CAPÍTULO VIII
LIMPIANDO la habitación al día siguiente, Zajar encontró un pequeño guante sobre el escritorio, lo contempló un rato, sonrió y se lo tendió a Oblómov.
—Lo debió de olvidar la señorita Ilinski —dijo.
—¡Estúpido! —tronó Iliá, arrancándole el guante de las manos—. ¡Te equivocas! ¿Por qué hablas de la señorita Ilinski? Ayer vino a probarme unas camisas la modista. ¿Cómo te atreves a decir semejante cosa?
—¿Por qué soy estúpido? ¿Qué es lo que invento? En las habitaciones de la patrona dicen…
—¿Qué dicen? —preguntó Oblómov.
—Pues que ayer vino la señorita Ilinski con la doncella.
—¡Dios mío! —exclamó Oblómov horrorizado—. ¿Y de qué conocen allí a la señorita Ilinski? Tú y Anisia habréis ido con el cuento…
Anisia asomó de pronto medio cuerpo por la puerta del vestíbulo.
—¿Cómo no te dará vergüenza, Zajar Trofímovich, decir tantas tonterías? No le haga usted caso, Iliá Ilich, nadie dijo nada ni sabe nada, por Nuestro Señor se lo juro…
—¡Largo de aquí! —bramó Zajar, amenazándola con el codo—. Siempre te metes cuando nadie te llama.
Anisia desapareció. Oblómov amenazó a Zajar con los puños, después abrió rápidamente la puerta que comunicaba con las habitaciones de la patrona. Agafia Matvéievna, sentada en el suelo, revisaba el contenido de un viejo baúl; había junto a ella montones de trapos, viejos vestidos, botones y restos de pieles.
—Escúcheme —empezó a decir Oblómov cariñosamente, pero con cierta agitación—, mis criados andan diciendo tonterías, le ruego, por Dios, que no les crea…
—Yo no oí nada —respondió la mujer—. ¿Qué andan diciendo?
—Hablan de la visita de ayer —continuó Oblómov—, dicen que vino a verme una señorita…
—¡Qué nos importan las visitas que reciben los inquilinos! —dijo Agafia Matvéievna.
—Le ruego, sin embargo, que no les crea, es una verdadera calumnia. No vino ninguna señorita, era simplemente la modista que me está haciendo unas camisas. Vino para probármelas…
—¿Dónde encargó usted las camisas? ¿Quién se las hace? —preguntó muy interesada la mujer.
—En la tienda francesa.
—Enséñemelas en cuanto se las traigan; conozco a dos jóvenes que las hacen mejor que cualquier francesa. Me las trajeron para que las viese, cosen para el conde Metlinski, nadie es capaz de igualarlas. Ni comparación tienen con las que usted lleva…
—Muy bien, lo tendré en cuenta. Pero, por Dios, no piense que era la señorita…
—¡Qué nos importan sus visitas! Y aunque fuera la señorita…
—¡No era ella, no! —insistió Oblómov—. La señorita a que se refiere Zajar es muy alta, tiene la voz ronca, y la modista, a lo mejor la han oído, habla en tono muy suave, tiene una voz maravillosa. No piense, por favor…
—¡Qué nos importa! —volvió a decir Agafia Matvéievna cuando se retiraba Oblómov—. Pero no olvide, cuando necesite camisas, dígamelo. Mis conocidas cosen magníficamente… se llaman Lizavieta Nikolaievna y María Nikolaievna…
—Está bien, está bien, no lo olvidaré, pero usted no crea lo que dicen, se lo pido por favor.
A continuación se vistió y fue a la casa de Olga.
Cuando regresó a la suya, encontró sobre la mesa una carta del vecino a quien había nombrado apoderado suyo. Se acercó apresuradamente a la lámpara, leyó la carta y quedó anonadado. El vecino escribía:
Le ruego encarecidamente que nombre apoderado a otra persona, pues pesa sobre mí mucho trabajo aplazado y no puedo, en conciencia, cuidar como es debido sus intereses. Sería bueno que viniese usted en persona y, aún mejor, que se instalase en Oblómovka. La propiedad es buena, pero está muy abandonada. En primer lugar habría que distribuir mejor el trabajo entre los siervos, así como los tributos. Sin la presencia del dueño es imposible hacerlo. Los mujiks están mal acostumbrados y no obedecen al nuevo administrador, y el viejo es un bribón a quien habría que vigilar. Resulta imposible precisar la cifra de sus ingresos. Teniendo en cuenta el desorden que reina en la propiedad, es poco probable que ascienda a más de tres mil rublos, y eso en el caso de que venga usted personalmente. Según mis cálculos, esa suma se obtendría por la venta del trigo, ya que las esperanzas de cobrar las rentas son bastante pequeñas. Hay que apretar las clavijas y aclarar lo que deben. Para todo eso tendría que estar en la aldea tres meses al menos. La cosecha y los precios fueron buenos; recibirá usted el dinero en marzo o abril, en el caso de que se cuide personalmente de la venta. En la actualidad no hay nada de dinero.
Por lo que se refiere al camino desde Verjliovo y el puente, como su carta tardó mucho en llegar, me puse de acuerdo con Odintzov y Bielovod para construirlo desde mi propiedad hasta Nielki, de modo que Oblómovka queda muy apartada. Para terminar, le reitero mi ruego de que venga usted lo antes posible. Al cabo de tres meses podrá determinar la renta para el próximo año. Y, a propósito, estamos en época de elecciones, ¿no le agradaría presentar su candidatura para el cargo de juez del distrito? Dese prisa. Su casa está en muy mal estado. Ordené a la vaquera, al viejo cochero y a dos viejas criadas que se trasladaran a la izbá más próxima, ya que resultaba peligroso quedarse en ella por más tiempo.
Adjuntaba a la carta una nota con la relación de los sacos de trigo recogidos, molidos y almacenados; la cantidad destinada a la venta y demás detalles prácticos.
«No hay nada de dinero, ir allí por tres meses, desenredar las cuentas de los campesinos, fijar la renta del año próximo, presentarse a las elecciones»… todo eso, como si fueran espectros, rodeó de pronto a Oblómov. Le pareció que estaba de noche en un bosque, cuando en cada árbol y arbusto nos parece ver a un asesino o un cadáver o una fiera.
«¡Es una vergüenza! ¡Pero no pienso claudicar!», se decía, procurando enfrentarse a esos espectros al igual que el cobarde trata de mirar a los fantasmas a través de sus entornados ojos, sintiendo cómo se le hiela el corazón, cómo le desfallecen las piernas y los brazos.
¿En qué confiaba, pues, Oblómov? Pensaba que en la carta le dirían con toda precisión la renta a percibir y confiaba, naturalmente, en que fuera considerable, unos seis mil o siete mil rublos; que la casa seguía en buen estado y, en caso de necesidad, podía ser habitada mientras se construía la otra y, finalmente, que el apoderado le enviaría unos tres mil o cuatro mil rublos… En una palabra, que leería en esa carta la misma alegría, optimismo y amor que leía en las cartitas enviadas por Olga.
Ahora ya no le parecía flotar en el aire, ya no bromeaba con Anisia, ni soñaba con la felicidad: tenía que aplazarla por tres meses, pero ¡tampoco! En tres meses sólo conseguiría aclarar algunas cosas, conocer su propiedad, pero la boda…
«¡Antes de un año no se podrá pensar en la boda! —se dijo temeroso—. Sí, sí, por lo menos un año. Todavía he de terminar mi plan, hablar con el arquitecto… después…», y suspiró.
«¡Puedo pedir un préstamo!», pensó de pronto, pero rechazó de inmediato esa idea.
«¡Es imposible! ¿Y si luego no puedo pagarlo en el plazo fijado? Si las cosas me van mal, procederán contra mí y el nombre de Oblómov hasta ahora limpio, sin mancha… ¡Dios nos libre! Adiós entonces al sosiego, a la propia dignidad… ¡No, no! Otros que lo han hecho no salen de cuidados, trabajan, no duermen, como si tuviesen demonios dentro. Sí, una deuda es como un demonio, un espíritu del mal que tan sólo con el dinero se puede echar».
»Hay personas listas que viven siempre a costa ajena, piden allá, piden aquí y de nada se preocupan. No entiendo cómo pueden dormir y comer tranquilamente. La consecuencia de una deuda es un trabajo incesante, como el de un forzado, o el deshonor. ¿Hipotecar Oblómovka? ¿No es, acaso, la misma deuda, pero inaplazable, inflexible? Hay que pagar cada año y, quién sabe, tal vez no llegue el resto para vivir».
Su felicidad se aplazaba por un año más. Oblómov exhaló un doloroso gemido y se tumbó en la cama, pero se levantó en el acto. ¿Y Olga? Confiaba en él como en un hombre, creía en sus fuerzas. Esperaba que él hiciese frente a la situación, que llegase a lo alto y desde allí le tendiese la mano, la condujese y le señalase el camino. ¡Sí, sí! Pero ¿por dónde comenzar?
Reflexionó un buen rato, luego se dio una palmada en la frente y se dirigió a la habitación de Agafia Matvéievna.
—¿Está en casa su hermano?
—Sí que está, pero ya se acostó.
—Ruéguele que pase mañana a hablar conmigo —dijo Oblómov—, necesito verlo.