CAPÍTULO II

TARÁNTIEV se fue y Oblómov, de muy mal humor, tomó asiento en el sillón y trató de olvidar la desagradable impresión. Recordó por fin lo ocurrido aquella mañana y la sórdida imagen de Tarántiev se esfumó de su mente: la sonrisa tornó a sus labios.

De pie en el espejo estuvo arreglándose mucho tiempo la corbata. Sonreía a su imagen y miraba su mejilla, buscando un rastro del beso de Olga.

—Dos «nunca» —se dijo en voz baja, embargado de jubilosa emoción—, pero ¡qué diferencia entre ellos! Uno ya se marchitó y el otro ha florecido esplendorosamente…

Se sumió en pensamientos cada vez más profundos. Se daba cuenta de que la fiesta luminosa del amor había llegado a su fin, que el amor se convertía de hecho en un deber, se entretejía con la vida entera, formando parte de sus habituales manifestaciones, perdiendo poco a poco sus radiantes colores.

Tal vez aquella mañana había contemplado su último rayo luminoso y de ahora en adelante no brillaría ya con la misma intensidad, sino que daría invisible calor a la vida; la vida acabaría por aceptarlo y sería, naturalmente, su palanca fundamental, pero oculta. Y a partir de ahora sus manifestaciones serían ¡tan simples, tan corrientes, tan usuales!

El poema estaba a punto de terminar e iba a iniciarse la historia real: la Cámara, el viaje a Oblómovka, la construcción de la casa, la hipoteca, la construcción del camino, las cuentas embrolladas con los mujiks, la organización de los trabajos, la siembra, la recolección, los chasquidos del ábaco, la cara preocupada del administrador, las elecciones de la nobleza, las sesiones del tribunal.

Sólo de vez en cuando brillaría la mirada de Olga, sonarían los melodiosos sones de Casta Diva, se darían un beso apresurado y de nuevo habría que volver al trabajo, ir a la ciudad, hacer cuentas con el administrador, oír el chasquido del ábaco.

La llegada de las visitas tampoco sería muy divertida. Se hablaría del vino que producen sus lagares, de la cantidad de metros de paño entregados al Estado… ¿Era eso lo que había soñado? ¿Eso era vivir?… La gente, sin embargo, vivía como si en ello consistiera toda la vida. A Shtolz también le gustaba.

Pero el casamiento, la boda, sí que formaba parte del lado poético de la vida, era como una flor recién abierta. Se imaginó conduciendo a Olga hacia el altar con azahares en la cabeza y cubierta con un largo velo. Entre los asistentes se oirían murmullos de admiración. Ella, toda turbada, le tiende la mano, su orgullosa cabecita se inclina graciosamente y una respiración anhelosa agita su pecho; no se atreve a mirar. Tan pronto asoma una sonrisa a sus labios, como se le llenan de lágrimas los ojos.

En casa, cuando se han ido los invitados, ella, lujosamente ataviada aún, se lanza a sus brazos como aquella mañana…

«Voy corriendo a verla, no puedo pensar ni sentir solo —se dijo—. Se lo contaré al mundo entero… pero no, primero a la tía, luego al barón, le escribiré a Shtolz. ¡Qué sorpresa para él! Luego se lo diré a Zajar; se arrojará a mis pies y gritará de alegría, le regalaré veinticinco rublos. Anisia tratará de besarme la mano y le daré diez rublos. Después gritaré loco de alegría para que todos me oigan y digan: ¡Oblómov es feliz, Oblómov se casa! Ahora voy corriendo a su casa; allí me espera el misterioso convenio de unir dos vidas en una, las largas charlas susurradas».

Corrió a casa de Olga, que escuchó sonriendo sus sueños, pero tan pronto como Oblómov intentó comunicárselo a su tía, sus cejas se juntaron tanto que él se asustó.

—¡Ni una palabra a nadie! —dijo, llevándose un dedo a los labios e instándole a que hablara en voz baja para que la tía no lo oyese desde la otra habitación—. Aún no es el momento oportuno.

—¿Cuándo va a serlo? ¿No lo tenemos decidido los dos? —preguntó Oblómov, impaciente— ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Por dónde tenemos que empezar? —siguió preguntando—. No podemos estar con los brazos cruzados. Vamos a iniciar una vida seria, llena de obligaciones…

—Sí, es cierto —afirmó Olga, mirándolo fijamente.

—Pues bien, quiero dar el primer paso y hablar con tu tía…

—Este es el último.

—¿Cuál es el primero?

—El primero… ir a la Cámara. Tienes que firmar un documento, ¿no es verdad?

—Sí… lo haré mañana.

—¿Por qué no hoy?

—Hoy… ¿Cómo puedo separarme de ti en un día como éste?

—Bueno, lo dejaremos para mañana. ¿Y después?

—Después se lo diremos a tu tía, le escribiré a Shtolz…

—No, después tienes que ir a Oblómovka… Andréi te escribió lo que debías hacer en la aldea. Ignoro de qué se trata, creo que de construir una casa, ¿no es cierto? —preguntó mirándole fijamente.

—¡Dios mío! —exclamó Oblómov—. ¡De hacer caso a Shtolz pasaría más de un siglo hasta que pudiera hablar con tu tía! Me dice que debo construir la casa, luego la carretera, fundar escuelas… ¿Sabes, Olga?, iremos juntos y una vez allí…

—Pero ¿adónde iremos? ¿Tenemos casa?

—No, la vieja está en muy mal estado, me imagino que el porche se habrá caído ya…

—¿Adónde iremos entonces? —preguntó Olga.

—Habrá que buscar casa aquí.

—Para eso también hay que ir a la ciudad —observó Olga—, éste es el segundo paso…

—Y después… —empezó a decir Oblómov.

—Primero da esos pasos y luego…

«¿Cómo es posible? —pensó tristemente Oblómov—. Ni largas conversaciones susurradas, ni el misterioso convenio de unir dos vidas en una… Todo resulta diferente, distinto. ¡Qué extraña es Olga! No se detiene ni un instante, no se entrega a dulces meditaciones sobre el momento poético, como si no tuviese ilusiones, como si no sintiese la necesidad de soñar. ¡Ve a la Cámara, busca casa! Exactamente igual que Andréi. Parece que se han confabulado para acelerar la vida».

Al día siguiente, con el documento en la mano, se dirigió a la ciudad para ir primero a la Cámara; hacía el viaje de mala gana, bostezando y mirando a los lados. Como no sabía la dirección exacta de la Cámara, pasó por la casa de Iván Guerásimovich para preguntarle en qué negociado debía certificar la autorización.

Este se alegró de verlo y no lo dejó marchar antes del almuerzo. Luego envió a buscar a un amigo para enterarse del modo de hacer esa gestión, pues él llevaba mucho tiempo apartado de tales asuntos.

El almuerzo y la consulta terminaron a las tres de la tarde; a esa hora ya no podía ir a la Cámara y como el día siguiente caía en sábado y estaban cerradas las oficinas, hubo que aplazarlo hasta el lunes.

Oblómov se dirigió al barrio de Vyborg, donde estaba su nueva casa. Durante mucho tiempo estuvo buscándola por diversos callejones flanqueados de altas vallas. Por fin encontró a un guardia, quien le dijo que eso caía en la otra manzana y le mostró una calle vacía de casas, llena de lodo endurecido, con solares cubiertos de vegetación.

Oblómov continuó su camino, admirando las ortigas junto a las tapias y los serbales que asomaban por encima de las mismas. El guardia, finalmente, le indicó una vieja casita en el interior de un patio: «Esta es», dijo.

«Casa propiedad de la viuda del secretario colegiado Pshenitzin», leyó Oblómov en el portón, y ordenó al cochero que entrara en el patio.

Éste tenía las dimensiones de una habitación, de forma que la lanza del coche chocó contra una esquina y asustó a un tropel de gallinas que se lanzaron, cacareando, en diversas direcciones; algunas llegaron, incluso, a alzar el vuelo. Un gran perro negro sujeto de una cadena saltaba a derecha e izquierda sin dejar de ladrar desaforadamente e intentaba alcanzar los hocicos de los caballos.

Sentado en el coche a la altura de las ventanas, Oblómov tenía dificultades para salir. En las ventanas, llenas de macetas con diversas flores, aparecieron varias cabezas. A duras penas consiguió Oblómov bajar del coche; el perro ladró con mayor fuerza todavía.

Subió al porche y tropezó con una vieja arrugada que llevaba un extremo de la falda sujeto a la cintura.

—¿Por quién pregunta? —inquirió.

—Por la dueña de la casa, señora Pshenitzina.

La vieja bajó la cabeza con aire perplejo.

—¿No será a Iván Matveich a quien desea ver? —preguntó—. Él no está en casa; no regresó aún de la oficina.

—Quiero ver a la propietaria —repitió Oblómov.

Dentro de la casa continuaba el trajín. Bien por una ventana, bien por otra, seguían asomándose diversas cabezas; detrás de la vieja la puerta se abría un poco y volvía a cerrarse y se veían algunos rostros.

Oblómov miró hacia atrás: dos chiquillos, un niño y una niña, lo miraban con curiosidad desde el patio.

Apareció de pronto un mujik somnoliento vestido con una pelliza; protegiéndose del sol con la mano, miró con aire indiferente a Oblómov y al coche. El perro seguía ladrando, aunque más espaciadamente, pero tan pronto como Oblómov se movía o un caballo golpeaba el suelo con la pezuña, empezaba a dar saltos, intentando romper la cadena sin dejar de ladrar.

A través de la valla que tenía a la derecha se veía un gran huerto plantado de coles, algunos árboles y un cenador de madera pintado de verde.

—¿Desea ver a Agafia Matvéievna? —preguntó la vieja— ¿Para qué la necesita?

—Dígale a la dueña —respondió Oblómov— que soy el que alquila la casa y quiero verla…

—Entonces, ¿es usted el nuevo inquilino, el conocido de Mijéi Andreich? Espere, voy a decírselo.

La vieja abrió la puerta y varias personas escaparon corriendo al interior de la casa. Oblómov logró distinguir a una mujer con el cuello y los brazos desnudos, bastante gruesa, que sonrió al verse descubierta y se alejó corriendo.

—Haga el favor de pasar —dijo la vieja, y lo introdujo, a través de un pequeño vestíbulo, a una habitación bastante espaciosa, rogándole que esperara—. El ama saldrá en seguida —añadió.

«Y el perro sigue ladrando», pensó Oblómov, pasando revista a la habitación.

Sus ojos se detuvieron de pronto en algunos objetos conocidos: la habitación estaba llena de cosas de su propiedad; las mesas aparecían llenas de polvo, las sillas se amontonaban sobre la cama y estaban también allí los colchones, la vajilla toda desordenada, los armarios.

«¡Cómo está todo! ¡Qué desorden, qué porquería!», se dijo Oblómov.

Una puerta crujió de pronto detrás de él y entró en la habitación la misma mujer gruesa del cuello y los brazos al descubierto que había visto antes.

Tendría unos treinta años. Era muy blanca y de grueso rostro; se diría que los colores no podían abrirse paso a través de sus mejillas. Casi no tenía cejas; en su lugar se veían dos líneas algo abultadas y brillantes de pelo claro y escaso. La expresión de sus ojos grises era cándida, como la del resto de su rostro; tenía unas manos blancas, aunque bastas, de abultadas venas azules.

Llevaba un vestido muy ceñido y era bien visible que no recurría a ningún artificio, ni siquiera a una saya de más, a fin de aumentar el volumen de sus caderas y afinar el talle. Por eso, hasta su busto, cuando no llevaba la pañoleta, podría servir de modelo a un pintor o escultor que quisiera plasmar, sin herir el recato femenino, un pecho hermoso y sano. El vestido, en comparación con el chal que se había echado encima y la cofia de vestir, parecía viejo y desgastado.

No esperaba ninguna visita y cuando Oblómov solicitó verla, se echó sobre el vestido de diario el chal de los domingos y se cubrió la cabeza con una cofia. Entró tímidamente y se detuvo mirando a Oblómov.

Este se levantó y la saludó con una inclinación de cabeza.

—¿Tengo el placer de ver a la señora Pshenitzina? —preguntó.

—Sí —respondió ella—. ¿Tal vez quiera hablar con mi hermano? —preguntó con aire indeciso—. Está en la oficina y volverá después de las cinco.

—No, es con usted con quien quiero hablar —comenzó a decir Oblómov en cuanto ella se hubo sentado en el diván, lo más lejos posible de él, fija la vista en los extremos de su chal que la cubría hasta los pies. También escondió las manos bajo el chal—. Yo había alquilado esta casa, pero ahora, debido a diversas circunstancias, he de buscar vivienda en otra parte de la ciudad, de forma que he venido para hablar con usted…

Ella lo escuchaba con expresión obtusa y quedó pensativa sin variar de expresión.

—Es que mi hermano no está ahora —dijo después de un rato de silencio.

—Pero ¿no es suya la casa?

—Mía —respondió brevemente.

—Creí que lo podría decidir usted misma…

—El caso es que mi hermano no está y él es quien se encarga de todo —dijo con voz monótona, mirando de frente a Oblómov por primera vez y bajando en el acto los ojos.

«Tiene una cara vulgar, pero agradable —decidió Oblómov condescendiente—, debe ser una buena persona».

En aquel momento asomó por la puerta la cabeza de una niña. Agafia Matvéievna le hizo una seña a hurtadillas con aire amenazador y la niña desapareció.

—¿Dónde trabaja su hermano?

—En una oficina.

—¿En cuál?

—En una donde registran a los mujiks… no sé cómo se llama.

Sonrió con aire cándido, pero en el acto recobró la expresión de antes.

—¿Vive usted sola con su hermano? —preguntó Oblómov.

—No, tengo dos hijos de mi difunto marido: un niño que va para los ocho años y una niña de cinco —explicó con bastante locuacidad Agafia Matvéievna, y su rostro se animó—; también vive con nosotros la abuelita, pero está enferma y apenas puede andar, tan sólo va a la iglesia. Antes iba al mercado con Akulina, pero ahora, desde el día de San Nicolás, dejó de ir; se le hinchan las piernas. Hasta en la iglesia ha de estar sentada. Y nadie más. Algunas veces viene mi cuñada a pasar unos días con nosotros y también Mijéi Andreich.

—¿Los visita a menudo Mijéi Andreich? —preguntó Oblómov.

—A veces se queda con nosotros todo un mes; mi hermano y él son amigos, siempre están juntos…

Y se calló, habiendo agotado toda su reserva de palabras y pensamientos.

—¡Qué silencioso es esto! —dijo Oblómov—. Si no fuera por los ladridos del perro podría creerse que aquí no vive nadie.

La mujer sonrió.

—¿Sale usted a menudo? —preguntó Oblómov.

—En verano algunas veces. El otro día fuimos a las Fábricas de Pólvora.

—¿Va mucha gente por allí? —preguntó Oblómov mirando a través del entreabierto chal su busto alto y macizo, inmóvil.

—Este año hubo poca gente, pues llovió por la mañana, pero a la tarde el tiempo escampó. En general suele haber mucha gente.

—¿A qué otros sitios suele ir?

—Salimos poco. Mi hermano y Mijéi Andreich van de pesca, les gusta la sopa de pescado, pero nosotras nos quedamos en casa.

—¿Siempre en casa?

—Por Dios que es cierto. El año pasado fuimos a Kólpino; otras veces vamos al bosque pequeño que está por aquí cerca. El día del santo de mi hermano, el veinticuatro de junio, damos una comida, vienen todos sus compañeros de oficina.

—¿No hace visitas?

—Mi hermano sí, pero yo, con los niños, visito tan sólo a la familia de mi marido en Navidad y Semana Santa; almorzamos con ellos.

Los temas de conversación se habían agotado.

—Veo que tiene muchas flores, ¿le gustan? —preguntó Oblómov. La mujer sonrió.

—No —contestó—, no tengo tiempo para dedicárselo a las flores. Los niños fueron con Akulina al jardín del conde y se las regaló el jardinero. Los geranios y los áloes ya los tenía yo en vida de mi marido.

En aquel instante irrumpió en la habitación Akulina; se debatía entre sus manos un gallo enorme que cloqueaba desesperadamente y batía las alas.

—¿Este es el gallo, Agafia Matvéievna, que debo llevar al tendero? —preguntó.

—¿Qué haces aquí? ¡Vete, vete! —dijo la dueña, avergonzada—. ¿No ves que tengo visita?

—Sólo quería preguntárselo —dijo Akulina, sujetando al gallo por las patas cabeza abajo—. Nos da por él setenta copecs.

—¡Ve, ve a la cocina! —insistió Agafia Matvéievna— Hay que darle el gris a pintas y no éste —añadió presurosa y avergonzada; volvió a esconder las manos y bajó los ojos.

—¡Es difícil llevar una casa! —dijo Oblómov.

—Sí, tenemos muchas gallinas; vendemos pollos y huevos. En esta calle nos compran todos y también en la casa del conde —respondió la mujer, y miró a Oblómov con mayor confianza que al principio.

Cuando hablaba de un tema que conocía, su rostro perdía la expresión obtusa que le era peculiar y cobraba vida. Pero si la pregunta se refería a un tema para ella desconocido, respondía con una sonrisa y el silencio.

—Habría que ordenar todo esto —observó Oblómov, señalando las cosas de su pertenencia.

—Lo habríamos hecho, pero mi hermano me ordenó que no tocara nada —dijo con viveza, y miró a Oblómov sin ninguna turbación—. «Sabe Dios, me dijo, lo que tendrá en esos armarios y cajones. Si se pierde alguna cosa, nos echarán a nosotros la culpa…». —Hizo una pausa y sonrió.

—¡Qué precavido es su hermano! —dijo Oblómov. Agafia Matvéievna sonrió de nuevo y su rostro volvió a adoptar la expresión habitual.

Su sonrisa era más bien la forma de que se valía para encubrir su desconocimiento de lo que debía decir o hacer.

—No puedo esperar a que venga —dijo Oblómov—. Tal vez tenga usted la bondad de decirle de mi parte que, debido a ciertas circunstancias, no puedo quedarme con la vivienda y le ruego que disponga de ella y la alquile; yo, por mi parte, buscaré algún otro inquilino.

La mujer lo escuchaba con aire de no comprender y parpadeaba con frecuencia.

—Respecto al contrato, tenga la bondad de decirle…

—Es que él no está ahora en casa —repitió de nuevo—; más vale que vuelva usted mañana que es sábado y no va a la oficina…

—Estoy terriblemente ocupado, no tengo ni un minuto libre —se excusó Oblómov—. Tenga la bondad de decírselo y como la fianza queda a su favor y yo encontraré a otro inquilino…

—Mi hermano no está en casa —repitió la mujer con voz monótona—, no me explico por qué tarda tanto… —y miró hacia la calle—. Siempre pasa por delante de estas ventanas y se le ve llegar, pero hoy nada.

—Bueno, yo me voy… —dijo Oblómov.

—¿Y qué le digo a mi hermano respecto a su traslado? —preguntó Agafia Matvéievna levantándose del diván.

—Dígale que, debido a ciertas circunstancias, le ruego… —empezó a decir Oblómov.

—Sería mejor que volviese usted mañana y se lo dijese usted mismo… —repitió la mujer.

—Mañana no puedo.

—Pues venga el domingo, después de misa; siempre tenemos vodka y entremeses. También viene Mijéi Andreich.

—¿También viene Mijéi Andreich? —preguntó Oblómov.

—Por Dios que es cierto —aseguró Agafia Matvéievna.

—Pasado mañana tampoco puedo venir —se apresuró a responder Oblómov, impaciente por irse.

—Vuelva la próxima semana… —dijo Agafia Matvéievna—. ¿Cuándo piensa mudarse? Ordenaría que fregaran el suelo y limpiaran el polvo.

—No pienso mudarme —respondió Oblómov.

—¿Cómo es eso? ¿Y qué hacemos con sus cosas?

—Tenga la bondad de decirle a su hermano —repitió lentamente Oblómov con los ojos fijos en su pecho— que yo, por diversas circunstancias…

—No sé por qué tarda tanto hoy, no se le ve… —repitió con voz monótona la mujer, mirando hacia la valla que separaba su casa de la calle—. Reconozco sus pasos; se oye cuando pasa alguien por el pavimento de madera. Por aquí viene poca gente…

—¿Será tan amable de transmitirle mi recado? —preguntó Oblómov, haciendo una inclinación de cabeza al tiempo que salía de la habitación.

—Él estará aquí dentro de media hora… —dijo Agafía Matvéievna con una agitación no habitual en ella, tratando de retenerlo al menos con la voz.

—No puedo esperar más —decidió Oblómov, abriendo la puerta. Al verlo en el porche, el perro comenzó a ladrar frenéticamente tratando de soltarse de la cadena. El cochero, que dormía apoyado en un codo, maniobró el coche hacia atrás; las asustadas gallinas corrieron en todas las direcciones y varias cabezas se asomaron de nuevo a las ventanas.

—Le diré a mi hermano que estuvo usted aquí —dijo la dueña de la casa, algo inquieta, cuando Oblómov ya estuvo sentado en el coche.

—Sí, y dígale que debido a ciertas circunstancias no me puedo quedar con la vivienda y que trataré de traspasarla o bien que él… busque…

—Siempre viene a estas horas… —decía la mujer escuchándole con aire distraído—. Le diré que piensa usted volver por aquí.

—Sí, vendré un día de éstos —respondió Oblómov. En medio de los desenfrenados ladridos del perro, el coche salió del patio y marchó, dando tumbos, por el seco barro de la no empedrada calleja.

Al final de la misma apareció un hombre de mediana edad, embutido en un gabán raído, con un gran fajo de papeles bajo el brazo; llevaba un grueso bastón y chanclos de goma, a pesar de que el tiempo era seco y caluroso.

Caminaba con rapidez, mirando a los lados, y pisaba con tanta fuerza como si quisiera hundir el pavimento de madera. Oblómov se volvió para mirarlo y vio que entraba en el patio de la casa de Pshenitzina.

«Ése debe de ser el hermano —se dijo—. ¡Al diablo con él! Tendría que perder una hora más y tengo hambre y calor. Además, Olga me espera… ¡Ya volveré otra vez!».

—¡Date prisa! —ordenó al cochero.

«¿Y si buscara otra casa? —recordó de pronto, mirando hacia los lados—. Pero tendría que volver hacia Morskaia o Koniúshenaia… ¡Lo haré otro día!» —decidió.

Y de nuevo metió prisa al cochero.