CAPÍTULO III
¡HOLA, Iliá! ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Qué tal estás? ¿Te encuentras bien? —preguntó Shtolz.
—No, hermano Andréi, estoy mal —respondió Oblómov suspirando—. ¡Mi salud falla!
—¿Estás enfermo? —preguntó, solícito, Shtolz.
—Me matan los orzuelos; la semana pasada tuve uno en el ojo derecho y ya me está saliendo otro.
Shtolz se echó a reír.
—¿Sólo eso? —preguntó—. Te salen por dormir demasiado.
—¡Nada de «sólo eso»! Me atormenta la acidez. Tendrías que haber escuchado lo que me dijo el doctor hace poco: «¡Váyase al extranjero! Puede acabar mal, tener, tal vez, una embolia».
—¿Y tú qué dices?
—No pienso ir.
—¿Por qué?
—Si tú hubieras oído todo cuanto me dijo… que viviera en una montaña, que me fuera a Egipto, a América…
—Bueno, ¿y qué? —dijo Shtolz fríamente—. A Egipto llegarías en dos semanas y en tres a América.
—Pero, Andréi, ¿también tú? Eres el único hombre sensato que existe y ahora te has vuelto loco. ¡A quién se le ocurre ir a Egipto o a América! Sólo a los ingleses, pero a ellos Dios los hizo así; además, no tienen dónde vivir en su tierra. Pero ¿quién de nosotros se iría? Es posible que algún desesperado a quien la vida le importe poco.
—¡Pues vaya una hazaña! Sentarse en un coche o en un barco, respirar aire puro, ver países y ciudades extranjeras, conocer sus costumbres y ver todas sus maravillas… ¡Cómo eres! Bueno, más vale que me digas qué tal marchan tus asuntos en Oblómovka.
—¡Ah! —exclamó Oblómov con un gesto de desesperación.
—¿Qué ocurre?
—¿Qué quieres que ocurra? La vida que me persigue.
—¡Y gracias a Dios!
—¿Cómo «gracias a Dios»? Si al menos me tratara bien, pero no, me persigue lo mismo que al alumno apocado lo persiguen en la escuela los camorristas: tan pronto lo pellizcan a escondidas como lo atacan de frente y le echan arena… ¡Ya no aguanto más!
—Eres demasiado pacífico. Dime lo que ha ocurrido —dijo Shtolz.
—Dos desgracias.
—¿Cuáles?
—Estoy completamente arruinado.
—¿Cómo eso?
—Espera a que te lea la carta del administrador… ¿Dónde está la carta? ¡Zajar! ¡Zajar!
Zajar encontró la carta; Shtolz la leyó y se echó a reír, impresionado, probablemente, por el estilo del administrador.
—¡Menudo pillo es tu administrador! —dijo—. Perdió toda autoridad sobre los mujiks y ahora se queja. Más valdría darles los documentos y que se fueran a los cuatro puntos cardinales.
—¡Qué dices! Entonces se querrán ir todos —repuso Oblómov.
—¡Que se vayan! —dijo Shtolz despreocupadamente—. Aquel que esté contento y tenga beneficios no se irá, pero si a él no le conviene quedarse, tampoco te conviene a ti, ¿para qué lo quieres?
—¡Qué cosas se te ocurren! —dijo Iliá Ilich—. Los mujiks de Oblómovka son pacíficos, amantes de sus hogares, ¿qué van a hacer por ahí?
—Tú no sabes —lo interrumpió Shtolz— que en Verjliovo quieren hacer un embarcadero y que existe un proyecto de carretera y Oblómovka no estará lejos de ella, y en la ciudad están organizando una feria.
—¡Ah, Dios mío! —exclamó Oblómov—. ¡Sólo eso nos faltaba! Oblómovka era tan apacible, tan apartada de todo y ahora, ¡la carretera, la feria! Los mujiks irán a la ciudad, los mercaderes a Oblómovka. ¡Qué calamidad!
Shtolz se echó a reír.
—¿Crees que no será una calamidad? —continuó Oblómov—. Los mujiks eran más o menos pacíficos, no se distinguían por nada especialmente bueno ni malo, hacían su trabajo y no les apetecía ninguna otra cosa… Ahora se echarán a perder, les apetecerá tomar té, café, llevar pantalones de terciopelo, tener acordeones, botas chirriantes… ¡Nada bueno saldrá de todo eso!
—Si ocurre todo tal como lo pintas, claro que no saldrá nada bueno —dijo Shtolz—. Pero si tú organizas una escuela en la aldea…
—¿No te parece pronto? —lo interrumpió Oblómov—. El saber perjudica al mujik si lo instruyes, será capaz de negarse a trabajar la tierra…
—Los mujiks podrán aprender entonces cómo debe ararse… Escucha, te digo en serio que este año debes ir a Oblómovka.
—Sí, es cierto, pero aún no tengo terminado el plan… —respondió tímidamente Oblómov.
—No te hace falta ningún plan —dijo Shtolz—. Tú vete y en el mismo lugar verás lo que debe hacerse. Hace tiempo que andas dándole vueltas a ese plan y no lo has terminado todavía. ¿Qué haces, pues?
—¡Andréi, Andréi! Además de la hacienda, tengo otras preocupaciones. ¿Qué me dices de la otra desgracia?
—¿Qué otra desgracia?
—Que me echan de la casa.
—¿Cómo que te echan?
—Pues así, simplemente, «múdese usted», me dicen, y eso es todo.
—Bueno, ¿y qué?
—¿Cómo que y qué? Aquí me tienes agotado por todos esos problemas. Ten en cuenta que estoy solo, tengo que hacer esto y lo de más allá, comprobar facturas, pagar aquí, pagar allá y ¡encima la mudanza! Se van montañas de dinero y ni siquiera sé en qué. Si me descuido, me quedaré sin un copec…
—¡Qué mimado estás! —dijo Shtolz, asombrado—. ¡Sufrir tanto por una mudanza! Y a propósito de dinero, ¿tienes mucho? Préstame quinientos rublos, tengo que enviarlos de inmediato; mañana los cogeré en la oficina…
—Espera, deja que recuerde… Hace poco me enviaron mil desde la aldea y me queda ahora… espera…
Oblómov se puso a rebuscar en los cajones.
—Aquí tengo… diez, veinte, mira, doscientos rublos… y otros veinte. También había calderilla… ¡Zajar! ¡Zajar!
Siguiendo el orden habitual, Zajar saltó de la tarima y entró en la habitación.
—¿Dónde están las dos monedas que había sobre la mesa? Yo mismo las puse ayer…
—Pero, Iliá Ilich, ¿otra vez con la calderilla? Ya le dije antes que aquí no había ninguna moneda.
—¿Cómo que no había? La vuelta de las naranjas…
—Se las habrá dado a alguien y no lo recuerda —dijo Zajar volviéndose hacia la puerta. Shtolz se echó a reír.
—¡Cómo son los de Oblómovka! —dijo con reproche—. ¡No saben el dinero que llevan en el bolsillo!
—¿Qué dinero le dio usted antes a Mijéi Andreich? —preguntó Zajar.
—¡Ah, es cierto! Tarántiev se llevó antes diez rublos y me había olvidado de eso.
—¿Por qué dejas entrar en tu casa a esa bestia? —preguntó Shtolz.
—¡No hace falta que lo deje! —intervino Zajar— Viene aquí como si ésta fuera su propia casa o la taberna. Se llevó la camisa y el chaleco del señor y, ¡olvídate de ellos! Antes vino en busca del frac: «Deja que me lo ponga», dijo… Si usted, padrecito Andréi Ivánich, pudiera convencerlo…
—No es asunto tuyo, Zajar; retírate —observó Oblómov severamente.
—Dame una hoja de papel blanco —pidió Shtolz—, tengo que escribir una nota.
—Zajar, trae papel, Andréi Ivánich lo necesita… —dijo Oblómov.
—Pero si no tenemos. Antes lo estuvimos buscando —respondió Zajar desde el pasillo sin entrar siquiera en la habitación.
—Dame aunque sea sólo un trocito —insistió Shtolz.
Oblómov rebuscó en la mesa sin encontrar nada.
—Bueno, pues una tarjeta de visita.
—Hace tiempo que no tengo tarjetas de visita —respondió Oblómov.
—Pero ¿qué te pasa? —preguntó Shtolz con ironía—. Y eso que te dispones a emprender una obra y estás redactando un plan. Dime, ten la bondad, ¿vas a alguna parte? ¿Dónde sueles estar? ¿A quién ves?
—¿Adónde voy? Salgo poco, casi siempre estoy en casa. Me tiene preocupado el plan y ahora lo de la casa… Gracias a que Tarántiev quiere ayudarme a buscar una…
—¿Te visita alguien?
—Sí… Tarántiev, Alexeiev. Hace poco estuvo el doctor… Pienkin. Sudbinski, Vólkov…
—No veo ningún libro por aquí —dijo Shtolz.
—Aquí tienes uno —dijo Oblómov, señalando un libro sobre la mesa.
—¿De qué trata? —preguntó Shtolz tomando el libro—. Un viaje a África. Pero la página en la cual dejaste la lectura está enmohecida. No veo ningún periódico… ¿Lees la prensa?
—No, tiene letras pequeñas y estropea la vista. Además, no tengo necesidad de leerla; si hay alguna novedad, oyes hablar de ella todo el día desde todas partes.
—¡Por Dios, Iliá! —exclamó Shtolz, fijando en Oblómov una mirada sorprendida—. Pero ¿tú qué haces? Igual que una bola de masa, te enroscas y te acuestas.
—Es cierto, Andréi, como una bola de masa —respondió Oblómov tristemente.
—Reconocerlo no supone ninguna justificación.
—No, sólo respondo a lo que dijiste; no trato de justificarme —dijo Oblómov con un suspiro.
—Debes salir de esta modorra.
—Lo intenté antes, pero no lo conseguí y ahora… ¿para qué? Nada me sucede, mi alma ya nada ansia y la mente reposa tranquila —concluyó Oblómov con amargura apenas perceptible—. Basta ya de hablar de eso… Más vale que me digas de dónde vienes ahora.
—De Kiev. Dentro de dos semanas me voy al extranjero. Ven conmigo…
—Bueno, tal vez… —accedió Oblómov.
—Siéntate, pues, y solicita el pasaporte; mañana lo presentas…
—Eso de mañana… —dijo Oblómov, volviéndose atrás—. ¡Qué prisas, como si alguien nos estuviera azuzando! Lo pensaremos, hablaremos de ello y ¡Dios dirá! Tal vez tenga que ir antes a la aldea y ya después… al extranjero.
—Pero ¿por qué después? ¿No te lo mandó el doctor? Quítate, primero, esa grasa, la pesadez del cuerpo y entonces se quitará el sueño de tu espíritu. Debes hacer gimnasia de cuerpo y alma.
—No, Andréi, todo eso me fatigaría. Estoy mal de salud; es mejor que me dejes, vete solo…
Shtolz miró a Oblómov, que seguía tumbado, y Oblómov lo miró a él.
—Creo que hasta el vivir te da pereza, ¿no es cierto? —preguntó Shtolz.
—Es cierto, Andréi, me da pereza.
Shtolz se puso a pensar en la forma de llegarle a donde aún le quedara algo de vida, sin dejar de examinarlo en silencio. De pronto, se echó a reír.
—¿Por qué llevas una media de hilo y la otra de algodón? —preguntó, señalando los pies de su amigo—. Además, la camisa está al revés.
Oblómov se miró los pies y luego la camisa.
—Es verdad —confesó turbado—. Ese Zajar es un castigo enviado por Dios. No te puedes imaginar lo desesperado que me tiene. Me discute, responde groseramente y de trabajar, ¡nada!
—¡Ay, Iliá, Iliá! —exclamó Shtolz—. No voy a dejarte así. Dentro de una semana serás otro hombre, no te reconocerás. Esta tarde te diré con todo detalle el plan que tengo pensado para ti y para mí. Ahora, ¡vístete! Ya verás cómo te animo. ¡Zajar! —gritó—. ¡Trae la ropa de Iliá Ilich!
—¡Por Dios, Andréi, qué dices! Espero a Tarántiev y Alexeiev para el almuerzo y queríamos después…
—Zajar —dijo Shtolz, sin escucharlo—, ¡trae la ropa!
—Ahora mismo, Andréi Ivánich; voy a limpiarle tan sólo las botas —respondió de buena gana Zajar.
—¿Cómo? ¿Todavía no están limpias y falta poco para las cinco?
—Limpias sí que están desde la semana pasada, pero como el señor no salió, se han deslustrado un poco…
—Bueno, tráelas tal como estén. Lleva mi maleta al salón, me quedaré en vuestra casa. Voy a vestirme y tú, Iliá, prepárate. Comeremos sobre la marcha en cualquier lado, luego visitaremos una o dos casas y…
—Pero ¡qué dices!… cómo así, de pronto… espera… déjame pensar… ¿No ves que estoy sin afeitar?
—No hay que pensar ni rascarse el cogote… Te afeitarás por el camino, yo te llevaré…
—¿A casa de quién iremos? —exclamó Iliá tristemente—. ¿De gente desconocida? ¡Qué cosas se te ocurren! Más vale que visite a Iván Guerásimovich. Hace tres días que no lo veo.
—¿Quién es Iván Guerásimovich?
—Fue colega mío en el departamento.
—¡Ah, ese canoso funcionario! ¿Qué ves en él de bueno? ¡Qué tontería matar el tiempo con semejante imbécil!
—Qué duro eres a veces juzgando a la gente, Andréi. Es una buena persona, aunque no vista camisas de hilo de Holanda…
—¿Qué haces en su casa? ¿De qué habláis? —preguntó Shtolz.
—¿Sabes? —dijo Oblómov—, tiene una casa muy acogedora. Las habitaciones son pequeñas, los divanes muy hondos, te sientas y cabes todo entero, casi no se te ve. Tiene las ventanas cubiertas por enredaderas y cactus, más de una docena de canarios, tres perros muy dóciles. Siempre hay entremeses en la mesa. Los grabados representan escenas familiares. Cuando estoy en su casa, no tengo ganas de salir de ella. Me siento allí, no pienso en nada, sé que hay a mi lado un ser humano…, claro que no es un sabio, que digamos, no hay posibilidad de intercambiar ideas con él; es bondadoso, afable, hospitalario, sin pretensiones y no hablará mal de ti a tus espaldas.
—¿Y qué hacéis?
—¿Qué hacemos? Pues mira, llego, nos sentamos el uno frente al otro en el diván, con los pies en alto; él fuma…
—¿Y tú?
—También fumo; escuchamos el canto de los canarios. Luego María trae el samovar…
—¡Tarántiev, Iván Guerásimovich! —dijo Shtolz, encogiéndose de hombros—. Bueno, vístete rápido —le apresuró—. Y a Tarántiev cuando venga —continuó, dirigiéndose a Zajar— le dices que no almorzamos en casa, que Iliá Ilich comerá fuera durante todo el verano y que en otoño estará tan ocupado que no podrá verlo…
—Se lo diré, no me olvidaré, se lo diré todo —respondió Zajar—. ¿Y qué dispone respecto al almuerzo?
—Cómetelo con alguien y que te aproveche.
—Como mande, señor.
Diez minutos más tarde, Shtolz salió del salón vestido, rasurado y peinado; Oblómov, sentado con aire melancólico en la cama, se abrochaba lentamente la pechera de la camisa sin acertar con el ojal. Zajar, con una rodilla en tierra delante de él, le ofrecía una bota no limpia, como si se tratara de un manjar, en espera de que el señor acabara de abrocharse la camisa.
—¿No te has puesto aún las botas? —exclamó Shtolz, sorprendido— ¡Venga, Iliá, date prisa!
—Pero ¿adónde vamos? ¿Para qué? —preguntó Oblómov, angustiado—. ¿Qué tengo yo que hacer allí? He perdido la costumbre y, además, no me apetece.
—¡Date prisa, date prisa! —decía Shtolz, apresurándolo.