21
Octubre de 1999
El 12 de octubre a las cuatro de la mañana cogí un taxi para dirigirme al hospital donde habían ingresado a mi sobrino Tommy, que estaba en coma como resultado de una sobredosis. Un amigo anónimo lo había dejado allí a medianoche y una hora más tarde, después de encontrar el número de teléfono en la cartera de mi sobrino, el hospital había avisado a Andrea, su novia embarazada. Acto seguido ésta me llamó, y yo no pude quitarme de la cabeza la sensación de déjà-vu, pues unos meses atrás una llamada similar a altas horas de la noche me había anunciado la muerte de James Hocknell.
Entré en el hospital cansado y soñoliento. Tras preguntar el número de habitación de Tommy me enviaron a cuidados intensivos, en la planta superior. Lo encontré conectado a un monitor cardíaco con un gota a gota insertado en un brazo salpicado de pinchazos; mantenían en constante observación el ritmo de su corazón y la presión sanguínea. Se lo veía muy tranquilo, incluso feliz, pero le costaba respirar, pues su pecho subía y bajaba de forma convulsiva. Ahí tendido era la imagen clásica del paciente de las series televisivas de médicos. Aunque de algún modo sabía que aquello era inevitable, me deprimí.
Mientras me dirigía hacia allí había observado a un pequeño grupo de enfermeras excitadas frente al panel de cristal de su habitación, mientras comentaban cuánto lamentaría «Tina» la noticia de la muerte de «Sam».
—Quizá vuelva con Carl —comentó una—. Estaban hechos el uno para el otro.
—Nunca la perdonará, y menos después de lo que ella le hizo a su hermano.
—¡Ni pensarlo! —exclamó una tercera, y al ver que me acercaba por el pasillo se escabulleron.
Suspiré. Ése era el camino que había escogido mi desdichado sobrino y ésa la existencia a que estaba condenado.
Llegados a este punto, hagamos un breve recuento de los DuMarqué, un linaje desafortunado donde los haya. Todos sus miembros han vivido poco, debido a su propia necedad o bien a causa de las tribulaciones de la época. Mi hermanastro Tomas tuvo un hijo, Tom, que murió durante la Revolución francesa; al hijo de éste, Tommy, le pegaron un tiro en una partida de cartas por hacer trampas; su desdichado hijo, Thomas, falleció en Roma cuando un marido celoso intentó atravesarme con su espada y él se puso en medio; a su hijo, Tom, se lo llevó la malaria en Tailandia; el hijo de éste, Thom, murió en la guerra de los Bóers; su hijo, Tom, fue arrollado por un coche que se había salido de la carretera en Hollywood Hills; su hijo, Thomas, falleció al término de la Segunda Guerra Mundial; al hijo de éste, Tomas, lo asesinaron en un ajuste de cuentas; su hijo, Tommy, es un actor de telenovelas y está en coma por culpa de una sobredosis.
Me quedé frente al panel de cristal y lo observé. Aunque hacía tiempo que le advertía que acabaría mal, me conmovió verlo en esa situación. ¿Dónde estaba aquel joven guapo, seguro de sí y simpático al que reconocían allí donde fuera? ¿Dónde estaba la estrella de la televisión? Ahora no era más que un cuerpo postrado en una cama, que respiraba con la ayuda de una máquina, incapaz de evitar las miradas curiosas. Me recriminé no haberle echado una mano. Esta vez podría haberlo ayudado un poco.
Unos minutos después, en la sala de espera, conocí a Andrea. Sentada a solas, bebía una taza de café inmersa en esa atmósfera típicamente estéril que en nada ayuda a relajarse. El olor a desinfectante era omnipresente y sólo había una ventana, cerrada a cal y canto y muy sucia. Aunque era la primera vez que la veía, deduje que, por su evidente estado de gestación, su mirada baja y los temblores que la recorrían, se trataba de la novia de mi sobrino.
—¿Andrea? —pregunté, inclinándome hacia ella y tocándole suavemente el hombro—. ¿Eres Andrea?
—Sí… —Me miró asustada, como si fuera un médico portador de malas noticias.
—Soy Matthieu Zéla —me presenté—. Hemos hablado antes por teléfono.
—¡Ah, sí! —Pareció animarse y decepcionarse al mismo tiempo—. Claro, al fin nos conocemos —añadió con una sonrisa forzada—. Lástima que sea en un sitio como éste. ¿Le apetece un café? Si quiere voy a… —Se le quebró la voz y no pudo continuar.
Me senté ante ella. Por su aspecto parecía recién levantada de la cama, y su vestimenta daba pena: téjanos sucios, camiseta arrugada, zapatillas deportivas sin calcetines. Tenía el pelo rubio ceniza, rizado y sucio, y no llevaba maquillaje. Aun así, su rostro poseía una belleza natural muy atractiva.
—No entiendo qué ha podido ocurrirle —dijo negando con la cabeza con tristeza—. Yo ni siquiera estaba con él cuando pasó. Un amigo suyo lo trajo aquí y luego se marchó. Debió de ser uno de esos parásitos que lo rodean para aprovecharse de su fama, entrar en los clubes, beber gratis y ligar con las chicas. —Hizo una pausa, sinceramente indignada—. No puedo creer que haya tomado una sobredosis. Siempre tiene mucho cuidado. Se supone que sabe lo que hace, joder.
—Cuando te pasas el día colocado es muy difícil tener cuidado —apunté, irritado.
Con el tiempo noto que los jóvenes me sacan de quicio cada vez con mayor facilidad; cuanto más lejos están de la época de mi propia juventud, cuantos más años cumplo, más me exasperan. Hasta hace poco pensaba que la generación anterior a ésta, nacida en la década de los cuarenta, había llegado al colmo de la estupidez, pero para mi sorpresa he comprobado que los de los años setenta, como mi sobrino, son aún peores. Uno diría que no se dan cuenta de los terribles peligros que los acechan. Es como si confiaran en vivir los mismos años que yo.
—No se drogaba siempre —replicó; ya usaba el pasado para referirse a Tommy—. Le gustaba colocarse un poco para divertirse con los amigos, pero nada más. Como todo el mundo, vamos.
—Yo no —dije, y me pregunté a qué se debería esa actitud tan puritana. Ahora era conmigo mismo con quien estaba irritado.
—Ah, sí, menudo santo de mierda estás hecho tú —contraatacó—. Pero no tienes un trabajo estresante como él, de dieciocho horas seguidas, ni te miran allí donde vas, ni tienes que representar un papel todo el día ante millones de personas a las que ni siquiera conoces.
—Lo entiendo. Yo…
—No tienes ni puta idea de lo que…
—Andrea, lo entiendo —repetí con firmeza y alzando la voz—. Perdona. Sé que mi sobrino tiene una vida muy rara, e imagino que no resulta fácil. Santo Dios, estoy harto de oír sus quejas al respecto. Pero ahora deberíamos concentrarnos en su recuperación y en el modo de evitar que esta situación se repita. Siempre y cuando sobreviva, claro. ¿Te ha dicho algo el médico?
—Sí, justo antes de que vinieras. —Pareció más tranquila—. Ha afirmado que las próximas veinticuatro horas serán decisivas, la frase estereotipada que les enseñan en la facultad para encajarla en cualquier situación. En mi opinión, las próximas veinticuatro horas siempre son decisivas, ocurra lo que ocurra. O despertará, en cuyo caso se pondrá bien al cabo de unos días, o sufrirá una lesión cerebral, o bien quedará en coma, tendido en esa cama, Dios sabe cuánto tiempo.
Asentí. En resumen, el médico no había dicho nada que cualquier imbécil con dos dedos de frente no hubiera podido diagnosticar.
—Estás temblando —señalé tras un silencio, y la cogí de la mano—. Tienes frío. ¿Por qué no te pones un jersey? El niño…
Me interrumpí, sin saber qué decir; no me parecía conveniente que una mujer embarazada de seis meses se expusiera a contraer una neumonía.
—Estoy bien, gracias. Lo único que deseo es que despierte de una vez. Lo quiero, señor Zéla —afirmó, tratándome nuevamente de usted, como si se excusara.
—Llámame Matthieu, por favor.
—Lo quiero y le necesito.
La miré a los ojos y reflexioné. Mi problema con Andrea era que la desconocía por completo. Ignoraba sus cualidades, qué posición ocupaba en el trabajo, de qué familia procedía, cuánto dinero ganaba, en qué calle vivía y con quién compartía casa. No sabía nada, por lo que era normal que recelase.
Por otro lado, quizá la estuviese juzgando mal. Tal vez en efecto quisiera a mi sobrino, ¿por qué no? Tal vez conociera ese dolor agudísimo e insoportable que acompaña al amor. Tal vez hubiera sufrido la tortura de adivinar la presencia del ser amado en un mismo edificio, aun cuando no está a tu lado. Tal vez supiera lo que se siente cuando el ser al que más quieres te maltrata, te hiere y crucifica y aun así eres incapaz de sacártelo de la cabeza, por más que lo intentes y por muchos años que pasen. Tal vez previera que con sólo recibir una llamada de ese ser lo dejaría todo y detendría el reloj de su vida. Tal vez sintiera todo eso por Tommy, y yo no era quién para negarle el beneficio de la duda.
—Debe vivir por su hijo —dijo Andrea al cabo de un silencio—. Tiene que recuperarse por el bien del niño. Eso será lo que lo ayudará a seguir, ¿no crees?
Me encogí de hombros; no las tenía todas conmigo. Algo había aprendido de la personalidad de los Thomas y su incapacidad para sobrevivir.
Las puertas del ascensor se abrieron y salí a la planta baja. Me sorprendió ver a tanta gente esperando junto al mostrador de recepción. Los miré. Había ancianos sentados en estado catatónico que se mecían siguiendo un ritmo interior, jóvenes vestidas con ropa barata de aspecto agotado y pelo grasiento que bostezaban y bebían té en vasos de plástico; niños que correteaban, gritaban y berreaban. Me dirigí a la salida y las puertas se abrieron automáticamente. Al poner un pie en la calle inhalé el aire fresco y sentí que recuperaba las energías. Amanecía, pero aún faltaba una hora para que la ciudad despertara por completo, y un viento helado me atravesó mientras me arrebujaba en el abrigo.
Estaba a punto de parar un taxi cuando tuve un instante de revelación y volví al hospital. «No, no puede ser», pensé, negando con la cabeza. Un momento después franqueé las puertas automáticas y dirigí la mirada al grupo de gente que acababa de dejar atrás; el lugar en que lo había visto estaba ahora ocupado por una anciana que respiraba a través de un inhalador. Miré alrededor boquiabierto y tuve la impresión de estar en una película. Ante mí se abría la vista panorámica del vestíbulo: lo barrí con la mirada cuidadosamente hasta detenerme en la máquina expendedora de bebidas. Ahí estaba, de pie, con un dedo suspendido frente a las diferentes opciones antes de decidirse por una. Me acerqué, lo agarré por el cuello de la camisa y tiré para que se volviese. Dio un traspié, alarmado, mientras una moneda de cincuenta peniques caía al suelo. No me había equivocado, era él. Lo miré fijamente al tiempo que negaba con la cabeza con cara de pocos amigos.
—¿Puede saberse qué demonios estás haciendo aquí? ¿Cómo te has enterado?
La ironía de que en las noticias matinales de mi emisora informaran sobre la sobredosis de mi sobrino y su estado comatoso no se me escapó. Como en las últimas horas apenas había conseguido conciliar el sueño, me recosté en un cómodo sillón en el que habrían cabido dos personas, cerré los ojos y eché alguna que otra cabezada… hasta que me desvelé por completo. Me levanté y me di una larga ducha caliente, enjabonándome con geles de enigmáticas y exóticas fragancias y champúes de fuertes aromas a coco. Media hora después me encontraba en la cocina en albornoz, fresco y lleno de energía. Me preparé un desayuno ligero, un gran zumo de naranja, un kiwi y una tostada; lo tomé lodo frente al televisor, mientras se hacía el café.
Delante del hospital se encontraba un locutor llamado Roach Henderson, con el aspecto del hombre que querría estar en cualquier otra parte del mundo antes que ahí de pie, con ese frío gélido, temiendo que se le volara el peluquín en mitad de la retransmisión. No lo conocía más que superficialmente. Su nombre verdadero era Ernest, pero a los veinte años había decidido cambiárselo por el de Roach. Tal vez recibiera una fuerte influencia de los presentadores de noticias estadounidenses y creyera que tener un nombre de pila raro le proporcionaría credibilidad y un despacho con calefacción en el estudio. En los últimos veinte años no había conseguido ni una cosa ni la otra.
«Roach —lo llamó el locutor del estudio, Colin Molton, con cara de preocupación mientras se daba golpecitos con el bolígrafo en los labios y miraba la pantalla en que aparecía la imagen del reportero—, ¿qué puedes decirnos sobre el estado de Tommy DuMarqué? Roach», repitió, para indicar que ahora le tocaba hablar al reportero.
«Bien, como todos ustedes saben —empezó Roach, haciendo caso omiso de la pregunta y dispuesto a soltar el discurso que llevaba preparado—, Tommy DuMarqué es uno de los actores más reconocibles del país. —Puso un extraño énfasis en la palabra “reconocibles”—. Su carrera se inició hará unos ocho años, interpretando el papel de Sam Cutler en una exitosa telenovela. —A continuación aparecieron en el televisor unas fotografías y una breve escena de años atrás—. Habiendo destacado, además, en el mundo de la música pop y como modelo, lo cierto es que el estado de Tommy DuMarché tendrá en vilo tanto al público en general como a los profesionales del espectáculo. Colin», concluyó en el mismo tono en que podría haber dicho «cambio» por walkie-talkie.
«Entonces, ¿cuál es su estado? Roach», inquirió de nuevo Colin.
«Los médicos dicen que crítico pero estable. Aún ignoramos lo que le ocurrió exactamente a Tommy DuMarqué, pero, según las últimas noticias, parece que sufrió un colapso en una discoteca de moda de Londres poco después de la una de la pasada madrugada. —Mentira, pensé—. Fue traído aquí rápidamente. Aunque al parecer estaba consciente cuando llegó, poco después entró en coma, y desde entonces permanece en ese estado. Colin». Colin parecía muy afectado, como si su propio hijo estuviera postrado en el hospital.
«Es joven, ¿verdad, Roach?». «Sólo tiene veintidós años, Colin». «¿Crees que las drogas han tenido algo que ver en el asunto? Roach». «Aún no podemos afirmarlo, pero es sabido que Tommy DuMarqué lleva una vida un tanto extravagante. Puede vérsele en las discotecas siete noches por semana. He oído decir que, al advertir que Tommy estaba perdiendo el control de su vida, ciertos productores de la BBC querían ingresarlo en un centro de desintoxicación. Sus continuos retrasos han ocasionado más de un problema; además, hace poco una importante columnista publicó un artículo comprometido sobre cierto personaje que la mayoría identificó con Tommy, en el que describía con todo detalle su vida desenfrenada y sus hábitos sexuales. Colin». Observé que cada vez que enfatizaba una palabra movía la cabeza hacia un lado.
«Supongo que tendrá a toda la familia alrededor de su lecho de enfermo. Roach». «Por desgracia, los padres de Tommy DuMarqué murieron años atrás, pero su novia está a su lado y, según tengo entendido, un tío suyo ha pasado por el hospital esta mañana a primera hora. Aún se desconoce si Sarah Jensen, personaje de la subtrama romántica que hace de cuñada de Tina Cutler en la serie y cuyo lío amoroso con Sam ha cautivado a millones de corazones los últimos meses, tiene intención de visitar a DuMarqué. En cuanto llegue lo haremos saber. Colin». Sin siquiera despedirse, Colin dio media vuelta en su silla para encarar la cámara y la imagen de Roach se esfumó. Colin prometió mantenernos informados sobre el asunto a lo largo del día y a continuación su rostro cambió completamente para contarnos que un panda llamado Muffy acababa de nacer en el zoo de Londres. Estuve a punto de vestirme para ir a comprar los periódicos, pero me dio pereza encontrarme con Tommy en todas las portadas, de modo que puse música y cerré los ojos para alejarme de los problemas que me acuciaban, al menos por un rato.
Lee Hocknell boqueó como un pez fuera del agua sin saber qué decir. Su sorpresa era absurda, pues cualquiera habría imaginado que tras oír las noticias de lo sucedido iría al hospital. Aun cuando había tenido muchos sobrinos a lo largo de mi vida, Tommy era el único que seguía vivo. Lee iba vestido bastante a la moda y observé que había cambiado considerablemente desde la última y única vez que lo había visto. Llevaba el pelo medio rapado y con algunas coletas, una indudable mejora en comparación con las melenas hippies que lucía en el funeral de su padre.
—Señor Zéla —me saludó finalmente cuando le solté el brazo y le dirigí una mirada de furia—. No lo he visto…
—¿Qué demonios estás haciendo aquí? —insistí aproximándome más a él—. ¿Cuándo has venido? ¿Cómo te has enterado?
Dio un paso atrás, como si el modo en que se había enterado de la sobredosis de Tommy fuera lo más evidente del mundo, y enseguida supe por qué.
—Fui yo quien lo trajo aquí —replicó—. Estábamos en una discoteca, ¿sabe?, y de pronto Tommy empezó a comportarse de forma muy extraña y se vino abajo. Pensé que había muerto. Llamé a una ambulancia y lo traje al hospital. Por el camino despertó, así que pensé que se repondría rápido, pero ahora me dicen que está en coma. ¿Es verdad?
—Sí —musité, preguntándome qué demonios estaría haciendo Lee Hocknell en compañía de mi sobrino en una discoteca. Al echar un vistazo alrededor divisé un rincón tranquilo cerca de la recepción, y me dirigí con paso firme hacia él. Una vez allí miré a Lee con la expresión más amenazadora de que fui capaz conminándolo a que tomara asiento a mi lado, y añadí—. En primer lugar, me gustaría saber qué estabas haciendo con Tommy. No sabía que os conocíais.
Bajó la mirada al suelo y suspiró. Por un instante me pareció un niño pequeño pillado en falta que intentase salir del apuro con una mentirijilla. Cuando volvió a mirarme a la cara, se mordió el labio inferior, visiblemente nervioso. Fuera lo que fuese lo que había ocurrido, estaba claro que la situación se les había ido de las manos.
—Lo llamé por teléfono para hablar del guión. Pensé que me entendería mejor con él que con usted. Dejé mi nombre en el estudio y me dijeron que me devolvería la llamada en cuanto pudiese. Y así fue.
—Claro, cómo no iba a llamarte —comenté con severidad—. Ambos habíamos recibido tus cartas y el guión.
—Sí —murmuró, rehuyendo mi mirada—. En cualquier caso, hablé con Tommy por teléfono y le dije que quería verlo. No las tenía todas consigo, y propuso que quedáramos con usted también. Enseguida le advertí que no estaba intentando hacerles chantaje ni obligarlos a nada. Sólo quería hablar con él, que me diera algún consejo. Como usted mismo me dijo, Tommy conoce el mundo televisivo a fondo, y pensé que podría ayudarme. —Suspiró y vaciló antes de continuar, como si deseara sinceramente que nada de todo aquello hubiera ocurrido—. Tommy accedió a encontrarse conmigo, de modo que quedamos ayer por la noche para tomar una copa, y de repente los acontecimientos se precipitaron. Aunque la verdad es que nos entendimos perfectamente —añadió mientras se le iluminaba la cara; de pronto el chantajista se había esfumado para dejar paso a un admirador incondicional de las estrellas de la tele—. Nos tronchamos de risa. Nos parecemos mucho, ¿sabe?
—Ah, ¿sí? —dije en tono de escepticismo.
—Sí, muchísimo. Para empezar, tenemos la misma edad. Y los dos somos… ejem… artistas. —Al ver que yo enarcaba una ceja y no decía nada, añadió—: Hablamos sobre mi guión, claro.
—¿Y qué te comentó?
—Me dijo que no era fácil encontrar financiación, aunque se ofreció a ponerme en contacto con un agente. Añadió que necesitaba trabajarlo más, pues tal como estaba ahora sería difícil venderlo.
—No se equivocaba.
—Prometió ayudarme —dijo en voz baja, y por un momento temí que rompiera a llorar.
Aquel chico habría dado cualquier cosa por convencerme de que mi sobrino, la estrella de televisión, era su mejor amigo. Pero yo sabía que en el mundo del glamour no había amigo que valiera. No nos engañemos, uno se pega a un famoso por una sola razón: ligar es mucho más fácil.
—Escucha, Lee —dije con voz pausada—. Aquella noche estabas ahí, ¿verdad?
—¿Dónde?
—En la casa de tu padre, la noche que murió. Tu guión trata de eso, ¿no?
Asintió y se sonrojó, lo que me pareció una reacción muy extraña.
—Estaba en el piso de arriba —respondió—. Oí lo que ocurrió. Sé que usted no tuvo nada que ver con su muerte, pero debería haber llamado a la policía, ¿no cree? Tendría que haber contado la verdad. Esa historia de que estaba en el despacho no era cierta.
—Aclárame una cosa —lo interrumpí, poco dispuesto a que me soltara un sermón cuando probablemente yo llevaba las de perder—: ¿de verdad esperas chantajearnos a Tommy y a mí con esa información?
No me miró, como si enfrentarse a mí cara a cara le costase más que por carta. Pensé que era un buen momento para mantener esa conversación, pues ninguno de los dos sabía en qué acabaría lo de Tommy y quizá existiera alguna posibilidad de que el mismo Lee saliese perjudicado.
—Sólo necesito un empujoncito —dijo, reacio a aceptar o negar que estuviera haciéndonos chantaje—. Nada más. Pensé que cualquiera de los dos podría echarme una mano para empezar. Además, tal vez le haya salvado la vida a su sobrino.
—O quizá se la hayas quitado. Dime: ¿qué ocurrió exactamente? ¿Qué tomó?
Lee se mordió el labio inferior, pensativo.
—Bebimos bastante. Me sentía raro, pues todo el mundo nos miraba. Supongo que reconocían a Tommy, pero por muy extraño que parezca me pareció que también me miraban a mí.
—Bueno, es posible —admití—. La gente siempre se fija en la persona que acompaña al famoso. Quieren saber quién es. Suponen que se trata de alguien muy importante, pues de lo contrario no estarían juntos. Y en la mayoría de las ocasiones no se equivocan.
—En fin, que no paraba de acercarse gente para pedir autógrafos a Tommy. Algunos hasta me lo pidieron a mí, así que firmé unos cuantos. Fingimos que acababa de incorporarme a la serie y Tommy les dijo que al cabo de un mes todos sabrían quién era yo.
—Oh, por el amor de Dios.
—Era una broma, no hacíamos daño a nadie. Decidimos marcharnos y me preguntó dónde podíamos seguir la juerga. Mencioné una discoteca donde me habían impedido entrar. Soltó una carcajada y me llevó directamente allí en taxi. Debía de haber una cola de cien personas esperando para entrar, pero Tommy y yo nos dirigimos a la puerta y los gorilas lo saludaron todo sonrisas y nos dejaron pasar sin siquiera pagar la entrada. ¡Fue alucinante! Éramos el centro de atención. Nos sirvieron copas gratis, nos dieron una mesa y cuando salimos a la pista de baile las mujeres se nos echaban encima. ¡Una pasada! La mejor noche de mi vida.
Hablaba mirando fijamente al suelo, con la expresión de un niño en una tienda de juguetes. Gracias a Tommy había vislumbrado cómo vivían los famosos, y había quedado maravillado. Estaba enganchado. «Nunca nos libraremos de él», pensé.
—¿Y qué ocurrió después? ¿En qué momento aparecieron las drogas?
—Tommy se encontró con un tipo al que conocía y fueron al lavabo para chutarse. Al volver estaba bien. Ligamos con un par de tías, bebimos un montón y al final decidimos ir a mi casa para seguir la juerga.
—Vaya por Dios, ¡así fue como murió tu padre! ¿Es que no aprendéis nada los jóvenes?
—No estaba pensando en eso —replicó con enfado—. Estaba… Sólo quería…
—Querías tirarte a alguien. No hace falta que me expliques nada, puedo imaginarlo. Querías tirarte a alguna de esas chicas, con Tommy, con quien fuera y como fuera. Sólo querías…
—Eh, no se pase…
—No te pases tú —mascullé, agarrándolo por el cuello de la camisa—. Eres un imbécil, ¿sabes? ¿Qué te metiste?
—No me metí nada, ¡lo juro! Tommy sí, con ese tío. Al salir de la discoteca, el aire frío me golpeó en la cara, y acto seguido Tommy se había desplomado y sufría convulsiones. No tenía muy mal aspecto, pero de pronto abrió los ojos como platos y dejó de moverse, de manera que decidimos llamar a una ambulancia. Eso es todo lo que ocurrió.
—Vale, vale. No hace falta que me expliques más.
Lee empezaba a darme pena. Sólo quería llegar a ser alguien. Había visto una oportunidad y se había lanzado de cabeza. No había empleado tácticas muy afortunadas, ciertamente, pero, más que un perverso chantajista dispuesto a exprimirnos, me pareció un niño que sólo deseaba aprobación y amigos. Me recliné en el asiento y suspiré.
—Me voy a casa —dije, y le entregué una pequeña libreta y un bolígrafo que llevaba en el bolsillo del abrigo—. Escribe tu número de teléfono; me pondré en contacto contigo. No te prometo nada, ¿vale? Tommy no exageraba: ese guión requiere muchas horas de trabajo.
Al verlo anotar su número sin poder disimular su ansiedad, me entraron ganas de reír por lo absurdo de la situación. «Este chico sólo me traerá problemas», pensé. La muerte de su padre parecía importarle un bledo; había ocultado la verdad a la policía, había intentado chantajearme y, aún peor, era un pésimo escritor. Entonces, ¿cómo podía ocurrírseme siquiera echarle una mano?