CAPÍTULO VI
DOS horas más tarde se presentó Shtolz.
—¿Qué te pasa, Iliá? ¡Cómo has cambiado! ¡Estás gordo, pálido! ¿Te encuentras bien?
—Mi salud no es buena —respondió Oblómov abrazándolo—. Se me duerme la pierna izquierda, no sé por qué será.
—¡Qué mal estás aquí! —dijo Shtolz, mirando a su alrededor—. ¿Por qué no dejas ya de una vez este batín? ¡Míralo, está lleno de remiendos!
—Estoy acostumbrado a él, Andréi, me da pena dejarlo.
—¿Y a la manta, a los visillos… —continuó Andréi— también estás acostumbrado? ¿También te da pena dejar esos trapos? ¡Por Dios, Iliá! ¿Cómo puedes dormir en esa cama? ¿Qué te pasa?
Shtolz examinó atentamente a su amigo, luego miró de nuevo la cama y los visillos.
—No me pasa nada —respondió Oblómov, confuso—, ya sabes que siempre fui muy descuidado en lo tocante a mi vivienda… ¡Vamos a comer! ¡Zajar, pon rápidamente la mesa! Y bien, cuenta, ¿vienes para mucho tiempo? ¿De dónde?
—A ver si adivinas cómo estoy y de dónde vengo —respondió Shtolz— Hasta aquí no llegan las noticias del mundo de los vivos.
Oblómov lo miraba con curiosidad en espera de que hablara.
—¿Qué tal está Olga? —preguntó.
—¡Ah, no la has olvidado! Creía que ya no te acordabas de ella.
—No, Andréi, ¿acaso es posible olvidarla? Sería tanto como olvidar que viví un tiempo, que estuve en el paraíso… ¡Ahora, en cambio!… —añadió con un suspiro—. Pero ¿dónde está?
—En su propiedad, dirigiéndola.
—¿Con su tía? —preguntó Oblómov.
—Y con su marido.
—¿Se ha casado? —preguntó Oblómov abriendo mucho los ojos por la sorpresa.
—¿Por qué te asustas? ¿No será que los recuerdos?… —añadió Shtolz en voz baja y cariñosa.
—¡Oh, no, qué dices! —se justificó Oblómov, recobrándose—. No me asusté, fue la sorpresa. Me sorprendió la noticia, no sé por qué. ¿Cuándo se casó? ¿Es feliz? ¡Dímelo, por favor! No sabes qué gran peso me has quitado de encima. Aunque tú me aseguraste que ella me había perdonado, yo… no estaba tranquilo. Algo me remordía… ¡Querido Andréi, cuánto te lo agradezco!
Su alegría era tan sincera, daba tales saltos en el diván, se agitaba de tal modo, que Shtolz lo miraba complacido y emocionado.
—¡Qué bueno eres, Iliá! —dijo—. Tu corazón era digno de ella. Se lo contaré todo…
—¡No, no se lo digas! —lo interrumpió Iliá—. Puede creer que soy insensible por haberme alegrado de su boda.
—¿Acaso la alegría no es un sentimiento, carente, además, de egoísmo? Te alegras, simplemente, de que sea feliz.
—¡Cierto, cierto! —exclamó Oblómov—. ¡Sabe Dios las tonterías que digo! ¿Quién es el marido? ¿Quién es el feliz mortal?
—¿Quién? —repitió Shtolz—. ¡Qué mal adivino eres, Iliá! Oblómov fijó súbitamente en su amigo una mirada inmóvil estaba estupefacto y había palidecido.
—¿Eres… tú? —preguntó de pronto.
—¿Otra vez asustado? ¿De qué? —preguntó Shtolz, echándose reír.
—No bromees, Andréi, dime la verdad —insistió Oblómov muy nervioso.
—¡Te juro por Dios que no bromeo! Llevo más de un año casado con Olga.
Poco a poco la expresión de susto fue desapareciendo del rostro de Oblómov, dejando paso a un apacible ensimismamiento; seguía con la vista fija en el suelo, pero cuando miró a Shtolz había en sus ojos lágrimas de alegría y una profunda y serena emoción.
—¡Querido Andréi! —dijo, abrazándolo—. ¡Querida Olga… Serguéievna! —añadió, procurando reprimir su exaltación—. ¡El propio Dios os ha bendecido! ¡Qué dichoso soy! Dile…
—Le diré que no existe otro Oblómov —lo interrumpió Shtolz, profundamente conmovido.
—No, dile, recuérdale, que me encontró para que yo le indicara el camino, dile que bendigo ese encuentro y la bendigo a ella en su nueva vida. Si hubiera sido otro… —añadió horrorizado—, pero ahora —concluyó alegremente— ya no me avergüenzo del papel que desempeñé, no me arrepiento de nada, ya no tengo ese peso sobre mi alma. Todo vuelve a estar claro y me siento feliz. ¡Gracias, Dios mío!
A punto estuvo de volver a dar saltos en el diván, llevado por la emoción: tan pronto reía como se le llenaban los ojos de lágrimas.
—¡Zajar! —gritó—. ¡Champán para el almuerzo! —Había olvidado que no tenía un copec en el bolsillo.
—Se lo contaré todo a Olga, todo, no en vano es incapaz de olvidarte —dijo Shtolz—. Sí, tú eras digno de ella, tu corazón es profundo como un pozo.
Zajar asomó la cabeza por la puerta.
—Haga el favor de venir —dijo, haciendo señas a su señor.
—¿Qué quieres? —preguntó Oblómov, impaciente—. ¡Vete!
—Deme dinero, por favor —cuchicheó Zajar. Oblómov calló de pronto.
—Bueno, déjalo —musitó dirigiéndose a Zajar—. Dirás que lo olvidaste, que no te dio tiempo, vete… ¡No, ven aquí! —dijo en voz alta—. ¿Conoces la nueva? ¡Felicita a Andréi Ivánich: se ha casado!
—¡Qué alegría, santo cielo! Felicidades, Andréi Ivánich, que Nuestro Señor le conceda larga vida para criar a sus hijitos. ¡Qué alegría!
Zajar hacía reverencias, sonreía, sin dejar de hablar. Shtolz sacó un billete y se lo dio.
—Toma, cómprate una levita nueva —dijo—, con ésta pareces un pordiosero.
—¿Y con quién se ha casado, padrecito Andréi Ivánich? —preguntó Zajar, intentando besarle la mano.
—Con Olga Serguéievna, ¿te acuerdas de ella? —respondió Oblómov.
—¿Con la señorita Ilinska? ¡Santo cielo! ¡Una señorita tan buena! ¡Con razón me regañó usted entonces, Iliá Ilich! ¡Imbécil de mí! La culpa fue mía, siempre creí… Y fui yo quien se lo dijo a los criados de las Ilinski y no Nikita. Bien cierto que era una calumnia… ¡Ah, Dios santo! ¡Bendito sea el Señor! —iba diciendo Zajar al tiempo que abandonaba la habitación.
—Olga te invita a pasar una temporada en el campo, en nuestra casa. Tu amor ya pasó y no es peligroso; no tendrás celos. Vente conmigo.
Oblómov suspiró.
—No, Andréi —dijo—, no temo ni al amor ni a los celos, pero no iré.
—¿De qué tienes miedo, entonces?
—Temo sentir envidia; vuestra dicha será para mí un espejo en el cual veré constantemente mi amarga e inútil vida, pero ya no puedo vivir de otro modo.
—No hables así, querido Iliá. Aunque no lo quieras, tendrás que vivir como la gente que te rodea. Dirigirás la hacienda, leerás, escucharás música. ¡Si vieras cómo ha mejorado su voz! ¿Te acuerdas de Casta Diva?
Oblómov agitó las manos para que no siguiera hablando.
—Ven conmigo. Es Olga quien lo desea y ya sabes que es muy obstinada. Yo me cansaré, pero ella no. Es todo fuego, vitalidad y hasta a mí me deja atrás en muchas ocasiones. El pasado removerá tu alma, recordarás el parque, las lilas y volverás a vivir…
—No, Andréi, no me lo recuerdes, no remuevas el pasado, ¡te lo pido por Dios! —lo interrumpió Oblómov gravemente— El recuerdo me produce dolor y no placer. Los recuerdos son muy bellos y poéticos cuando lo son de una felicidad efectiva, pero resultan muy dolorosos cuando recuerdan heridas cicatrizadas… Hablemos de otra cosa. Aún no te he dado las gracias, amigo mío, por las molestias que te has tomado en Oblómovka. No tengo fuerzas para agradecértelo. Busca mi gratitud en tu propio corazón, en tu felicidad, en Olga… Serguéievna, pero yo… yo… ¡no puedo! Perdona si hasta ahora no te he liberado aún de esta carga. Pero en cuanto llegue la primavera, que ya está próxima, iré a Oblómovka.
—Pero ¿sabes cómo está ahora Oblómovka? No la vas a conocer —dijo Shtolz—. No te lo escribí porque tú no contestas a las cartas. El puente está construido y la casa ya tiene tejado desde el verano pasado. Por lo que se refiere al interior, es cosa tuya. Arréglala a tu gusto, en eso no intervengo. Hay un nuevo administrador, hombre de mi confianza, que se encarga de todo. Has recibido la relación de los gastos, ¿verdad?
Oblómov permaneció callado.
—¿La has leído? —preguntó mirándole fijamente—. ¿Dónde la tienes?
—Espera, la buscaré después del almuerzo; tengo que preguntarle a Zajar…
—¡Ay, Iliá, Iliá, no sé si reír o llorar!
—La buscaremos después del almuerzo, ahora vamos a comer.
Shtolz no pudo reprimir una mueca al sentarse ante la mesa. Recordó el día de San Iliá: ostras, piña, codornices… Y ahora: un tosco mantel, las vinagreras sin tapón, cerradas con papel; en los platos, dos trozos de pan negro, tenedores con el mango roto… Oblómov comió sopa de pescado y Shtolz una de avena y pollo cocido, luego lengua, más bien dura, y cordero, todo acompañado de vino tinto. Shtolz se sirvió medio vaso, lo probó y no volvió a beber. Iliá Ilich bebió dos copas de vodka, una tras otra, y se puso a comer el cordero con avidez.
—Este vino no vale nada —dijo Shtolz.
—Perdona, con las prisas no nos dio tiempo de ir al otro lado de la ciudad —explicó Oblómov—. ¿Por qué no pruebas el vodka? Es muy sabroso. Pruébalo, Andréi. —Y Oblómov apuró la tercera copa. Shtolz lo miraba sorprendido, pero no dijo nada—. Lo prepara la propia Agafia Matvéievna. Es una mujer estupenda —afirmó Oblómov, ligeramente bebido—. Te confieso que no sé cómo podré vivir en Oblómovka sin ella, un ama de casa semejante no se encuentra.
Shtolz le escuchaba con el ceño fruncido.
—¿Crees que es Anisia la que cocina? ¡Pues no! Anisia cuida del gallinero, del huerto, friega los suelos. Todo lo demás lo hace Agafia Matvéievna.
Shtolz apenas probó el cordero y las empanadillas de requesón; observaba con qué apetito lo comía todo su amigo.
—Ahora ya no me verás con la camisa puesta del revés —seguía diciendo Oblómov, terminando de pelar con gran placer un hueso—; ella lo inspecciona todo y de todo se da cuenta; no tengo ni un solo par de medias sin zurcir. Y todo lo hace ella misma. ¡Si vieras qué café prepara! Ya lo probarás después del almuerzo.
Shtolz le escuchaba en silencio y con aire preocupado.
—Su hermano ya no vive con nosotros, se fue a otra casa; quiere casarse y, naturalmente, ya no vivimos como antes. En aquel entonces todo parecía hervir en sus manos, no paraba desde la mañana hasta la tarde… Te diré una cosa, Andréi —concluyó Oblómov con lengua estropajosa—. Si dispusiera de dos mil o tres mil rublos no te invitaría a cordero, te ofrecería esturión, truchas filetes de primera calidad y Agafia Matvéievna, sin necesidad de cocinero, haría maravillas… ¡Ya lo creo!
Y Oblómov apuró otra copa de vodka.
—Bebe, Andréi, ya verás qué bueno está. Olga Serguéievna no sabría hacerte uno igual —prosiguió con voz cada vez menos firme—. Te cantará Casta Diva, pero no sabe hacer un vodka semejante, ni tampoco una empanada de pollo con setas. Empanadas así se hacían tan sólo en Oblómovka y aquí. Y otra ventaja: no las hace un cocinero sabe Dios con qué manos, sino Agafia Matvéievna, que es la limpieza personificada.
Shtolz le escuchaba atentamente, tratando de no perder una sola palabra.
—Tenía antes las manos muy blancas —continuó Oblómov casi ebrio—. ¡Dignas de ser besadas! Pero ahora se han vuelto ásperas porque todo lo tiene que hacer ella misma; ¡hasta me almidona las camisas! —dijo Oblómov conmovido, casi con lágrimas en los ojos— Te lo juro, lo he visto con mis propios ojos. Te aseguro que muchas esposas no cuidan mejor a sus maridos. ¡Agafia Matvéievna es una mujer excelente! ¿Sabes una cosa, Andréi? Alquila una casa de campo por aquí. ¡Qué bien lo podríamos pasar! Tomaríamos el té en el bosque, y el día de San Iliá visitaríamos las Fábricas de Pólvora, nos seguiría un carro con provisiones y el samovar. ¡Nos tumbaríamos en la hierba sobre una alfombra! Agafia Matvéievna le enseñaría a Olga Serguéievna a llevar la casa. Ahora no estamos muy bien, el hermano se fue y andamos escasos, pero si nos dieran tres mil o cuatro mil, te obsequiaríamos con pavos…
—Yo te he mandado cinco mil rublos, ¿qué haces con el dinero? —preguntó de pronto Shtolz.
—¿Y la deuda? —se le escapó a Oblómov.
Shtolz se puso en pie de un salto.
—¿La deuda? —repitió—. ¿Qué deuda?
Y miró como un maestro severo al niño que oculta algo. Oblómov calló súbitamente. Shtolz se sentó en el diván a su lado.
—¿A quién debes?
Oblómov recobró un tanto la lucidez.
—A nadie, es una mentira —respondió.
—Es ahora cuando mientes, pero mal. ¿Qué te ocurre, Iliá? ¡Ahora comprendo el porqué del cordero y del vino ácido! No tienes dinero. ¿Qué haces con él?
—En efecto… debo algo de dinero… a la patrona por víveres… —respondió Oblómov.
—¡Por este cordero y esta lengua! Dime de una vez lo que ocurre. ¿Qué significa toda esa historia del hermano que se fue de casa y que tu economía se resiente? Hay algo que no cuadra. ¿Cuánto debes?
—Diez mil rublos por una carta de crédito… —musitó Oblómov. Shtolz volvió a ponerse en pie de un salto, pero se sentó de nuevo.
—¿Diez mil? ¿A la patrona por los víveres? —repitió, horrorizado.
—Sí, consumíamos mucho, viví a lo grande… Recuerdas seguramente: piña, melocotones… y, claro, me endeudé… —masculló Oblómov—. Pero ¿a qué hablar de eso?
Shtolz no le respondió. Estaba reflexionando: «El hermano se fue y la economía marcha mal; en efecto, ¡todo es tan mísero, pobre y sucio! ¿Qué mujer será esa patrona que Oblómov alaba tanto? Dice que lo cuida. Y habla de ella con tanto entusiasmo…».
Shtolz sintió un escalofrío al percatarse de la verdad; su rostro se alteró de pronto.
—¡Iliá! ¿Qué significa esa mujer para ti? —preguntó. Pero Oblómov, con la cabeza apoyada sobre la mesa, se había quedado dormido.
«Esta mujer lo está saqueando, se lo quita todo… La historia de siempre, ¡y yo sin darme cuenta hasta ahora!», pensó.
Se puso en pie y abrió bruscamente la puerta de la habitación de Agafia Matvéievna, quien, asustada, dejó caer la cucharilla con la que revolvía el café.
—Necesito hablar con usted —dijo cortésmente.
—Haga el favor de pasar al salón, en seguida estaré con usted —respondió ella tímidamente.
Se echó una pañoleta al cuello y entró tras él en el salón, sentándose en un extremo del diván. Ya no tenía el chal y procuraba cubrir sus brazos con la pañoleta.
—¿Iliá Ilich le dio a usted una carta de crédito? —preguntó Shtolz.
—No —respondió ella mirándolo con perplejidad y asombro—, no me dio ninguna carta.
—¿Ninguna?
—Jamás vi carta ninguna —repitió con el mismo obtuso asombro…
—¡Una carta de crédito! —repitió Shtolz.
Agafia Matvéievna reflexionó unos instantes.
—Debería hablar con mi hermano —dijo—, yo no he visto ninguna carta.
«¿Es tonta o astuta?», pensó Shtolz.
—Pero ¿él le debe dinero? —preguntó.
Agafia Matvéievna le miró con aire de no comprender nada; de pronto su rostro reflejó comprensión y hasta inquietud. Recordó las perlas, la plata y el abrigo de pieles empeñados y pensó que Shtolz aludía a esa deuda, aunque era incapaz de comprender cómo se había enterado. Ella no se lo había dicho a nadie, ni siquiera habló de ello con Anisia, a quien informaba de todo copec invertido.
—¿Cuánto le debe? —preguntó Shtolz inquieto.
—No me debe nada. ¡Ni un copec!
«Trata de ocultármelo, ¡tiene vergüenza esta usurera, esta bestia codiciosa! —pensó—. ¡Pero yo le sacaré la verdad!».
—¿Los diez mil rublos? —preguntó.
—¿Qué diez mil rublos? —inquirió Agafia Matvéievna, asombrada e inquieta.
—¿No le debe a usted Iliá Ilich, por la carta de crédito, diez mil rublos? ¿Es verdad o no? —preguntó.
—No me debe nada. Hace poco debíamos al carnicero doce rublos con cincuenta copecs, pero ya hace quince días que le pagamos, también pagamos a la lechera… Él no me debe nada.
—¿No tiene usted un pagaré a su nombre firmado por él?
Ella le miró sin comprender nada.
—Debería hablar con mi hermano —respondió—, vive aquí al lado, en la casa de Zamikalov, hay una bodega abajo.
—No, permítame que hable con usted —dijo Shtolz enérgicamente—. Iliá Ilich se considera deudor suyo, y no de su hermano…
—A mí no me debe —respondió Agafia Matvéievna—, y si empeñé mis perlas, la plata y el abrigo de piel, lo hice para mí. Compré zapatos a Masha y para mí; a Vania una camisa y pagué también al verdulero. Pero en Iliá Ilich no me gasté ni un copec.
Shtolz la miraba e iba descifrando el sentido de sus palabras. Al parecer, él era la única persona a punto de adivinar el secreto de Agafia Matvéievna. La mirada de superioridad, casi de desprecio, con que la había mirado al principio, cambió por una de curiosidad, hasta de simpatía.
En el empeño de las perlas y de la plata había incluido confusamente el secreto de su sacrificio, pero no podía decidir aún si era debido a una sincera abnegación o en espera de futuros bienes.
No sabía sí alegrarse por Iliá o lamentarlo. Resultaba evidente que él no le debía nada, que esa deuda era una trampa del hermano; al mismo tiempo, había descubierto muchas cosas nuevas… ¿Qué significaba el empeño de la plata y de las perlas?
—Entonces, ¿usted no le reclama nada a Iliá Ilich? —preguntó.
—Haga el favor de hablar con mi hermano —respondió con voz monótona—. Seguro que ahora está en casa.
—Contésteme, tenga la bondad, ¿Iliá Ilich le debe algo?
—¡Ni un solo copec, por Dios que es cierto! —respondió Agafia Matvéievna, mirando el icono y persignándose.
—¿Lo repetiría ante testigos?
—¡Ante todos, hasta en confesión! Y si empeñé las perlas y la plata lo hice para mis gastos…
—¡Muy bien! —la interrumpió Shtolz—. Mañana vendré a verla con dos amigos míos y supongo que no tendrá inconveniente en repetir delante de ellos lo que me acaba de decir.
—Sería mejor que hablara con mi hermano —repetía ella—, porque yo… no voy vestida convenientemente… como estoy en la cocina, podrían criticarme…
—No importa, no importa; a su hermano lo veré mañana, después de que usted me firme un documento…
—He perdido por completo la costumbre de escribir.
—Es poco lo que tiene que escribir, un par de líneas a lo sumo.
—¡Líbreme de esa obligación! Más vale que escriba Vania, lo hace muy bien…
—No, no puede negarse —insistió Shtolz—; si no firma usted ese papel, significa que Iliá Ilich le debe diez mil rublos.
—No, él no me debe nada, ni un solo copec —repitió ella—. ¡Se lo juro por Dios!
—En ese caso debe firmar. Adiós, hasta mañana.
—Sería mejor que mañana hablara usted con mi hermano… —decía Agafia Matvéievna, acompañándole—, vive aquí, en la esquina, pasando la calle…
—No, y le ruego que no le diga nada a su hermano hasta que yo vaya a verlo; de otro modo, Iliá Ilich podría tener un gran disgusto…
—Entonces no le diré nada —accedió dócilmente Agafia Matvéievna.