CAPÍTULO VII
PASÓ así una semana. Cada mañana, al levantarse, Oblómov preguntaba lleno de ansiedad si habían montado ya los puentes.
—Todavía no —le contestaban, y él pasaba tranquilamente el día oyendo el tic-tac del reloj, el chirrido del molinillo y los trinos de los canarios.
Los polluelos, ya convertidos en pollos adultos, habían dejado de piar y se escondían en los gallineros. No tuvo tiempo de leer los libros enviados por Olga; llegó a la página ciento cinco de uno de ellos y, después de forrarlo, lo dejó boca arriba; llevaba así varios días.
Dedicaba casi todo su tiempo a los hijos de Agafia Matvéievna. Vania era un chiquillo muy inteligente y había aprendido en tres lecciones las ciudades más importantes de Europa; Iliá Ilich le prometió como regalo un pequeño globo terráqueo tan pronto como pudiese ir al otro lado de la ciudad. La pequeña Masha le había bordado tres pañuelos, mal por cierto, pero era tan divertido ver cómo se esforzaba por hacerlo con sus pequeñas manitas, corriendo hacia él para mostrarle cada pulgada.
Charlaba con Agafia Matvéievna en cuanto divisaba sus codos por la entreabierta puerta. Por el simple movimiento de sus brazos adivinaba lo que hacía: si amasaba, trituraba algo o planchaba.
Hasta intentó hablar con la abuela, pero ella no estaba en condiciones de mantener una conversación: se detenía a media palabra, apoyaba el puño en la pared y, doblada, comenzaba a toser como si realizase una difícil tarea, luego gemía y con eso acababa todo.
A quien no veía nunca era al hermano; distinguía tan sólo el enorme fajo de papeles cuando pasaba por delante de su ventana. En la casa ni se lo oía. Incluso un día que Oblómov entró, sin querer, en la habitación donde comían en apretado tropel, el hermano, secándose rápidamente los labios con la mano, se retiró a su alcoba.
Un día, cuando Oblómov, al despertar, se disponía a desayunar despreocupadamente, Zajar le comunicó de pronto que los puentes ya estaban montados. El corazón de Oblómov dio un vuelco.
«Y mañana es domingo —se dijo—, tengo que ir a su casa, soportar estoicamente durante todo el día las miradas curiosas y significativas de personas extrañas y decirle luego cuándo pienso hablar con su tía».
Pero la situación seguía siendo la misma y le impedía dar un paso hacia delante.
Se imaginó vivamente cómo lo declaraban novio oficial, cómo irían llegando día tras días diversas damas y caballeros y se veía convertido en objeto de curiosidad general. Luego, la comida de gala, todos beberían a su salud… Después, con el derecho y la obligación del novio, tendría que hacerle un regalo a Olga…
«¡Un regalo!», se dijo horrorizado, y rompió a reír amargamente. ¡Un regalo! ¡Y él disponía tan sólo de doscientos rublos! Incluso si le mandaran dinero no lo recibiría antes de Navidad o, tal vez, más tarde, cuando vendiesen el trigo. Únicamente la carta podría aclarar cuándo sería eso y la cantidad de dinero a recibir… pero la carta no había llegado. ¿Qué podría hacer? ¡Adiós a la paz y al sosiego de esas dos semanas!
En medio de todos esos sinsabores veía el rostro encantador de Olga, sus vaporosas cejas tan expresivas, los inteligentes ojos gris azulados, toda su cabeza tan linda y la trenza que peinaba casi en la nuca, lo que realzaba toda la dignidad de su porte, empezando por la cabeza hasta los hombros y el talle.
Pero tan pronto como se estremecía de amor por Olga, oprimía su corazón el pensamiento de qué hacer, de cómo abordar el problema de la boda, dónde conseguir dinero y cómo vivir después…
«Aguardaré un poco más; tal vez mañana o pasado mañana llegue la carta». Calculó la fecha en que habrían recibido la suya, el tiempo que podría tardar el vecino en responderle y cuándo llegaría la respuesta.
«La recibiré dentro de tres o cuatro días a lo sumo; esperaré a que llegue para ir a casa de Olga —decidió Oblómov—. Además, probablemente, ella no sepa que ya han montado los puentes…».
—Katia —preguntó aquella misma mañana Olga a su doncella—, ¿han montado ya los puentes?
Hacía la misma pregunta todas las mañanas, pero Oblómov no lo sospechaba.
—No lo sé, señorita; hoy no vi al cochero, ni al portero y Nikita no lo sabe.
—¡Nunca sabes lo que necesito! —exclamó Olga, descontenta. Estaba todavía en cama, jugueteando con la cadenita que llevaba al cuello.
—Ahora mismo voy a enterarme. No quería apartarme por si se despertaba usted; si no, hace tiempo que lo sabría. —Y Katia desapareció de la habitación.
Olga abrió el cajón de su mesita y sacó de él la última misiva de Oblómov. «El pobre está enfermo —pensó tristemente— y, solo, me echa de menos… ¡Ah, Dios mío, cuándo…!».
No acabó de pensarlo; Katia, toda sofocada, irrumpió en la habitación.
—¡Están puestos, los han puesto esta noche! —exclamó alegremente, y ayudó de inmediato a su señorita, que había saltado de la cama, a ponerse una blusa y le acercó unas pequeñas zapatillas. Olga abrió rápidamente un cajón, sacó algo y lo depósito en la mano de Katia, quien le besó la mano. Todo ello, el salto desde la cama, la moneda depositada en la mano de Katia y el beso de ésta, ocurrió en menos de un minuto. «¡Qué bien! ¡Mañana es domingo y él podrá venir!»», pensó Olga, se vistió deprisa, desayunó deprisa y fue con su tía de compras.
—Vayamos mañana, ma tante, a la misa en Smolni —pidió Olga.
La tía frunció un poco las cejas, meditó un instante y dijo:
—Como quieras, pero ¡está tan lejos, ma chérie! ¿Por qué se te ha ocurrido ir allí en invierno?
A Olga se le había ocurrido por la simple razón de que fue Oblómov quien le había señalado esa iglesia desde el río y sintió deseos de rezar en ella… por él, para que tuviese salud, para que la amase y fuese feliz con ella, para que… esa indecisión, esa inseguridad acabasen lo antes posible… ¡Pobre Olga!
Llegó el domingo. Olga se las ingenió de modo que todo el almuerzo fuese a gusto de Oblómov.
Se puso un vestido blanco, ocultó bajó los encajes una pulsera que él le había regalado, y se peinó tal como le gustaba a él. En la víspera había ordenado que afinaran el piano y aquella mañana probó a cantar Casta Diva. La voz era tan sonora como no lo había sido desde el verano. Luego se puso a esperar.
Al poco rato se presentó el barón y le dijo que estaba muy bella, lo mismo que durante el verano, pero que estaba algo más delgada.
—Es evidente que la falta de aire puro y un cierto desarreglo en el género de vida han influido sobre usted —dijo—. Usted, querida Olga Serguéievna, necesita el aire de la aldea.
Le besó varias veces la mano, de modo que sus teñidos bigotes dejaron una pequeña manchita en los dedos de Olga.
—Sí, de la aldea —respondió pensativa, pero sin dirigirse a él directamente.
—Y hablando de la aldea —añadió el barón—, el mes que viene habrá terminado su pleito y en abril ya podrá ir a su propiedad. No es muy grande, pero su emplazamiento es magnífico. Le gustará mucho; la casa y el jardín son preciosos. Hay un pabellón en lo alto de un cerro que le encantará. Se ve el río… usted no lo recuerda probablemente, tenía cinco años cuando su padre salió de allí y se la llevó…
—¡Qué alegría! —exclamó Olga, y se quedó pensativa.
«Ahora ya está decidido, iremos a vivir allí, pero él no lo sabrá antes de…».
—¿Será el mes que viene, barón? —le preguntó vivamente—, ¿Es cierto?
—Tan cierto como que es usted encantadora siempre y hoy, especialmente —respondió el barón, y fue en busca de la tía.
Olga no se movió del sitio, soñando con la próxima felicidad, pero tomó la decisión de no decir nada a Oblómov, ni hablarle de sus futuros planes.
Quería ver hasta el fin cómo el amor acabaría por vencer la pereza de su espíritu, liberándolo de ese yugo, y cómo él, radiante de felicidad, pondría a sus pies la respuesta favorable recibida de Oblómovka, y cómo ambos, adelantándose el uno al otro, correrían para decírselo a la tía, y después…
Después, ella le diría de pronto que era dueña de una aldea con jardín, de un pabellón sobre un cerro con vistas al río y de una casa dispuesta para ser habitada y que antes tendrían que ir allá y después a Oblómovka.
«No, no quiero que reciba una respuesta favorable —pensó Olga—; se llenaría de orgullo y no se alegraría en absoluto de que también yo tenga una propiedad, casa y jardín… No, más vale que venga disgustado por haber recibido una carta desagradable que lo obligue a ir personalmente. Iría corriendo allá como un loco, haría deprisa lo más preciso, se olvidaría de muchas cosas, no sabría cómo hacerlo, pero cuando regresara, ella le diría que podía no haber ido, que tenían casa con jardín y un pabellón con una espléndida vista, que tenían dónde vivir sin necesidad de Oblómovka… Sí, aguantaría hasta el fin sin decirle nada; más vale que haga el viaje, que se mueva, que despierte, todo por mí, en aras de la futura dicha. Pero no, ¿para qué mandarlo tan lejos? ¿Por qué separarse? Cuando venga a despedirse, vestido de viaje, pálido y triste, pensando en una ausencia de meses, le diría de pronto que no es preciso irse hasta el verano y que entonces podremos hacer el viaje juntos…».
Así soñaba Olga. Luego corrió en busca del barón para rogarle que por ahora no dijese a nadie, absolutamente a nadie, lo de su propiedad. En ese nadie sólo incluía a Oblómov.
—Sí, sí, naturalmente, ¿para qué? —asintió éste—. Tal vez al señor Oblómov tan sólo, si viene al caso…
Olga disimuló y dijo con aire indiferente:
—No, a él tampoco.
—Ya sabe que sus deseos son órdenes para mí… —añadió amablemente el barón.
Olga no carecía de cierta astucia. Incluso cuando sentía enormes deseos de mirar a Oblómov ante testigos, fijaba antes la vista en otros y ya, después, en él.
Todo lo hacía por él. ¡Cuántas veces la emoción coloreaba sus mejillas! ¡Cuántas veces pulsaba una tecla, u otra, para comprobar si estaba bien afinado el piano o cambiaba de sitio las partituras! ¡Y él, no venía! ¿Qué significaría eso?
Las tres, las cuatro, ¡seguía sin aparecer! A las cuatro y media su belleza empezó a marchitarse: abatida, pálida, tomó asiento ante la mesa.
Los demás no se daban cuenta de nada: comían los manjares que se habían preparado para él y conversaban con alegría e indiferencia.
Por la tarde tampoco se presentó. Estuvo esperándolo hasta las diez de la noche, llena de esperanza y temor; a las diez se retiró a su habitación.
Al principio volcó sobre él toda la hiel acumulada en su corazón; no existía en su léxico ningún sarcasmo hiriente, ningún vituperio cáustico que no aplicara mentalmente a su persona.
Después, toda esa ardiente ira que llenaba su ser dejó paso al temor. «Está enfermo y solo, ni siquiera puede escribir…», pensó atormentada. Segura de ello, apenas si pudo conciliar el sueño toda la noche. Durmió inquieta unas dos horas, deliró en sueños, pero se levantó tranquila y decidida, aunque pálida.
El lunes por la mañana, Agafia Matvéievna entró en el despacho de Oblómov y dijo:
—Hay una joven que pregunta por usted.
—¿Por mí? ¡Es imposible! —respondió Oblómov—. ¿Dónde está?
—Está aquí, se equivocó de puerta y llamó a nuestra casa. ¿La hago pasar?
Oblómov no había tomado aún ninguna decisión cuando Katia apareció ante él. Agafia Matvéievna se retiró.
—¡Katia! —exclamó Oblómov, sorprendido—. ¿Qué haces aquí?
—La señorita está aquí —respondió la doncella en voz muy baja—. me ordena que le pregunte…
Oblómov palideció.
—¡Olga Serguéievna! —susurró, horrorizado—. ¡No es cierto, Katia, estás bromeando! ¡No me atormentes!
—Le juro por Dios que es cierto: está en un coche de alquiler, se detuvo junto a la tienda de té, quiere venir aquí y espera que yo vuelva. Me manda a decirle que envíe usted a Zajar a cualquier lado. Dentro de media hora ella vendrá.
—Más vale que vaya yo personalmente… ¿Cómo va a venir ella aquí? —dijo Oblómov.
—No le dará tiempo, puede llegar de un momento a otro; ella cree que está usted enfermo. Adiós, me voy corriendo; está sola y me espera…
Katia se fue.
Con increíble celeridad, Oblómov se puso la corbata, el chaleco, las botas y llamó a Zajar.
—Zajar, hace poco me pediste permiso para visitar a tus amigos de la calle Gorójovaia; pues bien, ve a verlos ahora —dijo Oblómov con febril premura.
—No iré —respondió Zajar con aire decidido.
—Sí, irás —insistió Oblómov.
—¡Mira que ir de visita en un día de trabajo! ¡No pienso ir! —repuso Zajar tercamente.
—Ve, diviértete, no te niegues cuando el señor te da permiso… ¡Reúnete con tus amigos!
—¡Que se vayan mis amigos a donde quieran!
—¿Es que no quieres verlos?
—Son todos tan canallas que a veces ni ganas me dan de mirarlos.
—Tú vete, vete —insistía Oblómov, sintiendo cómo le subía la sangre a la cabeza.
—No, hoy me quedaré todo el día en casa, y el domingo tal vez vaya —dijo Zajar con toda tranquilidad.
—¡Vete ahora mismo, inmediatamente! —exclamó Oblómov apresurándolo—. Debes ir…
—Pero ¿a qué voy a ir tan lejos para nada? —se resistía Zajar.
—Tú ve, pasea unas dos horas, ¡vaya cara tan somnolienta que tienes! Te conviene tomar un poco el aire.
—Es la misma cara de siempre, la que corresponde tener a gente como yo —dijo Zajar, mirando perezosamente por la ventana.
«¡Dios mío! —pensó Oblómov, secándose el sudor de la frente—. ¡Ella está a punto de llegar!».
—Haz el favor de ir a pasear, te lo ruego. Toma, aquí tienes veinte copecs para que tomes cerveza con un amigo.
—Más vale que me quede en el porche. ¿Adónde voy a ir con este frío? Puedo quedarme también junto a la valla, eso sí puedo hacerlo…
—No, aléjate de la valla —dijo Oblómov vivamente—, pasea por la otra calle, hacia la izquierda hay un jardín… al otro lado.
«¡Qué cosa tan rara! —pensó Zajar—. Me manda pasear, nunca lo había hecho».
—Más vale que vaya de paseo el domingo, Iliá Ilich…
—¿Acabarás por irte de una vez? —dijo Oblómov, apretando los dientes y empujando a Zajar.
Cuando Zajar se fue, Oblómov llamó a Anisia.
—Ve al mercado —le dijo— y compra lo que haga falta para el almuerzo…
—Ya lo tengo todo comprado, y para el almuerzo falta poco… —respondió Anisia.
—¡Calla y obedece! —gritó Oblómov.
Anisia se quedó turbada.
—Compra… aunque sea espárragos… —agregó sin saber qué otra cosa podía encargarle.
—¡Pero, Iliá Ilich, no es tiempo de espárragos! ¿Y dónde voy a encontrarlos por aquí?
—¡Lárgate! —gritó Oblómov, y Anisia echó a correr—. ¡Ve a toda prisa —continuó gritando tras ella—, no vuelvas la cabeza y antes de dos horas no aparezcas por aquí!
—¡Qué cosa más rara! —comentó Zajar a Anisia al tropezar con ella en la calle—. Me mandó pasear y me dio veinte copecs. ¿Adónde iré?
—El señor es quien manda —observó la despabilada Anisia—; ve a donde el cochero del conde y convídale a té; él siempre te está convidando y yo iré corriendo al mercado.
—¡Qué cosa tan rara! —le dijo Zajar al cochero—. El amo me mandó a pasear y me dio veinte copecs para la cerveza…
—¿No será que también él quiere emborracharse? —supuso el ingenioso cochero—. Y te dio dinero a ti para que no le tuvieses envidia. Vamos. —Guiñó un ojo a Zajar, y señaló con la cabeza una calle.
—¡Vamos! —repitió Zajar, señalando con la cabeza la misma calle. «¡Qué cosas! ¡Mira que mandarme de paseo!», se decía sonriente.
Se fueron; Anisia llegó a la primera encrucijada y se acomodó junto a una valla para ver lo que pasaba.
Oblómov esperaba impaciente; oyó cómo alguien intentaba abrir la verja y en el mismo instante el perro empezó a ladrar con furia y a tirar de la cadena.
—¡Maldito perro! —exclamó Oblómov, rechinando los dientes, cogió su gorra, corrió hacia la verja, la abrió y casi en brazos llevó a Olga hasta el porche.
Venía sola. Katia la esperaba en el coche, cerca de la entrada.
—¿Te encuentras bien? ¿No estás en cama? ¿Qué te ocurre? —preguntó rápidamente sin quitarse el abrigo ni el sombrero y examinándolo de pies a cabeza tan pronto como entraron en el despacho.
—Ya estoy mejor, la garganta… casi no duele… —respondió, llevándose la mano a la garganta y tosiendo un poco.
—¿Por qué no viniste ayer? —preguntó Olga, mirándolo con ojos tan escrutadores, que Oblómov no pudo decir ni una sola palabra.
—Olga, ¿cómo te has atrevido a venir? —preguntó atemorizado—. ¿Sabes lo que has hecho…?
—¡Más tarde hablaremos de eso! —lo interrumpió ella con impaciencia—. Te estoy preguntando qué significa tu ausencia. Oblómov callaba.
—¿No será por culpa de algún orzuelo? —preguntó. Oblómov seguía callado.
—No has estado enfermo ni te ha dolido la garganta —dijo Olga, frunciendo las cejas.
—No —murmuró Oblómov con el aire de un colegial.
—¡Me has engañado! —exclamó, mirándolo con asombro—. ¿Por qué?
—Te lo explicaré todo, Olga —repuso Oblómov—; una causa importante me obligó a no verte dos semanas… tenía miedo…
—¿De qué? —preguntó Olga, sentándose y quitándose el abrigo y el sombrero.
Oblómov depositó ambas prendas en el diván.
—Temía los comentarios, las calumnias…
—Pero no temías por mí. ¿No pensabas que no dormía, que sólo Dios sabe lo que imaginaba y que a punto estuve de enfermar? —preguntó, mirándolo con ojos inquisitivos.
—Olga, tú no te imaginas siquiera lo que está pasando aquí —dijo señalando el corazón y la cabeza—. Todo yo ardo de inquietud. No sabes lo que ha sucedido.
—¿Qué otra cosa ha sucedido? —preguntó fríamente.
—No sabes hasta dónde han llegado los comentarios sobre nosotros. No quería inquietarte más y tenía miedo de presentarme ante ti.
Y le contó todo cuanto había oído de Zajar, de Anisia, recordó la conversación de los petimetres y terminó diciendo que desde entonces no dormía, que en cada mirada leía una pregunta, un reproche o maliciosas alusiones a sus citas.
—Pero si decidimos hablar esta semana con ma tante —repuso Olga—, esos comentarios se acallarán entonces…
—Sí, pero no quisiera hablar con tu tía hasta no haber recibido la carta. Sé que ella no me preguntará sobre mi amor por ti, sino sobre la propiedad; querrá conocer detalles, pero yo nada le puedo explicar hasta no recibir la carta del apoderado.
Olga suspiró.
—Si no te conociera —dijo pensativa—, sabe Dios lo que pensaría… Temías inquietarme por los comentarios de los criados, pero ¡no tuviste miedo de causarme tanta preocupación! Ya no te comprendo.
—Pensé que esas murmuraciones te preocuparían. Katia, Siemión, Marfa y ese estúpido de Nikita sabe Dios lo que dicen…
—Hace tiempo que sé lo que dicen —respondió Olga con indiferencia.
—¿Cómo? ¿Lo sabes?
—Pues sí. Katia y la niñera me hablaron de eso, preguntaron por ti, me felicitaron…
—¿Te felicitaron? —preguntó Oblómov, horrorizado—. ¿Tú qué les dijiste?
—Nada, les di las gracias: a la niñera le regalé un pañuelo de cabeza y me prometió ir a pie al monasterio de San Sergio. A Katia le dije que procuraría arreglar su boda con el pastelero; también ella tiene su romance…
Oblómov la miraba entre asustado y sorprendido.
—Tú nos visitas casi todos los días y es muy natural que la servidumbre hable de ello —añadió—, son los primeros en comentar las cosas. A Sóñechka le pasó lo mismo. ¿Por qué eso te alarma tanto?
—¿Así que los rumores proceden de allí? —dijo Oblómov muy despacio.
—¿Acaso carecen de fundamento? ¿No es verdad?
—¡Verdad! —repitió Oblómov en un tono que no era ni de afirmación ni de negación—. Sí —añadió a poco—, en realidad tienes razón; pero yo no quiero que conozcan nuestras citas y por eso tengo miedo…
—Tienes miedo, tiemblas como un chiquillo… ¡No lo entiendo! ¿Acaso intentas raptarme?
Oblómov se sentía turbado; Olga lo miraba atentamente.
—Escucha —dijo Olga—, hay algo falso, algo que no es cierto… Ven aquí y dime todo cuanto llevas dentro. Podías no haber venido por precaución un día, dos, una semana, si quieres, pero me habrías prevenido, me habrías escrito. Tú sabes que ya no soy una niña y no es fácil engañarme con tonterías. ¿Qué significa todo eso?
Oblómov reflexionó un momento, luego le besó la mano y suspiró.
—¿Sabes, Olga?, yo creo —empezó a decir— que durante todo ese tiempo mi imaginación me hizo ver toda clase de peligros para ti; las preocupaciones me han torturado, y las esperanzas, que tan pronto renacían como se esfumaban, me oprimían el corazón; todo ello ha conmocionado mi organismo que, falto de fuerzas, exige algo de reposo, aunque sea temporal…
—¿Por qué yo no estoy falta de fuerzas y sólo busco reposo junto a ti?
—Tú eres joven y fuerte, tu amor es sereno y tranquilo, pero yo… ¡tú sabes cómo te quiero! —dijo Oblómov, agachándose y besándole las manos.
—Todavía no, lo sé poco, eres tan extraño que me pierdo en conjeturas. Ya no sé qué pensar y pierdo las esperanzas… Lo malo es que pronto dejaremos de comprendernos.
Ambos guardaron silencio.
—¿Qué has hecho durante todos estos días? —preguntó Olga, mirando por primera vez la habitación—. No estás bien aquí: los techos son muy bajos; las ventanas, pequeñas; el empapelado, viejo… ¿Dónde tienes las otras habitaciones?
Oblómov se apresuró a mostrarle la vivienda para eludir la respuesta a su pregunta. Ella volvió a sentarse en el diván y él se tumbó en la alfombra a sus pies.
—Bueno, ¿y qué has hecho durante estas dos semanas? —insistió ella.
—He leído, he escrito y he pensado mucho en ti.
—¿Has acabado de leer los libros que te mandé? Me los llevaré.
Olga cogió un libro que se encontraba sobre la mesa y miró la página por la cual estaba abierto: la página estaba llena de polvo.
—¡Tú no has leído!
—No.
Olga fijó la vista en los arrugados cojines bordados, en el desorden que reinaba en la habitación, en las ventanas llenas de polvo; se acercó a la mesa escritorio, levantó algunos papeles, también polvorientos, removió la pluma en el seco tintero y lo miró con asombro.
—¿Qué has hecho, entonces? —repitió—. No has leído ni escrito.
—He tenido poco tiempo —comenzó a decir titubeando—; cuando me levanto vienen a arreglar las habitaciones y me molestan; luego se habla del almuerzo, en eso vienen los hijos del ama de la casa, pidiendo que les compruebe un problema, después el almuerzo… Y después del almuerzo, ¿cuándo puedo leer?
—Has dormido después de comer —dijo Olga tan afirmativamente que él, después de un breve titubeo, respondió en voz muy baja:
—Sí…
—¿Por qué?
—Para no darme cuenta del paso del tiempo. Tú no estabas conmigo y sin ti la vida es insoportable, tediosa…
Oblómov se detuvo. Ella lo miraba severamente.
—¡Iliá! —empezó a decir Olga muy seria—. ¿Recuerdas aquel día en el parque cuando me dijiste que renacías a la vida, cuando me aseguraste que yo era tu meta, tu ideal, me tomaste de la mano y me dijiste que tu vida me pertenecía? ¿Recuerdas cómo te acepté?
—¿Cómo podría olvidarlo? Eso fue lo que transformó toda mi vida. ¿No ves, acaso, lo feliz que soy?
—No, no lo veo; me has engañado —dijo Olga fríamente—. Vuelves a abandonarte…
—¿Que yo te engañé? ¡No peques, Olga! ¡Te juro por Dios que por ti me lanzaría ahora mismo a un abismo!
—Sí, en el caso de que el abismo estuviera aquí, bajo tus pies y ahora mismo —lo interrumpió ella—. Pero si se aplazara tres días, cambiarías de opinión, te asustarías, sobre todo si a Zajar o a Anisia se le ocurriera comentarlo… Eso no es amor.
—¿Dudas de mi amor? —dijo Oblómov enardecido—. ¿Crees que temo por mí y no por ti? ¿Que no protejo tu nombre, que no velo como una madre para que el rumor no te alcance? ¡Olga, Olga! ¡Pídeme las pruebas que quieras! Te lo repito, si yo supiera que con otro serías más feliz que conmigo, le cedería sin una queja mis derechos sobre ti, si fuera preciso morir por ti, lo haría con alegría —acabó de decir con lágrimas en los ojos.
—No necesito nada de eso, ¡nadie te lo exige! ¿Para qué me hace falta tu vida? Quiero que hagas lo que debes. Las personas astutas recurren a la artimaña de ofrecer sacrificios innecesarios o imposibles a fin de no hacerlos realmente precisos. Yo sé que tú no eres astuto, pero…
—¡Tú no sabes cuánta salud he perdido por esa pasión y esos cuidados! —continuó Oblómov—. Desde que te conozco no puedo pensar en otra cosa… Sí, vuelvo a repetirte ahora que sólo tú eres mi ideal, mi meta. Si tú no estuvieras conmigo, moriría o me volvería loco. Sólo por ti aliento, veo, pienso y siento. ¿Por qué te extraña, entonces, que duerma y me abandone los días en que no te veo? Todo me aburre y me asquea. Soy como una máquina, camino, hago algo, pero no sé qué, no me doy cuenta. Tú eres el fuego y la fuerza de esa máquina —decía Oblómov, de rodillas ante ella.
Sus ojos brillaban como antaño en el parque. El orgullo y la fuerza de voluntad se reflejaban en ellos.
—Estoy dispuesto a ir a donde tú ordenes, a hacer lo que tú quieras. Cuando tú me miras, me hablas o cantas, me siento vivir…
Olga escuchaba esas apasionadas manifestaciones grave y pensativa.
—Escucha, Iliá —dijo—, creo en tu amor y en mi poder sobre ti. ¿Por qué me asustas, entonces, con tu indecisión y me haces dudar? Tú dices que yo soy tu meta, pero vas hacia ella con tanta lentitud y timidez; y aún tienes mucho que andar. Has de ser superior a mí. ¡Esto es lo que espero de ti! He visto a personas felices y cómo se querían —añadió con un suspiro—. Toda su vida es actividad y su reposo no se parece al tuyo. No agachan la cabeza, mantienen los ojos abiertos, apenas si duermen, ¡actúan! Pero tú… no, no creo en tu amor ni en que yo soy tu ideal, tu meta en la vida…
Movió la cabeza con aire dubitativo.
—¡Tú, sólo tú! —decía Oblómov tirado a sus pies y besándole las manos con profunda agitación—. ¡Dios mío, qué felicidad! —repetía como en un delirio—. ¿Y tú crees que es posible engañarte, quedarse dormido después de un despertar así y no convertirse en un héroe? Ya veréis, tanto tú como Andréi —continuó, mirando a su alrededor con ojos inspirados—, a qué alturas puede elevar a un hombre el amor de una mujer como tú. Mírame, mírame bien, ¿es que no he resucitado, no estoy viviendo en este instante? ¡Salgamos de aquí! ¡Vamos fuera! ¡Vamos! No puedo quedarme aquí ni un minuto más.
—¡Me ahogo, siento asco! —decía contemplando la habitación con no fingida repugnancia—. Déjame acabar el día sintiendo lo mismo que ahora… ¡Ah, si ese fuego que ahora arde en mí ardiera igual mañana y siempre! Cuando tú no estás, me apago y caigo. Ahora he revivido, he resucitado. Creo que yo… ¡Olga, Olga! Eres la mujer más maravillosa del mundo, eres la primera entre todas, tú… tú…
Apretó el rostro contra las manos de Olga y enmudeció. Le era imposible seguir hablando. Se puso la mano en el corazón para calmar sus latidos, dirigió a Olga una mirada emocionada, llena de pasión y quedó inmóvil.
«¡Cuánta ternura hay en él!», pensaba Olga, pero con cierta pesadumbre, no como antaño en el parque y quedó profundamente pensativa.
—Es hora de que me vaya —dijo al fin cariñosamente, volviendo en sí. Oblómov se recobró de inmediato.
—¡Tú aquí, en mi cuarto! ¡Oh, Dios mío! —exclamó, y sus ojos, antes tan inspirados, miraron tímidamente a su alrededor y de su boca no salió ninguna otra palabra.
Apresurándose, cogió el sombrero y el abrigo de Olga y, aturdido, intentó ponérselo en la cabeza.
Olga se echó a reír.
—No temas por mí —dijo, procurando tranquilizarlo—, ma tante se fue para todo el día y en casa únicamente la niñera y Katia saben dónde estoy. Acompáñame.
Le tendió la mano y cruzó sin temor, orgullosamente, el patio, consciente de su inocencia; en medio de los furiosos ladridos y saltos del perro, subió al coche y se fue.
En las ventanas de la parte correspondiente a la dueña de la casa se vieron algunas cabezas; también Anisia se asomó por detrás de la valla.
Cuando el coche dobló la esquina, llegó Anisia y dijo que había recorrido todo el mercado sin encontrar espárragos. Zajar regresó tres horas después y se pasó durmiendo todo el día.
Oblómov paseó por la habitación durante mucho tiempo sin sentir el suelo bajo sus pies ni oír el ruido de sus pisadas: tenía la sensación de flotar en el aire.
Tan pronto como el ruido de las ruedas del coche por la nieve, que se llevaba su vida y felicidad, se acalló, dejó de sentirse inquieto. Se irguió y sus ojos brillaron de dicha y emoción. Experimentaba en todo su cuerpo una sensación de calor, frescura y energía. Y de nuevo, como antes, deseó de pronto marcharse a cualquier lugar lejano: allí donde estaba Shtolz, con Olga a la aldea, al campo, al bosque, deseaba quedarse a solas en su despacho y entregarse al trabajo, ir al embarcadero de Rybinsk, construir el camino y leer el último libro publicado, del cual hablaban todos, e ir a la ópera ese día…
Sí, ella había ido a verlo hoy a su casa, luego él iría a la suya, la vería en el teatro. ¡Un día pleno! ¡Qué bien se respira en aquella atmósfera, al lado de Olga, entre los rayos de su esplendor virginal, de sus vigorosas fuerzas, de su clara inteligencia, tan profunda y sutil! Más que andar, Oblómov tenía la impresión de que volaba, de que alguien lo llevaba en brazos por la habitación.
«¡Adelante, adelante! —decía Olga—. ¡Arriba, arriba, hacia el límite, donde la fuerza de la ternura y la gracia pierde sus derechos y comienza el reino del varón!».
¡Con qué claridad comprende Olga la vida! ¡Cómo sabe leer en ese complicado libro su camino y, por instinto, adivina también el de él! Ambas vidas deben unirse como dos ríos; ¡y él ha de ser su guía, su jefe!
Ella intuye sus fuerzas y capacidades, sabe de lo que es capaz y espera sumisa su dominio. ¡Maravillosa Olga, segura, sencilla, sincera, pero decidida, una mujer tan natural como la vida misma!
«¡Qué asqueroso es todo esto! —pensó, mirando alrededor—. ¡Pero mi ángel descendió a esta ciénaga y la santificó con su presencia!».
Contempló con amor la silla donde ella había estado sentada y sus ojos se iluminaron de pronto: en el suelo, junto a la silla, vio un pequeño guante.
—¡La prenda que me ha dejado! ¡Es una señal profética! —gimió, besando apasionadamente el guante.
Agafia Matvéievna se asomó a la puerta y le preguntó si no le interesaría ver unas telas de hilo que traían para vender.
Oblómov se limitó a darle las gracias secamente y se excusó, diciendo que estaba muy ocupado. Se sumió luego en los recuerdos del verano, pasó revista a todos los detalles, recordó cada árbol, arbusto, banco, cada palabra dicha, y todo le pareció más grato de lo que había sido entonces.
Procuraba dominar su alegría, pero no podía: cantaba, bromeaba cariñosamente con Anisia por no tener hijos y prometía ser el padrino en cuanto naciese alguno. Y armó tal jaleo con Masha, que Agafia Matvéievna echó a la niña de su despacho para que no lo molestase en sus «ocupaciones».
El resto del día fue aún más alegre. Olga estaba contenta, cantó mucho y después todos fueron a la ópera; más tarde tomó el té en su casa y en el transcurso del mismo la tía, el barón, Olga y él estuvieron charlando con tanta sinceridad y confianza, que él se sintió un miembro más de esa pequeña familia. ¡Ya no quería vivir solo! Ahora tenía un rincón y su vida se había anudado firmemente; había en ella luz y calor, ¡qué bien se vivía con eso!
Durmió poco durante aquella noche: estuvo leyendo los libros enviados por Olga; leyó un tomo entero y parte de otro.
«Seguro que mañana mismo recibiré carta del apoderado —pensó, y su corazón latió alborozado—. ¡Por fin!».