero, dime, ¿qué quieres hacer exactamente?

—Mire, señor Zéla —dijo mostrando al fin sus cartas al tiempo que cruzaba las piernas—, mi padre me ha dado poderes y quiere que lo represente en el negocio. Cuento con sus acciones para maniobrar. Podría decirse que ya estoy trabajando en el canal. De modo que desearía que a partir de ahora se me informara de todos los planes y transacciones de la compañía. Entretanto, me pondré al día con los antecedentes y requisitos del negocio. Espero que lo comprenda. También deberé echar una ojeada a los presupuestos y valorar las previsiones, la productividad, los índices de audiencia y las cuotas de mercado; ese tipo de cosas, ya me entiende.

—Bien —repuse con voz pausada y recelosa mientras trataba de escudriñar el futuro y calibrar lo que significaría la presencia de Caroline Davison en la empresa. Debería haberlo esperado, pero nunca me había pasado por la cabeza que alguien pudiera ocupar el puesto de P. W. Imaginaba que se conformaría con ser un socio comanditario, sin trabajar y retirando sus ganancias cada trimestre. En realidad P. W. nunca había hecho mucho más—. Bueno, supongo que se podrá arreglar. Tienes toda la documentación necesaria, ¿no?

—Por supuesto —contestó muy segura de sí—. No hay ningún problema. Esta misma tarde los traeré con la bici para que el departamento legal los repase. Pero lo que importa es que me encantaría trabajar aquí, no que me emplearan o me pagaran un sueldo. Me interesa trabajar en este canal.

—¿Te refieres a salir en pantalla? —No me pareció una idea descabellada. Era joven, atractiva, inteligente; tal vez se convirtiera en la sustituta de Tara. ¿Dónde la pondría? ¿Como mujer del tiempo? ¿En las noticias? ¿Documentales?

—No, no me apetece salir en pantalla —repuso riendo—. Me gustaría trabajar entre bastidores. Quiero el puesto de James Hocknell.

Parpadeé. Pese a admirar su franqueza, me azoró su arrogancia.

—No lo dirás en serio.

—Sí, muy en serio.

—Pero te falta experiencia.

—¿Que me falta experiencia, dice? —Me dirigió una mirada de asombro—. Durante nueve años he sido directora de una compañía importante, con una facturación anual de dieciséis millones de libras. Tengo a mi cargo unos seiscientos empleados. Administro…

—Careces de experiencia en los medios de comunicación, Caroline. Nunca has trabajado en un periódico ni en televisión ni en cine, ni siquiera has estado en una agencia de relaciones públicas. Tú misma me has contado que siempre te has dedicado a la venta al por menor. ¿Tengo razón o no?

—Sí, tiene razón, pero…

—Deja que te haga una pregunta —la interrumpí, levantando la mano para que guardara silencio. Se echó hacia atrás en su asiento con actitud enfurruñada y se cruzó de brazos como una niña consentida a quien se le hubiera negado un capricho—. Imagina que una persona te pide ocupar un alto cargo en tu negocio; viene de una empresa muy exitosa pero de un ámbito completamente diferente, ¿la escucharías y considerarías su propuesta?

—Si la creyese competente para el puesto, sí. Le pediría que preparase…

—Caroline, espera. Contéstame a esta pregunta como si estuvieras en la posición a la que aspiras llegar. —Me incliné y junté las manos mirándola a los ojos—. ¿Qué harías en mi lugar?

Pensó la respuesta y finalmente decidió no contestar de forma directa.

—Soy una mujer inteligente, Matthieu —dijo—. Se me da bien mi trabajo y aprendo muy rápido. Y además tengo una parte importante de las acciones de la empresa —añadió en tono levemente amenazador: parecía convencida de que ese detalle inclinaría la balanza a su favor.

—Yo tengo más —repliqué sin titubear—. Y si Alan se pone de mi parte, y puedo asegurarte que lo hará, soy el accionista principal. Lo siento, pero es imposible. Es probable que James Hocknell fuera un desastre en muchas cosas, y quizá tuviese un final desagradable, pero era un profesional extraordinario y brillante. Gracias a él la compañía ha llegado donde está. No puedo arriesgarme a que se desperdicie el trabajo de tantos años. Lo lamento.

Suspiró y se retrepó en la silla. Pasó a tutearme:

—Dime una cosa, Matthieu: ¿tienes intención de seguir trabajando todos los días?

—No, santo cielo, no —repuse sinceramente—. Me gustaría que las cosas volvieran a ser como antes: venir una vez por semana y estar seguro de que he dejado a alguien competente capaz de solucionar cualquier problema que se presente. Sólo pido un poco de paz y tranquilidad. Soy muy viejo, ¿sabes?

—Qué tontería —respondió, y soltó una carcajada—. No seas ridículo.

—Créeme. No aparento la edad que tengo.

—Sólo te pido una oportunidad, Matthieu. Si no funciono, siempre podrás despedirme. Te propongo incluso que figure en mi contrato; de ese modo, llegado el caso no tendría ninguna posibilidad de demandarte. ¿Qué me dices? No puede ser más justo.

Eché la silla hacia atrás y miré por la ventana. En la acera, un niño pequeño esperaba junto a su madre a que cambiara el semáforo. No iban cogidos de la mano, y de repente el niño hizo amago de cruzar la calle; la madre lo agarró con presteza antes de que lo atropellara un coche y le dio una palmada en el trasero. El niño rompió a llorar. A esa distancia no lo oí, sólo distinguí su rostro congestionado y la boca abierta. Un espectáculo horrendo. Desvié la mirada.

—Se me ocurre una idea —anuncié de repente mientras me volvía hacia Caroline y me decía para mis adentros: «¡Qué diablos! ¿Por qué no intentarlo?»—. Al parecer, voy a ocuparme del trabajo de James durante una buena temporada. ¿Qué te parecería empezar como mi ayudante? Te enseñaré todo lo que sé, y después de unos meses podemos reconsiderar la situación y ver si realmente te gusta este trabajo. Quizá lo hagas tan bien que demuestres mi error. Tal vez vuelva tu padre y nos encontremos en la misma situación que al principio.

—Lo veo difícil, pero me parece una buena idea, al menos por el momento. Tengo una última pregunta.

—Dime.

—¿Cuándo empiezo?

La noticia apareció en grandes titulares en las primeras páginas de los tabloides, e incluso en un par de periódicos serios. En una foto en color un poco descentrada se veía a Tommy y Barbra fundidos en un abrazo pasional, besándose en los labios con los ojos cerrados, felizmente ignorantes del paparazzo que los enfocaba con su cámara desde lejos. Estaban en un oscuro rincón de una discoteca de famosos; Tommy iba muy elegante con lo que parecía haberse convertido en su atuendo habitual: chaqueta y camisa negras, mientras que Barbra, vestida con una sencilla blusa blanca y falda pantalón, aparentaba unos cuantos años menos. Tommy apoyaba una mano en la larga melena rubia de la mujer mientras la besaba; los cuerpos no podrían haber estado más juntos sin consumar el acto allí mismo, y toda la escena era la viva imagen de la lujuria. Los cronistas apenas podían disimular su entusiasmo.

—No sé cómo ocurrió exactamente —me contó Tommy mientras tomábamos unos capuchinos en una cafetería de Kensington High Street, ocultos detrás de un helecho para evitar las miradas curiosas—. Son cosas que pasan. Quedamos, empezamos a hablar, una cosa llevó a la otra y nos besamos. Ahora suena raro, lo sé, pero en ese momento me pareció normal.

—Qué quieres que te diga —repuse sonriendo; me hacía gracia su expresión de niño contento consigo mismo—, podría ser tu madre.

—Podría, pero no lo es.

—¿Qué pasa? ¿Los famosos sólo se acuestan con otros famosos o qué? —pregunté, y solté una carcajada; el mundo en que vivía mi sobrino me intrigaba—. Explícamelo, por favor. ¿Por eso los famosos quieren ser famosos?

—No siempre. Andrea, por ejemplo. Ella no es famosa.

—Bueno, todavía no, eso es verdad; pero espera un poco y verás.

Andrea, la novia del momento de Tommy, estaba embarazada de dos meses, como mi sobrino acababa de anunciarme. Se habían conocido en una entrega de premios de la televisión; Andrea trabajaba como ayudante de técnico de sonido para el canal que emitía la ceremonia. Según Tommy —bueno, según me dijo que le había contado Andrea—, cuando se conocieron la joven no tenía idea de quién era DuMarqué, pues no había visto ningún capítulo de su serie. Parecía increíble, sobre todo para alguien que trabajaba en medios audiovisuales, pero la chica no tenía televisor.

—Es verdad —añadió Tommy—. No hay una tele en todo el piso. Eso sí, tiene muchísimos libros. Es diferente de las otras chicas. No le interesa quién soy.

No me convencía. Aun cuando fuera verdad que no tenía televisión, seguía siendo inconcebible que existiera en el país una sola conciencia donde no se hubiera colado el nombre de Tommy DuMarqué. Sus constantes apariciones en el mundo del ocio —televisión, eventos musicales y teatrales, la revista Hello!— lo habían convertido en los últimos años en una figura omnipresente; cualquier persona que tuviese ojos y oídos no podía evitar tropezarse una y otra vez con su nombre y su imagen. Pero resultaba que la tal Andrea, esa técnica de sonido de veinticuatro años embarazada, afirmaba exactamente eso.

—Es muy buena tía —añadió Tommy, defendiéndola con su habitual escasez de superlativos—. Es simpática, y confío en ella.

—¿La quieres?

—Dios mío, no.

—Pero seguís juntos.

—Claro. Vamos a tener un hijo, ¿lo recuerdas?

—Lo recuerdo. —«Y con él has firmado tu sentencia de muerte», podría haber añadido, pero no lo hice; en cambio, cogí el periódico de nuevo y lo agité—. Y esto, ¿qué? ¿Cómo lo explicas? ¿Qué le dices a Andrea?

—No tengo que explicarle nada. —Tommy se encogió de hombros y revolvió el capuchino con la cucharilla distraídamente—. No estamos casados, ¿entiendes? Estas cosas ocurren; somos jóvenes. ¿Qué vas a hacer?

—Yo no voy a hacer nada, Tommy, pero me gustaría saber por qué te enredas cada vez más con una chica a la que no amas, y por qué vas por ahí besándote con estrellas de cine que te doblan la edad. Me parece que si la tal Andrea te quisiese de verdad se habría ofendido por tu comportamiento.

—Deja de llamarla «la tal Andrea», por favor.

—Andrea, a quien tú, un actor de televisión rico y famoso, has dejado embarazada. Me pregunto qué cualidades personales vio en ti cuando te echó el ojo —añadí, sarcástico.

Tommy parecía irritado y titubeó antes de contestar, en un tono ligeramente más alto:

—Famoso puede, pero ¿rico? No tengo un penique, lo sabes perfectamente; tú más que nadie. No está conmigo por mi dinero, ¿entiendes?

—Tommy, tu posición es única. Quizá en este momento no nades en la abundancia, pero si quisieras podrías ganar mucho dinero. Perteneces a la flor y nata del mundo del espectáculo. Eres una estrella. Hay muchas personas a quienes no conoces y jamás conocerás que te admiran, sueñan contigo y tienen fantasías sexuales en las que apareces como protagonista. La gente paga por verte. ¿No te das cuenta? Si mañana dejaras entrar a los fotógrafos en tu elegante salón, te embolsarías cien mil libras.

—No tengo un salón elegante.

—¡Pues consigue uno, por el amor de Dios! Cómpralo por catálogo, y una vez lo tengas invita a un fotógrafo para que haga unas tomas. Si quieres ganar dinero, aprovéchate de tu fama mientras la tengas, chico.

Pensé que me estaba yendo por las ramas, ya que después de mencionar la foto con Barbra había pasado a tratar el tema de Andrea y ahora estaba dándole consejos financieros gratis. Me recliné en el asiento y miré alrededor. Era media tarde y el local estaba casi vacío. Entre los clientes reconocí a un secretario de Estado que, sentado a una mesa, hablaba animadamente con su amante (hacía poco lo había visto en una fotografía —que circulaba de mano en mano— donde era la parte posterior de un caballo de pantomima. Por desgracia, la parte delantera del caballo había olvidado vestirse; hubo un conato de escándalo, pero al final todo quedó en nada, pues ningún periódico quiso publicarla). Sentada a otra mesa había una pareja de mediana edad; comían pasteles y bebían té en silencio, como si ya se hubieran dicho todo lo que habían de decirse en la vida y sólo les quedara seguir adelante. Una pareja de adolescentes granujientos armaba alboroto en otra mesa. En la camiseta del chico se leía: «Mi nombre es Warren Rimbleton y gané ocho millones de libras en la lotería de marzo. ¡Y tú no!». Llevaba tanto oro y joyas encima que sospeché que esa afirmación era verdad. Aparté la mirada cuando empezaron a besuquearse de un modo extraño y torpe (más bien parecían estar mascando caramelos). Mi sobrino se rascaba el antebrazo y se había subido la manga por encima de la muñeca. Advertí que tenía unas marcas raras.

—¿Qué tienes ahí?

—¿Qué? —Tommy se abrochó el puño precipitadamente.

—Esas marcas del brazo… ¿De qué son?

Se encogió de hombros y se sonrojó, moviéndose inquieto en la silla.

—Nada, no son nada… Estoy dejándolo, ¿vale? —añadió de forma incongruente.

No daba crédito a mis ojos. Me aproximé a él y bajé la voz.

—Viste cómo acabó James Hocknell, ¿verdad? De repente…

—James no era más que un viejo chocho que se chutó para impresionar a una putita adolescente que acababa de conocer en la calle. No tenía ni idea de lo que estaba haciendo.

—Sí, y por eso la palmó.

—No voy a morir, tío Matt.

—Seguro que él pensaba lo mismo.

—Mira, de todas formas no lo hago a menudo. La televisión estresa mucho; alguna vez he de relajarme, ¿entiendes? Sólo tengo veintidós años y sé exactamente cuánto puedo chutarme sin pasarme. Confía en mí, ¿vale?

—Me preocupo por ti, Tommy —le confié en un arrebato conciliador—. No me gustaría que te pasara nada malo. Lo entiendes, ¿verdad?

—Sí, y te lo agradezco.

—Ese niño que está en camino… no anuncia nada bueno.

—Es sólo un niño, tío…

—Lo he visto demasiadas veces. Deja de drogarte, por favor. ¿Serás capaz? No sigas el mismo camino que tus antepasados. Y espabila, muchacho, que ya va siendo hora.

Tommy se levantó y arrojó unas monedas sobre la mesa, como si quisiera demostrarme algo.

—Pago yo. Tengo que irme, me esperan en el plató dentro de veinte minutos. No te preocupes por mí. Sé cuidarme.

—Ojalá pudiera creerte.

Permanecí sentado contemplando cómo la gente se volvía al reconocer a Tommy mientras éste salía del local. Se les iluminaba la cara, como si el encuentro hubiera aportado a sus vidas un poco de felicidad, y parecían ansiosos por contárselo a sus amigos. Y él no se daba cuenta de lo importante que era para aquellos perfectos desconocidos, y no digamos para mí.