CAPÍTULO X
TAN pronto como los ronquidos de Iliá Ilich llegaron a sus oídos, Zajar saltó cautelosamente, sin hacer ruido, de su tarima, salió de puntillas del zaguán, echó el candado a la puerta, dejando encerrado al amo, y se dirigió al patio.
—Hola, Zajar Trofímovich, bien venido, hace tiempo que no le veíamos. —Con estas palabras lo recibieron diversas voces de cocheros, lacayos, criadas y chiquillos reunidos junto al portón.
—¿Qué tal el suyo? ¿Es que salió de casa? —preguntó el portero.
—Está roncando —respondió sombríamente Zajar.
—¿Cómo es eso? —preguntó un cochero—. Parece temprano… ¿acaso se encuentra enfermo?
—¡Qué va a estar enfermo! Borracho como una cuba —dijo Zajar con una voz como si él mismo estuviera convencido de ello—. ¿Me creerán si les digo que él solito se bebió una botella y media de vino de Madeira y dos cuartillos de kvas? Ahora se ha echado.
—¡Vaya! —exclamó el cochero con envidia.
—¿Ya santo de qué esa juerga hoy? —preguntó una de las mujeres.
—No se trata sólo de hoy, Tatiana Ivánovna —respondió Zajar mirándola de reojo como tenía por costumbre—. Últimamente está imposible, ¡rabia me da decirlo!
—Igual que la mía —observó la mujer con un suspiro.
—Dígame, Tatiana Ivánovna, ¿piensa ella salir hoy? —preguntó el cochero—. Necesito ir a un recado por aquí cerca.
—¡Adónde quiere que vaya! —respondió Tatiana—, Ahí está con su amor y no se cansan de admirarse el uno al otro.
—La visita con frecuencia —dijo el portero—. Harto me tiene el maldito por las noches: todos los que llegan se marchan y él es siempre el último y, además, te riñe por tener cerrada la puerta principal… ¡No tengo otro quehacer que montar guardia para que él salga!
—¡Y si vieran, hermanos, lo tonto que es! —dijo Tatiana—. ¡No hay otro igual! ¡La de cosas que le regala! Ella se engalana como una pava y anda dándose importancia, pero si alguien viera las sayas o las medias que lleva, se moriría de vergüenza… Llegan a pasar dos semanas sin que se lave el cuello, pero bien que se embadurna la cara… A veces una peca porque piensa: «Desgraciada; más valiera que te anudaras un pañuelo a la cabeza y fueras a hacer penitencia a un monasterio…».
Todos se echaron a reír, menos Zajar.
—¡Vaya con Tatiana Ivánovna, tira a dar! —decían voces aprobatorias.
—Es cierto —continuó la mujer—. ¡Cómo permitirán los señores que esté con ellos una así!
—¿Adónde va ahora? —le preguntó uno—. ¿Qué lleva en ese hatillo?
—Un vestido que manda esa presumida para la modista. ¡Dice que le está ancho! Pero cuando yo y Duniasha empezamos a apretarle el corsé a esa mole nos pasamos luego tres días sin poder hacer nada con los dedos. Todo se nos cae. Bueno, ya es hora de que me vaya. Adiós por ahora.
—Adiós, adiós —respondieron algunos.
—Adiós, Tatiana Ivánovna —dijo el cochero—. Venga por la tarde.
—Pues no sé, tal vez pueda, si no… adiós por ahora.
—¡Adiós, adiós! —dijeron todos.
—¡Adiós, Tatiana Ivánovna! —volvió a gritar el cochero cuando ya se alejaba.
—¡Adiós! —respondió con voz sonora desde lejos la mujer.
Tan pronto como ella se fue, Zajar empezó a hablar como si estuviese esperando su turno. Tomó asiento —balanceando las piernas— en un poste de hierro junto al portón, al tiempo que miraba con aire hosco y distraído a los que pasaban a pie y en coche.
—¿Cómo está el suyo, Zajar Trofímovich? —preguntó el portero.
—Pues como siempre, rabioso por nada —respondió Zajar—. Y todo por su culpa; no paso yo pocos disgustos por su señoría a causa de la mudanza. ¡Está furioso! No tiene ningunas ganas de irse…
—¡Qué culpa tengo yo! —dijo el portero—. Por mí que se quede cuanto quiera. ¿Es que soy el amo? A mí me dan órdenes… Si yo fuera el dueño, pero como no lo soy…
—¿Le regaña? —preguntó un cochero.
—Me regaña tanto que sólo Dios me da fuerzas para soportarlo.
—¡Eso no importa! Si sólo regaña es un buen señor —dijo uno de los lacayos, abriendo con lentitud una tabaquera redonda y crujiente. Todos los reunidos, a excepción de Zajar, tendieron sus manos en busca del rapé; luego se lo llevaron a la nariz, estornudaron y escupieron—. Más vale que regañe —continuó el lacayo—, cuanto más regañe mejor; al menos no te pega si te regaña. Yo estuve sirviendo en casa de una que me estaba tirando de los pelos antes de que yo supiera el motivo.
Zajar esperaba con aire despectivo a que acabara de hablar el lacayo, y dirigiéndose al cochero continuó:
—Nada le importa ponerte en vergüenza sin causa ni razón.
—Es difícil de contentar, ¿verdad? —preguntó el portero.
—¡Ya lo creo! —exclamó Zajar con su ronca voz, entornando significativamente los ojos—. ¡Dificilísimo! Si lo hago así, no le gusta; si asá, tampoco; para él yo no sé andar, le sirvo mal, lo rompo todo, no limpio, robo y como demasiado… ¡Uf, así te…! Hoy se puso furioso conmigo, ¡vergüenza me daba oírlo! ¿Y por qué? Por un pedacito de queso que se quedó de la semana pasada y que yo ni a un perro me atrevería a tirárselo; a un hombre no se le ocurriría comerlo. Me preguntó por el pedacito ése, yo le dije que no había queso y se puso a chillarme: «A ti —me dijo—, más valdría ahorcarte, habría que hervirte en brea y despedazarte con tenazas ardientes; habría que empalarte», así me dijo. Y a punto estuvo de pegarme, a punto estuvo… ¿Y saben, hermanos? Hace poco se me cayó agua hirviendo sobre su pie, ni yo mismo sé cómo pudo ocurrir, pues ¡no vean cómo se puso! ¡Qué modo de chillar! Si no me hubiera apartado, me habría golpeado con el puño en el pecho… ésas eran sus intenciones. Seguro que lo habría hecho. El cochero movió la cabeza y el portero comentó:
—¡Bien se ve que es un señor con genio! No perdona nada.
—Pero si se limita a regañar —dijo el lacayo tranquilamente—, es un buen señor. Los que no regañan son peores: te miran, vuelven a mirarte y, de pronto, ¡zas!, te agarran por los pelos y tú no sabes aún el porqué.
—Y encima —continuó Zajar, sin hacer ningún caso de las palabras del lacayo—, el pie no se le ha curado todavía; no hace más que darse ungüentos. ¡Me alegro!
—Es un señor de mal genio —dijo el portero.
—¡Ya lo creo! —continuó Zajar—. ¡Que Dios nos libre, pero algún día matará a alguien! ¡Juro por Dios que acabará matando! Por cualquier bagatela me insulta, me llama calvo… y no quiero ni decir lo que sigue. Hoy se ha inventado un nuevo insulto: «Eres venenoso», me dice.
—¡Eso no es nada! —volvió a meter baza el mismo lacayo—. Si te insulta, gracias le debes dar al Señor, que Dios le conceda salud… Lo malo es un amo que se calla y tú pasas por delante y él te mira, te mira y, de pronto, te agarra como hacía el que tuve antes. Si te regaña e insulta, eso no es nada…
—Bien te lo mereces —observó Zajar, enfadado por las no solicitadas objeciones— Yo te daría todavía más…
—Y después de «calvo», Zajar Trofímovich —preguntó un mocito recadero de quince años, vestido de cosaco—, le decía «del demonio», ¿verdad?
Zajar volvió lentamente la cabeza en su dirección y fijó en el muchacho una mirada turbia.
—¡Ten cuidado conmigo! —dijo con voz amenazadora—. Eres muy joven, hermano, y te pasas de listo. A mí nada me importa que estés al servicio de un general para no tirarte del pelo. ¡Lárgate ya!
El muchacho se apartó unos pasos y se detuvo mirando a Zajar con una sonrisa.
—¿Qué haces ahí enseñándome los dientes? —gritó Zajar con voz ronca y furiosa—, si te pesco ya verás cómo en un santiamén te arreglo las orejas; ya te enseñaré yo a enseñar los dientes.
En aquel instante salió corriendo del portal un lacayo de gran estatura, desabotonada la librea, con cordones y botines. Se acercó al muchacho y le dio una bofetada, llamándolo tonto.
—¿Qué hace, Matvéi Moseich, por qué me pega? —preguntó el chico, sorprendido y confuso, sujetándose la mejilla con la mano y parpadeando convulsivamente.
—¿Te atreves aún a hablar? —respondió el lacayo—. ¡Te ando buscando por toda la casa y tú mira dónde estás!
Y cogiéndolo con una mano por el pelo le bajó la cabeza y le golpeó con su puño tres veces en el cuello con metódica uniformidad y lentitud.
—El señor te llamó cinco veces —añadió con aire didáctico— y a mí me riñen por culpa de un mocoso como tú. ¡Andando!
Y le señaló con gesto imperativo la escalera. El muchacho permaneció dubitativo unos instantes, parpadeó dos veces, miró al lacayo y, comprendiendo que de él no podía esperar más que la repetición de lo ya sucedido, sacudió la cabeza y entró rápidamente en el portal.
¡Qué triunfo para Zajar!
—¡Dale bien, Matvéi Moseich, dale bien! ¡Más, más! —repetía Zajar con malévola alegría— ¡Le pegaste poco! Pero ¡gracias! Se pasaba de listo… Aquí tienen «calvo del demonio». ¡Anda, búrlate ahora!
Los reunidos reían unánimemente, pues simpatizaban con el lacayo que había pegado al muchacho y con Zajar, que desbordaba maligna alegría. Nadie sentía compasión por el chico.
—Exactamente lo mismo hacía mi antiguo amo —empezó a decir el lacayo de antes, el que interrumpía a Zajar—; a veces uno se hacía planes para divertirse un poco, pero él parecía que lo adivinaba y te agarraba por el pelo igual que Matvéi Moseich a Andriushka. ¡Nada importa que te regañe e insulte! ¡Qué importancia tiene que te llame «calvo del demonio»!
—A ti, tal vez, el señor de Zajar sí que te habría cogido —intervino el cochero—; menudas lanas tienes en la cabeza. Pero ¿por dónde puede coger a Zajar Trofímovich? Tiene la cabeza como un melón… Quizá por esas dos barbas que luce en las mejillas, allí sí que tiene pelos…
Todos se echaron a reír, pero Zajar quedó como paralizado ante semejante salida del cochero, con quien hasta aquel entonces había mantenido amistosa charla.
—Pues como se lo diga a mi señor —comenzó a decir furiosamente con su ronca voz mirando al cochero—, también encontrará por dónde cogerlo. Planchará su barba llena de carámbanos.
—No se atreverá su amo a planchar barbas de cocheros ajenos. Más vale que consiga uno propio y entonces se la podrá planchar. Por ahora tendrá que aguantarse.
—¡No pretenderás que llevemos de cochero a un desgraciado como tú! —bramó Zajar—. Tú ni siquiera de caballo le sirves a mi señor.
—Menudo señor —respondió, sarcástico, el cochero—. ¿De dónde lo sacó?
Tanto él mismo, como el portero, el peluquero, el lacayo y el defensor del sistema de los insultos se echaron a reír.
—¡Reíd, reíd! —decía Zajar—. Que ya veréis como se lo diga a mi señor. Y tú —continuó, dirigiéndose al portero— tendrías que pararles los pies a estos bandidos y no reírte. ¿A qué te pusieron aquí? Para poner orden. ¿Y tú qué haces? Ya verás como se lo diga al señor, ya verás lo que te va a pasar.
—Bueno, Zajar Trofímovich, basta ya, cálmese —dijo el portero procurando apaciguarlo.
—¡Cómo se atreve a hablar así de mi señor! —repuso Zajar fuera de sí, señalando al cochero—. ¿Sabe él, acaso, quién es mi amo? —preguntó con una voz llena de veneración—. Tú —continuó, dirigiéndose al cochero— ni en sueños podrás imaginarte un señor como el mío: ¡bueno, inteligente, guapo! El tuyo, en cambio, es como un jamelgo hambriento. Vergüenza da mirarlo cuando sale del patio con esa yegua parda. ¡Parecéis mendigos! Seguro que no coméis más que nabos con kvas. Mira tu casaca, está llena de agujeros… —La casaca del cochero, dicho sea de paso, no tenía ningún agujero.
—Pues una como la tuya sí que no se encuentra —le interrumpió el cochero, y tiró con habilidad del trozo de camisa que asomaba por el sobaco de Zajar.
—Bueno, basta ya, basta —decía el portero, poniéndose en medio de los dos.
—¡Ah, conque me rompes la ropa! —gritó Zajar, sacando un trozo mayor de camisa por el descosido—. Espera a que se lo enseñe a mi señor. ¡Mirad, hermanos, lo que me ha hecho! Me ha roto el traje…
—No le hice nada —dijo el cochero, algo amedrentado—. Debió de ser su señor cuando le pegó…
—¡Pegar un señor como él! —exclamó Zajar—. Tiene un corazón de oro, es un ángel, no un señor, Dios le dé salud. Vivo con él como en el mismísimo cielo: no sé lo que es una necesidad, jamás en su vida me llamó tonto. Vivo tranquilamente y nada me falta, como de su mesa, voy a donde quiero, ¡eso es! Y en la aldea tengo casa propia, un huerto para mí solo, el trigo me lo dan de la casa. Todos los mujiks me saludan, me hacen reverencias. Soy el encargado y el mayordomo, y tú con el tuyo…
De pura rabia le faltó la voz para acabar con su enemigo. Se detuvo un minuto para recobrar fuerzas e idear una palabra venenosa, pero nada se le ocurrió por la rabia acumulada.
—Ya verás lo que te pasará por haberme roto el traje. ¡Ya te enseñará mi amo a romperlos! —acabó por decir al fin.
Al meterse con su señor, habían herido a Zajar en lo más hondo. Despertaron su amor propio y su vanidad; su fidelidad al amo se puso de manifiesto con toda su fuerza. Estaba dispuesto a verter el veneno de su hiel no sólo sobre el contrincante, sino también sobre su señor y los parientes del mismo, que ni siquiera sabía si existían, y también contra sus conocidos. Con sorprendente exactitud repitió todas las calumnias y maledicencias que sobre los señores había escuchado en sus anteriores charlas con el cochero.
—Tanto tu amo como tú sois unos malditos mendigos, unos judíos, algo peor que un alemán —decía—. El abuelo, yo lo sé bien, fue un vendedor callejero. Ayer, cuando salieron los invitados de tu casa, pensé si no serían unos bribones que se hubieran metido en ella: ¡daba pena verlos! También la madre comerciaba con objetos robados y trajes usados.
—Bueno, ya basta, basta —decía el portero, tratando de calmarlos.
—El mío, al menos —seguía diciendo Zajar—, pertenece, gracias a Dios, a una familia ilustre, de rancio abolengo; tiene amigos que son generales, príncipes y condes. Y no creas que sienta a su mesa a cualquier conde; algunos no pasan del pasillo… También los escritores lo visitan…
—¿Qué son esos escritores? —preguntó el portero, deseando desviar la conversación—. ¿Son funcionarios o qué?
—No, son señores que inventan ellos mismos lo que quieren —explicó Zajar.
—¿Yqué hacen en la casa? —preguntó el portero.
—Pues unos fuman, otros beben jerez… —respondió Zajar y se detuvo al darse cuenta de que todos sonreían burlonamente—. ¡Todos cuantos estáis aquí sois unos canallas! —dijo muy deprisa, mirando a todos de reojo—. ¡Ya te enseñarán cómo romper trajes ajenos! ¡Voy a decírselo a mi señor! —añadió y se dirigió velozmente a la casa.
—¡Basta ya! ¡Espere, espere! —gritó el portero—. Zajar Trofímovich, vamos a la cervecería, por favor, vamos…
Zajar se detuvo y sin mirar a los criados se volvió rápidamente y salió a la calle con mayor velocidad todavía. Alcanzó la puerta de la cervecería, que estaba enfrente, sin mirar a nadie, pero al llegar allí se volvió y miró con aire sombrío a todos los reunidos, agitó con gesto aún más sombrío la mano, indicando que lo siguiesen y desapareció tras la puerta.
Los demás también se dispersaron; algunos se fueron a la cervecería, otros a casa. Solamente quedó el lacayo.
«¿Qué puede pasar si se lo dice a su señor? —se dijo, pensativo, abriendo lentamente su tabaquera—. Es un señor bueno, seguro, se limitará a regañarlo. ¡Y eso está aún por ver! Otro cualquiera te mira, te mira y luego, ¡zas!, por el pelo…».